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Por Guadalupe Lizárraga
Número
44
Introducción
El
prestigio de Clitemnestra es el prestigio del
mal. No es cualquier prestigio. No se trata de
la reputación de la bruja de los cuentos de hadas
a quien nos enseñan a temer desde niños y nos
hace sufrir con sus intenciones maléficas. Tampoco
es la célebre femme fatale, esa irresistible
amante vestida de encajes negros, devoradora de
virtudes masculinas. Menos aún, goza de la admiración
que produce el horror de la muerte vengada a sangre
fría, pues Clitemnestra no es a la mirada antigua
la madre sufriente que asesina para reivindicar
la memoria de su hija sacrificada. El prestigio
de Clitemnestra es el prestigio urdido en una
paradoja. Su fama es proporcional al odio que
suscita su existencia. A mayor ascendencia de
su maldad –infiel, asesina de su marido y embaucadora
de su amante a quien hace su cómplice para perpetrar
el crimen–, mayor odio será promovido para extinguirla
de la historia; y, sin embargo, de este odio,
nacerá precisamente su indeleble trascendencia
y se expandirá a través de los tiempos y traspasará
la frontera del mundo literario al mundo real,
en la que cada mujer será portadora de su impronta.
Y fue su propia víctima, ya en los infiernos,
quien le deparó la magnitud de tal trascendencia:
“¡Y yo que creía
que iba a ser bien recibido por mis hijos y esclavos
al llegar a casa! Pero ella, al concebir tamaña
maldad, se bañó en la infamia y la ha derramado
sobre todas las hembras venideras, incluso sobre
las que sean de buen obrar.”1
Así, Clitemnestra
personificó el peor de los males que puede poseer
una mujer en su vida privada, en su mundo íntimo:
la desconfianza del hombre. No son pocas las
referencias, refranes o dichos pueblerinos que,
sin más sustento que el mítico, se han pronunciado
en esta línea dialógica, a través de los siglos.
Clitemnestra, no es, pues, la representación
de la pasión espuria suscitada por el odio o
la ira como ha venido asociándosele. Mucho menos
se trata de la pasión erótica como también se
ha supuesto al vinculársele con Egisto, su joven
amante. Es la desconfianza perenne que del mythos
se ha vuelto intrínseca a la realidad del ser
femenino.
“Por eso ya
nunca seas ingenuo con una mujer, ni le reveles
todas tus intenciones, las que tú te sepas bien,
mas dile una cosa y que la otra permanezca oculta.
(…)Te voy a decir otra cosa que has de poner
en tu pecho: dirige la nave a tu tierra patria
a ocultas y no abiertamente, pues ya no puede
haber fe en las mujeres.”2
A mi juicio,
es esta desconfianza la que convierte al personaje
de Clitemnestra en un ser odioso, repugnante
frente a la virtud moral masculina, la phrónesis3,
de la que se jactaban poseer sólo los varones,
ciudadanos atenienses. Clitemnestra, ciertamente,
ya odiaba a su marido antes de proferir éste
tales aserciones en el seno del infierno; primero
lo odió por la actitud de desdén que en vida
mantuvo hacia ella, y el odio es un sentimiento,
no una pasión. Los sentimientos de Agamenón hacia
Clitemnestra también quedan de manifiesto en
este mismo sentido cuando se entera por el adivinador
Calcas sobre las causas de la peste que diezma
a sus hombres.
Y
ahora, vaticinando ante los dánaos, afirmas
que el Flechador (Apolo) les envía calamidades,
porque no quise admitir el espléndido rescate
de la joven Criseida, a quien deseaba tener
en mi casa. La prefiero ciertamente a Clitemnestra,
mi legítima esposa, porque no le es inferior
ni en el talle, ni en el natural, ni en inteligencia,
ni en destreza.4
Ambos pues,
se han vuelto destinatarios de sus odios, y sólo
en consecuencia de sus pasiones de ira. La pasión
responde a la esfera de las emociones, y no hay
indicios en la Odisea que Clitemnestra,
por ejemplo, en un arrebato de celos apasionados
haya cometido el crimen contra su esposo. Tampoco
el odio que se anida en ella hacia él surgirá
con la aparición de su amante con el que apenas
tiene un año de relaciones, después de haber
permanecido sola durante los nueve años anteriores,
haciéndose cargo del palacio. Tiempo, por cierto,
en el que no recibió ninguna noticia de Agamenón
dirigida expresamente a ella. Lo cual significaría
la indiferencia de él. De sus hazañas se enteraba
por terceros.
Finalmente,
el odio de Clitemnestra hacia Agamenón se concreta
cuando éste la engaña al requerir a su hija Ifigenia
que presuntamente la ha ofrecido en matrimonio
a Aquiles. Posteriormente se entera del sacrificio
de Ifigenia, perpetrado por Agamenón quien pretende
agradar a la diosa Artemisa y calmar los vientos
tempestuosos que ésta le envía furiosa y que
le impide iniciar el regreso a Argos. Desde entonces,
Clitemnestra rumiaba ya una venganza contra el
sacrificador de su hija y humillador de su propia
dignidad como mujer y reina desde antes de envolverse
en amores con Egisto.
Para Esquilo,
Sófocles y Eurípides, el mal en el ámbito de
lo privado –la casa, la familia– ha cobrado forma
de mujer-esposa-traicionera con el personaje
de Clitemnestra. El primero, con su característica
ginecofóbica, dibujó en ella la maldad “natural”
de lo doméstico por medio de un paralelismo de
maldad “social” de lo público. Para Esquilo Clitemnestra
representaba la Tiranía, así con mayúsculas,
ansiosa de poder y dispuesta a saciarse, sin
ninguna reverencia ni respeto a los dioses e
incluso con la propia sangre de su esposo, el
rey Agamenón. El homicidio de éste será el ascenso
al poder de aquélla. En Sófocles, la mujer no
es un engendro maligno explícito del que hay
que huir permanentemente, pero sí una amenaza
latente que puede llegar a desatarse como un
azote para la ciudad. Y en Eurípides, de manera
similar, el mal no es intrínseco al género femenino:
el mal se hace patente cuando la mujer se adjudica
voluntades “exclusivas” de los varones, específicamente
en su Clitemnestra y en su Antígona.
Pero entonces
¿qué es el mal para los hijos trágicos de Homero?
¿Hay alguna correspondencia de éstos con su padre,
el primer y gran poeta griego, creador del personaje
de Clitemnestra? ¿Representa el mal esta mujer
en específico? ¿La mujer, en general? ¿O determinadas
actitudes, y por ende, determinadas acciones
de mujer? En el ámbito de lo doméstico-privado,
¿qué es el mal y cómo se ha asociado a Clitemnestra?
¿Es acaso el mal representado por la infidelidad
femenina, la violencia física ejercida contra
uno de los cónyuges, la violencia física sólo
ejercida por la mujer contra el hombre y no a
la inversa, la desconfianza hacia la mujer, o
una combinación de todos estos elementos configuran
el mal? ¿Y de qué manera estos personajes, protagonistas
en la Orestiada de Esquilo, Clitemnestra
y Agamenón, elaboran la experiencia del daño,
si es que la elaboran? Esta batería de preguntas
no va enfocada a volver al tránsito analítico
de la misoginia de los griegos que tantas respuestas
ha dado a innumerables trabajos especializados
en la materia5.
Más bien pretende, en primera instancia, perfilar
el concepto de mal relacionado específicamente
con el ser femenino de este enigmático personaje
de Homero, y posteriormente ubicarlo dentro la
noción contemporánea occidental de “violencia
doméstica”. Lo cual nos llevará a recuperar una
dimensión menos apasionada del mito sobre la
violencia que Clitemnestra ejerce contra su marido,
en ese radio de acción caracterizado por la permeabilidad
entre su vida pública y su vida privada.
El trabajo se
centrará en el análisis del personaje de Clitemnestra
de Homero, principalmente en su Odisea,
en el de Esquilo en su Orestíada, en
el de Marguerite Yourcenar en su Clitemnestra
o el crimen6
y concluirá con una propuesta creativa sobre
la situación que podría configurarse mutatis
mutandis en torno a las hijas contemporáneas
de Clitemnestra.
El
bien y el mal, ¿de parte de quién?
