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2005

 

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La Crónica: Una Estética de la Transgresión
 

Por Jezreel Salazar
Número 47

La emergencia de la crónica
Desde hace algunos años la crónica ha comenzado a tener mayor relevancia en la discusión sobre el espacio público contemporáneo, a pesar de haber sido durante largo tiempo menospreciada como género discursivo, ya sea desde la literatura, la historia o las ciencias sociales. Esta emergencia de la crónica como instrumento para reflexionar sobre la realidad tiene que ver al menos con dos fenómenos.

El primero se refiere a lo que Anette Wieviorka denominó “la era del testigo” (1998). Nos encontramos en una época en la cual dejar testimonio de los distintos regímenes de terror que se vivieron en el siglo XX adquiere gran importancia, ante la necesidad ética de construir una cultura crítica que impida que esa violencia extrema se repita. A este interés por la transmisión del pasado como elemento fundamental para intentar comprender qué sucedió y para evitar que los crímenes del pasado ocurran de nuevo, Andreas Huyssen lo ha denominado “el estallido de la memoria”(2002). El hecho de que la memoria se haya convertido en una preocupación central de la cultura contemporánea occidental ha provocado un movimiento que tiende a darle un sitio público al recuerdo privado. Para comprobarlo basta hacer un recuento de varios procesos que coexisten hoy en día: el estudio de la literatura testimonial en la Academia norteamericana, la discusión en torno a los museos y su capacidad para transmitir o estetizar el recuerdo, los múltiples estudios y programas que tienen como eje y método de análisis la historia oral, así como la sistemática recopilación de testimonios en los ámbitos más diversos, lo que ha provocado un auge del documental como género dirigido a un público masivo, capaz de llenar la programación de varios canales televisivos y de obtener importantes premios cinematográficos. Este giro hacia el pasado ha puesto en el centro de discusión aquellos discursos útiles para la reconstrucción del recuerdo, entre ellos, la crónica, género capaz de dejar constancia de lo ocurrido, y en ese sentido propicio para participar en la construcción de una memoria común.

La obsesión actual por revisar el pasado, en una especie de boom del testimonio, se acompaña de un segundo fenómeno: la crisis en las formas de representación, la crisis de los modos de narrar y concebir el relato, que desde mediados del siglo pasado se ha discutido y hoy en día es más vigente que nunca. Clifford Geertz resume así esta problemática al afirmar que vivimos una refiguración del pensamiento social: “Lo que estamos viendo no es simplemente otro trazado del mapa cultural […] sino una alteración de los principios mismos del mapeado” (1980: 63). El proyecto iluminista suponía la existencia de una sola respuesta para cualquier problema y una sola forma de representación correcta del mundo, de modo que éste podía ser ordenado de modo racional si se era capaz de describirlo y concebirlo de manera adecuada. No obstante, el debilitamiento de las instituciones modernas, las transformaciones provocadas por la globalización, el surgimiento de nuevas sensibilidades y el interés por sujetos sociales antes ignorados, permitió que toda una serie de líneas de pensamiento crítico en distintas áreas abogaran por la ruptura de esa visión totalizadora de la verdad, que traía consigo una concepción monológica de la cultura y su representación. Poco a poco las categorías fijas del pensamiento ilustrado fueron siendo reemplazadas por sistemas divergentes de representación, que reconocían la importancia de la heterogeneidad y la diferencia, la multiplicidad de interpretaciones y el necesario desmantelamiento de una concepción de la realidad entendida como totalidad uniforme. Frente al descrédito de los llamados “metarelatos”, se revaloró aquellos discursos que no pretendían dar explicaciones totalizadoras a la realidad, y que emergían de lugares de enunciación marginales. Entre este tipo de formas de escritura se halla la crónica, cuyas características no sólo son propicias para aprehender el mundo actual, sino que transfieren al espacio textual las dinámicas y conflictos inherentes al mundo contemporáneo.

