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Por Maricruz Castro
Número
46
Los
cambios radicales, revolucionarios, ambicionados
por el movimiento feminista de los años
setenta germinaron en aspectos concretos como
la aparición de nuevos actores sociales,
la revisión y promulgación de leyes
que protegieran a la mujer (y junto con ella,
a otros grupos minoritarios) y promovieran la
igualdad de derechos, temáticas de estudio
innovadoras, interés académico
por el tema, surgimiento de instituciones, entre
muchos otros. Lo acontecido en el ámbito
legal y de política institucional tuvo
su contraparte en el discurso artístico.
Así como en la literatura, la historia
cinematográfica fue revisada a la luz
del olvido en el que había sido relegada
la participación de las mujeres en los
ámbitos más diversos y comenzaron
a surgir desde historiografías alternativas
hasta propuestas teóricas que permitieran
leer de otra manera las películas realizadas
por las directoras, casi siempre menospreciadas
por los códigos de lectura masculinos
con que las que eran recibidas tanto por los
espectadores masculinos como por el público
femenino.
El propósito de este
artículo es intentar trazar los vínculos
entre el pensamiento feminista, la teoría
cinematográfica y el cine mexicano que
se realizó en México, durante los
años ochenta, por un número excepcional
de filmes realizados por mujeres. Fruto de las
generaciones de egresadas de las dos escuelas
de cine en el país –el Centro de
Capacitación Cinematográfica, fundado
en 1975, y el Centro Universitario de Estudios
Cinematográficos, cuyo origen data de
1963- (Marcela Fernández Violante, Busi
Cortés, María Novaro, Marisa Sistach
y Dana Rotberg) así como de la experiencia
capitalizada por actrices de gran popularidad
(María Elena Velasco “La India María”,
e Isela Vega), la cartelera se enriqueció
con la exhibición de once largometrajes
de ficción, en ese lapso. Sin excepción,
todas estas directoras rechazaron el apelativo
de cineastas “feministas” o de creadoras
de un “cine de mujeres”. No obstante,
un análisis más cercano de su obra
permite detectar los ecos de un pensamiento que
promovía la ampliación de la agenda
social, en donde las mujeres del celuloide desempeñaron
roles variados, se preguntaron sobre sus relaciones
interpersonales, cuestionaron las condiciones
históricas y políticas de su época
o de acontecimientos pasados e interrogaron los
supuestos del patriarcado, entre muchas otras
posibilidades. La lectura de los filmes de todas
ellas promueven esa apertura y, de alguna manera,
contribuyen a fertilizar el campo de la discusión
de las distintas expresiones del feminismo en
México.
La igualdad
y la emancipación de orden político
generadas desde el activismo y la academia, permeó
en la visión de los análisis y
las teorías cinematográficas, a
través del anclaje del método sociológico
que presupone una relación directa entre
la película y la sociedad. El cine, por
lo tanto, debía convertirse en un reflejo
de la realidad. “En esta perspectiva sociológica,
la objeción a la industria de sueños
de Hollywood es que produce una falsa conciencia;
que las películas no muestran a las mujeres
‘reales’, sino sólo imágenes
estereotipadas de una ‘feminidad’
saturada ideológicamente”1
(SMELIK, 2001: 8). Por lo tanto, el cine podría
generar un efecto contrario, si en lugar de este
tipo de “falsas” imágenes,
se proyectaran otras de tipo liberador, a través
de las cuales las mujeres no se fugaran de la
realidad, sino se reconocieran en ella. Este
enfoque tuvo implicaciones concretas, altamente
restrictivas para las cineastas, a quienes se
les exigió mostrar la vida “real”
de las mujeres e ignorar el falso oropel de las
divas, al estilo de Marlene Dietrich, Greta Garbo,
Ava Gardner o Marilyn Monroe.
En realidad,
las exigencias del pensamiento feminista de aquel
periodo significaron una doble presión
para todas las involucradas en el proceso cinematográfico
y, especialmente, para las realizadoras. Por
un lado, sus películas fueron recibidas
con una frialdad casi generalizada y múltiples
objeciones por parte de la crítica cinematográfica
masculina , poco sensible a las redefiniciones
que esos productos cinematográficos estaban
proponiendo sobre múltiples campos de
la vida cotidiana: la subjetividad femenina,
la maternidad, las relaciones de pareja, las
condiciones de explotación de la doble
jornada, la irrupción en el espacio público,
por mencionar unas pocas. Por el otro, acotó
los ámbitos y las preocupaciones que podían
demostrar las directoras en sus filmes. De aquí
que todas aquellas películas que, aun
siendo realizadas por mujeres, no abordaran la
vida “cotidiana” y su problemática,
eran desatendidas y, muchas veces, menospreciadas
por quienes integraban el movimiento feminista.
