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Por Ana Zermeño
Número
45
Mientras
el discurso social reproduce la idea y el miedo
sobre el ocaso de la familia, en las encuestas
de opinión y en las de investigación
dura, aparece una y otra vez el deseo de los
jóvenes de formar sus propias familias
y el de los adultos de mantenerse viviendo en
familia. Está claro que se ha extendido
la turbación y generado incertidumbre
sobre el futuro de la familia como la primera
institución social, baste ejemplificar
con los discursos mediáticos que nos muestran
el declive de los valores tradicionales y el
aumento de la tasa de divorcios. Pero también
queda claro que la gran mayoría de las
personas queremos vivir en el amor, compartir
nuestra vida con otra persona y todavía
en muchos casos trasladar ese “amor”
a otros: a los hijos (sean biológicos
o adoptados). También queda claro que
el punto de refugio más importante sigue
siendo la familia. Entonces, ¿qué
es lo que realmente está pasando? Porque
lo que es indudable es que algo se está
moviendo con relación a la configuración
y a las formas de convivencia de la familia,
tal y como la hemos venido concibiendo.
Para responder
esa pregunta debemos tomar conciencia del momento
histórico-social en el que estamos viviendo
y que algunos han bautizado como posmodernidad,
otros como modernidad tardía
y otros tantos como capitalismo tardío
o multinacional. Cualquiera que
sea el nombre, lo cierto es que se han descentrado
nuestros marcos de referencia y con ello se han
instalado al menos dos tendencias que replantean
las dinámicas familiares: la individualización
y la urbanización. Ante esto, nos obliga
a que continuemos el cuestionamiento: ¿qué
le espera a lo que hasta ahora hemos llamado
familia? ¿cuáles son las predicciones
que podemos hacer sobre su fragilidad, resistencia
y capacidad de acomodación? Para lo cual
presento una exploración sobre tres puntos
que se entrelazan y que considero fundamentales:
la concepción clásica de la familia
moderna, las problemáticas de la familia
contemporánea y las tendencias de acomodación
o perspectivas a futuro.
La concepción
clásica de la familia moderna
En el II Congreso de La familia en la sociedad
del siglo XXI, que se realizó en Madrid
el año pasado, Ricardo Montoro señalaba
acertadamente por qué la familia es tan
vital para una sociedad y para el ser humano,
dijo al respecto, que por la simple economía
de recursos, ya que ninguna otra instancia
ordena de manera tan “natural”, procesos
tan elementales y complejos para la reproducción
social, como lo son la reproducción biológica,
la socialización de los más jóvenes,
la reproducción económica básica,
las relaciones intergeneracionales, la regulación
y canalización de los sentimientos y la
regulación de la conducta sexual (Montoro
Romero, 2004). Veamos más cercanamente
cómo desarrolla la familia estas funciones:
Gracias a que
gran parte de la vida social está organizada
desde la vida familiar podemos saber “quién
es hijo de quién”; es decir, podemos
ordenar la reproducción, algo
tan aparentemente sencillo pero que nos ha orillado
a inventarnos un sistema de clasificación
que indica las líneas de descendencia
y ascendencia. Este sistema de etiquetas son
los apellidos. Al ordenar la reproducción,
la familia también ha regulado la
conducta sexual, porque ha evitado que “todos
se apareen con todos”, reduciendo las conductas
incestuosas y la multiplicación de hijos
sin padres reconocidos. Por otra parte, los apellidos
han colaborado además a ordenar los procesos
de herencia, linaje y responsabilidades legales.
Antes de continuar
con las funciones sustantivas de la familia occidental
moderna, tenemos que aceptar que la constancia
de legitimidad mediante los apellidos es ya obsoleta
en nuestros días. Los avances genéticos
han revolucionado las nociones de familia, actualmente
los conocimientos sobre el genoma humano (ADN)
nos permiten determinar con exactitud la paternidad
y con ello la responsabilidad; por otra parte,
la inseminación artificial ha aumentado
la tipificación de familias, sólo
hay que echarle un ojo a los periódicos
y a la literatura médica sobre reproducción
y fertilidad para ver las combinaciones reales
y potenciales (Beck-Gernsheim, 2003).