Escritura tentativa: el sentido de lo fugaz
Nuestra cultura está saturada por los efectos que las nuevas tecnologías han generado: la velocidad del cambio, la masificación de las informaciones y la sobrevaloración del instante. Frente a una modernidad que avanza inexorablemente asumiendo la temporalidad como su fundamento efímero, los textos cronísticos logran aprehender los veloces estímulos culturales de la época al poner su atención en la actualidad. Como el mundo actual, la crónica es un género “escurridizo”. Para leerlo, la crónica se pliega a su velocidad y goza retratando espectáculos pasajeros. En ese sentido la crónica aparece como un género esencialmente moderno: es una escritura del presente que, como lo postulaba la célebre fórmula baudelaireana, busca aprehender lo eterno desde lo transitorio, con el fin de crear una totalidad autónoma perdurable. Su carácter fragmentario interioriza “la efímera […] novedad del presente” y atestigua con su forma, los rasgos esenciales de la modernidad: “lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente, la mitad del arte, cuya otra mitad es lo eterno y lo inmutable” (Baudelaire, c1869: 92). El cronista es, como pedía Baudelaire del artista moderno, un enamorado del presente, un instaurador de lo fugaz en la eternidad.

En la crónica existe una voluntad incesante por descifrar la inmediatez. Forjada en el ámbito periodístico, se encuentra ligada con todo aquello que sea novedoso y actual. Es un hecho que la literatura contemporánea “sufre” de una cada vez mayor dependencia y cercanía respecto de la historia inmediata. En el caso de la crónica, este apego a la realidad circundante permite dos rasgos fundamentales: cierta provisionalidad en el discurso así como un tono subjetivo y parcial. Bajo la premisa de que resulta imposible la versión definitiva de los hechos, la crónica se concibe a sí misma como una escritura de lo provisional: está marcada por la incompletud, de modo que las formas tradicionales de la “trascendencia artística” le resultan inútiles. En este rasgo se halla el primer elemento que permite hablar de la crónica como género transgresor. Al sustentarse en contra de la creación de una obra “total” o “definitiva”, la crónica se libera de un prejuicio de la “gran literatura”, aquel que concibe al periodismo como una escritura que no perdurará.

Esta apología de lo provisional inscrita en la escritura cronística se refuerza al asumir una mirada que se ostenta orgullosamente como limitada. Su parcialidad está dada por una voz que se detenta como esencialmente subjetiva y que no se erige como la única verdad a seguir. No se trata de establecer una versión monolítica de lo que sucedió sino tan sólo una mirada personal. En la nota preliminar a su Antología de la crónica en México, Carlos Monsiváis establece la convivencia entre mirada objetiva y subjetiva del cronista, la amalgama entre ambas perspectivas:

El empeño formal domina sobre las urgencias informativas. Esto implica la no muy clara ni segura diferencia entre objetividad y subjetividad […] En la crónica, el juego literario usa a discreción la primera persona o narra libremente los acontecimientos como vistos y vividos desde la interioridad ajena (c1980: 15).

En la definición de la crónica actual, la huella del Nuevo Periodismo norteamericano de los años sesenta no se hace esperar. La validación del yo subjetivo que instauraron autores como Tom Wolfe, Truman Capote, Norman Mailer y Joan Didion permitió la reconstrucción de hechos a través de la figura del testigo que asimila y reconstruye testimonios ajenos, utilizando técnicas de la ficción. Esto permitió otro sentido transgresor de la crónica: mermar la posición ortodoxa del periodismo realista que planteaba la objetividad absoluta como meta a alcanzar y que constituía para el cronista un impedimento en la elaboración de técnicas artísticas. El Nuevo Periodismo (arraigado en un discurso cuyo eje es una voz que descara sus complejos, sus prejuicios y su sectarismo), criticaba la representación objetiva de la realidad que en todo caso consideraba engañosa, mezclando el reportaje de investigación con una escritura de intenciones estéticas.