La
deliberación sobre el bien y el mal de los filósofos
antiguos fue un punto de partida para la comprensión
del actuar “humano” respecto a otros. Para Aristóteles,
por ejemplo, toda acción lleva implícita una
cualidad que se deduce del discernimiento racional
del sujeto que la ejecuta: su voluntad. En su
Ética a Nicómaco, en el capítulo dedicado
a la Teoría de la Justicia, supone que un ser
humano que actúa de manera justa o injusta lo
hace voluntariamente, esto es, primero, que actúa
a sabiendas de lo que ha de ocurrir y, segundo,
que lo hace libre de coacción. Si el sujeto actúa
involuntariamente, entonces no podemos hablar
de actos justos o injustos, sino de un accidente,
al margen de que las consecuencias o externalidades
sean positivas o negativas para el que recae
la acción.
Siendo
justas e injustas las acciones dichas, una persona
procede de forma justa e injusta cuando las
realiza voluntariamente. Pero cuando obra en
forma involuntaria, ni comete injusticia ni
obra con justicia, sino sólo por accidente,
puesto que ejecuta acciones que sólo de modo
concomitante son justas e injustas (EN, V, 8,
1135 a).
Lo anterior
nos lleva a reparar en el punto clave de toda
acción racional, que es la voluntad. Un loco
o un ebrio perdido que comete un acto injusto
para con un otro, al no estar en pleno uso de
su raciocinio, no se consideraría una injusticia
sino un accidente, siguiendo la argumentación
aristotélica. Ello no implica que no se le vaya
a imputar determinada responsabilidad, pero ésta
será menor en todo caso siempre que se demuestre
su falta de juicio. Esquilo en Agamenón
de su Orestíada distingue claramente
este planteamiento de la justicia aristotélica.
Agamenón justifica el rapto de Briseida en estado
de ate, de locura pasajera, por tanto
no se le considera un acto injusto desde la mirada
de Esquilo. Mientras que Clitemnestra asesina
a Agamenón en pleno uso de su razón y así lo
confirma ante el Coro diciendo que ha sido un
proyecto planeado desde hace tiempo. Ella sí
ha cometido voluntariamente el asesinato, es
un acto injusto, por lo que es posible atribuirle
la maldad.
Los filósofos
modernos han bordado en este mismo sentido del
carácter voluntario de las acciones. Jaspers
distingue tres planos de relación en el bien
y el mal del actuar del hombre. Una relación
moral –comprendida como una ley universal del
obrar moralmente recto–, una relación ética –comprendida
como el restablecimiento de la buena voluntad
en lugar del obrar con “perversión”, y la tercera,
una relación metafísica –comprendida como la
elección de lo recto en la que los móviles son
veraces. Al respecto Jaspers dice:
Por
mala pasa únicamente la voluntad del mal, es
decir la voluntad de la destrucción en cuanto
tal, el impulso que lleva a atormentar, a la
crueldad, a la aniquilación, la voluntad nihilista
de corromper todo cuanto existe y tiene valor.
Bueno es en cambio lo incondicional, que es
el amor y justamente la voluntad de la realidad.
Y en cuanto
a la esencia de los motivos lo expone de la siguiente
manera:
El
amor impulsa al ser y el odio al no ser. El
amor brota de la referencia a lo trascendente,
el odio se hunde en el punto a que se reduce
el egoísmo al desligarse de lo trascendente.
El amor obra como un silencioso construir en
el mundo, el odio como una estruendosa catástrofe
que extingue el ser en la vida, y aniquila la
vida misma.7
En el mundo
homérico, el bien y el mal son fruto de lo divino.
Son los dioses quienes determinan si las acciones
de los hombres responderán a la bondad o a la
maldad. No obstante, desde la perspectiva mortal,
los hombres pueden discernir entre los actos
movidos por la voluntad divina y los actos movidos
por los vicios o perversiones humanas. Para Príamo,
rey de Troya, por ejemplo, Helena no es culpable
de la guerra entre aqueos y troyanos, sino de
los dioses que la han convertido en instrumento
de sus conflictos divinos. Sin embargo, para
Aquiles, el ultraje de Agamenón a la joven Criseida,
y posteriormente a Briseida, es producto de
su codicia y perversión. Los dioses, según Aquiles,
no han inducido a Agamenón al ultraje, pero éstos
sí intervienen enviándoles el mal de la peste
en respuesta a lo hecho por el rey de Micenas8.
La presencia
del mal entre los hombres de Homero adopta una
forma de trance, de la que se vale Esquilo para
justificar a Agamenón y que resulta funcional
a la esencia de sus motivos al actuar: es el
ate, término griego que Dodds define
como “fairy-struck” o “hechizado”: “un
estado demente, un anublamiento, o perplejidad
momentáneos de la conciencia normal. Es en realidad
una locura parcial pasajera y se le atribuye
a un agente externo demoníaco”.9
Es a la fuerza extraña a la que apela Agamenón
para negar la participación de su voluntad en
ell rapto de Briseida, aunque no lo utiliza para
justificar el ultraje perpetrado anteriormente
a Criseida:
No
fui yo. No fui yo la causa de aquella acción,
sino Zeus, y mi destino y la Erinia que anda
en la oscuridad: ellos fueron los que en asamblea
en mi entendimiento fuera el día que arbitrariamente
arrebaté a Aquiles su premio. (Briseida) ¿Qué
podía hacer yo? La divinidad siempre prevalece.
10
Así, las intervenciones
divinas entre los hombres para persuadirlos a
que actúen con prudencia y virtud o para azuzarlos
a que actúen con odio y venganza, pueden ser
perfectamente identificadas por los mortales,
y discernir cuándo éstas responden a su propia
voluntad, de tal forma que éstos sabrán enjuiciar
sus actos y establecer las imputaciones correspondientes.
En esta cuestión, Dodds insiste en que “el hombre
homérico no posee el concepto de voluntad...
y por consecuencia no puede poseer el concepto
de voluntad libre”11
y que sin embargo sí reconoce acciones realizadas
en estado normal y en estado de ate.
A mi juicio, hay una imprecisión que se antoja
contradictoria en la argumentación de Dodds,
porque las acciones en estado normal, implican
una decisión racional en los hombres homéricos,
puesto que “lo normal” es estar en pleno uso
de sus facultades racionales, característica
de lo humano, de tal forma que si pueden distinguir
en la práctica sus acciones originadas por el
yo, de sus acciones originadas por un
factor externo demoníaco, tal como sostiene Dodds,
al tratarse de un acción en estado normal, se
pone en juego una voluntad propia, la que responde
a ese yo humano, en tanto conciencia
individual de que la acción se está realizando
libre de coacción (divina) y ha de ocurrir a
sabiendas. Vuelvo al caso de Agamenón porque
es muy evidente: él justifica su ultraje a Briseida
como si hubiese sido cometido en un estado de
ate (locura pasajera), su conducta es
ajena a su voluntad; pero en el ultraje anterior,
el cometido contra Criseida, acepta implícitamente
y sin defenderse que su acto responde a una dimensión
de maldad propia y voluntaria, motivo por el
cual Apolo se ha enfurecido mandándoles la peste
a sus hombres. Agamenón, también enfurecido,
ha tenido que soltar a Criseida, para calmar
la furia del dios.
El bien, al
igual que el mal, para los hombres homéricos
es producto de un agente externo. En Ilíada,
este agente externo adopta una forma de fuerza
poderosa o valor y audacia para el combate. En
Odisea, como virtud moral. Dodds le
da nombre de “maquinaria divina” que hace actuar
con inestabilidad mental a los personajes homéricos,
sólo pudiendo éstos discernir a posteriori
si sus actos son resultado del bien o del mal
divino.
La
genealogía del mal en Clitemnestra
Clitemnestra,
entre otros personajes femeninos de la Literatura
Clásica, ha sido estereotipada como una mujer
mala no sólo por asesinar a su esposo por la
espalda, mientras lo ayudaba a darse un baño,
después de su regreso de la victoria contra Troya,
sino además por su infidelidad y seducir a su
amante a que la ayude a perpetrar el crimen.
