|
Por Bernardo Gómez
Número
44
Introducción
La
mayor parte de los teóricos que, a lo
largo del último medio siglo, se han ocupado
de analizar los efectos de la comunicación
de masas, desde Paul Lazarsfeld hasta Mauro Wolf,
han llamado la atención sobre el potencial
socializador que atesoran los medios, en lo que
constituye quizá el resultado más
determinante de su actuación. Por socialización
hemos de entender la internalización de
normas, valores y pautas de conducta sociales
por parte del individuo, un proceso que le sirve
para relacionarse de manera satisfactoria con
el mundo que le rodea, para vivir en sociedad
y entender el entramado en el que se halla inmerso.
Pese
a su trascendencia, este papel de los medios
de comunicación es históricamente
reciente. En un principio, la familia era el
órgano que dirigía y situaba al
individuo en una continua adaptación al
mundo social y natural. Cuando ésta se
quedó sin recursos suficientes frente
a una sociedad en progresivo desarrollo y en
dilatado aumento de complejidad, la escuela surgió
como una segunda institución que hacía
posible la socialización. Con el devenir
del tiempo y junto a estas dos instituciones,
aparecen los medios de comunicación de
masas, que van tomando espacios a la escuela,
como en su momento hiciera ésta con la
familia, provocando una profunda revisión
de su trabajo. En palabras de Victoria Camps,
Los
medios de comunicación [...] son los
espacios donde lo público se hace transparente
y donde los ciudadanos aprenden los hechos más
elementales de la cultura, incluida la cultura
democrática: modos de vivir, de comportarse,
de relacionarse entre sí, de divertirse,
de consumir (Pérez Tornero, 1994, p.
15).
Los
media son una de las herramientas de
conocimiento de la estructura del mundo que tiene
a su disposición el individuo en las sociedades
contemporáneas. Pero, ¿qué
imagen de la sociedad transmiten? Desde luego,
una nada inocente. Es un axioma aceptado en comunicación
que los medios no se limitan a reflejar la realidad,
sino que en buena medida contribuyen a crearla.
Podemos decir que existe una realidad que efectivamente
es, verídica, y una realidad mediática,
que en apariencia es reflejo especular de aquélla,
pero que de hecho toma de ella sólo lo
que le interesa, refundiéndolo para ofrecerlo
a la audiencia de manera simplificada y esquemática.
Se trata de una realidad distorsionada, por cuanto
es fruto de la selección del emisor y
obedece a los cánones ideológicos,
sociales, económicos, culturales e incluso
religiosos de éste.
También
es irreal en la medida en que responde a la propia
lógica de los media , que priman
valores como la actualidad, la espontaneidad
o la espectacularidad en su discurso. Es lo que
Cebrián de la Serna (1992) define como
“modelo de realidad”; en la práctica,
hay casi tantos modelos de realidad como medios
de comunicación.
Quizá
el intento más completo de sistematizar
el efecto socializador de los mass media
–en concreto, de la televisión–,
corresponde a la “teoría del cultivo”
o “teoría de la cultivación”, desarrollada
por el norteamericano George Gerbner (1979, pp.
177-196). El que fuera profesor de la Universidad
de Pennsylvania atribuye al medio televisivo
y, sobre todo, a los géneros de ficción,
un papel fundamental en la construcción
de representaciones mentales de la realidad en
las sociedades contemporáneas. Cuantas
más horas se sumerge un individuo en el
mundo de la televisión, mayor es la coincidencia
entre la concepción que éste tiene
de su entorno y la representación televisiva
del mismo, de modo que su idea de lo que le rodea
no se ajusta a lo que de hecho es .
El
modelo de cultivo puede sistematizarse en las
siguientes etapas (Wolf, 1994, pp. 97-98):
Los
espectadores de ficción televisiva observan
en pantalla un mundo que difiere por completo
del real, no sólo en lo que respecta a
los acontecimientos reflejados, edulcorados o
violentados según los casos, sino también
a la representación de los roles sociales
–étnicos, sexuales, profesionales...–,
que resultan altamente estereotipados.
Los
grandes consumidores de televisión, definidos
como aquellos que se exponen a sus emisiones
durante al menos cuatro horas al día,
experimentan un “desplazamiento de realidad”,
identificando lo que ven en la pequeña
pantalla con lo que les rodea.
Dichos
consumidores absorben las representaciones sociales
presentes en el universo de la ficción
televisiva de modo masivo, sin discriminar aquellas
que son válidas de las que no lo son.
