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Abril - Mayo
2005

 

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Yo, Clitemnestra: Culpable
 

Por Guadalupe Lizárraga
Número 44

Introducción
El prestigio de Clitemnestra es el prestigio del mal. No es cualquier prestigio. No se trata de la reputación de la bruja de los cuentos de hadas a quien nos enseñan a temer desde niños y nos hace sufrir con sus intenciones maléficas. Tampoco es la célebre femme fatale, esa irresistible amante vestida de encajes negros, devoradora de virtudes masculinas. Menos aún, goza de la admiración que produce el horror de la muerte vengada a sangre fría, pues Clitemnestra no es a la mirada antigua la madre sufriente que asesina para reivindicar la memoria de su hija sacrificada. El prestigio de Clitemnestra es el prestigio urdido en una paradoja. Su fama es proporcional al odio que suscita su existencia. A mayor ascendencia de su maldad –infiel, asesina de su marido y embaucadora de su amante a quien hace su cómplice para perpetrar el crimen–, mayor odio será promovido para extinguirla de la historia; y, sin embargo, de este odio, nacerá precisamente su indeleble trascendencia y se expandirá a través de los tiempos y traspasará la frontera del mundo literario al mundo real, en la que cada mujer será portadora de su impronta. Y fue su propia víctima, ya en los infiernos, quien le deparó la magnitud de tal trascendencia:

“¡Y yo que creía que iba a ser bien recibido por mis hijos y esclavos al llegar a casa! Pero ella, al concebir tamaña maldad, se bañó en la infamia y la ha derramado sobre todas las hembras venideras, incluso sobre las que sean de buen obrar.”1

Así, Clitemnestra personificó el peor de los males que puede poseer una mujer en su vida privada, en su mundo íntimo: la desconfianza del hombre. No son pocas las referencias, refranes o dichos pueblerinos que, sin más sustento que el mítico, se han pronunciado en esta línea dialógica, a través de los siglos. Clitemnestra, no es, pues, la representación de la pasión espuria suscitada por el odio o la ira como ha venido asociándosele. Mucho menos se trata de la pasión erótica como también se ha supuesto al vinculársele con Egisto, su joven amante. Es la desconfianza perenne que del mythos se ha vuelto intrínseca a la realidad del ser femenino.

“Por eso ya nunca seas ingenuo con una mujer, ni le reveles todas tus intenciones, las que tú te sepas bien, mas dile una cosa y que la otra permanezca oculta. (…)Te voy a decir otra cosa que has de poner en tu pecho: dirige la nave a tu tierra patria a ocultas y no abiertamente, pues ya no puede haber fe en las mujeres.”2

A mi juicio, es esta desconfianza la que convierte al personaje de Clitemnestra en un ser odioso, repugnante frente a la virtud moral masculina, la phrónesis3, de la que se jactaban poseer sólo los varones, ciudadanos atenienses. Clitemnestra, ciertamente, ya odiaba a su marido antes de proferir éste tales aserciones en el seno del infierno; primero lo odió por la actitud de desdén que en vida mantuvo hacia ella, y el odio es un sentimiento, no una pasión. Los sentimientos de Agamenón hacia Clitemnestra también quedan de manifiesto en este mismo sentido cuando se entera por el adivinador Calcas sobre las causas de la peste que diezma a sus hombres.

Y ahora, vaticinando ante los dánaos, afirmas que el Flechador (Apolo) les envía calamidades, porque no quise admitir el espléndido rescate de la joven Criseida, a quien deseaba tener en mi casa. La prefiero ciertamente a Clitemnestra, mi legítima esposa, porque no le es inferior ni en el talle, ni en el natural, ni en inteligencia, ni en destreza.4

Ambos pues, se han vuelto destinatarios de sus odios, y sólo en consecuencia de sus pasiones de ira. La pasión responde a la esfera de las emociones, y no hay indicios en la Odisea que Clitemnestra, por ejemplo, en un arrebato de celos apasionados haya cometido el crimen contra su esposo. Tampoco el odio que se anida en ella hacia él surgirá con la aparición de su amante con el que apenas tiene un año de relaciones, después de haber permanecido sola durante los nueve años anteriores, haciéndose cargo del palacio. Tiempo, por cierto, en el que no recibió ninguna noticia de Agamenón dirigida expresamente a ella. Lo cual significaría la indiferencia de él. De sus hazañas se enteraba por terceros.

Finalmente, el odio de Clitemnestra hacia Agamenón se concreta cuando éste la engaña al requerir a su hija Ifigenia que presuntamente la ha ofrecido en matrimonio a Aquiles. Posteriormente se entera del sacrificio de Ifigenia, perpetrado por Agamenón quien pretende agradar a la diosa Artemisa y calmar los vientos tempestuosos que ésta le envía furiosa y que le impide iniciar el regreso a Argos. Desde entonces, Clitemnestra rumiaba ya una venganza contra el sacrificador de su hija y humillador de su propia dignidad como mujer y reina desde antes de envolverse en amores con Egisto.

Para Esquilo, Sófocles y Eurípides, el mal en el ámbito de lo privado –la casa, la familia– ha cobrado forma de mujer-esposa-traicionera con el personaje de Clitemnestra. El primero, con su característica ginecofóbica, dibujó en ella la maldad “natural” de lo doméstico por medio de un paralelismo de maldad “social” de lo público. Para Esquilo Clitemnestra representaba la Tiranía, así con mayúsculas, ansiosa de poder y dispuesta a saciarse, sin ninguna reverencia ni respeto a los dioses e incluso con la propia sangre de su esposo, el rey Agamenón. El homicidio de éste será el ascenso al poder de aquélla. En Sófocles, la mujer no es un engendro maligno explícito del que hay que huir permanentemente, pero sí una amenaza latente que puede llegar a desatarse como un azote para la ciudad. Y en Eurípides, de manera similar, el mal no es intrínseco al género femenino: el mal se hace patente cuando la mujer se adjudica voluntades “exclusivas” de los varones, específicamente en su Clitemnestra y en su Antígona.

Pero entonces ¿qué es el mal para los hijos trágicos de Homero? ¿Hay alguna correspondencia de éstos con su padre, el primer y gran poeta griego, creador del personaje de Clitemnestra? ¿Representa el mal esta mujer en específico? ¿La mujer, en general? ¿O determinadas actitudes, y por ende, determinadas acciones de mujer? En el ámbito de lo doméstico-privado, ¿qué es el mal y cómo se ha asociado a Clitemnestra? ¿Es acaso el mal representado por la infidelidad femenina, la violencia física ejercida contra uno de los cónyuges, la violencia física sólo ejercida por la mujer contra el hombre y no a la inversa, la desconfianza hacia la mujer, o una combinación de todos estos elementos configuran el mal? ¿Y de qué manera estos personajes, protagonistas en la Orestiada de Esquilo, Clitemnestra y Agamenón, elaboran la experiencia del daño, si es que la elaboran? Esta batería de preguntas no va enfocada a volver al tránsito analítico de la misoginia de los griegos que tantas respuestas ha dado a innumerables trabajos especializados en la materia5. Más bien pretende, en primera instancia, perfilar el concepto de mal relacionado específicamente con el ser femenino de este enigmático personaje de Homero, y posteriormente ubicarlo dentro la noción contemporánea occidental de “violencia doméstica”. Lo cual nos llevará a recuperar una dimensión menos apasionada del mito sobre la violencia que Clitemnestra ejerce contra su marido, en ese radio de acción caracterizado por la permeabilidad entre su vida pública y su vida privada.

El trabajo se centrará en el análisis del personaje de Clitemnestra de Homero, principalmente en su Odisea, en el de Esquilo en su Orestíada, en el de Marguerite Yourcenar en su Clitemnestra o el crimen6 y concluirá con una propuesta creativa sobre la situación que podría configurarse mutatis mutandis en torno a las hijas contemporáneas de Clitemnestra.