Otra tarea fundamental
de la familia es la de educadora y formadora
de los niños. La socialización
en las formas de vida reconocidas por la comunidad
es la base de la reproducción social.
Si bien el Estado colabora a través de
la educación formal y los medios de comunicación
hacen lo suyo afectando en las maneras de entender
el mundo en procesos acumulativos y a largo plazo
(Martín López, 2000), es en el
seno de la familia donde el niño construye
sus primeros referentes, los que le servirán
para asimilar y acomodar todos los estímulos
que a lo largo de su vida recibe. No voy a detenerme
en el análisis del valor y la formación
de las estructuras de referencia de los infantes
porque no es el objeto de esta ponencia, pero
sí subrayo la incidencia preponderante
de estas en la concepción de una vida
adulta “sana” (Delval, 2002).
Por otra parte,
la familia ordena los comportamientos económicos
básicos porque si bien a nivel macro éstos
están regulados de manera externa por
el mercado laboral, la familia ha pasado a ser
la célula de consumo por excelencia, cuando
antes fuera la célula productiva por antonomasia.
Antes de continuar con este argumento, habrá
que apuntalar la idea de que a raíz de
la industrialización el patrimonio y los
modos de producción de riqueza, se transformaron
y con ello se transformó la vida interna
de la familia: la urbanización
aparece en escena. Hay un desplazamiento de las
zonas rurales a las urbanas en busca de mejores
condiciones de vida, el principal capital familiar
deja de ser el patrimonio agrícola y ahora
es la posesión de un puesto de trabajo
remunerado (en el mejor de los casos fijo y bien
pagado); esta tendencia modifica la estratificación
social que desde entonces se basa en las diferencias
profesionales, constituyéndose la educación
formal en su principal soporte. Ahora bien, cuando
la familia deja de ser una fuente autónoma
de producción, tiene que obtener externamente
los insumos que requiere para su supervivencia,
con lo cual entra de lleno a las lógicas
de consumo masivo y así soporta al macro
sistema de producción económico.
Baste analizar las dinámicas de mercadotecnia
de los malls o plazas comerciales, pensadas para
las compras en familia y no para los individuos
(Montoro Romero, 2004).
En ningún
otro espacio social se dan las luchas de poder
y negociación generacionales o de género
como en la familia. Es en familia donde aprendemos
los roles de hombres y mujeres, pero también
es el espacio donde se ordenan las relaciones
intergeneracionales. A propósito
de la fuerza que el mercado laboral aplica al
interior de las familias, están los neo-reencuentros
entre los roles de los nietos y los abuelos.
A raíz
de la creciente urbanización y de la nueva
configuración del mercado laboral, los
lazos con la familia extensa se han roto; pero
también a raíz del incremento de
las mujeres como sujetos económicamente
activos y remunerados, sea por estrategia ante
el coste de la vida o como búsqueda de
superación personal, son los abuelos (abuelas
principalmente) quienes apoyan a la madre en
el cuidado de los hijos. Por otra parte, la familia
se convierte en el campo de batalla entre lo
viejo y lo nuevo, por lo mismo, en familia se
resguarda lo bueno de lo viejo y se renuevan
las ideas; es decir, se negocian formas de conducta
más operativas para el mundo moderno.