Ésta ha sido la lectura más frecuentada. Generalmente
se trata de una lectura surgida de las lecturas
ya instituidas o canonizadas a través de los
siglos, pero no corresponden a la naturaleza
mitológica de la creatividad homérica. En Eurípides,
por ejemplo, el origen del pecado de Clitemnestra
radica sobre todo en su “virilización”, lo cual
significaría por un lado el cometer adulterio,
y por otro atreverse a matar a sangre fría. Actos
que, desde la lectura euripideana sobre la obra
de Homero, sólo podían estar permitido para los
hombres. La infidelidad, desde esta misma línea,
era una cuestión que se sujetaba a los patrones
de normalidad entre los hombres, aunque en los
tiempos de la narrativa homérica comprendía también
a las mujeres. Más aún, el rapto, la violación
y el homicidio en Eurípides cobran un significado
de valor y fuerza masculinas, una audacia intrínseca
a la virilidad que se permitía para la consecución
de la justicia reservada a la venganza particular
de los varones de la familia o para la supervivencia
de la polis. Específicamente, el homicidio era
perpetrado por los hombres como una cuestión
que respondía a la obligación de vengar una ofensa,
de acuerdo a los mandatos de los dioses o a una
cuestión de sacrificio necesario para lograr
una bendición divina, al margen de los crímenes
de guerra.
Para comprender
la construcción de la génesis de la maldad de
Clitemnestra en Eurípides requerimos reparar
en algunas de sus inflexiones respecto a esta
figura femenina de Homero. Primero, Homero, al
margen de si es un autor o varios, un detalle
que para esta argumentación es impertinente,
se encuentra en el año 750 a. C. Se considera
que su obra, toda proporción guardada, es un
reflejo de la vida real de una época muy anterior
a él. Históricamente, se ha abonado la hipótesis
de que la sociedad griega de ese entonces era
polígama, tanto hombres como mujeres. Debido
a la poligamia, las mujeres gozaban de cierto
prestigio, por ser las que realmente podían reconocer
a los padres de sus hijos. Homero recoge estas
versiones de la oralidad de los pueblos y las
incorpora en su poema a manera de interacción
sexual entre dioses y humanos, asimismo como
raptos y fugas entre los mortales. Helena, por
ejemplo, no es juzgada por su infidelidad al
haberse fugado con París y haber fungido como
su esposa sin antes haber concluido su matrimonio
con Menelao. O Hera no juzga a Zeus de infiel
cuando éste baja a la tierra a enamorar a alguna
ninfa. Pero Eurípides, tres siglos después, en
el 455 a. C., aproximadamente, utiliza el personaje
de Clitemnestra para enjuiciar la infidelidad
de la mujer y no así la del hombre. Además, da
muerte a Clitemnestra por el homicidio de Agamenón,
venganza que le adjudica a la hija mayor de ambos,
Electra, quien, a su vez, induce a su hermano
Orestes, a cometer el asesinato de su madre,
para que ésta pague por el pecado de haber matado
a su padre. Eurípides va hilando un denostado
mundo de mujeres: una Clitemnestra infiel que
cae a vengativas manos de sus propios hijos y
sin poder evitar la muerte de su otra hija Ifigenia,
quien es salvada por la diosa Artemisa para darle
la tarea de inmolar a cuanto hombre se acerque
a su palacio; una Electra maldita que manipula
a su hermano por el odio que ésta siente por
su madre y que se adjudica una venganza que no
le corresponde moralmente a ella; mientras tanto,
los hombres protagonistas, Agamenón y Orestes,
son víctimas de esta familia de féminas malditas.
Con el personaje
de Electra, Eurípides realiza también algunas
inflexiones, clave, para justificar en cierta
medida la venganza contra su madre y dar pie
a su muerte: por un lado el que la mantenga aislada
de todo, enclaustrada en sus habitaciones, y
por otro el asesinato impune de su padre. Para
Electra y para Orestes, no obstante, es más importante
vengar la muerte de su padre, que la muerte de
su hermana, aún cuando los asesinatos consanguíneos
fuesen por tradición divina los más penados.
Desde otra mirada, Clitemnestra no ha cometido
un asesinato consanguíneo al asesinar a su esposo
y, en cambio Agamenón sí por sacrificar a su
propia hija ifigenia. De tal suerte que Agamenón,
ante las leyes divinas creadas por Homero, resultaría
ser el principal culpable, puesto que Clitemnestra,
además, como era la costumbre de acuerdo al honor,
estaría vengando la muerte de su hija, como instrumento
de justicia que aún no estaba reservada sólo
para los varones. Esta maldad euripideana de
la mujer, indudablemente tiene la influencia
de Esquilo.
Dos siglos
después de Homero y uno antes que Eurípides,
Esquilo crea Agamenón, dentro de la
trilogía que compone su Orestiada. La
primera alusión a la infidelidad de Clitemnestra,
la hace al inicio de su obra de manera sutil,
y la pone en boca del vigía, quien lleva un año
aguardando la llegada del rey Agamenón:
Y
que el día en que llegue a este palacio
mi señor rey, me sea concedido
sus manos estrechar entre las mías.
El resto, me lo callo: que en mi lengua
pesa un enorme buey. La cosa misma
si hablar pudiera todo lo explicara.
Yo escojo, por mi parte, a quienes saben
y entienden, dirigirme. Para aquellos
que ignoran todo, todo lo he olvidado.12
Posteriormente,
el vigía implora al Coro que se imparta la justicia.
De esta forma el espectador es persuadido a ver
en Clitemenestra a un ser injusto al cometer
adulterio, mientras su esposo anda en la guerra.
En cambio, Agamenón, desde el discurso esquíleo,
es una víctima no sólo de su mujer, sino también
de los dioses que se portan impíamente con él.
Pues, la diosa Artemisa, lo obliga a sacrificar
a su propia hija, “sangre de su sangre”, “un
remedio más duro”, para calmar los vientos que
ésta le manda. El dilema trágico de Agamenón
está ubicado en el contraste entre su vida pública
como rey y su vida privada como padre. Si actúa
axiológicamente como padre, es decir, con arreglo
a valores morales, estará respondiendo a su sentimiento
personal, a su interés individual y preservará
la vida de su hija, pero llevará a la muerte
segura a los miles de guerreros que combatieron
con él durante diez años para someter la ciudad
de Troya. Si sacrifica la vida de su hija, podrá
llevar a buen puerto la empresa de regresar a
los guerreros a sus casas, sanos y salvos. Esta
decisión lo sitúa en el ámbito de lo público
y responde a una doble racionalidad, con arreglo
a fines, los cuales son compartidos por el colectivo,
es decir, desde la perspectiva teleológica, y
con arreglo a valores, pero ya no desde el ámbito
personal o individual, sino en consideración
de lo que es bueno para todos.13
El Agamenón
de Esquilo es más rey que padre. Toma la decisión
más funcional a los intereses de todos y cada
uno de sus guerreros: regresarlos a su casa,
en sacrificio de su propio interés, el de preservar
la vida de su hija. Un hombre ejemplar desde
el ámbito de lo público, un buen rey,
que no sacrifica pueblos. Esquilo retoma los
versos homéricos sacándolos del contexto del
enojo de Apolo, después de que Agamenón se resistiera
a devolver a Criseida sin recibir una sustituta.
La
dicha yo prefiero que no despierte envidia
no sea yo jamás un destructor de pueblos
ni vencido a mi vez, tenga que ver mi vida
sometida al arbitrio de terceros.14
La Clitemnestra
de Esquilo, por el contrario, es un ser codicioso
que pretende tiranizar la ciudad, en beneficio
exclusivamente privado. No le importan los medios
a los que tenga qué recurrir para la consecución
de su fin, y en ello va la vida de su propio
esposo. El Coro lo manifiesta explícitamente:
“-Está
claro,el preludio es de un golpe para hacerse
del poder”.
Y continúa
colgándole reproches como “soberbia”, “mala hierba”,
“ponzoña que ha bebido” y “altanera”. Sin embargo,
Esquilo no pinta una Clitemnestra tonta y de
corta vista, sino mala. La necesita inteligente,
además, porque la inteligencia de la mujer la
asocia con esa soberbia y altanería, que en el
hombre la califica de prudencia, de tal suerte
que resulta aún más odioso el personaje femenino,
al virilizarse con estas actitudes. “Has
hablado, mujer, con gran prudencia, como a varón
prudente corresponde.”15
Cuando el Coro
le reprocha la muerte de Agamenón, Clitemnestra
no actúa como su marido cuando le piden cuentas
sobre el ultraje de Briseida: “No fui yo”, fue
el ate, la locura pasajera. Clitemnestra
es congruente con la racionalidad de sus actos
y sostiene frente al Coro que ha preparado la
muerte de su esposo desde hace bastante tiempo.