La contingencia y parcialidad del discurso cronístico no sólo se realiza a través de una enunciación que transgrede la objetividad clásica. También se evidencia llevando a cabo múltiples versiones de un mismo texto o estableciendo diversos enfoques frente a un mismo tema. La reescritura funciona así como un elemento más que no sólo habla de la fragmentariedad de los discursos, sino que promueve distintas versiones para una misma realidad. Otro de los mecanismos que utiliza la crónica para evitar un discurso totalizador o autoritario es su imposibilidad de terminar el relato, su terror por cerrarlo. Como afirma Hayden White:

La crónica a menudo parece desear querer contar una historia, aspira a la narratividad, pero característicamente no lo consigue […] la crónica suele caracterizarse por el fracaso en conseguir el cierre narrativo. Más que concluir la historia suele terminarla simplemente. Empieza a contarla pero se quiebra in media res, en el propio presente del autor de la crónica; deja las cosas sin resolver o, más bien, las deja sin resolver de forma similar a la historia (c1987: 21).

Lo que para White es defecto, para el cronista es intención disruptiva: la apertura del relato no se concibe como anomalía sino como tentativa antiautoritaria. El cronista está consciente de que no puede dar la versión total del acontecimiento, pues eso implicaría incluir todas las interpretaciones sobre éste. Prefiere dejar el relato abierto que excluir otras versiones de la historia, otras formas también válidas de narrar.

En esto, la crónica se asemeja al discurso mediático. Mabel Piccini afirma que “los discursos televisivos se caracterizan por la ausencia de clausura” (Piccini, 1997: 255). Lo mismo puede decirse de la crónica: es un discurso sin límites precisos que tiene la intención de evitar un cierre, una narrativa concluyente. Si de manera formal, la crónica hace uso del sentido fragmentario y provisional que los medios de comunicación divulgan, no por ello transmite los mismos mensajes y significados que la televisión o la radio. Por el contrario, una de las funciones de la crónica consiste en oponerse al sentido homogeneizador y superficial que sobre la sociedad delinean los medios.

Mediante una inversión de la mirada, el cronista pone el énfasis en el ámbito que se opone simbólicamente al de los medios: la calle, lugar donde es posible rastrear la cultura popular en su efervescencia cotidiana, el espacio público por excelencia y territorio del diálogo donde los hombres se encuentran cara a cara, la libertad se ejerce y la ciudadanía se adquiere. Pero no sólo eso. Si la tecnología mediática disuelve la distancia entre lo público y lo privado, implementando las lógicas del mercado y el espectáculo, en detrimento de formas argumentativas de carácter crítico, la crónica buscará estrategias para contrarrestarlo. Lo que busca es renovar las responsabilidades políticas y cívicas del espectador, ante la cada vez mayor atomización privada de la sociedad, el incremento del aislamiento personal y la disolución constante de la comunidad a favor de una mirada ausente frente al televisor. ¿Cómo logra lo anterior?

La otra historia: por una literatura incluyente
“Entre cada tarde y cada mañana ocurren hechos que es una vergüenza ignorar” escribió Borges en El libro de arena. Como si fuese consciente de este hecho, el cronista atiende una esfera menospreciada tanto por la historia tradicional como por los medios: el ámbito cotidiano y anónimo. El cronista se interesa por la vida cotidiana de las mayorías y minorías que defienden su rostro en el anonimato. Su interés por dar cuenta de lo ignorado, lo perentorio y lo aún no canonizado, tiene que ver con una concepción en torno a lo político que subyace a su escritura.

Al centrarse en lo marginal, la crónica hace aparecer a través del texto cronístico lo que se hallaba desaparecido o había sido excluido de la mirada pública: personajes y sectores marginales, movimientos sociales “derrotados”, procesos culturales aun sin asimilar, en suma, cualquier tradición de tipo contestatario. En la crónica, lo otro aparece como sujeto, tema y problema de su discurso. En ese sentido la crónica trata de volver visible lo invisible, lo que los medios y el discurso oficial opacan. Tal es el sentido de su proyecto político. Para el cronista todo aquello que se encuentra al margen es una evidencia del autoritarismo y de la oposición a éste. Los sujetos que retrata son personajes que se encuentran en conflicto con la cultura dominante, con los valores y jerarquías simbólicas establecidos por ella. Las posiciones marginales detentadas por los excluidos del sistema son la prueba de que el poder no es monolítico, de que el autoritarismo siempre tiene fisuras, a partir de las cuales puede ser debilitado.