El bien y el mal, ¿de parte de quién?
La deliberación sobre el bien y el mal de los filósofos antiguos fue un punto de partida para la comprensión del actuar “humano” respecto a otros. Para Aristóteles, por ejemplo, toda acción lleva implícita una cualidad que se deduce del discernimiento racional del sujeto que la ejecuta: su voluntad. En su Ética a Nicómaco, en el capítulo dedicado a la Teoría de la Justicia, supone que un ser humano que actúa de manera justa o injusta lo hace voluntariamente, esto es, primero, que actúa a sabiendas de lo que ha de ocurrir y, segundo, que lo hace libre de coacción. Si el sujeto actúa involuntariamente, entonces no podemos hablar de actos justos o injustos, sino de un accidente, al margen de que las consecuencias o externalidades sean positivas o negativas para el que recae la acción.

Siendo justas e injustas las acciones dichas, una persona procede de forma justa e injusta cuando las realiza voluntariamente. Pero cuando obra en forma involuntaria, ni comete injusticia ni obra con justicia, sino sólo por accidente, puesto que ejecuta acciones que sólo de modo concomitante son justas e injustas (EN, V, 8, 1135 a).

Lo anterior nos lleva a reparar en el punto clave de toda acción racional, que es la voluntad. Un loco o un ebrio perdido que comete un acto injusto para con un otro, al no estar en pleno uso de su raciocinio, no se consideraría una injusticia sino un accidente, siguiendo la argumentación aristotélica. Ello no implica que no se le vaya a imputar determinada responsabilidad, pero ésta será menor en todo caso siempre que se demuestre su falta de juicio. Esquilo en Agamenón de su Orestíada distingue claramente este planteamiento de la justicia aristotélica. Agamenón justifica el rapto de Briseida en estado de ate, de locura pasajera, por tanto no se le considera un acto injusto desde la mirada de Esquilo. Mientras que Clitemnestra asesina a Agamenón en pleno uso de su razón y así lo confirma ante el Coro diciendo que ha sido un proyecto planeado desde hace tiempo. Ella sí ha cometido voluntariamente el asesinato, es un acto injusto, por lo que es posible atribuirle la maldad.

Los filósofos modernos han bordado en este mismo sentido del carácter voluntario de las acciones. Jaspers distingue tres planos de relación en el bien y el mal del actuar del hombre. Una relación moral –comprendida como una ley universal del obrar moralmente recto–, una relación ética –comprendida como el restablecimiento de la buena voluntad en lugar del obrar con “perversión”, y la tercera, una relación metafísica –comprendida como la elección de lo recto en la que los móviles son veraces. Al respecto Jaspers dice:

Por mala pasa únicamente la voluntad del mal, es decir la voluntad de la destrucción en cuanto tal, el impulso que lleva a atormentar, a la crueldad, a la aniquilación, la voluntad nihilista de corromper todo cuanto existe y tiene valor. Bueno es en cambio lo incondicional, que es el amor y justamente la voluntad de la realidad.

Y en cuanto a la esencia de los motivos lo expone de la siguiente manera:

El amor impulsa al ser y el odio al no ser. El amor brota de la referencia a lo trascendente, el odio se hunde en el punto a que se reduce el egoísmo al desligarse de lo trascendente. El amor obra como un silencioso construir en el mundo, el odio como una estruendosa catástrofe que extingue el ser en la vida, y aniquila la vida misma.7

En el mundo homérico, el bien y el mal son fruto de lo divino. Son los dioses quienes determinan si las acciones de los hombres responderán a la bondad o a la maldad. No obstante, desde la perspectiva mortal, los hombres pueden discernir entre los actos movidos por la voluntad divina y los actos movidos por los vicios o perversiones humanas. Para Príamo, rey de Troya, por ejemplo, Helena no es culpable de la guerra entre aqueos y troyanos, sino de los dioses que la han convertido en instrumento de sus conflictos divinos. Sin embargo, para Aquiles, el ultraje de Agamenón a la joven Criseida, y posteriormente a Briseida, es producto de  su codicia y perversión. Los dioses, según Aquiles, no han inducido a Agamenón al ultraje, pero éstos sí intervienen enviándoles el mal de la peste en respuesta a lo hecho por el rey de Micenas8.

La presencia del mal entre los hombres de Homero adopta una forma de trance, de la que se vale Esquilo para justificar a Agamenón y que resulta funcional a la esencia de sus motivos al actuar: es el ate, término griego que Dodds define como “fairy-struck” o “hechizado”: “un estado demente, un anublamiento, o perplejidad momentáneos de la conciencia normal. Es en realidad una locura parcial pasajera y se le atribuye a un agente externo demoníaco”.9 Es a la fuerza extraña a la que apela Agamenón para negar la participación de su voluntad en ell rapto de Briseida, aunque no lo utiliza para justificar el ultraje perpetrado anteriormente a Criseida:

No fui yo. No fui yo la causa de aquella acción, sino Zeus, y mi destino y la Erinia que anda en la oscuridad: ellos fueron los que en asamblea en mi entendimiento fuera el día que arbitrariamente arrebaté a Aquiles su premio. (Briseida) ¿Qué podía hacer yo? La divinidad siempre prevalece. 10

Así, las intervenciones divinas entre los hombres para persuadirlos a que actúen con prudencia y virtud o para azuzarlos a que actúen con odio y venganza, pueden ser perfectamente identificadas por los mortales, y discernir cuándo éstas responden a su propia voluntad, de tal forma que éstos sabrán enjuiciar sus actos y establecer las imputaciones correspondientes. En esta cuestión, Dodds insiste en que “el hombre homérico no posee el concepto de voluntad... y por consecuencia no puede poseer el concepto de voluntad libre”11 y que sin embargo sí reconoce acciones realizadas en estado normal y en estado de ate. A mi juicio, hay una imprecisión que se antoja contradictoria en la argumentación de Dodds, porque las acciones en estado normal, implican una decisión racional en los hombres homéricos, puesto que “lo normal” es estar en pleno uso de sus facultades racionales, característica de lo humano, de tal forma que si pueden distinguir en la práctica sus acciones originadas por el yo, de sus acciones originadas por un factor externo demoníaco, tal como sostiene Dodds, al tratarse de un acción en estado normal, se pone en juego una voluntad propia, la que responde a ese yo humano, en tanto conciencia individual de que la acción se está realizando libre de coacción (divina) y ha de ocurrir a sabiendas. Vuelvo al caso de Agamenón porque es muy evidente: él justifica su ultraje a Briseida como si hubiese sido cometido en un estado de ate (locura pasajera), su conducta es ajena a su voluntad; pero en el ultraje anterior, el cometido contra Criseida, acepta implícitamente y sin defenderse que su acto responde a una dimensión de maldad propia y voluntaria, motivo por el cual Apolo se ha enfurecido mandándoles la peste a sus hombres. Agamenón, también enfurecido, ha tenido que soltar a Criseida, para calmar la furia del dios.

El bien, al igual que el mal, para los hombres homéricos es producto de un agente externo. En Ilíada, este agente externo adopta una forma de fuerza poderosa o valor y audacia para el combate. En Odisea, como virtud moral. Dodds le da nombre de “maquinaria divina” que hace actuar con inestabilidad mental a los personajes homéricos, sólo pudiendo éstos discernir a posteriori si sus actos son resultado del bien o del mal divino.

La genealogía del mal en Clitemnestra
Clitemnestra, entre otros personajes femeninos de la Literatura Clásica, ha sido estereotipada como una mujer mala no sólo por asesinar a su esposo por la espalda, mientras lo ayudaba a darse un baño, después de su regreso de la victoria contra Troya, sino además por su infidelidad y seducir a su amante a que la ayude a perpetrar el crimen. Ésta ha sido la lectura más frecuentada. Generalmente se trata de una lectura surgida de las lecturas ya instituidas o canonizadas a través de los siglos, pero no corresponden a la naturaleza mitológica de la creatividad homérica. En Eurípides, por ejemplo, el origen del pecado de Clitemnestra radica sobre todo en su “virilización”, lo cual significaría por un lado el cometer adulterio, y por otro atreverse a matar a sangre fría. Actos que, desde la lectura euripideana sobre la obra de Homero, sólo podían estar permitido para los hombres. La infidelidad, desde esta misma línea, era una cuestión que se sujetaba a los patrones de normalidad entre los hombres, aunque en los tiempos de la narrativa homérica comprendía también a las mujeres. Más aún, el rapto, la violación y el homicidio en Eurípides cobran un significado de valor y fuerza masculinas, una audacia intrínseca a la virilidad que se permitía para la consecución de la justicia reservada a la venganza particular de los varones de la familia o para la supervivencia de la polis. Específicamente, el homicidio era perpetrado por los hombres como una cuestión que respondía a la obligación de vengar una ofensa, de acuerdo a los mandatos de los dioses o a una cuestión de sacrificio necesario para lograr una bendición divina, al margen de los crímenes de guerra.