Así se explica que, en México,
en la década de los ochenta, hubieran
suscitado un interés mucho mayor las cintas
de María Novaro (Lola, 1989)
y Danzón, 1991), Marisa Sistach
(Los pasos de Ana, 1988) y Busi Cortés
(El secreto de Romelia, 1988), quienes
entran de lleno en la óptica esperada
por el feminismo y, en cambio, la academia hubiera
ignorado u objetado los filmes de María
Elena Velasco (El coyote emplumado,
1983; Ni Chana ni Juana, 1984 y
Ni de aquí ni de allá, 1987)
e Isela Vega (Las amantes del señor
de la noche, 1986), de marcado acento popular,
así como el de Dana Rotberg (Intimidad,
1989) y los de Marcela Fernández Violante
(En el país de los pies ligeros.
El niño rarámuri, 1982;
Nocturno amor que te vas, 1987). La
enorme mayoría de los críticos
cinematográficos fue adversa a los resultados
de estos productos cinematográficos, pertenecieran
a una u otra vertiente3.
“El feminismo
en los años ochenta pronto fue percibido
como ‘una reliquia del pasado... un dinosaurio’”
(TARR, ROLLET, 2001: 3)). En su lugar, en los
discursos críticos de las dos últimas
décadas se percibe una marcada orientación
por fracturar esas visiones unitarias y, en cambio,
se opta por la fragmentación, en donde
el poder y los estudios sobre el mismo han especializado
los análisis según la raza, la
clase social, la orientación sexual, el
género de la diferencia sexual, pero también
desde las formas del discurso cinematográfico.
El rol desempeñado por el programa filosófico
de la deconstrucción ha sido imprescindible
para ello, al socavar la identidad y la noción
de verdad (POOVEY, 2001: 49) y, por lo tanto,
romper la unidad del yo. Esta perspectiva desafió
también el solipsismo de los métodos
de análisis estructurales que perdían
de vista la historicidad del objeto de estudio,
el contexto de su producción y el horizonte
de su recepción: “[...] las películas
no son objetos aislados y los estudios sobre
los filmes de la última década
han cuestionado la fetichización de la
filme en su individualidad como objeto privilegiado
del análisis” (ERHART, 1997: 90).
Las posturas neo-evolucionista
y culturalista sostuvieron un intenso debate
durante los años ochenta, al reflexionar
sobre los frutos de las múltiples investigaciones
realizadas desde los estudios pioneros de Margaret
Mead hasta las propuestas de Michelle Rosaldo
de los años setenta (2001). Hubo un interés
creciente por encontrar la forma como las construcciones
culturales modelaban los rasgos biológicos
de los seres humanos. Las observaciones realizadas
arrojaron algunas certezas como la existencia
de una diferencia sexual y que ésta entrañaba
distintos tipos de desigualdad, dependiendo del
grupo social: “[...] la asimetría
entre hombres y mujeres significa cosas distintas
en lugares diferentes” (LAMAS, 2002: 30).
Es decir, la diferencia biológica ha sido
interpretada culturalmente como el origen y la
naturalización de la opresión femenina,
de su subordinación y su posición
de inferioridad ante el varón. Estas ideas
sustentaron durante mucho tiempo una dicotomía
más: lo biológico como opuesto
a lo cultural, pues uno de los rasgos de aquél
es lo inmutable, en tanto que el de éste
es su carácter móvil y transformable.
También contribuyeron a expulsar el ámbito
de lo biológico (e incluso, el sexo) de
los intereses del feminismo para centrarse más
en el género como resultado de las construcciones
culturales. En el cine mexicano, a las realizadoras
de los años ochenta que evidencian su
interés por estas temáticas, les
interesa menos reflexionar sobre el cuerpo y
la sexualidad, tal vez como una manera de rechazar
las tendencias de la cinematografía de
una década antes, en la que hubo una sobreexposición
de la apariencia física de la mujer, una
configuración simplificada sobre su sexualidad
y una evidente objetualización del cuerpo
femenino.