Los hechos pues, no son producto de la manipulación
psicológica del reciente amante Egisto que desea
quedarse con el poder, que en este caso se subestimaría
la inteligencia de ella. Tampoco es producto
de una locura pasajera que la hace cometer el
homicidio. No se trata de esa repentina e inexplicable
pérdida del juicio a la que apela Agamenón para
justificar sus actos. Clitemnestra asume la conciencia
voluntaria de su actuar. No mató a su esposo
porque estaba “en trance”, sino para ejecutar
“la venganza de unos niños”, en referencia directa
a Ifigenia, la hija sacrificada por el padre.
La “soberbia” de Clitemnestra llega a tal nivel
que decide hacer justicia por su propia mano,
como si fuera un hombre al que se ha ofendido.
Me
tentáis cual si fuera mujer irreflexiva.
Y os digo sin temor dentro del pecho,
y lo sabéis muy bien: nada me importa el que
aprobéis o condenéis mis actos.
Éste es Agamenón, cadáver ya, mi esposo,
muerto a golpes de mi mano,
digna obra de un experto artista. He dicho.16
El Agamenón
de Esquilo dibujado más noble e ingenuo, resulta
funcional para magnificar la maldad femenina.
Las tenues máculas de las acciones “injustas”
de Agamenón se reducen a la infidelidad cínica,
y lo representa al pedirle a su mujer que acepte
“con afecto” a la extranjera (Casandra) que lleva
consigo, su amante complaciente, “escogida flor
de entre tesoros”17.
Estos halagos dirigidos a Casandra, incitan a
Clitemnestra a un diálogo pugilista con él y
le recuerda que ella se ha hecho cargo del palacio,
donde hay riquezas y abundancia, pese a la larga
ausencia suya; y en consecuencia, Casandra, en
tanto esclava, podrá comer de la mano de Clitemnestra.
Primero,
para una esposa
es ya un tormento sin par
estarse en casa sentada
sola y sin compañía
del marido, toda suerte
de desalmados rumores
escuchando 18
Y
gracias a los dioses, en esta casa existe la
abundancia. En esta casa no se sabe pobrezas.19
Clitemnestra
pues, no sólo sufre la larga ausencia de su marido,
sino que además tiene que hacerse cargo del palacio,
y ahora, gracias a ello, hay suficientes riquezas
incluso hasta para compartir con los amantes
de ambos. Sus diálogos están entintados con sarcasmo,
cuando se trata de la amante-esclava de Agamenón,
mientras que de su propio amante no menciona
nada. En realidad, Esquilo no entera a Agamenón
del amante de su mujer. Lo cual hace más dramática
su muerte, por ser el marido engañado, en plena
alusión a la escena de la Odisea donde
la sombra de Agamenón en el Hades aconseja a
Odiseo que no confíe más en ninguna mujer. En
cambio, el Agamenón de Homero sí está enterado
del amante de su mujer y no por ello le surgen
“las gruesas lágrimas” de dolor –en esa misma
escena del reino infernal.
Estos juegos
lingüísticos llenos de sarcasmo y mordacidad,
entre marido y mujer, es el campo agónico que
Esquilo ofrece al espectador a fin de que se
identifique con la maldad “menos mala”, que sin
dudarlo en ningún momento será la de Agamenón,
y lo pone como víctima de la perversidad masculinizada
de su mujer.
Por otra parte,
Clitemnestra no está ubicada frente a la disyuntiva
de lo público y lo privado como Esquilo ubica
a Agamenón. Para Clitemnestra no hay dos caminos
por los que tiene que decidir su tránsito moral:
el curso estable de la ciudad de Micenas o la
preservación de la tranquilidad de su hogar,
el palacio. Lo que hace Esquilo es fundir ambos
planos en este personaje femenino para poder
justificar la magnitud de su maldad al momento
de actuar, en que los dos planos serán inundados
por una enorme inestabilidad, aunque configurada
de manera tramposa: Clitemnestra no sólo asesina
a su marido, asesina también al rey de la ciudad
y victorioso combatiente. Esquilo insinúa entonces
que la ciudad caerá en una desgracia tiránica
o en un desgobierno absoluto, aunque no lo sostiene
explícitamente. Sin embargo, parecería pasar
de largo que durante diez años la ciudad ha estado
sin rey, por lo que podría asumirse que quien
ha estado gobernando es su mujer, pues no se
sabe de ningún sustituto que haya dejado Homero
en la historia original ni el mismo Esquilo resuelve
esa cuestión. De cualquier modo, si Clitemnestra
fuese el estereotipo de la ambición al poder
a cualquier precio, la llegada de Agamenón significaría
más bien que Clitemnestra tendrá que dejar de
ejercer el poder y no buscar asumirlo en complicidad
con un amante recién llegado. Esquilo deja abiertas
estas lagunas.
Por otro lado,
los motivos de Clitemnestra para cometer el asesinato
de su esposo no resultarían verosímiles si sólo
fuesen los celos, puesto que ella también tenía
a un amante viviendo en su propia casa y que
además era pariente cercano de su marido. Tampoco
los motivos de su maldad esquílea, como también
es insinuado, responden sólo a la venganza por
su hija sacrificada, Ifigenia, porque el personaje
perdería su esencia, es decir, la propia maldad
que lo revela, transformándola entonces en una
madre-víctima de los dioses. ¿Qué es entonces
lo que puede justificar en Esquilo y en Eurípides
la maldad de Clitemnestra? Recapitulemos brevemente:
Sus actitudes
viriles:
La “virilización”
de Eurípides no justifica la maldad de Clitemnestra.
Homero ya lo había hecho también con Hera, quien
además de llevar las riendas de su casa, interviene
directamente en los asuntos de la guerra, aún
en contra de las preferencias y decisiones de
Zeus. Más aún, Hera desobedece a Zeus en muchas
ocasiones, hace su propia voluntad e incluso
ordena a otras deidades actuar en su favor y
en contra del propio Zeus, como cuando le pide
a Hipnos que duerma a Zeus para poder actuar
ella sin que él se dé cuenta. Además engaña,
manipula y miente a su propio marido siendo el
dios más poderoso. Pero Hera no puede matar a
Zeus, porque no tiene tanto poder como él, por
ende, no puede haber una tragedia.
Para Madrid,
la valoración de las mujeres en Homero “va en
consonancia con la función social que toda sociedad
patriarcal atribuye a las mujeres como reproductoras
y alimentadoras de sus familias, pero estas tareas
reciben un reconocimiento social, y las mujeres,
en su calidad de madres, esposas e hijas, son
apreciadas y estimadas.”20
Difiero de tal apreciación, pues Clitemnestra
no es el caso paradigmático de desobediencia
o masculinización de actitudes; como anteriormente
lo he mencionado, ni las mujeres tienen una vida
“tradicional” en el sentido que hoy se le da
a esta expresión, los personajes femeninos de
Homero no son ublicables como lo femenino tradicional
al que alude Madrid: algunos ejemplos, Hera,
Atena, Electra, Antígona, entre otras.
Su infidelidad:
La infidelidad
estaba personificada más bien en Helena, por
quien estalla la guerra al fugarse con París.
Pero es Agamenón quien azuza a Menelao, marido
de Helena, a combatir por ésta, más como un pretexto
alimentado por la ambición de Agamenón de someter
la ciudad de Troya, que en este atropello de
París ve una gran oportunidad para lograrlo.
París, por su parte, no sólo se disculpa con
el ofendido Menelao, sino además está dispuesto
a regresar los tesoros robados y ofrece una considerable
compensación al marido de Helena para quedarse
con ella, él cual hubiese aceptado encantado
la recompensa, si no hubiera insistido Agamenón
en vengar la ofensa. Entre los mortales de la
Ilíada, Helena es la primera mujer dichosamente
infiel. Nueve años después de la infidelidad
helenística, Clitemnestra la imita.
El homicidio:
Clitemnestra
no había cometido ningún asesinato consanguíneo
que las Furias y Erinias se encargaran de ajusticiar,
como era el mandato de Zeus respecto a este tipo
de homicidios. Agamenón sí mata a su hija. Por
otra parte, Egisto lleva en sus venas sangre
de la misma familia que Agamenón: son primos
hermanos. Atreo, el padre de Agamenón, por ambición
de poder, disputa las riquezas con su hermano
Tiestes, padre de Egisto y de dos hijos más,
que fueron cocinados y servidos a Tiestes en
un banquete ofrecido a Atreo como simulacro de
reconciliación. Egisto, quien se había salvado
por haber estado desterrado de la ciudad, regresa
en ausencia de su primo Agamenón y ayuda a Clitemnestra
a planear el crimen en venganza del asesinato
de sus hermanos a manos de su tío. Egisto también
comete asesinato consanguíneo, pero tampoco lo
ajustician. En el caso de Clitemnestra de Esquilo,
la ajustician sus propios hijos Electra y Orestes.
