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Ciencia, Errores e Imagen Artística: dos Equívocos de Siglo en Siglo
 

Por José Rojas
Número 45

Muchos errores técnicos conceptuales y de toda índole han perdurado a veces siglos, como aquella creencia en la forma plana de la Tierra, o en que este planeta era el centro absoluto del universo o que por las venas circula aire; errores cuyas correcciones han llegado a costar sudor, lágrimas y sangre.

Avizorando tan gran cantidad de errores sostenidos y cruentos, no vamos a extrañarnos demasiado de la “persistencia” (redundancia buscada) de otros menos graves, como atribuir la ilusión de movimiento (y por ende, la imagen cinematográfica) a la “persistencia de las imágenes en la retina”, y como ese otro equívoco dado al creer o suponer la “corporeidad” de ciertas imágenes, en especial las escénicas.

Persistencia de las imágenes en la retina, fenómeno phi e imágenes “en movimiento”
En 1824 y sus alrededores, años de abundantes e intensas inclinaciones a la observación y la experimentación técnica con las imágenes incluyendo, por supuesto, las imágenes fotográficas; un señor llamado Peter Mark Roget, de indudable inteligencia pero humano al fin, iniciaría la tradición de un error que ha durado ya casi dos siglos.

Observando rayos de sol que pasaban a través de ranuras en una pared y luego los objetos que desfilaban por el otro lado, pensó —cual moderno Zenón— que todo movimiento visual se descompone en tramos o partes, y la visión lo recompone sumando las unidades (impresiones) correspondientes, “manteniéndolas” en los ojos una tras otras.

No puede negársele cierta lógica inicial a estos razonamientos “visuales”, sobre todo si consideramos que aún hoy no tenemos la explicación exhaustiva de muchos fenómenos de la percepción.

Otros investigadores tampoco carentes de sagacidad e ingenio, subieron al mismo carruaje y, en esos mismos años, John Herschel no sólo avaló tal idea, sino que además utilizó mucho un juguetito (dudamos que lo inventase él mismo, pero sí le imprimió el importante y conocido uso “científico” y “pedagógico”) muy conocido por nosotros: el disco de dos caras con una imagen diferente cada una.

En efecto, Herschel se valió frecuentemente de un disco plano con un pajarito dibujado en una cara y una jaula en la otra, para mostrar, girándolo velozmente sobre su eje, cómo “entraba” el pajarito en la jaula gracias a la “persistencia de las imágenes en la retina”. ¡Qué interesante! ¿Verdad?

Porque, en todo caso, de aquí no debió deducirse nada firme sobre la “ilusión de movimiento” sino sobre la “detención” del mismo mediante una especie de “sobreimpresión”. Claramente, cada una de las imágenes del disco, al girar con un movimiento relativamente veloz, se queda en el mismo sitio de la otra, se le une, se le sobreimprime y forman una sola en conjunción.

Pero no nos sintamos los más inteligentes del mundo: ¡Qué fácil hablar de errores y verdades cuando ya han sido establecidas! “E=mc2”. ¡Qué sencillito!, ¿verdad?

El error de Roget y de Herschel y de otros muchísimos se transmitió a lo largo de décadas y de cerebros ilustres. Por ejemplo, en dos ensayistas a quienes yo, personalmente, admiro mucho. Uno de ellos, el Riccioto Canudo del Manifiesto de las siete artes (1911), propulsor de la denominación del cine como “séptimo arte”; y el otro, André Bazin, el mismo de ¿Qué es el cine? (1958).

Todo resulta más curioso cuando ya desde las primeras décadas del siglo XX, otro gran investigador de la visión, uno de los padres de la Gestalt, Max Wertheimer exploró con precisión este y muchísimos fenómenos más, demostrando que los efectos de movimiento poseen características con mayor complejidad, desde el efecto “estroboscópico” hasta el que denominó “efecto phi”, gracias al cual sí se reproduce visualmente el movimiento (y se produce su sensación, añadimos hoy nosotros, en el cine y otros medios análogos).

Si Max Wertheimer está situado en los inicios de éste y otros muchos descubrimientos al respecto, hace ya casi un siglo, podemos mencionar entre los más cercanos a uno de los grandes herederos y culminadores modernos de las teorías de la Gestalt, a Gaetano Kanizsa, el autor de Gramática de la visión (1980, passsim), y a Jacques Aumont, conocido ampliamente por sus trabajos sobre estética del cine y autor también de La imagen (1985, en especial su primer capítulo, "El papel del ojo", para nuestro asunto)1.

Así, hoy día sabemos que la llamada “persistencia de las imágenes en la retina” lo que crea, en todo caso, es la sobreimpresión de imágenes, implicando a menudo un gran “ruido” o batiburrillo de la visión mediante la continua sobreimpresión de una imagen sobre otra, como resulta fácil comprobar mirando una tras otra imágenes con iluminación intensa; situación que es salvada en la vida diaria precisamente por el fenómeno phi.

Conviene subrayar que éste fenómeno aguarda aún por explicaciones más precisas a nivel de lo retiniano, del nervio óptico y lo psicológico, pero sí es el que hace posible la reproducción del movimiento en la visión, es decir, en la percepción mental de los objetos y fenómenos que vivimos.

Imágenes audiovisuales, imágenes teatrales, imágenes ¿corporales?
A veces el hábito hace al monje; a veces, no.

Habituados a hablar de la “imagen audiovisual” como si ésta sólo correspondiese a la moderna tecnología (desde el cine hasta hoy, en especial a la electrónica); no nos percatamos de las trampas del equívoco.