Gerbner
cree, además, que el consumo continuado
y excluyente de la televisión favorece
el desarrollo de actitudes violentas y antisociales
en el espectador, que puede acabar desarrollando
una visión pesimista y paranoica del mundo,
lo que él denomina “mean world syndrome”.
Sin
embargo, son muchas las limitaciones que se le
han achacado a la “teoría del cultivo”.
Según sus detractores, Gerbner parte de
la premisa de que no existen otras fuentes de
conocimiento social para el individuo además
de la televisión, lo cual no es cierto
en la mayor parte de los casos. También
se le achaca no tener en cuenta las variables
psicológicas y de la percepción
de cada espectador, y el hecho de obviar el componente
cualitativo de la exposición a los medios.
Pero
la tesis fundamental del modelo nos sigue pareciendo
válida: los mass media desempeñan
un papel socializador fundamental, ofreciendo
una imagen de la realidad que cala en los receptores
a largo plazo si su exposición al contenido
de los medios es prolongada. De ahí –y
este es el planteamiento básico de nuestro
trabajo– que su influencia deba ser corregida,
o al menos tutelada, con objeto de orientar la
descodificación de los mensajes transmitidos
por los medios, para que no se identifiquen de
modo automático con el mundo real.
El
debate en torno a la violencia
Donde
con mayor fuerza se manifiesta la función
socializadora de la comunicación de masas,
y donde más patentes pueden resultar sus
efectos distorsionadores, es en la infancia (Von
Felitzen, 1990, p. 31). Los niños tienen
un contacto muy limitado con su entorno, y los
mass media son una fuente primordial
de conocimiento para ellos. Como apunta García
Galera, los medios –en especial, la televisión–
desempeñan tres funciones básicas
en relación con la socialización
infantil: presentan conductas que pueden imitarse,
proporcionan imágenes capaces de desencadenar
determinadas acciones, y permiten a los individuos
familiarizarse con “los valores de la sociedad
de ocio y consumo” (2000, p. 75).
La
trascendencia de este hecho radica en que el
discurso mediático no sólo no se
ajusta a la realidad, lo que puede considerarse
una disfunción menor, sino que difunde
contenidos perniciosos desde el punto de vista
formativo, materiales que pueden deformar la
percepción que de la sociedad tiene el
individuo y afectar negativamente a su conducta.
El
principal problema en este sentido tiene que
ver con la violencia en los mass media .
Abundan las denuncias sobre el excesivo número
de escenas violentas que las cadenas de televisión
difunden en horario infantil, y hay estudios
demoledores en este sentido. En Estados Unidos,
por ejemplo, ocho de cada diez programas emitidos
en horario de máxima audiencia incluyen
actos violentos, y en cada hora de programación
aparecen como promedio cinco o seis agresiones,
un índice que aumenta de modo considerable
en la franja infantil (Alonso, Matilla y Vázquez,
1995, p. 55). No es de extrañar que, si
nos atenemos a los datos que maneja la American
Medical Association, un joven estadounidense
haya visto antes de cumplir los 18 años
doscientas mil acciones violentas en televisión,
de las cuales dieciséis mil son asesinatos
(Trejo, 1997).
En
España, los datos son también preocupantes.
A mediados de los noventa, los niños españoles
en edad escolar contemplaban cada semana a través
de sus receptores más de 600 homicidios,
850 peleas, 420 tiroteos y 60 episodios de robo,
tortura y secuestro, según la Asociación
de Telespectadores y Radioyentes de España
(Alonso, Matilla y Vázquez, 1995, p. 57),
y la estadística no ha hecho más
que crecer.
La
relación causa-efecto entre violencia
televisiva y violencia social no es, sin embargo,
sencilla de establecer. Como apuntan Chalvon,
Corset y Souchon, “el impacto de la violencia
en el niño ha sido el tema más
a menudo abordado por los investigadores sin
que se llegue a resultados concluyentes. Demasiadas
variantes entran en juego para afrontar conclusiones
definitivas” (Aguaded, 2000, p. 132).
Ninguna
investigación ha demostrado de manera
fehaciente e incontrovertible el hipotético
vínculo de causalidad entre ambas realidades.
William Belson, a raíz del ya clásico
estudio que llevó a cabo durante la década
de los setenta por encargo de la CBS, concluyó
que los contenidos televisivos son el principal
desencadenante de la violencia juvenil, especialmente
entre aquellos individuos con tendencias agresivas
manifiestas. Uno de cada ocho encuestados por
Belson reconoció haber cometido de di
ez a cien delitos semejantes a los que había
visto en televisión en los seis meses
anteriores a la realización del estudio.
Se trataba en su mayoría de sujetos de
clase baja y media-baja, cuyo consumo mediático
sobrepasaba las cuatro horas diarias.