A manera de
primer corolario
Cualquier
ensayo sobre los mitos griegos y su interpretación
en el vasto mar de la Literatura Clásica está
condicionada por la crítica racionalista con
nombres propios, mas la economía de este breve
espacio y no sin titubeos, no impiden mi propia
exploración en este mismo camino que, parafraseando
a Serrat, tantas veces se ha hecho al andar.
Concluyo:
La maldad de
Clitemenestra: su máscara de generosidad al aceptar
alojar en su palacio a la amante y esclava de
su marido y ofrecerles un banquete, junto a algunos
de los guerreros que acompañaban al rey Agamenón,
las perversas intenciones que la animan a cometer
el asesinato, su frialdad, su falta de escrúpulos,
responden al funcionalismo literario de Esquilo
en simbiosis con su ginecofobia, más tarde adoptado
por Eurípides. La Clitemnestra de Homero no es
la Clitemnestra de Esquilo. Es el deseo genial
esquíleo de encontrar una maldad exclusivamente
femenina e hilvanar las miserias que la revelan.
Para Esquilo, en olvido estratégico de la naturaleza
humana, su Clitemnestra es una fuente de violencia
y codicia, de odio y egoísmo, es el mal emanado
de la parte corrupta de la doble naturaleza del
ser femenino, el origen del mito de la perversidad
mujeril activa frente a la bondad maternal pasiva,
la amante infiel y asesina frente a la esposa
amorosa y abnegada, y… todas las demás dicotomías
que por los siglos de los siglos han pretendido
la despersonalización de ese inextricable individuo
llamado mujer.
El tribunal
póstumo o el cristal de otro color
La
génesis continua del yo pasa de la identidad
a las identificaciones y en este trance adquirimos
señales, del cuerpo, del ciclo vital. No sólo
cicatrices imposibles de borrar. Sino una sutil
forma de gozo que John Berger regala cuando dice
Y nuestros rostros, mi vida, breves
como fotos.
José Miguel
Marinas, La razón biográfica, Enrahonar
30, 1999, 73.
Marguerite Yourcenar
vacía el personaje de Clitemnestra para revivirlo.
Sin hurgar en la tradición busca sus significados
sin estigmas de dolor ni redención. Lo mismo
refleja lo oscuro como lo luminoso, la crueldad
como la plenitud. Para Yourcenar, Clitemnestra
es “una”, compacta, íntegra, humana, -ni demasiado,
pero tampoco idealista- simplemente desmitificada.
No hay ambigüedades divinas ni dobles caminos,
es un personaje que siente, que sufre, lo vive
y actúa en consecuencia.
Maté
a aquel hombre con un cuchillo, dentro de la
bañera, con ayuda de mi miserable amante que
ni siquiera era capaz de sujetarle los pies.
Ya conocéis mi historia: no hay ninguno de vosotros
que no la haya repetido veinte veces al acabar
la copiosa comida, acompañada del bostezo de
las sirvientas, ni una de vuestras mujeres que
no haya soñado ser alguna vez Clitemnestra.21
La Clitemenestra
de Yourcenar se encuentra ante un tribunal, no
para justificar la “locura” de sus actos, como
lo hubiese hecho su marido, sino para inculparse
sin miramientos. Desde el inicio de su monólogo,
deja entrever que toda mujer violentada aspiraría
a ser Clitemnestra, es decir, desearía ser capaz
de aplicar la justicia sin intermediarios y sin
tener que recurrir a artilugios lingüísticos
o jurídicos externos que la ayuden a escapar
de la responsabilidad que ello conlleva. Para
Clitemnestra, ésta es intrínseca a su “ética
biográfica” y la asume desde el momento en que
acude a la representación pública de su duelo.
Proceso que se resiste a domesticarlo, a homogeneizarlo,
incluso como forma de dolor consumible a los
demás, ni tampoco cede a la configuración estereotipada
de la subjetividad trágicamente fragmentada de
Clitemnestra en la Antigüedad. 22
Yourcenar, a
diferencia de Esquilo, no sólo no viriliza las
actitudes de Clitemnestra, sino acentúa su femineidad.
Porque sólo la conciencia de su yo genético le
permite construir la experiencia del daño, y
al hacerlo esencializa dicha conciencia. La humillación
de la que es sujeto sólo puede experimentarla
como mujer –consciente de ese yo mujeril. De
esta forma, la narrativa de su experiencia del
daño es, a la vez, la reconstrucción narrativa
de su propia identidad. Ninguna otra mujer es
capaz de hacerlo en el mundo homérico. Sin embargo,
Clitemnestra logra colarse entre siglos de silencio
y recupera su voz con Esquilo, el cual, paradójicamente,
en su afán fragmentario de esta identidad, le
otorga la dorada punta de la madeja que le permitirá
continuar su hilado narrativo. Pero no es
hasta el mundo yourceneano, cuando su “razón
biográfica” logra hilvanarse y cruzar la frontera
hacia sus identificaciones. 23
Clitemnestra,
al proveer de palabras la experiencia íntima
de la humillación transformada en odio, recupera
el valor perdido: la integridad de su yo. Yourcenar
plantea este tránsito como un proceso tortuoso,
sí, pero que culmina con su recuperación. A ello
sólo puede llegar rememorando –frente al tribunal–
la su propia biografía, que vamos paulatinamente
conociendo a través de su narración en primera
persona. Siguiendo el planteamiento de Marinas24,
el primer eslabón revelado de este proceso yourceneano
es la identidad: el “te necesito para no confundirme
contigo” 25.
Clitemnestra necesita a Agamenón, en efecto,
pero no sólo para no confundirse con él, sino
para redescubrirse ella misma, un “curarse en
el tiempo” y volver al origen de su existencia.
Lo cual no podría hacer sin la existencia de
Agamenón. Por tanto el reconocimiento público
del daño que ella ha experimentado es el reconocimiento
de la existencia del otro que lo ha producido,
en primera instancia, y después, el reconocimiento
de su propia existencia. Parecería una tautología,
pero permítaseme abundar.
La identidad
de Clitemenestra
La primera
cuestión a aclarar es que ninguna Clitemnestra
culpa a Agamenón. Esa culpa del cristianismo
pueril resulta impertinente para esta argumentación.
La Clitemnestra de Esquilo venga una muerte,
la de su hija; de tal suerte que ella sólo estaría
aplicando la justicia mandada por Zeus: "El
que quita la vida a otro pierde a su vez la vida;
el que mata sufre la pena de su delito. Mientras
exista Zeus subsistirá que quien tal haga, que
tal pague, así es la ley" (Esquilo, Tragedias
– Agamenón). La Clitemenestra de Yourcenar
es responsable del crimen, mas en ningún momento
de su monólogo asoma el menor indicio de remordimiento,
ni tan siquiera considera que haya cometido un
mal, simplemente actuó en consecuencia a una
razón previa. Al reconocer al otro que le ha
producido el daño (Agamenón), comprende la fatalidad
de su propia existencia. El homicidio, para ella,
es un acontecimiento inscrito en una dimensión
presente, donde cada gesto, cada palabra, cada
movimiento, ha quedado en una imagen sin tiempo
donde se revela a sí misma, lo que es: en términos
de Marinas, su síntoma biográfico:
Es
extraño, señores jueces, se diría que ya me
habéis juzgado otras veces. Pero tengo la experiencia
suficiente para saber que los muertos no permanecen
en reposo: me levantaré, arrastrando a Egisto
tras de mí como a un galgo triste. Y erraré
por las noches a lo largo de los caminos, a
la búsqueda de la justicia de Dios. Volveré
a hallar a ese hombre en algún rincón de mi
infierno y gritaré de nuevo con alegría con
sus primeros besos. Luego, me abandonará para
irse a conquistar alguna provincia de la Muerte.
Ya que el tiempo es la sangre de los vivos,
la Eternidad debe de ser la sangre de las sombras.