La rentabilidad
de un subgénero, el de las ficheras, contrasta
con las pobres condiciones económicas
del país, durante el régimen de
Luis Echeverría (1971-1976). La exuberancia
de las prostitutas (encarnadas por iconos cinematográficos
de la época: Sasha Montenegro, Lyn May,
Gloriella) fue una suerte de continuación
de la educación sentimental de fines de
la década anterior. La represión
política del gobierno de Gustavo Díaz
Ordaz (1964-1970) contrastó con la permisividad
temática y visual de películas
como La sangre enemiga (Rogelio González,
1969), La Choca (Emilio, El Indio, Fernández,
1974); Las pirañas aman en Cuaresma
(Francisco del Villar, 1969), La india
(Rogelio A. González, 1975), Las apariencias
engañan (Jaime Humberto Hermosillo,
1983) por mencionar algunos casos. Estos productos
cinematográficos erigieron a Meche Carreño
y a Isela Vega, respectivamente, en dos actrices
que situaron algunas temáticas novedosas
dentro del espectro fílmico (casi nunca
desarrolladas o sin un afán por promover
la discusión sobre ciertos tópicos),
como la sexualidad en el medio rural o la homosexualidad
y el hermafroditismo en el urbano. Las fantasías
masculinas parecían verse satisfechas,
según lo registran los ingresos en la
taquilla, mientras que la única directora
en activo en esos años, Marcela Fernández
Violante, exponía tramas completamente
opuestas en De todos modos Juan te llamas
(1976) y Cananea (1978). La primera
tiene como telón de fondo la Guerra Cristera
en México, en tanto que la segunda aborda
la famosa huelga sonorense, preludio de la Revolución
Mexicana. De alguna manera se explica, entonces,
que la preocupación de las realizadoras
que estrenaron su opera prima durante
los años ochenta (Novaro, Sistach, Rotberg,
Cortés, Vega y Velasco) estuviera más
ligada a la exploración de nuevos ámbitos,
centrados sobre todo en el contexto cultural
de los protagonistas que, con excepción
de El niño rarámuri y,
de alguna manera, Intimidad, todos fueron
personajes femeninos.
El deslizamiento
reflexivo ha seguido la dirección de algunos
de los pensamientos de la posmodernidad, que
afirman la necesidad de anclar cualquier tipo
de aserción en el acercamiento a procesos
culturales e históricos específicos
, en lugar de seguir proponiendo como punto de
partida las macrohistorias fundacionales. Sobre
todo, si consideramos el giro que ha dado la
teoría crítica contemporánea,
después de la caída del socialismo
y cuya expresión, en el ámbito
cinematográfico en México, se ha
traducido en producciones más fincadas
en vidas individuales, problemas interpersonales,
situaciones coyunturales en lugar de la tendencia
de los años setenta hacia las “grandes”
películas de aliento histórico
o de crítica social, alentadas por las
instituciones oficiales mexicanas. Puente entre
ambas direcciones son algunas de las cintas dirigidas
por mujeres en México, durante los años
ochenta. Por ejemplo, El secreto de Romelia
(1988) de Busi Cortés tiene como objetivo
develarle al espectador cuál es el secreto
guardado por la protagonista durante cuarenta
años. Secreto marcado por el machismo
y la venganza. No se obvian, no obstante, los
entretelones históricos, decisivos en
la vida social de México (la expropiación
de los latifundios, la masacre de 1968 y las
elecciones presidenciales de 1988. Lola
(1989) de María Novaro tiene como preocupación
central mostrar la vida de una mujer, madre de
una niña pequeña, ante la ausencia
de su pareja. Sin embargo, el marco sociohistórico
exhibido son los años inmediatamente posteriores
al terremoto de 1985 que asoló la ciudad
de México así como la situación
derivada de ello (una ciudad en ruinas, el problema
del comercio informal mucho más agudo,
la denuncia de la añeja explotación
de las costureras y la industria de la maquila).
Las películas de María Velasco
entrelazan en sus diálogos críticas
a la política económica neoliberal
del periodo presidencial de Miguel de la Madrid
Hurtado, advirtiendo sobre las brechas entre
la pobreza y la riqueza, la falta de empleo y
la corrupción de las instituciones gubernamentales.
Todo ello como marco de las peripecias personales
de la indígena en un medio urbano que
tiende a burlarse de ella, a engañarla
y a expulsarla de su ámbito.