Una mentira conduce a otra, y un error también.

La suposición de que la imagen “audiovisual” corresponde a los modernos medios y artes, suele implicar que las imágenes y artes más antiguas, como el teatro, se corresponden con imágenes “corporales”. Y de aquí nacen muchas concepciones erróneas.

A mí no me importan demasiado (algo, un buen poco sí) cuáles convenciones se adopten para nombrar cosas, siempre que se asuman como tales, y si todos acordamos llamar “rojo” al “azul” y viceversa; pues, bueno, a hacerlo. Nada en contra: cuestión de nombres, y en eso queda.

Pero a menudo el escueto nombre va más allá de la simple asociación sonora y la convención: promueve conceptos, ideas, actitudes…

Y —para centrarnos en nuestro motivo inicial— si hablar de imágenes “audiovisuales” supone una tajante oposición entre éstas y ciertas imágenes supuestamente “corporales” (donde viene a implicarse corrientemente la oposición entre imágenes audiovisuales e imágenes teatrales, danzarias, operáticas… escénicas en general); ello no nos luce nada correcto.

En verdad, imagen teatral, danzaria, operática, televisiva, cinematográfica, multimediática y otras más, no son lo mismo. Diferenciarlas constituye una lid encomiable; pero atribuir la condición de “audiovisuales” sólo a algunas de éstas, conduce por derroteros equivocados.

Conviene ya sentar una premisa: No existe la imagen corporal propiamente dicha; toda imagen es visual o audiovisual (el tema de la imagen sonora es otro, entendible a partir de lo básicamente cinestésico o metafórico).

En efecto, las imágenes no existen por sí mismas. Resultan siempre de la interacción entre el mundo, sus objetos y nuestras percepciones o, en general, nuestra mente (también contamos con las imágenes generadas por nuestra propia memoria, nuestros sueños y otras análogas, pero tendrán su más prístino origen en dicha interrelación).

Toda imagen se conforma como un ente en el que confluyen y participan la realidad fenoménica y la mente del receptor. La imagen artística quizás más aún que cualquier otra.

Dado que no hay imagen propiamente corporal, la imagen teatral y cualquier imagen escénica está lejos de ser imagen corporal, a menos que tal denominación no signifique más que un modo común, corriente e impreciso de hablar.

La imagen escénica resulta de la interacción entre, al menos, los actores, objetos y demás elementos escénicos con los espectadores de la obra escénica siendo, ante todo, en cuanto imagen, en cuanto imagen escénica, en cuanto imagen artística y en cuanto situación estética, un fenómeno perceptual, psicológico, espiritual de los mismos.

Así como la obra pictórica no es el pedazo de tela, los trozos de madera que lo enmarcan, la burda materia pigmentosa y otros elementos más constitutivos de la materialidad del cuadro; sino las imágenes pictóricas generadas con sustento en los referidos materiales y en virtud de la actividad espiritual del receptor; del mismo modo, las imágenes escénicas no son el actor tal, la escenografía mas cual, etc., sino las imágenes —y valgan bien aquí la redundancia y la perogrullada— nada corpóreas sino muy imaginales que vivencia el espectador —motivado por los referidos elementos escénicos— gracias a su propia actividad espiritual.

Las imágenes teatrales y, en general, escénicas, surgen y permanecen tan audiovisuales y tan “incorpóreas” como las que percibimos desde la gran pantalla del cine o la más pequeña del televisor, el reproductor de DVD y el monitor de la PC.

La gran diferencia en estos planos radica sencillamente en que las imágenes propiamente escénicas resultan de una interacción directa, en una sala—teatro, entre el espectador y los objetos actuantes y presentes en escena; mientras que en el cine y otros medios modernos o electrónicos, las imágenes vienen dadas por la interacción con una matriz (de gran diversidad tecnológica hoy día) en la cual fue registrada una acción escénica anterior (y no con la propia representación escénica); o, en el caso de la multimedia, las obras en 3-D y otras análogas, resultarán de la interacción con una matriz que ha fijado los productos creados digitalmente.

En todos los casos, imágenes, imágenes audiovisuales (ya nunca se producen sin sonido alguno a lo largo de toda la obra) y nunca objetos corporales.

Quizás para la práctica más común, quizás para el lenguaje más corriente no tenga mayores implicaciones hablar de “imágenes corporales” para referirnos a las artes escénicas y dar por supuesto que hablamos del cine y de los modernos medios y artes electrónicos y digitales cuando decimos “imágenes audiovisuales”; mas, para la teoría del arte, la estética, la fenomenología y la psicología de la imagen y el lenguaje más riguroso, sí, sobre todo cuando deseamos evitar falsas diferenciaciones y nociones en el ámbito de la audiovisualidad.

Las diferencias entre teatro, danza, ballet, ópera, cine, multimedia, televisión y otros medios y artes son muchísimas y, como en todo arte, sí tienen bastante que ver con las texturas, propiedades materiales y técnicas en cada obra, pero nunca porque unas sean imágenes y otras no, nunca porque unas sean “corpóreas” y otras “audiovisuales”.


Notas:

1 Existen ediciones españolas. Entre ellas, correspondientemente: Gramática de la visión. Percepción y pensamiento, Barcelona, Paidós Ibérica, S.A., 1986; y La imagen, Barcelona, Paidós Ibérica S. A., 1992


Dr. José Rojas Bez
Profesor Titular del Instituto Superior de Arte de Cuba, Cuba