Del
mismo modo, el psicólogo Albert Bandura,
padre de la “teoría social de aprendizaje”,
pareció en su momento demostrar el efecto
imitativo que genera a corto plazo la brutalidad
en televisión, a través de un experimento
con niños de entre tres y cinco años
realizado en 1977. Los individuos seleccionados
contemplaban en primer lugar cómo un grupo
de adultos agredía a un peluche, o bien
se les proyectaban películas de dibujos
animados de contenido violento. Después,
se les frustraba poniendo a su alcance juguetes
que inmediatamente les eran retirados y, por
último, entraban en una sala llena de
muñecos: la mayoría de los niños
se abalanzaba sobre ellos, golpeándolos
de la misma forma que habían visto hacer
poco antes. El comportamiento de los sujetos
del grupo de control, que no habían estado
expuestos a las mismas escenas, era muy diferente,
en absoluto agresivo.
Lo
que Bandura plantea como conclusión de
su trabajo no es que la violencia sea una respuesta
automática producida por los consumos
mediáticos, sino que el individuo puede
reaccionar de manera agresiva ante determinadas
situaciones ambientales condicionado no por lo
que haya aprendido en su entorno social, sino
por las narraciones televisivas a las que haya
estado expuesto.
De
mismo modo, la UNESCO, en un informe dirigido
por el ya citado George Gerbner titulado Violencia
y terror en los medios , apuntaba en 1988
que “ la exposición constante a las historias
y escenas de violencia y terror, pueden movilizar
tendencias agresivas, desensibilizar y aislar
otras, intimidar a muchos y disparar acciones
violentas en algunos”, y concluía: “Hay
una relación entre la violencia reportada
por o desplegada en los medios y la violencia
individual o de grupo, que es una realidad en
las sociedades de nuestros días” (Trejo,
1997). Según otros autores, el efecto
más directo que tendrían los contenidos
agresivos difundidos a través de los mass
media sería el de insensibilizar
a la audiencia ante situaciones de violencia
real, volviéndola apática y permisiva
frente a sus manifestaciones (Escandell y Rodríguez,
2002).
Los
resultados de las investigaciones de Belson y
Bandura, no obstante, fueron puestos en entredicho
muy pronto por otros estudios que, con mínimas
variaciones metodológicas, llegaban a
resultados opuestos. Por ello, es natural que,
junto a quienes abominan de la violencia en los
medios por el efecto mimético que pueda
tener entre la audiencia infantil, haya también
autores que defiendan –o, al menos, disculpen–
su difusión como forma de catarsis.
Las
escenas violentas en televisión constituirían
un modo de liberar la agresividad que anida en
los telespectadores. Así lo entienden,
entre otros, Harold Mendelsohn y James Halloran,
para quien las críticas a la acción
de los mass media es interesada: “La
televisión es un excelente chivo expiatorio
de los errores y del malestar social y, como
tal, absuelve a cada uno de su participación
o de su responsabilidad en los problemas sociales”
(Alonso, Matilla y Vázquez, 1995, p. 68).
La teoría de la catarsis, sin embargo,
ha ido perdiendo fuelle con el paso del tiempo
y en la actualidad parece descartada desde el
punto de vista científico.
Pero
al margen del efecto mimético o catártico
que tenga sobre la audiencia, la sobrerrepresentación
de la violencia en el discurso de los medios
de comunicación es una realidad, y la
mayor parte de los estudios desarrollados durante
las tres últimas décadas lleva
a pensar que ejercen un determinado influjo,
como mínimo, en los receptores que podemos
denominar “especialmente vulnerables” (García
Galera, 2000, p. 31).
Los
estereotipos, un recurso fácil
Los
medios pueden influir también en la idea
que el individuo tiene de los distintos roles
sociales, y en este sentido afectan ya a la totalidad
de los receptores, no sólo a aquellos
que, como el público infantil, se encuentran
en fase de socialización. El “modelo de
realidad” mediático está repleto
de papeles estereotipados, que de manera inconsciente
son asumidos por quienes los contemplan como
algo natural, no como fruto de la selección
del emisor.
Un
estereotipo es una imagen convencional o una
idea preconcebida. Tal y como lo entienden McMahon
y Quin (1997, p. 139), se trata de una concepción
popular sobre un grupo de personas que las categoriza
de acuerdo con sus apariencias, comportamientos
y costumbres. Estas imágenes prefabricadas
refuerzan los prejuicios y convicciones que tiene
el individuo sobre los objetos, las clases sociales
y las instituciones de su entorno más
cercano.