Para comprender la construcción de la génesis de la maldad de Clitemnestra en Eurípides requerimos reparar en algunas de sus inflexiones respecto a esta figura femenina de Homero. Primero, Homero, al margen de si es un autor o varios, un detalle que para esta argumentación es impertinente, se encuentra en el año 750 a. C. Se considera que su obra, toda proporción guardada, es un reflejo de la vida real de una época muy anterior a él. Históricamente, se ha abonado la hipótesis de que la sociedad griega de ese entonces era polígama, tanto hombres como mujeres. Debido a la poligamia, las mujeres gozaban de cierto prestigio, por ser las que realmente podían reconocer a los padres de sus hijos. Homero recoge estas versiones de la oralidad de los pueblos y las incorpora en su poema a manera de interacción sexual entre dioses y humanos, asimismo como raptos y fugas entre los mortales. Helena, por ejemplo, no es juzgada por su infidelidad al haberse fugado con París y haber fungido como su esposa sin antes haber concluido su matrimonio con Menelao. O Hera no juzga a Zeus de infiel cuando éste baja a la tierra a enamorar a alguna ninfa. Pero Eurípides, tres siglos después, en el 455 a. C., aproximadamente, utiliza el personaje de Clitemnestra para enjuiciar la infidelidad de la mujer y no así la del hombre. Además, da muerte a Clitemnestra por el homicidio de Agamenón, venganza que le adjudica a la hija mayor de ambos, Electra, quien, a su vez, induce a su hermano Orestes, a cometer el asesinato de su madre, para que ésta pague por el pecado de haber matado a su padre. Eurípides va hilando un denostado mundo de mujeres: una Clitemnestra infiel que cae a vengativas manos de sus propios hijos y sin poder evitar la muerte de su otra hija Ifigenia, quien es salvada por la diosa Artemisa para darle la tarea de inmolar a cuanto hombre se acerque a su palacio; una Electra maldita que manipula a su hermano por el odio que ésta siente por su madre y que se adjudica una venganza que no le corresponde moralmente a ella; mientras tanto, los hombres protagonistas, Agamenón y Orestes, son víctimas de esta familia de féminas malditas.

Con el personaje de Electra, Eurípides realiza también algunas inflexiones, clave, para justificar en cierta medida la venganza contra su madre y dar pie a su muerte: por un lado el que la mantenga aislada de todo, enclaustrada en sus habitaciones, y por otro el asesinato impune de su padre. Para Electra y para Orestes, no obstante, es más importante vengar la muerte de su padre, que la muerte de su hermana, aún cuando los asesinatos consanguíneos fuesen por tradición divina los más penados. Desde otra mirada, Clitemnestra no ha cometido un asesinato consanguíneo al asesinar a su esposo y, en cambio Agamenón sí por sacrificar a su propia hija ifigenia. De tal suerte que Agamenón, ante las leyes divinas creadas por Homero, resultaría ser el principal culpable, puesto que Clitemnestra, además, como era la costumbre de acuerdo al honor, estaría vengando la muerte de su hija, como instrumento de justicia que aún no estaba reservada sólo para los varones. Esta maldad euripideana de la mujer, indudablemente tiene la influencia de Esquilo.

Dos siglos después de Homero y uno antes que Eurípides, Esquilo crea Agamenón, dentro de la trilogía que compone su Orestiada. La primera alusión a la infidelidad de Clitemnestra, la hace al inicio de su obra de manera sutil, y la pone en boca del vigía, quien lleva un año aguardando la llegada del rey Agamenón:

Y que el día en que llegue a este palacio
mi señor rey, me sea concedido
sus manos estrechar entre las mías.
El resto, me lo callo: que en mi lengua
pesa un enorme buey. La cosa misma
si hablar pudiera todo lo explicara.
Yo escojo, por mi parte, a quienes saben
y entienden, dirigirme. Para aquellos
que ignoran todo, todo lo he olvidado.12

Posteriormente, el vigía implora al Coro que se imparta la justicia. De esta forma el espectador es persuadido a ver en Clitemenestra a un ser injusto al cometer adulterio, mientras su esposo anda en la guerra. En cambio, Agamenón, desde el discurso esquíleo, es una víctima no sólo de su mujer, sino también de los dioses que se portan impíamente con él. Pues, la diosa Artemisa, lo obliga a sacrificar a su propia hija, “sangre de su sangre”, “un remedio más duro”, para calmar los vientos que ésta le manda. El dilema trágico de Agamenón está ubicado en el contraste entre su vida pública como rey y su vida privada como padre. Si actúa axiológicamente como padre, es decir, con arreglo a valores morales, estará respondiendo a su sentimiento personal, a su interés individual y preservará la vida de su hija, pero llevará a la muerte segura a los miles de guerreros que combatieron con él durante diez años para someter la ciudad de Troya. Si sacrifica la vida de su hija, podrá llevar a buen puerto la empresa de regresar a los guerreros a sus casas, sanos y salvos. Esta decisión lo sitúa en el ámbito de lo público y responde a una doble racionalidad, con arreglo a fines, los cuales son compartidos por el colectivo, es decir, desde la perspectiva teleológica, y con arreglo a valores, pero ya no desde el ámbito personal o individual, sino en consideración de lo que es bueno para todos.13

El Agamenón de Esquilo es más rey que padre. Toma la decisión más funcional a los intereses de todos y cada uno de sus guerreros: regresarlos a su casa, en sacrificio de su propio interés, el de preservar la vida de su hija. Un hombre ejemplar desde el ámbito de lo público, un buen rey, que no sacrifica pueblos. Esquilo retoma los versos homéricos sacándolos del contexto del enojo de Apolo, después de que Agamenón se resistiera a devolver a Criseida sin recibir una sustituta.

La dicha yo prefiero que no despierte envidia
no sea yo jamás un destructor de pueblos
ni vencido a mi vez, tenga que ver mi vida
sometida al arbitrio de terceros.14

La Clitemnestra de Esquilo, por el contrario, es un ser codicioso que pretende tiranizar la ciudad, en beneficio exclusivamente privado. No le importan los medios a los que tenga qué recurrir para la consecución de su fin, y en ello va la vida de su propio esposo. El Coro lo manifiesta explícitamente: “-Está claro,el preludio es de un golpe para hacerse del poder”.

Y continúa colgándole reproches como “soberbia”, “mala hierba”, “ponzoña que ha bebido” y “altanera”. Sin embargo, Esquilo no pinta una Clitemnestra tonta y de corta vista, sino mala. La necesita inteligente, además, porque la inteligencia de la mujer la asocia con esa soberbia y altanería, que en el hombre la califica de prudencia, de tal suerte que resulta aún más odioso el personaje femenino, al virilizarse con estas actitudes. “Has hablado, mujer, con gran prudencia, como a varón prudente corresponde.”15

Cuando el Coro le reprocha la muerte de Agamenón, Clitemnestra no actúa como su marido cuando le piden cuentas sobre el ultraje de Briseida: “No fui yo”, fue el ate, la locura pasajera. Clitemnestra es congruente con la racionalidad de sus actos y sostiene frente al Coro que ha preparado la muerte de su esposo desde hace bastante tiempo. Los hechos pues, no son producto de la manipulación psicológica del reciente amante Egisto que desea quedarse con el poder, que en este caso se subestimaría la inteligencia de ella. Tampoco es producto de una locura pasajera que la hace cometer el homicidio. No se trata de esa repentina e inexplicable pérdida del juicio a la que apela Agamenón para justificar sus actos. Clitemnestra asume la conciencia voluntaria de su actuar. No mató a su esposo porque estaba “en trance”, sino para ejecutar “la venganza de unos niños”, en referencia directa a Ifigenia, la hija sacrificada por el padre. La “soberbia” de Clitemnestra llega a tal nivel que decide hacer justicia por su propia mano, como si fuera un hombre al que se  ha ofendido.