Esas preocupaciones
comenzaron a asumir que si bien el sujeto es
producto de las interacciones culturales, no
existe al margen de un cuerpo, una sexualidad
y una subjetividad. Ello invitó a pensar
a los sujetos femeninos y a los masculinos como
centro de interés de diversas disciplinas
e intentar romper las añejas divisiones
entre las ciencias naturales, humanas y sociales.
Estudios que tomaban como referencia los hallazgos
de la genética y la neurobiología
podían arrojar miradas más comprehensivas
sobre el hermafroditismo, por ejemplo, y discutir
de una manera más amplia sobre los intersexos
y el papel que la psique desempeña en
la movilidad o estatismo, en los cruces e intersecciones
entre el sexo y el género. Si ya desde
Las apariencias engañan, Hermosillo
abordó dentro del cine mexicano este tipo
de consideraciones (aun cuando en la década
de los setenta las había rozado en filmes
previos), en Doña Herlinda y su hijo
(1985) despliega sin cortapisas el vínculo
homoerótico. Por su parte, la sexualidad
femenina y la violación de algunas convenciones
en torno de ella es el eje de Anoche soñé
contigo (1992) de Marisa Sistach, película
basada libremente en un cuento de Alfonso Reyes
(“La venganza creadora”)7.
Esta misma directora realizó casi una
década después un magnífico
largometraje, en donde la atracción lesbiana
late en una de las protagonistas adolescentes
de Perfume de violetas (2001). Por su
parte, Dana Rotberg, en su segunda incursión
fílmica ofreció una de las obras
más logradas de los noventa: Ángel
de fuego (1992), en la que ofrece una visión
descarnada sobre el incesto, el fanatismo religioso
y el suicidio. Hay, por lo tanto, un desplazamiento
en la naturaleza de los tópicos que ofrece
el cine mexicano, a partir de los exhibidos en
la obra cinematográfica de los años
ochenta.
Una característica
común en una siguiente etapa del feminismo
es la simpatía hacia el psicoanálisis,
principalmente a la vertiente lacaniana, y al
análisis de los signos, sea desde una
perspectiva semiótica, sea a través
del análisis del discurso, recursos que
han debido transformarse en sus métodos,
a raíz de los mismos cambios sociales.
La relevancia del lenguaje, tanto para Jacques
Lacan como para Jacques Derrida, se ha trasladado
a esos ámbitos, al considerar que no sólo
representa las cosas a través
de las palabras, sino que también está
en lugar de ellas. La lengua es el escenario
ideal para deconstruir los códigos de
las marcas sexuales discriminantes y explorar
las relaciones multiplicadamente sexuadas. El
lenguaje, en sus múltiples manifestaciones,
se convierte, así, en el espacio de la
confrontación, la negociación y
el surgimiento del sentido. Textos más
recientes se interrogan sobre el posestructuralismo
y el poscolonialismo. Desde un enfoque temático,
la mirada, la representación, el cuerpo,
el deseo y el binomio sujeto/objeto están
presentes. En todos los casos, el estudio del
aspecto visual se torna imprescindible.
Sin embargo, los esfuerzos
de visibilización del cine hecho por mujeres
implican cuestiones de riesgo para la teoría,
pues al procurar reconocer una obra realizada
por una mujer, se rozan peligrosamente los lindes
del esencialismo: el hecho de ser mujer no implica
forzosamente realizar un cine feminista y sí,
en cambio, esa perspectiva identifica al ser
femenino con el ser biológico. Bastaría,
entonces, firmar con un nombre femenino o presentar
la apariencia de una mujer para que el texto,
inequívocamente, sea clasificado como
una muestra del “cine femenino”.
Su existencia refiere a otro tipo de cine, “el
masculino”, denominación que se
antoja absurda e irrelevante, ya que normaliza
una naturaleza binaria poco fructífera
para nuestros objetivos. Esa denominación
separa a los objetos de estudio y propone a la
mujer como un sujeto anómalo dentro del
ámbito cinematográfico. Ésa
es una de las razones por las cuales hemos optado
por recurrir a la frase “cine hecho por
mujeres” y no referirnos a un cine femenino.