Mi eternidad, la mía, se perderá esperando su
regreso, de suerte que me convertiré en el más
lívido de los fantasmas. Entonces volverá, para
burlarse de mí, y acariciará ante mis ojos a
la amarilla hechicera turca acostumbrada a jugar
con los huecesillos de las tumbas. ¿Qué puedo
hacer? Es imposible matar a un muerto26
Clitemnestra
termina así su monólogo autobiográfico. Es el
momento climático en el que en el Otro está el
conocer su propio ser. Precisa de ese Otro para
recobrar la conciencia, a través del dolor que
le ha infligido. Es su existencia ya recuperada
y asimilada. Existe porque es causa de algo y
se entrega incondicional al sacrificio, no al
suicidio, sino al asesinato. Su única constancia
de ser es el aniquilamiento mutuo; primero, con
la refinada perversidad de la indiferencia que
se instala entre la pareja, y que posteriormente
adopta la forma de humillación –el que humilla
y la humillada–, luego, de odio. En Clitemnestra,
no es la voluptuosa locura la que la conduce
al crimen, sino la necesidad de prolongarse a
través del Otro asesinado. Es el único vínculo
del que pende para resucitar su identidad de
la de él, pues la humillación y el odio acallado,
hubiese sido su extinción.
Los recursos
en torno a la identidad de Clitemenestra: linaje,
trabajo y consumo
Los recursos
o repertorios, según la razón biográfica marineana,
que a mi entender posibilitan la narrativa de
la identidad de Clitemnestra, en primer término,
están referidos a su linaje, esa búsqueda del
origen que sólo es encontrado y asimilado en
la medida en que lo cuenta, lo narra, es decir,
lo recupera:
Esperé
a aquel hombre antes de que tuviera un nombre,
un rostro, cuando aún no era sino mi lejana
desgracia. Busqué entre la multitud de los vivos
a ese ser necesario a mis futuras delicias:
miré a los hombres sólo como se mira a los transeúntes
que pasan por la taquilla de una estación, para
asegurarse que no son las personas que uno está
esperando. Si mi nodriza me envolvió en pañales
al salir de mi madre, fue para él; si aprendí
a contar en la pizarra del colegio, fue para
poder llevar las cuentas de su casa de hombre
rico. Para alfombrar el camino donde tal vez
se posaría el pie del desconocido que haría
de mí su sierva, tejí sábanas y estandartes
de oro; de tanto afanarme, dejé caer de cuando
en cuando en el blanco tejido unas gotas de
mi sangre. Mis padres me lo escogieron, y aunque
él me hubiera raptado a espaldas de mi familia,
yo hubiera seguido obedeciendo al deseo de mis
padres, puestos que nuestros sueños de ellos
provienen y el hombre que amamos es siempre
aquel con quien sueñan nuestras abuelas.
O el fluir
hacia atrás es el soporte para rescatar su existencia,
o renace en la memoria vertiginosa que le permite
la movilidad en el tiempo. En todo caso, es la
narrativa de la revelación de su yo originario
lo que antecede y lo que precede a la experiencia
de la humillación que sólo guarda un rostro:
el de Agamenón.
Un segundo
recurso tiene referencia al yo que hace cosas,
identificado como trabajo. En Clitemnestra, su
quehacer cotidiano constituye –como en los recuerdos
de Elena Garro– puertas que dan, en este caso,
al mismo lado. Que comunican su vida ineluctablemente
hacia la de Agamenón, incluso hacia su ausencia
ya esperada; fijan, sin embargo, la continuidad
de una historia que se antoja concluida.
Era
muy dulce para mí llevarle, en una bandeja grande
de cobre, el vaso de agua que derramaría en
él sus reservas de frescor; era dulce para mí,
en la ardiente cocina, prepararle los platos
que colmaría su hambre y alimentarían su sangre.
Era muy dulce para mí, entorpecida por el peso
de la simiente humana, poner las manos sobre
mi vientre hinchado donde fermentaban mis hijos.
Por la noche, cuando volvía de la caza, yo me
arrojaba con alegría sobre su pecho de oro.
Pero los hombres no están hechos para pasar
toda la vida calentándose las manos al fuego
del mismo hogar: partió hacia nuevas conquistas
y me dejó allí, abandonada como una casa enorme
y vacía que oye latir un inútil reloj.
El tercer y
último recurso de la razón biográfica es el consumo,
referido a la narración de objetos, signos, rituales
de vida “que pasan por el mercado”, según lo
observado por Marinas. Pero atendiendo al contexto
del personaje, éstos pueden ser ubicados, toda
proporción guardada, en el ámbito de lo que para
ella, para Clitemnestra, tiene un significado
que le remueve su yo interno, su ser mujer, aquello
incluso que le trastoca el presente en la medida
en que recupera su pasado:
Algunos
soldados ebrios que venían con permiso me contaban
la vida que él llevaba en los campamentos de
la retaguardia. El ejército de Oriente se hallaba
infestado de mujeres: judías de Salónica, armenias
de Tiflis, cuyos ojos azules engarzados en sombríos
párpados recuerdan el fondo de una gruta oscura,
turcas pesadas y dulzonas como los pasteles
en cuya composición entra la miel. Recibía cartas
los días de aniversario; mi vida transcurría
espiando por el camino el paso del cartero cojo.
De día, luchaba contra la angustia; de noche,
luchaba contra el deseo; sin cesar, luchaba
contra el vacío, forma cobarde de la desgracia.
El azoro ante
la sensualidad que pudieran ofrecerle a Agamenón
en el extranjero es un signo para Clitemnestra
que la conecta con la razón de su origen: “Si
mi nodriza me envolvió en pañales al salir de
mi madre, fue para él”. Experimenta la sensación
de pérdida de su sueño, es decir, de su dueño,
de ella misma, porque el sentido de su existencia
transita necesariamente por la de él. Es la sensación
de que su vida es y será soledad, el abandono,
mientras Agamenón suspende su destino y se regodea
desafiándolo entre bellezas exóticas humillantes
para los ojos de ella.
Otro de los
signos son las cartas que Clitemnestra recibe
cada aniversario. Ahí es donde está toda su historia,
muerta, terminada, pero en el momento en que
las abre y las lee de nuevo, no es la historia
que surge valiéndose del puño derecho de Agamenón:
es ella quien retorna hacia ella misma. Por medio
de esas cartas, Clitemnestra confirma su pertenecer
a alguien y a algo; sin ellas, su conciencia
se dispersa, sin poder asirse a nada.
Por último,
en referencia a este recurso es el sexo como
signo o ritual de vida. Típicamente asociado
a la noche, pero que sin embargo, la sumerge
en la anulación del apasionamiento del amor,
de la venganza, del odio, de la sumisión, simplemente
la mantiene suspendida, ajena, a su naturaleza
de mujer guardada durante nueve años.
Corolario final
Clitemnestra no encontrará su sentido de
unidad, sino es a través del crimen, aquello
que es, al mismo tiempo, su salvación y su condena.
Vida y muerte se confunden en ella, cierto, pero
lo que tiene claro es que su naturaleza no es
la de la mujer burlada, y enfrenta este duelo.
No importa que los demás no la entiendan ni traten
siquiera de entenderla, ella se sabe una prolongación
del universo, en el que la muerte no es el no-ser
de la vida, sino el rescate de sí misma.
A continuación
realizo una propuesta literaria retomando el
personaje clásico para poner de manifiesto la
violencia cotidiana hacia las hijas de Clitemenestra
en un mundo contemporáneo.
América
libre o la locura de Clitemnestra
Clitemnestra
fue enjuiciada y sentenciada a cadena perpetua.
Todos conocían la historia: había asesinado a
su marido en la bañera, a cuchilladas. No por
infiel, sino por cínico. Después de haberse ausentado
durante diez años con mil guerras de pretexto,
regresó con una joven amante y la metió en su
propia casa, donde Clitemnestra lo había estado
esperando durante todo ese tiempo. Un mal sueño
que al principio aceptó inmutable, creyendo que
sacaría toda la fuerza de su corazón para reconquistarlo.
Sus esfuerzos
por soportar con cordura la nueva situación de
mujer acompañada eran extraordinarios. Procuraba
entender como un arrebato de su marido la predilección
que en ese momento sentía por la joven extranjera,
que a decir verdad, era hermosa, de cabellera
rojiza y tez blanca, menuda de cuerpo, con un
aspecto frágil, casi infantil. Pero su marido
no se comportaba con Clitemnestra como lo hacía
antes de su partida. Ahora gruñía por todo. En
su cara, mascullaba que era una vieja y loca.
Estallaba en ira porque no encontraba sus objetos
personales, los objetos que él sólo usaba, y
gritaba que alguien movía sus cosas para exasperarlo.