Me tentáis cual si fuera mujer irreflexiva.
Y os digo sin temor dentro del pecho,
y lo sabéis muy bien: nada me importa el que aprobéis o condenéis mis actos.
Éste es Agamenón, cadáver ya, mi esposo,
muerto a golpes de mi mano,
digna obra de un experto artista. He dicho.16

El Agamenón de Esquilo dibujado más noble e ingenuo, resulta funcional para magnificar la maldad femenina. Las tenues máculas de las acciones “injustas” de Agamenón se reducen a la infidelidad cínica, y lo representa al pedirle a su mujer que acepte “con afecto” a la extranjera (Casandra) que lleva consigo, su amante complaciente, “escogida flor de entre tesoros”17. Estos halagos dirigidos a Casandra, incitan a Clitemnestra a un diálogo pugilista con él y le recuerda que ella se ha hecho cargo del palacio, donde hay riquezas y abundancia, pese a la larga ausencia suya; y en consecuencia, Casandra, en tanto esclava, podrá comer de la mano de Clitemnestra.

Primero, para una esposa
es ya un tormento sin par
estarse en casa sentada
sola y sin compañía
del marido, toda suerte
de desalmados rumores
escuchando 18

Y gracias a los dioses, en esta casa existe la abundancia. En esta casa no se sabe pobrezas.19

Clitemnestra pues, no sólo sufre la larga ausencia de su marido, sino que además tiene que hacerse cargo del palacio, y ahora, gracias a ello, hay suficientes riquezas incluso hasta para compartir con los amantes de ambos. Sus diálogos están entintados con sarcasmo, cuando se trata de la amante-esclava de Agamenón, mientras que de su propio amante no menciona nada. En realidad, Esquilo no entera a Agamenón del amante de su mujer. Lo cual hace más dramática su muerte, por ser el marido engañado, en plena alusión a la escena de la Odisea donde la sombra de Agamenón en el Hades aconseja a Odiseo que no confíe más en ninguna mujer. En cambio, el Agamenón de Homero sí está enterado del amante de su mujer y no por ello le surgen “las gruesas lágrimas” de dolor –en esa misma escena del reino infernal.

Estos juegos lingüísticos llenos de sarcasmo y mordacidad, entre marido y mujer, es el campo agónico que Esquilo ofrece al espectador a fin de que se identifique con la maldad “menos mala”, que sin dudarlo en ningún momento será la de Agamenón, y lo pone como víctima de la perversidad masculinizada de su mujer.

Por otra parte, Clitemnestra no está ubicada frente a la disyuntiva de lo público y lo privado como Esquilo ubica a Agamenón. Para Clitemnestra no hay dos caminos por los que tiene que decidir su tránsito moral: el curso estable de la ciudad de Micenas o la preservación de la tranquilidad de su hogar, el palacio. Lo que hace Esquilo es fundir ambos planos en este personaje femenino para poder justificar la magnitud de su maldad al momento de actuar, en que los dos planos serán inundados por una enorme inestabilidad, aunque configurada de manera tramposa: Clitemnestra no sólo asesina a su marido, asesina también al rey de la ciudad y victorioso combatiente. Esquilo insinúa entonces que la ciudad caerá en una desgracia tiránica o en un desgobierno absoluto, aunque no lo sostiene explícitamente. Sin embargo, parecería pasar de largo que durante diez años la ciudad ha estado sin rey, por lo que podría asumirse que quien ha estado gobernando es su mujer, pues no se sabe de ningún sustituto que haya dejado Homero en la historia original ni el mismo Esquilo resuelve esa cuestión. De cualquier modo, si Clitemnestra fuese el estereotipo de la ambición al poder a cualquier precio, la llegada de Agamenón significaría más bien que Clitemnestra tendrá que dejar de ejercer el poder y no buscar asumirlo en complicidad con un amante recién llegado. Esquilo deja abiertas estas lagunas.

Por otro lado, los motivos de Clitemnestra para cometer el asesinato de su esposo no resultarían verosímiles si sólo fuesen los celos, puesto que ella también tenía a un amante viviendo en su propia casa y que además era pariente cercano de su marido. Tampoco los motivos de su maldad esquílea, como también es insinuado, responden sólo a la venganza por su hija sacrificada, Ifigenia, porque el personaje perdería su esencia, es decir, la propia maldad que lo revela, transformándola entonces en una madre-víctima de los dioses. ¿Qué es entonces lo que puede justificar en Esquilo y en Eurípides la maldad de Clitemnestra? Recapitulemos brevemente:

Sus actitudes viriles:

La “virilización” de Eurípides no justifica la maldad de Clitemnestra. Homero ya lo había hecho también con Hera, quien además de llevar las riendas de su casa, interviene directamente en los asuntos de la guerra, aún en contra de las preferencias y decisiones de Zeus. Más aún, Hera desobedece a Zeus en muchas ocasiones, hace su propia voluntad e incluso ordena a otras deidades actuar en su favor y en contra del propio Zeus, como cuando le pide a Hipnos que duerma a Zeus para poder actuar ella sin que él se dé cuenta. Además engaña, manipula y miente a su propio marido siendo el dios más poderoso. Pero Hera no puede matar a Zeus, porque no tiene tanto poder como él, por ende, no puede haber una tragedia.

Para Madrid, la valoración de las mujeres en Homero “va en consonancia con la función social que toda sociedad patriarcal atribuye a las mujeres como reproductoras y alimentadoras de sus familias, pero estas tareas reciben un reconocimiento social, y las mujeres, en su calidad de madres, esposas e hijas, son apreciadas y estimadas.”20 Difiero de tal apreciación, pues Clitemnestra no es el caso paradigmático de desobediencia o masculinización de actitudes; como anteriormente lo he mencionado, ni las mujeres tienen una vida “tradicional” en el sentido que hoy se le da a esta expresión, los personajes femeninos de Homero no son ublicables como lo femenino tradicional al que alude Madrid: algunos ejemplos, Hera, Atena, Electra, Antígona, entre otras.

Su infidelidad:
La infidelidad estaba personificada más bien en Helena, por quien estalla la guerra al fugarse con París. Pero es Agamenón quien azuza a Menelao, marido de Helena, a combatir por ésta, más como un pretexto alimentado por la ambición de Agamenón de someter la ciudad de Troya, que en este atropello de París ve una gran oportunidad para lograrlo. París, por su parte, no sólo se disculpa con el ofendido Menelao, sino además está dispuesto a regresar los tesoros robados y ofrece una considerable compensación al marido de Helena para quedarse con ella, él cual hubiese aceptado encantado la recompensa, si no hubiera insistido Agamenón en vengar la ofensa. Entre los mortales de la Ilíada, Helena es la primera mujer dichosamente infiel. Nueve años después de la infidelidad helenística, Clitemnestra la imita.

El homicidio:
Clitemnestra no había cometido ningún asesinato consanguíneo que las Furias y Erinias se encargaran de ajusticiar, como era el mandato de Zeus respecto a este tipo de homicidios. Agamenón sí mata a su hija. Por otra parte, Egisto lleva en sus venas sangre de la misma familia que Agamenón: son primos hermanos. Atreo, el padre de Agamenón, por ambición de poder, disputa las riquezas con su hermano Tiestes, padre de Egisto y de dos hijos más, que fueron cocinados y servidos a Tiestes en un banquete ofrecido a Atreo como simulacro de reconciliación. Egisto, quien se había salvado por haber estado desterrado de la ciudad, regresa en ausencia de su primo Agamenón y ayuda a Clitemnestra a planear el crimen en venganza del asesinato de sus hermanos a manos de su tío. Egisto también comete asesinato consanguíneo, pero tampoco lo ajustician. En el caso de Clitemnestra de Esquilo, la ajustician sus propios hijos Electra y Orestes.