Con la construcción nominal “de
mujeres” deseamos, por otra parte, señalar
esa anomalía: si nos referimos a un cine
realizado por mujeres es porque en México
hablar de cine era, hasta fines de los años
ochenta, hablar (con honrosas excepciones como
las de Matilde Landeta o los primeros filmes
de Fernández Violante) de proyectos encabezadas
por varones. Es necesario señalar, no
obstante, de qué manera hasta la expresión
“cine de mujeres” ha sido revestida
de una significación que tiende a atenuar
su poder subversivo, de revelación sobre
la incursión insólita de las mujeres
en un área reservada por la tradición
para los hombres. Con ese nombre (“cine
de mujeres”) se “orienta” al
público hacia un tipo de filmes específicos:
el melodrama o la comedia romántica, géneros
cinematográficos –a su vez–
muy desvalorados al compararlos con los géneros
“serios”, reservados a la dirección
masculina (la acción, la aventura, el
horror).
En el caso de las expresiones
“cine femenino” y “cine masculino”,
se configura (a través de los vocablos)
una identidad social fincada en cuerpos construidos
socialmente y vinculados de manera indisoluble
a un sexo. Uno existe porque significa lo opuesto
del otro y compacta, así, las experiencias
de uno y otro grupo. Derrida acuña el
término “différence”
para designar la posibilidad intermedia, problematizando
así las relaciones basadas en exclusiva
en la oposición y configurando uno de
los sustentos del llamado feminismo francés.
Luce Irigaray y Hélène Cixous se
referirán a la “voz intermedia”
de Derrida “como un lenguaje específicamente
femenino” (POOVEY, 2001: 51). El feminismo
francés, que floreció a fines de
los años setenta y se difundió
en la siguiente década, apoyó la
idea de la existencia de un discurso femenino
que configuraba un cuerpo y una sexualidad femenina.
Promovió la necesidad de buscar un lenguaje
alternativo al masculino para no reproducir la
historia perpetuada a través del lenguaje
del varón. La mujer, sostuvo Luce Irigaray,
debe rebelarse contra esa norma y erigirse en
“lo otro”, argumento que aunque no
pudo despojarse de la lógica de un pensamiento
dicotómico (las mujeres y los hombres
están localizados de manera polar y poseen
valores antagónicos), permitió
pensar de otra manera el problema de las identidades.
Las cabezas
del feminismo francés (Julia Kristeva,
Luce Irigaray y Hélène Cixous)
coincidieron en “plantear la féminité
como un desafío al pensamiento centrado
en el varón” (JONES, 2001: 23).
La cultura occidental, falogocéntrica
y opresora, reprime la experiencia de las mujeres
desde la religión, la política,
la filosofía y, sobre todo, el lenguaje.
Estos procesos no son, sin embargo, totales,
pues a ellos la mujer ha resistido a través
de lo que Kristeva llamó la jouissance,
la experiencia corporal de las mujeres, gracias
a la cual las restricciones y los cánones
son analizados y desmontados, tanto en la teoría
como en la práctica. Éstos fueron
los puntos de partida compartidos por Kristeva,
Irigaray y Cixous, pero cada una de ellas propuso
estrategias distintas para deconstruir los fundamentos
de la cultura falogocéntrica. Kristeva,
por ejemplo, sostiene que “En vez de formular
un nuevo discurso, las mujeres deberían
persistir en desafiar los discursos establecidos”
(JONES, 2001: 27)8,
mientras que sus otra dos colegas insisten en
la creación de discursos alternativos,
emanados de las prácticas liberadoras
del cuerpo.
En cuanto a
la identidad, mientras que Kristeva no asocia
a la mujer con rasgos inherentes a la sexualidad
(tanto varones como mujeres tienen acceso a la
jouissance, al resistirse a la cultura y al lenguaje
canónico), Irigaray ubica la diferencia
en la sexualidad femenina (en sus genitales que
hablan), en la geografía de su cuerpo
y el placer diseminado en él. Cixous centra
en el inconsciente y la primacía de los
impulsos libidinales, el rasgo esencial que separa
a unas de otros, pero coincide con Irigaray en
la sexualidad difusa de las mujeres y la relación
que ésta guarda con el lenguaje. En los
tres casos se infiere la existencia de una sexualidad
casi como una cualidad innata y precultural,
al margen de los sistemas simbólicos formados
por la cultura en la que las mujeres y los varones
se insertan. “Sólo entendiendo cómo
la ‘feminidad’ es construida y representada
dentro del patriarcado podremos evitar las trampas
de la crítica feminista tradicional que
busca descubrir una ‘sensibilidad femenina’
preexistente como la propiedad específica
y esencial de las mujeres” (CREEKMUR et
al, 1997: 3)9.