Un cinturón, una bota, eran suficientes motivos
para sus inacabables estallidos de furia, para
sus desdenes y sus humillaciones diarias. Es
verdad que dormía con ella y no con su amante;
sin embargo, Clitemnestra hubiera preferido verlo
feliz y apacible a su lado, aunque en las noches
lo hubiese tenido que compartir con su agraciada
rival.
A la hora de
acostarse, él no se tendía amoroso junto a Clitemnestra,
caía simplemente como roble viejo recién cortado
en el último hachazo. Tampoco le importaba si
ella aún lo deseaba o solamente quería acurrucársele
en compensación de su larga ausencia. Mucho menos
la despertaba con un beso húmedo y cariñoso,
ni conversaba de sus planes para el día que empezaba
a transcurrir, como antes solía hacerlo. Simplemente,
despertaban como dos grandísimos desconocidos.
Ella se levantaba,
encendía la luz y corría a la cocina a poner
el café y a calentar el agua para el baño de
su marido; mientras él esperaba desnudo dentro
de la bañera, refunfuñando por lo lenta y pesada
que se había vuelto para subir esa maldita escalera.
Ella preparaba con esmero el desayuno y cuando
lo servía a la mesa, él profería que sus platillos
eran una mezcolanza de asquerosidades, sin antes
haberlos probado. Después, tranquilo, sonriente,
se marchaba a la calle tomando a su amante del
brazo y regresaba hasta entrada la noche. No
era una circunstancia aislada, en el breve tiempo
que llevaban de nuevo juntos estas escenas ocurrían
cotidianamente.
Los aldeanos
cuchicheaban cuando veían pasar a Clitemnestra.
Había envejecido repentinamente. El pelo, convertido
en una mata electrizada y blanquecina, le caía
descuidadamente sobre la espalda. Su rostro ajado
parecía estar reñido con el mundo. Le pesaban
las piernas y caminaba encorvada como si llevara
una abultada carga a la que se empecinaba en
llamar “vida”. Todos sabían que había sido desplazada
por la hermosura de aquella joven de tierras
ignotas y se sentía defraudada amargamente por
lo inútil de su larga espera. Las mujeres de
la aldea no entendían su nivel de tolerancia:
¿cómo era que todavía podía amarlo hasta aniquilarse
el orgullo de mujer en su expresión más elocuente?
¿Por qué permitía que él se paseara despreocupadamente
con su amante frente a todo el pueblo sin mostrarle
el menor respeto? Le murmuraban al oído que debía
expulsarlos de su casa como despojo maligno.
Lanzarlos al vacío con furia despiadada. A fin
de cuentas, ella se había hecho cargo de la hacienda
y había logrado mantenerla en pie. ¿Qué le había
dado él, realmente? No le debía más que su sufrimiento
y la soledad de tantos años. Debía de acabar
con todo eso.
Ella escuchaba
nerviosa los cuchicheos y dejaba que se encajaran
como aguijones en su pecho haciéndoselo sangrar.
Sabía que si le comentaba algo de eso a su marido
podría propinarle un puñetazo y hacerle más daño
físico que el que ella pudiera hacerle a él,
si intentara respondérselo. Una cuestión elemental
de fuerzas físicas. Pero si él la agrediera físicamente,
pensaba, estaría menos afectada que con los golpes
sentimentales que permanentemente le infligía
en cada estallido, en cada enojo, en cada actitud
hostil, sobre todo cuando lo hacía frente a su
amante, sonrisa de hiena –rumiaba para sus adentros–
y bajaba el rostro sonrojado tolerando las sandeces.
Naturalmente,
todo llega a su límite; y un día, sin pensarlo,
convertida en fiera le espetó su enojo: Por supuesto
que no era lo que él hubiese esperado encontrar.
Por supuesto que estaba vieja y amargada. Porque
esa loca, su mujer, había declinado a tener una
vida con más satisfacciones durante esos diez
años, cuando todavía mantenía la frescura de
su piel canela, si no lo hubiese esperado tanto
tiempo. Claro que estaba mal, porque ella todavía
se preocupaba por él, por su salud, por su bienestar,
porque tuviera una vida amorosa a su antojo.
Durante diez años tortuosos de espera inaguantable,
él no se había interesado por saber si ella tendría
provisiones suficientes o podría llevar las riendas
en los trabajos del campo. Después de diez años
lo único que hacía él era vociferarle que sus
gestos amorosos eran dignos de una desquiciada,
de una enferma mental. Sí, de una loca. Y ella
no podía seguir en esa cúpula de cristal, donde
se idealizaba feliz, donde obedecía ciega a sus
impulsos de reafirmarse mujer a su lado. Si cuanto
más hacía por él, él menos la quería.
Contrario a
lo que hubiera esperado Climtenestra, su marido
al oírla sentado a la mesa se transformó en una
enorme carcajada que le echaba la cabeza hacia
atrás. El estruendo burlón taladraba el corazón
de Clitemnestra, mientras él, con la boca abierta,
dejaba ver su lengua gorda y roja vibrando al
son del carcajeo. Apenas si pudo hacer una pausa
para decirle que cuando se viera al espejo, lo
hiciera con los ojos abiertos, ¡bien abiertos!,
y siguió riendo sin parar hasta que le escurrieron
gruesas lágrimas por las mejillas peludas y canosas.
Entonces se puso de pie, se desabrochó el pantalón
con brusquedad, se introdujo la mano y sacó su
miembro flácido. ¡Anda!, dijo en un tono cínico,
¡aquí está tu dolor, a ver qué puedes hacer con
él! ¡Ya ves! ¡Nada! ¡Tú ya no puedes hacer que
a uno se le levante ni el ánimo! Y guardándoselo
como si fuera un renacuajo muerto volvió a soltar
otra carcajada que retumbó en las paredes de
la casa.
Clitemnestra
no soportó tal humillación y actuó más por dignidad,
que por celos. Fue al día siguiente. Él tomaba
el baño cuando ella llevó a cabo su proeza. No
le costó trabajo. Mientras él se enjabonaba la
cara, ella vertía el agua tibia en la bañera,
igual que cada mañana. El cuchillo carnicero
lo llevaba entre las faldas y la espalda desnuda
de él fue el blanco perfecto de una, dos, tres
tajaduras mortales. La tina se transformó de
inmediato en un pantano de rojo negruzco. Y ella,
con la mayor cordura y paciencia fue limpiando
cada gota escurrida como si se tratase de las
paredes de la cocina después de matar un cochinillo
para meterlo al horno.
Las aldeanas,
respetuosas, justificaron su acto con solemne
silencio. Pero fueron los hombres, enfurecidos,
quienes la enjuiciaron. Los detalles ya no importan.
El hecho es que pasaría el resto de su vida enclaustrada
en una húmeda y oscura celda. Una fatalidad para
quien no podía amar menos.
Cuando anunciaron
la sentencia, la multitud dividida se puso eufórica,
pero a Clitemnestra no le rodó ninguna lágrima
por sus pómulos demacrados. Su rostro no mostraba
el más mínimo sufrimiento. Nada podía ser peor
que lo antes padecido. ¿Resignación? Quizá no
era la palabra que mejor le acomodaba. Su actitud
era indescifrable. La noche anterior había planeado
concienzudamente el asesinato y había sopesado
las consecuencias sin perturbar en absoluto su
decisión. Ni siquiera el arrepentimiento se vislumbraba
levemente en los adustos rasgos de su cara.
Así fue como
llegó a su nueva guarida, escoltada por dos robustos
y grotescos custodios. Abrieron el cerrojo de
la puerta de hierro y, con un empujón violento,
la echaron al centro de aquellos dos metros cuadrados.
Ella se quedó tirada, sin intentar moverse, arrojada
como carroña a la hambrienta oscuridad vitalicia
que le esperaba. No volvió a abrir los ojos.
Los mantuvo cerrados, pegados por muchas horas,
muchos días, muchas noches, hasta que perdió
toda noción del tiempo transcurrido. Nada la
alteraba en su sopor, ni el ruido diario de la
puerta que se abría y se cerraba sólo para dejarle
mendrugos de pan y agua, y que recogían intactos
a la siguiente mañana. Sólo su cabello crecía
y su cuerpo adelgazaba, mientras seguía inerte.
No se sabe
con exactitud cuánto tiempo estuvo en aquel estado.
Los aldeanos incluso ya habían olvidado su existencia.