En familia también
se regulan y canalizan los afectos y sentimientos
porque es ahí donde podemos mostrarnos
como realmente somos, es ahí donde saben
de nuestros verdaderos defectos y virtudes y
por lo mismo el fluir de los afectos es más
auténtico. Cuando González Requena
refiere a las telenovelas, dice que su éxito
es posible porque se referencian desde el universo
de lo familiar; con lo cual, nos da una pauta
para comprender la fuerza de las emociones que
ahí se dan cita y que no son posibles
en otro espacio:
Sólo
hay un lugar donde la más cruel de las
agresiones, donde el más odioso de los
insultos no conduce a una ruptura definitiva;
la familia (...) las redes familiares introducen,
en suma, una tensión centrípeta
que frenan las tensiones centrífugas
que los conflictos debieran generar y hace posible,
paradójicamente, una permanente e indefinida
producción de nuevos conflictos”
(González Requena, 1992: 123).
La familia
contemporánea
La familia actual, como apuntaba al principio,
debe analizarse a la luz del momento histórico
que le corresponde, lo cual supone y ha supuesto
oportunidades y presiones para su consolidación.
En este sentido, las lógicas de la vida
contemporánea han dejado de centrarse
en los ideales homogéneos y definidos
que caracterizaron la época moderna y
se han trasladado en la desmitificación,
el individualismo y el riesgo que se manifiestan
en el hedonismo, el consumo masificado, la fragmentación
y la precariedad.
Los peligros
de la modernidad tardía, implican que
al darse la ruptura con el modelo basado en la
tradición, se ha obligado al individuo
(por lo tanto a la familia) a fundamentarse en
sí mismo, ha tomado conciencia sobre las
implicaciones de sus elecciones y con ello ha
visualizado la expansión correlativa de
los riesgos y los miedos han entrado a escena
(Beriain, 1996). Es decir, antes, la tradición
implicaba que al casarte lo “lógico”
era la llegada de los hijos y que si por algún
motivo había problemas, rezabas para que
las cosas mejoraran; en ese acto delegabas a
Dios la búsqueda de soluciones y quedabas
cobijado en su sabiduría. Ahora, la sola
percepción de tener un abanico de posibilidades
dispuestas y factibles de ser elegidas por el
individuo, deviene en una realidad caótica
porque lo que se hace evidente es la responsabilidad
del que elige, los errores u omisiones son referidos
directamente al sujeto y no a una divinidad o
entidad externa.
Si tratamos
de visualizar a la familia en este escenario
podemos detectar una serie de “nuevas”
condiciones que la vuelven un fenómeno
complejo a nuestra comprensión, entre
las que puedo destacar la instalación
de la filosofía de la igualdad, la emancipación
de la mujer y el papel errático del Estado.
La percepción
de igualdad con el otro (o
los otros), de tener derechos y prerrogativas
a nivel horizontal, de ejercer una vida más
democrática, deja de ser privativa del
debate público y se instala en la esfera
de lo privado. El espacio de lo privado por excelencia,
ha sido el de la familia, es ahí donde
las ideas se engendran porque al final de cuenta
los pensadores también viven en familia,
es ahí a donde también regresan
ya reelaboradas por la opinión pública
y en el proceso de “apropiación”
o “naturalización”, tales
ideas transforman tanto a la familia como a la
sociedad. Así, la percepción de
igualdad en la familia, se detecta en varios
niveles. Un síntoma claro del, llamémosle,
síndrome de la percepción de la
igualdad, es lo que sucede en la relación
entre padres e hijos:
a) Mientras
los padres, después de tantos discursos
sociales que recomiendan, a propósito
de la democracia y del modelo padres-amigos
con educación horizontal, en sucesión
al modelo padres-formadores o autoritarios,
sufren la indecisión del rol que deben
tomar, “temen el autoritarismo que ellos
vivieron, y no saben cómo ejercer la
autoridad” (Montoro Romero, 2004: 18).