Romper, en cambio, con las estructuras rígidas
que enlazan la identidad con un cuerpo y unas
características determinadas favorece
la disolución de ese sistema de naturaleza
binaria. Esa ruptura es posible si el sistema
social en sí se compone por elementos
móviles, no jerárquicos y multiformes.
Así, un cine hecho por
“mujeres” apuntaría hacia
un tipo de cine que ofrece un conjunto de experiencias
similares, pero no idénticas. En el que,
en muchas ocasiones, habitar dentro de un cuerpo
femenino condiciona tanto su comportamiento como
el de quienes colaboran en su proyecto cinematográfico.
Es decir, el significado de sus relaciones sociales
está prefigurado con base en argumentos
de género. Estos espacios en común,
en donde el ejercicio del poder debe pasar por
largos procesos de negociación (desde
la financiera hasta la manera de relacionarse
con el equipo de producción), distancian
muchas veces a las películas realizadas
por mujeres de las filmadas por varones. “Los
filmes de mujeres frecuentemente son distintos:
provocan una ruptura en nuestros hábitos
de consumo. El tema, los ritmos, la imagen misma,
el montaje en fin, crean una visión nueva
a la cual el público no está aún
acostumbrado” (DES FEMMES DE MUSIDORA,
1976: 7). La escasa experiencia de las realizadoras
mexicanas en las riendas de los proyectos cinematográficos
pudo haber favorecido la aparición de
tópicos, estructuras, modos de organización
y financiamiento poco comunes hasta entonces.
Esto explicaría la cautela con la que
la crítica cinematográfica recibió
varios de los filmes analizados o la franca aversión
con que se expresaron sobre ellos.
El reconocimiento de una problemática
compartida por las mujeres, en su posición
de minoría en un ámbito al que
sólo tiene acceso la mayoría masculina,
no borra tampoco la diversidad de su experiencia
y la falacia de una perspectiva unificada. Aun
cuando filmaron su primera película en
la misma década, el cine de María
Elena Velasco es muy distinto al de María
Novaro, tanto como lo es el de Isela Vega y el
de Busi Cortés. Variables como la formación
académica y la clase social las separan
entre sí y a éstas, en su conjunto,
de otro grupo de mujeres, como el de las indígenas,
que no han tenido la experiencia de filmar comercialmente
en México ningún largometraje de
ficción.
Por otro lado
y desde otro ángulo, la discusión
sobre la firma (la autoría) del producto
fílmico tuvo un peso muy importante desde
fines de los años setenta y durante los
ochenta, sobre todo porque previamente tanto
Roland Barthes y Derrida habían declarado
la muerte del “autor”, dialogando
tal vez a modo de confrontación, con las
teorías en boga nacidas a través
de Cahiers du cinéma sobre la
teoría del autor en el cine . El movimiento
feminista, primero, y los estudios sobre el cine
hecho por mujeres, después, difícilmente
podían entrar en ese debate, si carecían
de los mitos y de los nombres fundadores sobre
los cuales discutir, ya que en el panteón
de los consagrados por la historia del cine sólo
se encontraban figuras masculinas y, si acaso,
nombres que ahora son imprescindibles para los
estudios de género del área como
Ida Lupino y Dorothy Arzner. (VICENDEAU, 1993:
155) En México, se registró una
situación similar, lo cual ha motivado
a unos cuantos estudiosos a investigar sobre
el papel de las mujeres en los inicios del cine
mexicano. El resultado ha sido la recuperación
de la obra de directoras como Eva Limiñana,
Adela Sequeyro o Matilde Landeta y la convicción
de que todavía resta mucho por conocer,
como es el caso del rol subversivo de las cómicas12
o de las actrices del género erótico.
En síntesis, los debates
públicos y dentro de la academia, previos
a los años ochenta, desarrollados tanto
en el extranjero como en México, abonaron
un terreno que, sea de manera explícita,
sea de forma implícita, se entretejen
con el discurso cinematográfico mexicano.
Las discusiones que se originaron posteriormente
permiten ubicar, con mayor propiedad, las aportaciones,
las transformaciones, las debilidades y los énfasis
percibidos por la recepción periodística,
y traducidos en la apertura, la reticencia o
la cautela de la crítica cinematográfica
de la época.
Notas:
1
“In
this sociological view, the objection to the
dream factory of Hollywood is that it produces
false consciousness, that films do not show ‘real’
women but only the stereotypical images of an
ideologically laden ‘feminity’”.