A manera de primer corolario
Cualquier ensayo sobre los mitos griegos y su interpretación en el vasto mar de la Literatura Clásica está condicionada por la crítica racionalista con nombres propios, mas la economía de este breve espacio y no sin titubeos, no impiden mi propia exploración en este mismo camino que, parafraseando a Serrat, tantas veces se ha hecho al andar. Concluyo:

La maldad de Clitemenestra: su máscara de generosidad al aceptar alojar en su palacio a la amante y esclava de su marido y ofrecerles un banquete, junto a algunos de los guerreros que acompañaban al rey Agamenón, las perversas intenciones que la animan a cometer el asesinato, su frialdad, su falta de escrúpulos, responden al funcionalismo literario de Esquilo en simbiosis con su ginecofobia, más tarde adoptado por Eurípides. La Clitemnestra de Homero no es la Clitemnestra de Esquilo. Es el deseo genial esquíleo de encontrar una maldad exclusivamente femenina e hilvanar las miserias que la revelan. Para Esquilo, en olvido estratégico de la naturaleza humana, su Clitemnestra es una fuente de violencia y codicia, de odio y egoísmo, es el mal emanado de la parte corrupta de la doble naturaleza del ser femenino, el origen del mito de la perversidad mujeril activa frente a la bondad maternal pasiva, la amante infiel y asesina frente a la esposa amorosa y abnegada, y… todas las demás dicotomías que por los siglos de los siglos han pretendido la despersonalización de ese inextricable individuo llamado mujer.

El tribunal póstumo o el cristal de otro color
La génesis continua del yo pasa de la identidad a las identificaciones y en este trance adquirimos señales, del cuerpo, del ciclo vital. No sólo cicatrices imposibles de borrar. Sino una sutil forma de gozo que John Berger regala cuando dice Y nuestros rostros, mi vida, breves como fotos.

José Miguel Marinas, La razón biográfica, Enrahonar 30, 1999, 73.

Marguerite Yourcenar vacía el personaje de Clitemnestra para revivirlo. Sin hurgar en la tradición busca sus significados sin estigmas de dolor ni redención. Lo mismo refleja lo oscuro como lo luminoso, la crueldad como la plenitud. Para Yourcenar, Clitemnestra es “una”, compacta, íntegra, humana, -ni demasiado, pero tampoco idealista- simplemente desmitificada. No hay ambigüedades divinas ni dobles caminos, es un personaje que siente, que sufre, lo vive y actúa en consecuencia.

Maté a aquel hombre con un cuchillo, dentro de la bañera, con ayuda de mi miserable amante que ni siquiera era capaz de sujetarle los pies. Ya conocéis mi historia: no hay ninguno de vosotros que no la haya repetido veinte veces al acabar la copiosa comida, acompañada del bostezo de las sirvientas, ni una de vuestras mujeres que no haya soñado ser alguna vez Clitemnestra.21

La Clitemenestra de Yourcenar se encuentra ante un tribunal, no para justificar la “locura” de sus actos, como lo hubiese hecho su marido, sino para inculparse sin miramientos. Desde el inicio de su monólogo, deja entrever que toda mujer violentada aspiraría a ser Clitemnestra, es decir, desearía ser capaz de aplicar la justicia sin intermediarios y sin tener que recurrir a artilugios lingüísticos o jurídicos externos que la ayuden a escapar de la responsabilidad que ello conlleva. Para Clitemnestra, ésta es intrínseca a su “ética biográfica” y la asume desde el momento en que acude a la representación pública de su duelo. Proceso que se resiste a domesticarlo, a homogeneizarlo, incluso como forma de dolor consumible a los demás, ni tampoco cede a la configuración estereotipada de la subjetividad trágicamente fragmentada de Clitemnestra en la Antigüedad. 22

Yourcenar, a diferencia de Esquilo, no sólo no viriliza las actitudes de Clitemnestra, sino acentúa su femineidad. Porque sólo la conciencia de su yo genético le permite construir la experiencia del daño, y al hacerlo esencializa dicha conciencia. La humillación de la que es sujeto sólo puede experimentarla como mujer –consciente de ese yo mujeril. De esta forma, la narrativa de su experiencia del daño es, a la vez, la reconstrucción narrativa de su propia identidad. Ninguna otra mujer es capaz de hacerlo en el mundo homérico. Sin embargo, Clitemnestra logra colarse entre siglos de silencio y recupera su voz con Esquilo, el cual, paradójicamente, en su afán fragmentario de esta identidad, le otorga la dorada punta de la madeja que le permitirá continuar su hilado narrativo. Pero no es hasta el mundo yourceneano, cuando su “razón biográfica” logra hilvanarse y cruzar la frontera hacia sus identificaciones. 23

Clitemnestra, al proveer de palabras la experiencia íntima de la humillación transformada en odio, recupera el valor perdido: la integridad de su yo. Yourcenar plantea este tránsito como un proceso tortuoso, sí, pero que culmina con su recuperación. A ello sólo puede llegar rememorando –frente al tribunal– la su propia biografía, que vamos paulatinamente conociendo a través de su narración en primera persona. Siguiendo el planteamiento de Marinas24, el primer eslabón revelado de este proceso yourceneano es la identidad: el “te necesito para no confundirme contigo” 25. Clitemnestra necesita a Agamenón, en efecto, pero no sólo para no confundirse con él, sino para redescubrirse ella misma, un “curarse en el tiempo” y volver al origen de su existencia. Lo cual no podría hacer sin la existencia de Agamenón. Por tanto el reconocimiento público del daño que ella ha experimentado es el reconocimiento de la existencia del otro que lo ha producido, en primera instancia, y después, el reconocimiento de su propia existencia. Parecería una tautología, pero permítaseme abundar.

La identidad de Clitemenestra
La primera cuestión a aclarar es que ninguna Clitemnestra culpa a Agamenón. Esa culpa del cristianismo pueril resulta impertinente para esta argumentación. La Clitemnestra de Esquilo venga una muerte, la de su hija; de tal suerte que ella sólo estaría aplicando la justicia mandada por Zeus: "El que quita la vida a otro pierde a su vez la vida; el que mata sufre la pena de su delito. Mientras exista Zeus subsistirá que quien tal haga, que tal pague, así es la ley" (Esquilo, Tragedias – Agamenón). La Clitemenestra de Yourcenar es responsable del crimen, mas en ningún momento de su monólogo asoma el menor indicio de remordimiento, ni tan siquiera considera que haya cometido un mal, simplemente actuó en consecuencia a una razón previa. Al reconocer al otro que le ha producido el daño (Agamenón), comprende la fatalidad de su propia existencia. El homicidio, para ella, es un acontecimiento inscrito en una dimensión presente, donde cada gesto, cada palabra, cada movimiento, ha quedado en una imagen sin tiempo donde se revela a sí misma, lo que es: en términos de Marinas, su síntoma biográfico:

Es extraño, señores jueces, se diría que ya me habéis juzgado otras veces. Pero tengo la experiencia suficiente para saber que los muertos no permanecen en reposo: me levantaré, arrastrando a Egisto tras de mí como a un galgo triste. Y erraré por las noches a lo largo de los caminos, a la búsqueda de la justicia de Dios. Volveré a hallar a ese hombre en algún rincón de mi infierno y gritaré de nuevo con alegría con sus primeros besos. Luego, me abandonará para irse a conquistar alguna provincia de la Muerte. Ya que el tiempo es la sangre de los vivos, la Eternidad debe de ser la sangre de las sombras. Mi eternidad, la mía, se perderá esperando su regreso, de suerte que me convertiré en el más lívido de los fantasmas. Entonces volverá, para burlarse de mí, y acariciará ante mis ojos a la amarilla hechicera turca acostumbrada a jugar con los huecesillos de las tumbas. ¿Qué puedo hacer? Es imposible matar a un muerto26

Clitemnestra termina así su monólogo autobiográfico. Es el momento climático en el que en el Otro está el conocer su propio ser. Precisa de ese Otro para recobrar la conciencia, a través del dolor que le ha infligido. Es su existencia ya recuperada y asimilada. Existe porque es causa de algo y se entrega incondicional al sacrificio, no al suicidio, sino al asesinato. Su única constancia de ser es el aniquilamiento mutuo; primero, con la refinada perversidad de la indiferencia que se instala entre la pareja, y que posteriormente adopta la forma de humillación –el que humilla y la humillada–, luego, de odio. En Clitemnestra, no es la voluptuosa locura la que la conduce al crimen, sino la necesidad de prolongarse a través del Otro asesinado. Es el único vínculo del que pende para resucitar su identidad de la de él, pues la humillación y el odio acallado, hubiese sido su extinción.