Una de las funciones de la crónica es crear un testimonio impugnador: cuenta otra historia, la historia no oficial. Como afirma Piglia, la tarea del escritor es construir relatos alternativos a los que construye y manipula el Estado para “desmontar la historia escrita y contraponerle el relato de un testigo” (Piglia, 2001: 17). Frente al relato del poder y su máquina de ficciones, la crónica se presenta como un relato subversivo que expresa el testimonio de la “verdad borrada”. La voz del cronista es precisamente la de ese testigo que crea otras versiones no definitivas de los hechos, un tipo de significación no unívoca e incontestable. Por ello afirma la multiplicidad y el no determinismo de las alternativas de modo que la tolerancia se vuelve sinónimo de la inclusión y posibilidad de relecturas continuas.

“Recordar el pasado es un acto político” escribió Geoffrey Hartman. Ese es quizá uno de los elementos más interesantes de la crónica: la recuperación de la memoria frente a los relatos oficiales o las narrativas hegemónicas. De algún modo, la crónica se sustenta en contra del poder de la amnesia colectiva, en contra de los ocultamientos que la historia oficial promueve. Por ello, la crónica ejerce un trabajo de contramemoria: crea espacios propicios en que la otra memoria de la nación, la memoria perdida, puede ser ejercida y compartida. Además, el cronista politiza el pasado al tender puentes entre la historia y el presente del lector, al que no le queda sino asumir posiciones frente a un contexto político cargado de ideología. En ese sentido no sólo busca contribuir a la creación de espacios democráticos sino que se presenta como una forma de resistencia política donde la historia marginal que fue borrada puede recuperarse.

En un país en que la privatización del espacio público multiplica y complejiza las formas tradicionales de segregación, el tratamiento e interés por espacios excluidos, historias olvidadas y sectores marginales, resulta un intento de restaurar la convivencia y la imagen de la sociedad, pero a la vez constituye ya un acto de denuncia. La estrategia de colocar “lo marginal en el centro” (Monsiváis, c1987), es parte de una preferencia por dar cuenta de ciertas temáticas o núcleos usualmente considerados marginales por el poder y también por la crítica, una inclinación por aquello no anquilosado o “canonizado” por las lecturas académicas. Pero es también una estrategia que le permite al cronista situarse en una posición distante de los discursos hegemónicos, con el fin de cuestionar, desde la marginalidad de su propio discurso (la crónica), las estructuras centralizadas y autoritarias del país, al mismo tiempo que reivindicar a los sectores excluidos del proyecto de nación hegemónico.

Al reconocer a la cultura popular como ámbito legítimo para criticar a la cultura política dominante, el cronista promueve un cambio de signo para todo aquello que se encuentra en el margen. De igual modo, al situarse fuera del centro, logra hacer de la marginalidad un elemento de impugnación. Eso le permite transgredir las pautas autorizadas y romper el contexto de subordinación en que se halla tanto el sujeto de su discurso (el otro marginal) como su propio lugar de enunciación: la crónica, que funciona fundamentalmente por su posición respecto al canon.

El poder del margen
Frente a la “gran literatura” —representada por la novela y la poesía—, la crónica ha sido por mucho tiempo una escritura marginalizada por la crítica. Carlos Monsiváis ha puesto el acento en este problema. Al hacer el recuento de la importancia de un género como la crónica para la literatura y la historia hispanoamericanas, Monsiváis se pregunta por qué se le ha menospreciado tanto:

Ni el enorme prestigio de la poesía, ni la seducción omnipresente de la novela, son explicaciones suficientes del desdén casi absoluto por un género tan importante en las relaciones entre literatura y sociedad, entre historia y vida cotidiana, entre lector y formación del gusto literario, entre información y amenidad, entre testimonio y materia prima de la ficción, entre periodismo y proyecto de nación (Monsiváis, 1987b: 753).