Pero un día, un murmullo la sacó de su prolongado
letargo. Era un zumbido rítmico que hacía eco
en sus oídos, como el viento moviendo pesadas
olas de mar, una tras otra, en intervalos precisos,
bien orquestados. Olió el mar y aquel olor penetró
en su cerebro, despabilándola. La corriente de
aire tibio despejó el grueso cabello de sus ojos
y la oscuridad se fue tornando en un resplandor
marrón que traspasaba sus párpados aún cerrados.
No pudo resistirlo y los abrió de súbito. Aquella
luz la acariciaba, la mecía, la obligaba a moverse.
¿Dónde estaba?, se preguntó pestañeando marcadamente
y frunciendo el ceño. Intentó ponerse de pie.
Hacía mucho tiempo que no pisaba en firme y un
dolor agudo recorrió sus sensibles piernas. Permaneció
tendida por unos minutos más, y se percató de
que yacía sobre un lecho de arena caliente que
empezaba a quemarla.
Fue entonces,
a lo lejos, que divisó un hombre moreno y con
ropas extrañas nunca antes vistas. Salía de entre
unas palmeras altas y gruesas. El hombre se encaminó
hacia a ella con pasos apresurados al tiempo
que gritaba: ¡América! ¡América! Ella se puso
de pie, sintiendo todavía el dolor en sus piernas,
y miró rápidamente a uno y otro lado: no había
nadie. Sólo ella, en medio de la playa de arena
blanca. El hombre se iba acercando cada vez más
deprisa, sin dejar de agitar sus brazos. Parecía
que era a ella a quien le hablaba. ¡América!
¡América! No había duda. Era a ella. Se preguntaba
por qué la llamaba con ese nombre, pero se mantuvo
inmóvil, en tanto él aceleraba su trote.
Llegó finalmente
sudoroso y jadeante. Una vez a su lado, trató
de apaciguar su agitación, la tomó de la cintura
con suavidad y le susurró con voz entrecortada:
“América, ¿dónde has estado todo este tiempo?
Te he buscado por todas partes, preciosa mía”.
Clitemnestra lo miró fijamente a los ojos, sin
mostrar una mínima sorpresa. Una duda fugaz atravesó
su mente. ¿Habría olvidado su nombre? Recordó
la celda y los motivos que la habían mantenido
en aquella oscuridad. Pensó que se trataba de
un sueño o de un delirio. Pero el hombre perseveró
con ternura atrayéndola hacia su cuerpo: “América,
¿qué pasa? ¡Soy yo, tu amante!”.
Clitemnestra
recuerda a su amante Egisto, el joven que la
había acompañado como perro fiel durante el último
año en la hacienda, y que aquella noche la había
ayudado a planear el asesinato de su marido;
pero ¿a él? ¿De dónde lo conocía? ¿Cómo había
llegado ella a ese lugar? ¿Qué significaba ese
nombre con el que insistía en llamarla? Sumida
en un silencio casi místico, comprende que está
muy lejos de su origen. Entre la celda y esa
playa desierta seguramente había mucha distancia.
Entre su marido y este hombre, también. Lee su
ternura en sus ojos pardos y se da cuenta de
que la ama. Ahora nada puede sucederle, nada.
Recupera su razón. Constata que no ha envejecido.
¿Para qué regresar al origen? Indagarlo es la
locura. Ella no está loca. Le queda claro. Sin
titubear, responde con un beso cálido en los
labios de su nuevo amante. El antiguo, Egisto,
ya habrá pasado a la historia. Ella no está más
en aquella celda. ¿Para qué indagar? Dócil, toma
del brazo a su nuevo hombre y juntos se encaminan
por la playa. Ella sigue silenciosa y se anima
para sus adentros: No, esto no es la locura.
Es la libertad.
Notas:
1
La sombra de Agamenón habla a Odiseo en el Hades,
el reino de los muertos, en Odisea,
Homero, Cátedra, Madrid, 1983, p.213.
2 Ibid.,
p. 214
3 Véase a Pierre
Aubenque en La prudencia en Aristóteles,
Crítica Grijalbo, Barcelona, 1999.
4 En Ilíada,
Ediciones Orbis, Barcelona, 1982, p.11.
5 Véase por
ejemplo a Mercedes Madrid en La misoginia
en Grecia, Cátedra, Madrid, 1999, la cual
remite a una bibliografía extensa para esta cuestión.
6 M. Yourcenar,
“Clitemnestra o el crimen” en Fuegos, Alfaguara,
Madrid, 1992.
7 Véase a Karl
Jaspers, La filosofía. (Desde el punto de
vista de la existencia), Breviarios, FCE,
México, 1953, pp. 50 y ss.
8 Ilíada,
op.cit.11.
9 En E.R. Dodds,
Los griegos y la irracionalidad, Alianza
Universidad, Madrid, 1980, pp. ¿?
10 Véase
Ilíada, op.cit. 19.86 ss.
11 Ibid.
pp.
12 Véase
Esquilo, Tragedias completas, Cátedra,
Madrid, 1993, p. 235.
13 Para los
conceptos de racionalidad teleológica y racionalidad
axiológica, véase a Max Weber en Economía
y sociedad, FCE, México, 1983.
14 Agamenón,
op.cit. p. 249.
15 Esquilo,
Tragedias… op.cit. 245.
16 Ibid.
p.295.
17 Ibid.
p.251
18 Ibid.
p.268.
19 Ibid.
p.269.
20 Véase
a Mercedes Madrid, La misoginia… op.cit.
p.239.
21Véase a
M. Yourcenar, “Clitemnestra o el crimen” en Fuegos,
Alfaguara, Madrid, 1992.
22 Notas
tomadas sobre la sesión de José Miguel Marinas,
“La fábula del bazar” en el seminario El daño
y el mal de M. Iglesias, en el doctorado de Humanidades,
UCIIIM, 23 de noviembre de 2004.
23 Véase
a J.M. Marinas en La razón… op.cit.(epígrafe).
La razón biográfica, según este planteamiento
teórico, estaría comprendida por la identidad
(síntoma biográfico); los recursos o repertorios
que posibilitan la narrativa de la identidad:
linaje, trabajo, consumo, configurados en tanto
cultura; la intimidad como procesos de identificación:
estilos de vida, cuerpo, lenguaje, espacios de
consumo, etc.; y el cuerpo, que en el sentido
de Barthes tiene referencia al discurso iconográfico.
24 Sólo aplico
los dos primeros puntos: la identidad y los recursos.
25 Sobre
notas tomadas en la sesión “La razón biográfica”
de José Miguel Marinas dentro del seminario Narración,
biografía y ficción de A. Gómez, del doctorado
de Humanidades, UCIIIM, 8 de marzo del 2005.
26 M. Yourcenar,
Clitemnestra… op.cit
Referencias:
Aristóteles, Ética a Nicómaco, Traducción
de Patricio de Azcárate, Losada, Buenos Aires,
2003.
----Ética a Nicómaco y Ética a Edeumo.
Traducción de Manuel Cruz, Gredos, Madrid,
1985.
Aubenque, P., La prudencia en Aristóteles,
Crítica Grijalbo, Barcelona, 1999.
.Dodds, E.R., Los griegos y la irracionalidad,
Alianza Universidad, Madrid, 1980.
Colli, G., Enciclopedia de los maestros,
Seix Barral, Barcelona, 2000.
Eliade, M, Mito y realidad, Editoria
Kairós, Barcelona, 1999.
Esquilo, Tragedias completas, Cátedra,
Madrid, 1993.
Homero, Odisea, Cátedra, Madrid, 1983.
-----Ilíada, Ediciones Orbis, Barcelona, 1982.
Jaeger, W., Paideia. Los ideales
de la cultura griega, FCE, México, 1957.
Jaspers, K., La filosofía. (Desde el punto
de vista de la existencia), Breviarios,
FCE, México, 1953.
Latacz, J., Troya y Homero. Hacia la resolución
del enigma. Ediciones Destino, Madrid, 2003.
Madrid, M., La misoginia en Grecia,
Cátedra, Madrid, 1999.
Marinas, J.M., “La razón biográfica”, Enrahonar
30, Madrid, 1999 .
Weber, M., Economía y sociedad, FCE,
México, 1983.
Yourcenar, M., Fuegos, Alfaguara, Madrid,
1992.
----Peregrina y extranjera, Alfaguara,
Madrid, 1992.
Mtra.
Guadalupe Lizárraga
Escritora, España |