Los recursos en torno a la identidad de Clitemenestra: linaje, trabajo y consumo

Los recursos o repertorios, según la razón biográfica marineana, que a mi entender posibilitan la narrativa de la identidad de Clitemnestra, en primer término, están referidos a su linaje, esa búsqueda del origen que sólo es encontrado y asimilado en la medida en que lo cuenta, lo narra, es decir, lo recupera:

Esperé a aquel hombre antes de que tuviera un nombre, un rostro, cuando aún no era sino mi lejana desgracia. Busqué entre la multitud de los vivos a ese ser necesario a mis futuras delicias: miré a los hombres sólo como se mira a los transeúntes que pasan por la taquilla de una estación, para asegurarse que no son las personas que uno está esperando. Si mi nodriza me envolvió en pañales al salir de mi madre, fue para él; si aprendí a contar en la pizarra del colegio, fue para poder llevar las cuentas de su casa de hombre rico. Para alfombrar el camino donde tal vez se posaría el pie del desconocido que haría de mí su sierva, tejí sábanas y estandartes de oro; de tanto afanarme, dejé caer de cuando en cuando en el blanco tejido unas gotas de mi sangre. Mis padres me lo escogieron, y aunque él me hubiera raptado a espaldas de mi familia, yo hubiera seguido obedeciendo al deseo de mis padres, puestos que nuestros sueños de ellos provienen y el hombre que amamos es siempre aquel con quien sueñan nuestras abuelas.

O el fluir hacia atrás es el soporte para rescatar su existencia, o renace en la memoria vertiginosa que le permite la movilidad en el tiempo. En todo caso, es la narrativa de la revelación de su yo originario lo que antecede y lo que precede a la experiencia de la humillación que sólo guarda un rostro: el de Agamenón.

Un segundo recurso tiene referencia al yo que hace cosas, identificado como trabajo. En Clitemnestra, su quehacer cotidiano constituye –como en los recuerdos de Elena Garro– puertas que dan, en este caso, al mismo lado. Que comunican su vida ineluctablemente hacia la de Agamenón, incluso hacia su ausencia ya esperada; fijan, sin embargo, la continuidad de una historia que se antoja concluida.

Era muy dulce para mí llevarle, en una bandeja grande de cobre, el vaso de agua que derramaría en él sus reservas de frescor; era dulce para mí, en la ardiente cocina, prepararle los platos que colmaría su hambre y alimentarían su sangre. Era muy dulce para mí, entorpecida por el peso de la simiente humana, poner las manos sobre mi vientre hinchado donde fermentaban mis hijos. Por la noche, cuando volvía de la caza, yo me arrojaba con alegría sobre su pecho de oro. Pero los hombres no están hechos para pasar toda la vida calentándose las manos al fuego del mismo hogar: partió hacia nuevas conquistas y me dejó allí, abandonada como una casa enorme y vacía que oye latir un inútil reloj.

El tercer y último recurso de la razón biográfica es el consumo, referido a la narración de objetos, signos, rituales de vida “que pasan por el mercado”, según lo observado por Marinas. Pero atendiendo al contexto del personaje, éstos pueden ser ubicados, toda proporción guardada, en el ámbito de lo que para ella, para Clitemnestra, tiene un significado que le remueve su yo interno, su ser mujer, aquello incluso que le trastoca el presente en la medida en que  recupera su pasado:

Algunos soldados ebrios que venían con permiso me contaban la vida que él llevaba en los campamentos de la retaguardia. El ejército de Oriente se hallaba infestado de mujeres: judías de Salónica, armenias de Tiflis, cuyos ojos azules engarzados en sombríos párpados recuerdan el fondo de una gruta oscura, turcas pesadas y dulzonas como los pasteles en cuya composición entra la miel. Recibía cartas los días de aniversario; mi vida transcurría espiando por el camino el paso del cartero cojo. De día, luchaba contra la angustia; de noche, luchaba contra el deseo; sin cesar, luchaba contra el vacío, forma cobarde de la desgracia.

El azoro ante la sensualidad que pudieran ofrecerle a Agamenón en el extranjero es un signo para Clitemnestra que la conecta con la razón de su  origen: “Si mi nodriza me envolvió en pañales al salir de mi madre, fue para él”. Experimenta la sensación de pérdida de su sueño, es decir, de su dueño, de ella misma, porque el sentido de su existencia transita necesariamente por la de él. Es la sensación de que su vida es y será soledad, el abandono, mientras Agamenón suspende su destino y se regodea desafiándolo entre bellezas exóticas humillantes para los ojos de ella.

Otro de los signos son las cartas que Clitemnestra recibe cada aniversario. Ahí es donde está toda su historia, muerta, terminada, pero en el momento en que las abre y las lee de nuevo, no es la historia que surge valiéndose del puño derecho de Agamenón: es ella quien retorna hacia ella misma. Por medio de esas cartas, Clitemnestra confirma su pertenecer a alguien y a algo; sin ellas, su conciencia se dispersa, sin poder asirse a nada.

Por último, en referencia a este recurso es el sexo como signo o ritual de vida. Típicamente asociado a la noche, pero que sin embargo, la sumerge en la anulación del apasionamiento del amor, de la venganza, del odio, de la sumisión, simplemente la mantiene suspendida, ajena, a su naturaleza de mujer guardada durante nueve años.

Corolario final
Clitemnestra no encontrará su sentido de unidad, sino es a través del crimen, aquello que es, al mismo tiempo, su salvación y  su condena. Vida y muerte se confunden en ella, cierto, pero lo que tiene claro es que su naturaleza no es la de la mujer burlada, y enfrenta este duelo. No importa que los demás no la entiendan ni traten siquiera de entenderla, ella se sabe una prolongación del universo, en el que la muerte no es el no-ser de la vida, sino el rescate de sí misma.

A continuación realizo una propuesta literaria retomando el personaje clásico para poner de manifiesto la violencia cotidiana hacia las hijas de Clitemenestra en un mundo contemporáneo.

América libre o la locura de Clitemnestra
Clitemnestra fue enjuiciada y sentenciada a cadena perpetua. Todos conocían la historia: había asesinado a su marido en la bañera, a cuchilladas. No por infiel, sino por cínico. Después de haberse ausentado durante diez años con mil guerras de pretexto, regresó con una joven amante y la metió en su propia casa, donde Clitemnestra lo había estado esperando durante todo ese tiempo. Un mal sueño que al principio aceptó inmutable, creyendo que sacaría toda la fuerza de su corazón para reconquistarlo.

Sus esfuerzos por soportar con cordura la nueva situación de mujer acompañada eran extraordinarios. Procuraba entender como un arrebato de su marido la predilección que en ese momento sentía por la joven extranjera, que a decir verdad, era hermosa, de cabellera rojiza y tez blanca, menuda de cuerpo, con un aspecto frágil, casi infantil. Pero su marido no se comportaba con Clitemnestra como lo hacía antes de su partida. Ahora gruñía por todo. En su cara, mascullaba que era una vieja y loca. Estallaba en ira porque no encontraba sus objetos personales, los objetos que él sólo usaba, y gritaba que alguien movía sus cosas para exasperarlo. Un cinturón, una bota, eran suficientes motivos para sus inacabables estallidos de furia, para sus desdenes y sus humillaciones diarias. Es verdad que dormía con ella y no con su amante; sin embargo, Clitemnestra hubiera preferido verlo feliz y apacible a su lado, aunque en las noches lo hubiese tenido que compartir con su agraciada rival.