Como si fuese una especie de hijo bastardo, la crónica ha sido desconsiderada por la crítica literaria tradicional. Es por ello que Linda Egan afirma que “toda la literatura latinoamericana aloja una crónica en el desván” (1995: 144). Revalorar las cualidades estéticas de la que ha sido llamada “literatura bajo presión” es el único medio para reconocer el papel preponderante que dentro de la tradición literaria ha tenido.

Respecto a la crónica, existe un prejuicio extendido que la sitúa fuera de toda consideración estética debido a su carácter no-ficcional. Una de las características de la crónica es que debe estar elaborada en torno a un referente público verdadero y común a los lectores. Esta condición factual de la escritura cronística no impide, sin embargo, crear textos con autonomía estética y de condición artística, así como hacer uso de estrategias provenientes del campo de la ficción. Su esencia literaria, su invención de una nueva realidad, es patente en toda una tradición que va de Bernal Díaz del Castillo hasta Carlos Monsiváis, pasando por Guillermo Prieto, Martín Luis Guzmán, Artemio de Valle-Arizpe, José Alvarado y Salvador Novo, entre muchos otros. No exenta de artificios, la crónica está anclada al mismo tiempo a la realidad de la que da cuenta, y a la ficción, cuyas técnicas utiliza para crear un universo simbólico veraz.

“Ficción de hechos” o “literatura sin ficción” han sido fórmulas con que se ha intentado definir a la crónica, debido a la manera en que conjuga dos discursos (el literario y el periodístico) al interior. De ahí el debate en torno a su residencia principal: ¿género periodístico o literario? Debate por lo demás anquilosado. Si bien es cierto que la crónica se desenvuelve en dos campos contradictorios, resulta infértil tratar de encapsularla en sólo uno de ellos. Literatura y periodismo concilian sus diferencias en ella. Como afirman los editores de una antología de jóvenes cronistas: “Consideramos perfectamente rebasada la polémica en torno de si la crónica es periodismo o literatura. […] La crónica y el reportaje […] han visto borrarse sus fronteras entre lo periodístico y lo literario; son hoy géneros anfibios” (Valverde y Argüelles, 1992: 12).

Queda claro que a pesar de tratar elementos de la vida cotidiana, de poseer antes que nada un referente real, la crónica llega a ser arte. Como afirma Susana Rotker respecto a las crónicas modernistas:

La condición de texto autónomo dentro de la esfera estético/ literaria no depende ni del tema, ni de la referencialidad ni de la actualidad […] muchas de las crónicas modernistas, al desprenderse de ambos elementos temporales, han seguido teniendo valor como objetos textuales en sí mismos. Es decir que, perdida con los años la significación principal que las crónicas pudieron tener para el público lector de aquel entonces, son discursos literarios por excelencia (1992: 111-112).

Además de revalorar estas formas de expresión como literatura, evitar el prejuicio de que la literatura equivale a ficción (entendida como irrealidad) no sólo permite transgredir las premisas heredadas del clasicismo artístico respecto a la autonomía de la forma, sino también romper con la idea tradicional de que existen “géneros menores”. Frente a la “tenacidad de la Academia para seguir sujetando una línea de demarcación literaria que injustificadamente destierra los discursos no-ficticios de la arena privilegiada conferida a la alta cultura” (Egan, 2001: 83), es necesario legitimar la recuperación de un género marginal como la crónica y con ello transgredir la validez de las jerarquías establecidas por el discurso rígido de la Academia y la crítica literaria.

Además, la reivindicación de la crónica permite impugnar nuestras concepciones tradiciones en torno a lo que entendemos por cultura. Si la función que cumple la idea de poner el acento en las culturas marginales es la de contrastarla con los cánones establecidos, del mismo modo, el uso de nociones estéticas estructuradas a partir de lo popular constituye un principio impugnador del canon culto, de las formas heredadas de lo que se considera alta cultura:

Esta nueva postura conlleva el compromiso de explorar y validar aquellos elementos condenados por la alta cultura oficial como bárbaros e indignos de consideración, a fin de transformarlos estéticamente y, así, crear las condiciones previas necesarias para el desarrollo de una cultura nacional autónoma (Rowe y Schelling, 1993: 241).