Esto, que parece hasta “simplón”,
trae como consecuencia el debilitamiento de
la autoridad de los padres, de los profesores
y en general de los adultos para educar no sólo
en las normas sociales, de urbanidad o profesionalización
a los más chicos, sino en la construcción
de valores. ¿Cómo puede un padre
o un adulto ser tomado en serio en la inculcación
de lo correcto si carece de autoridad para dirigir
y decidir lo que es bueno y malo?
b) Por otra
parte, esta percepción de que somos iguales
viene abrigando la posición cómoda
de los hijos o de los jóvenes de merecer
lo que se tiene sin tener qué ganárselo,
por lo menos como cuando nos tocó ser
jóvenes, dice Montoro (2004). La mayoría,
sobre todo los estudiantes (con sus excepciones
claro) pese a no tener condiciones socioeconómicas
favorables, despliegan una actitud hedonista,
que subrayo, no es privativa de los jóvenes
pero que en este momento toca analizarla desde
ahí. Los hijos, instalados en la casa
paterno-materna, rechazan trabajos por considerarlos
de poca monta (meseros, dependientes, oficinistas,
etc.)1; aún
así, requieren de ropa, calzado (a la
moda por supuesto), enseres y satisfactores
de ocio (televisión, computadora, Internet,
walkman, CD, automóvil, viajes, entre
otros) que por supuesto toca a los padres la
responsabilidad de pagar por ellos. Sin embargo,
pese a que son los padres quienes solventan
los gastos son incapaces de exigir a los hijos
que cumplan con las normas de casa, cuando las
hay, porque no saben muy bien cómo habrán
de hacerlo. Porque, también habrá
que decirlo, el síndrome del igualitarismo
se combina con el síndrome de la
culpabilidad de los padres que trabajan.
Hoy por hoy ambos padres laboran, lo cual ha
generado la idea de que no se dedica el tiempo
suficiente para “educar” o “estar”
con los hijos. Entonces el problema se agrava
porque no se entiende bien el concepto de autoridad
y todavía existe la culpabilidad para
ejercerla.
Al ampliarse
los beneficios sociales a los diversos grupos
de población, especialmente el acceso
de la mujer a la educación superior, trajo
como consecuencia lógica que quisiéramos
probar fortuna allende las fronteras domésticas.
El espacio a conquistar, como era de esperarse,
fue el mercado laboral. La incursión de
la mujer a la fuerza de trabajo remunerado (porque
siempre hemos trabajado pero sin salarios) movió
nuevamente los referentes de la familia. La emancipación
de la mujer ha implicado luchas en la arena
pública, en el ámbito doméstico
y en la conciencia de nosotras mismas.
Para ganar terreno
en los derechos de las mujeres, no ha sido suficiente
el debate en las diferentes instancias donde
se dirimen los asuntos de orden público,
quizá, las negociaciones más fuertes
han tenido que librarse, primero, en la autopercepción
como mujeres, como sujetos con derechos, como
sujetos pro-activos; y después, paradójicamente,
en el espacio donde se supone que somos las “reinas”:
el hogar. Por supuesto que talas negociaciones
han tenido que realizarse con el “rey”
de cada historia: el padre o el esposo.
Cuando la madre
ya no pudo cubrir en todo momento, todas las
necesidades de todos los miembros de la familia
(del esposo, de los hijos y muchas veces de los
padres, de los suegros, de los tíos…):
como el ser la educadora, nana, enfermera, cocinera,
afanadora, confidente, entre otras cosas, porque
tenía que combinar tales actividades con
las demandas laborales que, en caso de pretender
la renombrada superación profesional,
implican la actualización permanente,
tiempo extra en la oficina, tiempo fuera de oficina
para innovar, además de los viajes y demás
compromisos; hubo entonces que replantearse las
formas de organizar las tareas domésticas.
El problema es que el hombre no ha estado entusiasmado
por compartir la carga del hogar, los hijos han
pasado a la tutela temporal de abuelos, familiares,
nanas o guarderías, quienes en el mejor
de los casos protegen la integridad física
pero no la espiritual y el Estado no ha estado
a la altura de los compromisos que implica este
nuevo modelo de familia, después retomaremos
este aspecto.