A la hora de acostarse, él no se tendía amoroso junto a Clitemnestra, caía simplemente como roble viejo recién cortado en el último hachazo. Tampoco le importaba si ella aún lo deseaba o solamente quería acurrucársele en compensación de su larga ausencia. Mucho menos la despertaba con un beso húmedo y cariñoso, ni conversaba de sus planes para el día que empezaba a transcurrir, como antes solía hacerlo. Simplemente, despertaban como dos grandísimos desconocidos.

Ella se levantaba, encendía la luz y corría a la cocina a poner el café y a calentar el agua para el baño de su marido; mientras él esperaba desnudo dentro de la bañera, refunfuñando por lo lenta y pesada que se había vuelto para subir esa maldita escalera. Ella preparaba con esmero el desayuno y cuando lo servía a la mesa, él profería que sus platillos eran una mezcolanza de asquerosidades, sin antes haberlos probado. Después, tranquilo, sonriente, se marchaba a la calle tomando a su amante del brazo y regresaba hasta entrada la noche. No era una circunstancia aislada, en el breve tiempo que llevaban de nuevo juntos estas escenas ocurrían cotidianamente.

Los aldeanos cuchicheaban cuando veían pasar a Clitemnestra. Había envejecido repentinamente. El pelo, convertido en una mata electrizada y blanquecina, le caía descuidadamente sobre la espalda. Su rostro ajado parecía estar reñido con el mundo. Le pesaban las piernas y caminaba encorvada como si llevara una abultada carga a la que se empecinaba en llamar “vida”. Todos sabían que había sido desplazada por la hermosura de aquella joven de tierras ignotas y se sentía defraudada amargamente por lo inútil de su larga espera. Las mujeres de la aldea no entendían su nivel de tolerancia: ¿cómo era que todavía podía amarlo hasta aniquilarse el orgullo de mujer en su expresión más elocuente? ¿Por qué permitía que él se paseara despreocupadamente con su amante frente a todo el pueblo sin mostrarle el menor respeto? Le murmuraban al oído que debía expulsarlos de su casa como despojo maligno. Lanzarlos al vacío con furia despiadada. A fin de cuentas, ella se había hecho cargo de la hacienda y había logrado mantenerla en pie. ¿Qué le había dado él, realmente? No le debía más que su sufrimiento y la soledad de tantos años. Debía de acabar con todo eso.

Ella escuchaba nerviosa los cuchicheos y dejaba que se encajaran como aguijones en su pecho haciéndoselo sangrar. Sabía que si le comentaba algo de eso a su marido podría propinarle un puñetazo y hacerle más daño físico que el que ella pudiera hacerle a él, si intentara respondérselo. Una cuestión elemental de fuerzas físicas. Pero si él la agrediera físicamente, pensaba, estaría menos afectada que con los golpes sentimentales que permanentemente le infligía en cada estallido, en cada enojo, en cada actitud hostil, sobre todo cuando lo hacía frente a su amante, sonrisa de hiena –rumiaba para sus adentros– y bajaba el rostro sonrojado tolerando las sandeces.

Naturalmente, todo llega a su límite; y un día, sin pensarlo, convertida en fiera le espetó su enojo: Por supuesto que no era lo que él hubiese esperado encontrar. Por supuesto que estaba vieja y amargada. Porque esa loca, su mujer, había declinado a tener una vida con más satisfacciones durante esos diez años, cuando todavía mantenía la frescura de su piel canela, si no lo hubiese esperado tanto tiempo. Claro que estaba mal, porque ella todavía se preocupaba por él, por su salud, por su bienestar, porque tuviera una vida amorosa a su antojo. Durante diez años tortuosos de espera inaguantable, él no se había interesado por saber si ella tendría provisiones suficientes o podría llevar las riendas en los trabajos del campo. Después de diez años lo único que hacía él era vociferarle que sus gestos amorosos eran dignos de una desquiciada, de una enferma mental. Sí, de una loca. Y ella no podía seguir en esa cúpula de cristal, donde se idealizaba feliz, donde obedecía ciega a sus impulsos de reafirmarse mujer a su lado. Si cuanto más hacía por él, él menos la quería.

Contrario a lo que hubiera esperado Climtenestra, su marido al oírla sentado a la mesa se transformó en una enorme carcajada que le echaba la cabeza hacia atrás. El estruendo burlón taladraba el corazón de Clitemnestra, mientras él, con la boca abierta, dejaba ver su lengua gorda y roja vibrando al son del carcajeo. Apenas si pudo hacer una pausa para decirle que cuando se viera al espejo, lo hiciera con los ojos abiertos, ¡bien abiertos!, y siguió riendo sin parar hasta que le escurrieron gruesas lágrimas por las mejillas peludas y canosas. Entonces se puso de pie, se desabrochó el pantalón con brusquedad, se introdujo la mano y sacó su miembro flácido. ¡Anda!, dijo en un tono cínico, ¡aquí está tu dolor, a ver qué puedes hacer con él! ¡Ya ves! ¡Nada! ¡Tú ya no puedes hacer que a uno se le levante ni el ánimo! Y guardándoselo como si fuera un renacuajo muerto volvió a soltar otra carcajada que retumbó en las paredes de la casa.

Clitemnestra no soportó tal humillación y actuó más por dignidad, que por celos. Fue al día siguiente. Él tomaba el baño cuando ella llevó a cabo su proeza. No le costó trabajo. Mientras él se enjabonaba la cara, ella vertía el agua tibia en la bañera, igual que cada mañana. El cuchillo carnicero lo llevaba entre las faldas y la espalda desnuda de él fue el blanco perfecto de una, dos, tres tajaduras mortales. La tina se transformó de inmediato en un pantano de rojo negruzco. Y ella, con la mayor cordura y paciencia fue limpiando cada gota escurrida como si se tratase de las paredes de la cocina después de matar un cochinillo para meterlo al horno.

Las aldeanas, respetuosas, justificaron su acto con solemne silencio. Pero fueron los hombres, enfurecidos, quienes la enjuiciaron. Los detalles ya no importan. El hecho es que pasaría el resto de su vida enclaustrada en una húmeda y oscura celda. Una fatalidad para quien no podía amar menos.

Cuando anunciaron la sentencia, la multitud dividida se puso eufórica, pero a Clitemnestra no le rodó ninguna lágrima por sus pómulos demacrados. Su rostro no mostraba el más mínimo sufrimiento. Nada podía ser peor que lo antes padecido. ¿Resignación? Quizá no era la palabra que mejor le acomodaba. Su actitud era indescifrable. La noche anterior había planeado concienzudamente el asesinato y había sopesado las consecuencias sin perturbar en absoluto su decisión. Ni siquiera el arrepentimiento se vislumbraba levemente en los adustos rasgos de su cara.

Así fue como llegó a su nueva guarida, escoltada por dos robustos y grotescos custodios. Abrieron el cerrojo de la puerta de hierro y, con un empujón violento, la echaron al centro de aquellos dos metros cuadrados. Ella se quedó tirada, sin intentar moverse, arrojada como carroña a la hambrienta oscuridad vitalicia que le esperaba. No volvió a abrir los ojos. Los mantuvo cerrados, pegados por muchas horas, muchos días, muchas noches, hasta que perdió toda noción del tiempo transcurrido. Nada la alteraba en su sopor, ni el ruido diario de la puerta que se abría y se cerraba sólo para dejarle mendrugos de pan y agua, y que recogían intactos a la siguiente mañana. Sólo su cabello crecía y su cuerpo adelgazaba, mientras seguía inerte.