El
estereotipo constituye lo que en psicología
social se conoce como “mensaje autoritario”,
aquel que no presenta la realidad tal cual es,
con todas sus contradicciones, sino una realidad
ideal , empobrecida para facilitar su
rápida asimilación por el receptor.
McMahon y Quin opinan que es la sociedad, en
primera instancia, quien crea los estereotipos,
pero que son los medios de comunicación
quienes los difunden, mantienen y refuerzan,
porque hacen posible la facturación de
mensajes destinados a audiencias masivas.
Las
características del estereotipo pueden
sistematizarse, siguiendo a V. Allende (1997),
en tres:
a)
Anula la complejidad de un asunto o de los orígenes
históricos, culturales, religiosos o económicos
de un grupo o tipo social concreto.
b)
De todas las realidades posibles, elige una,
simplista y reduccionista, que conduce a una
visión maniquea de las relaciones sociales.
c)
Opera sobre roles de inferioridad y superioridad,
sobre todo en cuanto al género de los
individuos (hombre frente a mujer) y a su etnia
(hombre blanco frente al resto).
Por
otro lado, se trata de construcciones mentales
sumamente difíciles de erradicar, ya que
está demostrado que los sucesos que confirman
las expectativas estereotipadas previas son recordados
mejor por los sujetos que aquellos que las contradicen.
Los
estereotipos cumplen una serie de funciones sociales
que pueden considerarse beneficiosas: facilitan
la adaptación del individuo al medio,
simplifican la información que éste
necesita para entender lo que le rodea, permiten
predecir actos y relaciones y refuerzan la conciencia
de pertenencia al grupo. Pero también
desempeñan un cometido menos loable: servir
a la sociedad como coartada ante las disfunciones
del sistema, liberando a cada individuo de la
cuota de responsabilidad que le corresponde ante
los problemas colectivos, y llegando, a veces,
a convertir a determinados grupos en “chivos
expiatorios” de la comunidad. El caso de los
judíos en la Alemania de Hitler, culpabilizados
de la crisis económica, social y moral
generalizada en que se vio inmerso en país
al término de la I Guerra Mundial, resulta
paradigmático en este sentido.
Los
medios de comunicación ofrecen un gran
número de estereotipos, por una razón
muy sencilla: necesitan audiencias masivas. La
facturación, por ejemplo, de un espacio
televisivo de vocación generalista, obliga
a los responsables de las cadenas a utilizar
personajes que resulten reconocibles para un
amplio espectro del público, actantes
unidimensionales y carentes de matices. A tal
efecto, los estereotipos son esquemas de notable
utilidad, porque pueden ser comprendidos sin
esfuerzo incluso por niños pequeños.
Otro
tanto cabe decir de la publicidad, que recurre
a los estereotipos por un doble motivo. Primero,
por imperativo económico: el espacio para
significar en prensa o el tiempo para emitir
un anuncio en radio o televisión es siempre
limitado y, por tanto, hay que recurrir a imágenes
convencionales que sean fácilmente descodificables
por el receptor. En segundo lugar, también
la publicidad necesita los estereotipos como
estrategia informativa porque las audiencias,
en tanto que potenciales compradoras, son emotivas
antes que racionales. El discurso publicitario
utiliza una o varias ideas, pero las presenta
cargadas de emociones a una masa de individuos
que, en última instancia, espera oír
algo que confirme y estimule sus sentimientos
y le reafirme en sus convicciones instintivas
(Correa, Guzmán y Aguaded, 2000, p. 106).
La
naturaleza de los estereotipos presentes en los
medios de comunicación es muy amplia.
Los más abundantes son los de tipo sexual,
que ofrecen una imagen esquemática del
hombre y de la mujer, con matices que para aquél
son en su mayoría positivos, y para ésta,
principalmente negativos. El rol de ama de casa,
en inferioridad de condiciones con respecto al
marido, continúa siendo mayoritario en
la televisión y en la publicidad. Respecto
de esta última, Kathleen Reardon (1983)
cita tres tácticas fundamentales de anulación
de la mujer como actante mediática, todas
utilizadas con asiduidad: el descrédito,
el aislamiento y el socavamiento. La primera
estrategia se observa en aquellos mensajes publicitarios
que presentan a los personajes femeninos desempeñando
roles característicos del hombre, pero
de manera incorrecta. La segunda consiste en
segregar a la mujer y situarla en entornos domésticos,
al margen de todo lo que no sea el hogar. La
tercera táctica se da al presentarla como
mero objeto sexual a disposición de su
pareja. La situación es tal que, en la
4ª Conferencia Mundial sobre la Mujer, celebrada
en Pekín en 1995, la UNESCO se comprometió
a defender un equilibrio más equitativo
entre los sexos en los medios de comunicación.