Como es lógico,
el empoderamiento de la mujer y la apertura de
posibilidad de hombres y mujeres de elegir, ambas
cosas por demás deseables, ha devenido
en el riesgo de la ruptura de los contratos matrimoniales,
de la fragilidad o vulnerabilidad de las parejas.
Se ha instalado, para bien y para mal, el divorcio.
Con esta nueva condición el modelo de
familia se diversifica porque ahora es más
común ver hogares formados sólo
por alguno de los padres y los hijos, o bien,
por los padres y los hijos de parejas anteriores.
Por supuesto que el modelo de familia y de pareja
tiene otras tantas variantes que borran la posibilidad
de entender a cabalidad el objeto; sobre todo
porque cada vez más vemos que la gente
se asombra menos ante las nuevas formas de convivencia
y amor, dejando poco a poco de lado la estigmatización
social cuando no se coincide con el modelo tradicional.
Al haber tantas opciones, es factible entonces,
la comprensión y la apatía sobre
las múltiples realidades; también
cabe decir que las posturas tradicionales recalcitrantes
o nostálgicas no han desaparecido. Es
parte de los riesgos con los que actualmente
debemos convivir.
Las
tendencias de acomodación
Aún cuando hay muchas opciones de vida
parece haber una tendencia importante: la gente
valora la familia. Quizá no formará
la propia pero aprecia el nicho del que proviene
o bien, quizá el divorcio deshizo una
estructura familiar pero muchas personas divorciadas
parecen inclinadas a iniciar otra familia (monogamia
sucesiva). La familia parece estar ahí,
como alternativa ante un mundo lleno de competencia,
de ritmos acelerados, de individualismo, de riesgos,
de rupturas. Por un lado parece estar rebasada
como respuesta de vida en común de las
parejas, pero por otro es revalorizada porque
representa, junto con la religión (véase
que ambas son instituciones primigenias), asideros
ante la soledad, los miedos y la incertidumbre.
Este texto sólo
trazó burdamente la complejidad del tema,
el horizonte es todavía muy amplio y requiere
mayor atención para arrojar luces sobre
el tema y fijar directrices factibles de aplicarse
en el diseño e implementación de
políticas públicas encaminadas
a preservar a la familia como núcleo de
apoyo, aun cuando aceptemos que su estructura
seguirá cambiando.
Quedan muchas
inquietudes pendientes, entre ellas: ¿Qué
otros riesgos se avizoran para la familia, entendida
como institución básica de la sociedad?
¿Cuáles son las fortalezas de la
familia actual que podrían proyectarla
al futuro? ¿Cómo? ¿Cuáles
son las alternativas más viables? ¿El
Estado debería tener un papel más
activo en la configuración de alternativas
para la familia? ¿le interesa? ¿debería
interesarle? ¿cómo debería
ser su intervención? El camino es largo.
Notas:
1
La encuesta
de juventud da cuenta de la tendencia de desempleo
de los jóvenes por opción.
Referencias:
Beck-Gernsheim,
E. (2003). La reinvención de la familia
(P. Madrigal, Trans.). Barcelona: Paidós.
Beriain, J. (Ed.). (1996). Las consecuencias
perversas de la modernidad (1ra ed.). Barcelona:
Anthropos.
Delval, J. (2002). El desarrollo humano (11a.
ed.). México: Siglo XXI.
González Requena, J. (1992). El discurso
televisivo: espectáculo de la posmodernidad.
Madrid: Cátedra.
Martín López, E. (2000). Familia
y Sociedad. Madrid: Rialp.
Montoro Romero, R. (2004, 24 de febrero). La
familia en su evolución hacia el siglo
XXI. Paper presented at the II Congreso la
familia en el siglo XXI, Madrid.
Dr.
Ana Isabel Zermeño Flores
Investigadora del Programa Cultura, del Centro
Universitario de Investigaciones Sociales (CUIS),
de la Universidad de Colima,
Col., México |