No se sabe con exactitud cuánto tiempo estuvo en aquel estado. Los aldeanos incluso ya habían olvidado su existencia. Pero un día, un murmullo la sacó de su prolongado letargo. Era un zumbido rítmico que hacía eco en sus oídos, como el viento moviendo pesadas olas de mar, una tras otra, en intervalos precisos, bien orquestados. Olió el mar y aquel olor penetró en su cerebro, despabilándola. La corriente de aire tibio despejó el grueso cabello de sus ojos y la oscuridad se fue tornando en un resplandor marrón que traspasaba sus párpados aún cerrados. No pudo resistirlo y los abrió de súbito. Aquella luz la acariciaba, la mecía, la obligaba a moverse. ¿Dónde estaba?, se preguntó pestañeando marcadamente y frunciendo el ceño. Intentó ponerse de pie. Hacía mucho tiempo que no pisaba en firme y un dolor agudo recorrió sus sensibles piernas. Permaneció tendida por unos minutos más, y se percató de que yacía sobre un lecho de arena caliente que empezaba a quemarla.

Fue entonces, a lo lejos, que divisó un hombre moreno y con ropas extrañas nunca antes vistas. Salía de entre unas palmeras altas y gruesas. El hombre se encaminó hacia a ella con pasos apresurados al tiempo que gritaba: ¡América! ¡América! Ella se puso de pie, sintiendo todavía el dolor en sus piernas, y miró rápidamente a uno y otro lado: no había nadie. Sólo ella, en medio de la playa de arena blanca. El hombre se iba acercando cada vez más deprisa, sin dejar de agitar sus brazos. Parecía que era a ella a quien le hablaba. ¡América! ¡América! No había duda. Era a ella. Se preguntaba por qué la llamaba con ese nombre, pero se mantuvo inmóvil, en tanto él aceleraba su trote.

Llegó finalmente sudoroso y jadeante. Una vez a su lado, trató de apaciguar su agitación, la tomó de la cintura con suavidad y le susurró con voz entrecortada: “América, ¿dónde has estado todo este tiempo? Te he buscado por todas partes, preciosa mía”. Clitemnestra lo miró fijamente a los ojos, sin mostrar una mínima sorpresa. Una duda fugaz atravesó su mente. ¿Habría olvidado su nombre? Recordó la celda y los motivos que la habían mantenido en aquella oscuridad. Pensó que se trataba de un sueño o de un delirio. Pero el hombre perseveró con ternura atrayéndola hacia su cuerpo: “América, ¿qué pasa? ¡Soy yo, tu amante!”.

Clitemnestra recuerda a su amante Egisto, el joven que la había acompañado como perro fiel durante el último año en la hacienda, y que aquella noche la había ayudado a planear el asesinato de su marido; pero ¿a él? ¿De dónde lo conocía? ¿Cómo había llegado ella a ese lugar? ¿Qué significaba ese nombre con el que insistía en llamarla? Sumida en un silencio casi místico, comprende que está muy lejos de su origen. Entre la celda y esa playa desierta seguramente había mucha distancia. Entre su marido y este hombre, también. Lee su ternura en sus ojos pardos y se da cuenta de que la ama. Ahora nada puede sucederle, nada. Recupera su razón. Constata que no ha envejecido. ¿Para qué regresar al origen? Indagarlo es la locura. Ella no está loca. Le queda claro. Sin titubear, responde con un beso cálido en los labios de su nuevo amante. El antiguo, Egisto, ya habrá pasado a la historia. Ella no está más en aquella celda. ¿Para qué indagar? Dócil, toma del brazo a su nuevo hombre y juntos se encaminan por la playa. Ella sigue silenciosa y se anima para sus adentros: No, esto no es la locura. Es la libertad.


Notas:

1 La sombra de Agamenón habla a Odiseo en el Hades, el reino de los muertos, en Odisea, Homero, Cátedra, Madrid, 1983, p.213.
2 Ibid., p. 214
3 Véase a Pierre Aubenque en La prudencia en Aristóteles, Crítica Grijalbo, Barcelona, 1999.
4 En Ilíada, Ediciones Orbis, Barcelona, 1982, p.11.
5 Véase por ejemplo a Mercedes Madrid en La misoginia en Grecia, Cátedra, Madrid, 1999, la cual remite a una bibliografía extensa para esta cuestión.
6 M. Yourcenar, “Clitemnestra o el crimen” en Fuegos, Alfaguara, Madrid, 1992.
7 Véase a Karl Jaspers, La filosofía. (Desde el punto de vista de la existencia), Breviarios, FCE, México, 1953, pp. 50 y ss.
8 Ilíada, op.cit.11.
9 En E.R. Dodds, Los griegos y la irracionalidad, Alianza Universidad, Madrid, 1980, pp. ¿?
10 Véase Ilíada, op.cit. 19.86 ss.
11 Ibid. pp.
12 Véase Esquilo, Tragedias completas, Cátedra, Madrid, 1993, p. 235.
13 Para los conceptos de racionalidad teleológica y racionalidad axiológica, véase a Max Weber en Economía y sociedad, FCE, México, 1983.
14 Agamenón, op.cit. p. 249.
15 Esquilo, Tragediasop.cit. 245.
16 Ibid. p.295.
17 Ibid. p.251
18 Ibid. p.268.
19 Ibid. p.269.
20 Véase a Mercedes Madrid, La misoginiaop.cit. p.239.
21Véase a M. Yourcenar, “Clitemnestra o el crimen” en Fuegos, Alfaguara, Madrid, 1992.
22 Notas tomadas sobre la sesión de José Miguel Marinas, “La fábula del bazar” en el seminario El daño y el mal de M. Iglesias, en el doctorado de Humanidades, UCIIIM, 23 de noviembre de 2004.
23 Véase a J.M. Marinas en La razónop.cit.(epígrafe). La razón biográfica, según este planteamiento teórico, estaría comprendida por la identidad (síntoma biográfico); los recursos o repertorios que posibilitan la narrativa de la identidad: linaje, trabajo, consumo, configurados en tanto cultura; la intimidad como procesos de identificación: estilos de vida, cuerpo, lenguaje, espacios de consumo, etc.; y el cuerpo, que en el sentido de Barthes tiene referencia al discurso iconográfico.
24 Sólo aplico los dos primeros puntos: la identidad y los recursos.
25 Sobre notas tomadas en la sesión “La razón biográfica” de José Miguel Marinas dentro del seminario Narración, biografía y ficción de A. Gómez, del doctorado de Humanidades, UCIIIM, 8 de marzo del 2005.
26 M. Yourcenar, Clitemnestra… op.cit


Referencias:

Aristóteles, Ética a Nicómaco, Traducción de Patricio de Azcárate, Losada, Buenos Aires, 2003.
----Ética a Nicómaco y Ética a Edeumo. Traducción de Manuel Cruz, Gredos, Madrid, 1985.
Aubenque, P., La prudencia en Aristóteles, Crítica Grijalbo, Barcelona, 1999.
.Dodds, E.R., Los griegos y la irracionalidad, Alianza Universidad, Madrid, 1980.
Colli, G., Enciclopedia de los maestros, Seix Barral, Barcelona, 2000.
Eliade, M, Mito y realidad, Editoria Kairós, Barcelona, 1999.
Esquilo, Tragedias completas, Cátedra, Madrid, 1993.
Homero, Odisea, Cátedra, Madrid, 1983.
-----Ilíada, Ediciones Orbis, Barcelona, 1982.
Jaeger, W., Paideia. Los ideales de la cultura griega, FCE, México, 1957.
Jaspers, K., La filosofía. (Desde el punto de vista de la existencia), Breviarios, FCE, México, 1953.
Latacz, J., Troya y Homero. Hacia la resolución del enigma. Ediciones Destino, Madrid, 2003.
Madrid, M., La misoginia en Grecia, Cátedra, Madrid, 1999.
Marinas, J.M., “La razón biográfica”, Enrahonar 30, Madrid, 1999 .
Weber, M., Economía y sociedad, FCE, México, 1983.
Yourcenar, M., Fuegos, Alfaguara, Madrid, 1992.
----Peregrina y extranjera, Alfaguara, Madrid, 1992.


Mtra. Guadalupe Lizárraga
Escritora, España