También
abundan –junto a otros de menor incidencia, como
los profesionales, los familiares o los regionales–,
los estereotipos de carácter étnico.
Los medios tienden a presentar de manera simplificada
a los individuos que no pertenecen a la raza
blanca (afroamericanos, asiáticos, subsaharianos,
etcétera), con rasgos no por fuerza negativos,
pero siempre maniqueos. Y no es un problema exclusivo
de los géneros de ficción: también
los espacios informativos difunden a veces caracterizaciones
tendenciosas de los sujetos de determinadas etnias,
reforzando de manera inconsciente los prejuicios
que puedan anidar en la audiencia.
Los
estereotipos e ncierran una porción de
realidad y no son a priori desechables,
puesto que ayudan al individuo a desenvolverse
en sociedad. El problema es la esquematización,
el reduccionismo que comportan, y su difusión
generalizada a través de los mass
media .
Conclusión
No
se trata, en cualquier caso, de adoptar posturas
“apocalípticas” en relación con
los efectos de la comunicación de masas.
Los medios cumplen un papel socializador importante,
pero es justo reconocer que el entorno social
(familia, escuela, círculo de amigos)
y la propia disposición psicológica
de los sujetos receptores actúan como
elementos correctores, o dicho de manera más
neutral, redefinidores de los mensajes mediáticos.
Así parece confirmarse, al menos, en el
terreno de la violencia televisiva.
El
efecto de los media no resulta por
lo general determinante en la formación
del público infantil o juvenil, aunque
es innegable que desempeñan un destacado
papel en el proceso de adquisición de
conocimientos y valores sociales que el individuo
experimenta durante sus primeros años
de vida.
Para
atajar el influjo negativo de la comunicación
de masas, la labor fundamental de padres y educadores
debe ser la de desterrar la unilateralidad de
los mensajes mediáticos, dialogando sobre
sus contenidos, discutiéndolos, desmitificándolos
en suma. Para ello es necesario, en primer lugar,
integrar los medios en el contexto educativo,
convirtiendo al alumno en un comunicador –emisor
y receptor– inteligente y crítico; y en
segundo lugar, dotarlos de contenido educativo
adecuado.
Referencias:
Aguaded
Gómez, J. I. (2000). Televisión
y telespectadores . Huelva, España:
Grupo Comunicar.
Allende,
V. (1997). Visiones del Islam en los medios
de comunicación . Madrid, España:
UNED.
Alonso,
M.; Matilla, L. y Vázquez, M. (1995).
Teleniños públicos, teleniños
privados . Madrid, España: Ediciones
de la Torre.
Camps,
V. (1994). Presentación. En Pérez
Tornero, J. M., El desafío educativo
de la televisión (pp. 15-19). Barcelona,
España: Paidós.
Cebrián
de la Serna, M. (1992). La televisión
. Rincón de la Victoria, España:
Clave.
Correa,
R.; Guzmán, M.ª D. y Aguaded, J.
I. (2000). La mujer invisible . Huelva,
España: Grupo Comunicar.
Escandell
Bermúndez, O. y Rodríguez Martín,
A. (2002). La televisión, ¿genera
violencia y agresividad en los niños y
adolescentes? Revista Electrónica
Universitaria de Formación del Profesorado
, 5. Recuperado el 12 de abril de 2005 de
www.aufop.org/publica/reifp/articulo.asp?pid=211&docid=936
.
García
Galera, M.ª C. (2000). Televisión,
violencia e infancia . Madrid, España:
Gedisa.
Gerbner,
G. et al. (1979). The demonstration of power:
Violence profile. Journal of Communication
, 219, pp. 177-196.
McMahon,
B. y Quin, R. (1997). Historia y estereotipos
. Madrid, España: Ediciones de la
Torre.
Reardon,
K. K. (1983): La persuasión en la
comunicación . Barcelona, España:
Paidós.
Trejo Delarbe,
R (1997): La televisión: ¿espejo
o detonador de la violencia en la sociedad? Sociedad
y Poder . Recuperado el 20 de marzo de 2005
de http://raultrejo.tripod.com/ensayosmedios/Violenciaymedios.htm#_ftn2
.
Von Felitzen,
C. (1990). Tres tesis sobre los niños
y los medios de comunicación. Infancia
y Sociedad , 3, pp. 31-39.
Wolf,
M. (1994). Los efectos sociales de los media
. Barcelona, España: Paidós.
Dr. Bernardo J. Gómez Calderón
Profesor de Información Periodística
Especializada en la Universidad
de Málaga, España. |