[Todas las traducciones del inglés y el
francés vertidas en este artículo
son nuestras]
2
Por ejemplo, Héctor Rivera hablará
de la “torpeza” de Barbra Streisand
en Yentl, de “la falta de oficio”
de Marion Hansell (Castro, 2002); a Novaro y
a Fernández Violante se les censurará
su inclinación a la descripción
sociológica o a la etnografía,
respectivamente. En el caso de esta última,
Andrés de Luna dirá que Nocturno
amor que te vas es: “un intento de
cine popular que alterna logros con errores crasos”
(Castro, en prensa).
3 En otros
trabajos hemos analizado el impacto del cine
realizado por mujeres en la década de
los ochenta en la prensa mexicana así
como la valoración general sobre el mismo.
(Castro, 2002; y otro en proceso de publicación)
4 “[…]
feminism in the 1980’s quickly came to
be perceived as ‘a relic from the past
... a dinosaur’”.
5 “[…]
films are not isolated objects, and film studies
of the last decade have challenged fetishizations
of the individual film as the privileged object
of the analysis”.
6 Una de las
preguntas que sustentan uno de los libros de
Renata Salécl, The Spoils of Freedom,
es: “¿Puede un/a intelectual hablar
desde una posición puramente teórica
o debe él o ella ser marcada por el curso
de los acontecimientos que acaecieron en su propio
país?” [Could such an intellectual
speak from a purely theoretical position, or
must his or her position be marked by the course
of events that happened in his or her own country?]
(1994: 1). Por su parte, Janice A. Radway, en
Reading the Romance (2001), posiciona
la perspectiva que dirigirá su texto y
se involucra de manera personal, tanto en el
enfoque y la redacción, como en el curso
que va tomando la investigación que expone
en uno de los textos que, en los años
ochenta, permitió reconfigurar el imaginario
sobre las mujeres que leen narraciones románticas.
En síntesis, prevalece una tendencia crítica
que resalta el aspecto creativo y racional del
sujeto por encima del enfoque impersonal que
asume las tendencias críticas de manera
ahistórica, sin contextualizaciones de
ningún tipo.
7 La vinculación
entre el texto literario y el cinematográfico
es analizado con detenimiento en “Literatura
y cine: De La venganza creadora a Anoche
soñé contigo” (Castro,
2003).
8 Según
Kristeva, frente al discurso masculino dominante,
las mujeres oponen un discurso histérico,
ajeno. La histeria, en un sentido positivo, estructurante,
al existir en los márgenes culturales
favorece los cambios revolucionarios. Las sociedades
paternalistas o monoteístas procuran romper,
calmar, la especificidad femenina y, una vez
conseguido este objetivo, no hablan más
de ella (Boucquey, 1992: 60).
9 “It
is only by understanding how ‘femininity’
is constructed and represented in patriarchy
that we can avoid the pitfalls of a traditional
feminist criticism which seeks to discover a
preexisting ‘feminine sensibility’
as the specific essential property of women”.
10 “Les
films de femmes sont souvent différents:
ils provoquent une rupture dans nos habitudes
de consommation. Le sujet, les rythmes, l’image
même, le montage enfin créent une
vision nouvelle dont le public n’est pas
encore coutumier.”
11
Se trataba de rehabilitar, por medio de sus “grandes
realizadores”, un cine hollywoodense frecuentemente
vilipendiado. La expresión fue lanzada
en un número consagrado a Hitchcock en
1954 y reivindicaba al director cuando contaba
siempre la misma historia, con un mismo estilo
y sumergía a sus personajes en el universo
abstracto de sus pasiones. (Lagny, 1992: 143)
Uno de los peligros que entraña esta perspectiva
es el establecer relaciones deterministas entre
la evolución de la obra y la vida del
autor. En EU, por ejemplo, en los sesenta, prevaleció
la tendencia de clasificar a los directores como
pequeños, medianos o grandes.
12
Unas primeras aproximaciones al tema de las cómicas
pioneras del cine mexicano pueden consultarse
en “Las ingobernables: cómicas del
cine mexicano” (Castro, 2005).
Referencias:
BOUCQUEY, Eliane.
“Julia Kristeva: unes femmes” en
Les Cahiers du Grif. Le langage
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Dra.
Maricruz Castro Ricalde
Profesora titular del Tecnológico
de Monterrey, campus Toluca, Estado de
México. Miembro del Sistema
Nacional de Investigadores. México. |