De ese modo las fronteras entre lo que se consideraba cultura popular y cultura elevada son desconsideradas por el cronista como válidas para la interpretación de la realidad. Su proyecto apunta a romper con el tipo de rigideces del campo cultural que promueven un pensamiento excluyente y de algún modo refuerzan los controles ejercidos por las clases dominantes. Lo anterior supone pensar el campo cultural no como un sistema estático, regido por dicotomías aparentemente simétricas (lo culto/ lo vulgar, pureza/impureza, alta cultura/ baja cultura), sino por una dinámica continua que permite una mirada capaz de atender fenómenos transitorios, múltiples o híbridos1.

Frente a la tendencia de concebir el espacio social como un espacio simbólico homogéneo, el cronista remarca las diferencias. Esto lo hace en términos formales (la crónica como espacio fronterizo en donde aparece lo otro) y de manera explícita (un discurso crítico frente al poder). Poner el acento en las diferencias tiene como objetivo subvertir las normas y las ideas convencionales. Al remarcar la diversidad, el cronista busca disolver las fronteras culturales en las que se basa la construcción de lo nacional. En ese sentido, crea un discurso ajeno al de la homogeneidad cultural (como lo sería el discurso de la Unidad Nacional) que a su interior permita la convivencia de distintas realidades, y que puede hacer posible una conformación más democrática e incluyente de los diversos universos simbólicos existentes en la sociedad.

Un aspecto interesante de hace falta estudiar de forma más precisa es la relación entre preocupaciones estéticas y tradiciones democráticas en la crónica contemporánea. Lo que supone analizar la forma en que la transgresión se lleva a cabo al interior de la crónica.

Fronteras de la escritura, escritura de las fronteras
Juan Villoro afirma que la crónica consiste en el arte de cruzar fronteras. La crónica como género fronterizo busca disminuir la distancia entre distintos géneros e instaurar en un mismo texto la comunicación entre discursos antes considerados antagónicos o excluyentes: la crónica conjuga la narrativa histórica con la ficción, el periodismo con la literatura, liga la objetividad y la subjetividad, la oralidad y la escritura. Género por demás “camaleónico”, la crónica posee así un carácter híbrido y cambiante. En ella pueden rastrearse a la vez los impulsos del ensayo y del testimonio, de la crítica y de la ficción. Esta condición híbrida le otorga un sentido político a su escritura: le provee de un carácter anticanónico.

La forma exterior de un discurso posee importancia en la medida en que constituye ya una organización que puede ser interpretada como compromiso estético y político. Según Frederic Jameson la forma siempre se capta como contenido (1989). El hecho de ser un “género intermedio” (Kraniauskas, 1997), le permite a la crónica infringir o violentar las reglas, los límites establecidos por las convenciones genéricas. Si los géneros representan normas literarias que establecen el contrato entre un escritor y un público específico, la escritura cronística, guiada por una voluntad de transgredir las normas, busca romper con tales sistemas tradicionales de regulación. Al ser un género transdiscursivo, la crónica resulta ser un relato que desafía de manera constante la estabilidad del canon recibido, así como los usos apropiados o tradicionales de un artefacto cultural.

La hibridación o transdiscursividad de la crónica funciona así como un modo de infringir o violentar las reglas, lo establecido. Su inherente voluntad transgresora es el origen de su ambivalencia. Como afirma John Kraniauskas se trata de una escritura ambigua, “desde el punto de vista genérico”, pero coherente “desde el punto de vista político” (1997). Podría decirse así que en la crónica hay un traslado de las preocupaciones temáticas a las preocupaciones formales, de modo que el sentido deviene forma. De ese modo, la crónica constituye un espacio escritural que rebasa las fronteras tradicionales de la escritura y se forja como una forma cultural esencialmente dialógica.

La crónica es una obra fundamentalmente abierta. Abierta a otras voces, a otros centros narrativos, a otras interpretaciones y a otros discursos (a través de citas, fotografías, canciones, dichos populares o entrevistas), su escritura constituye un diálogo constante con lo otro. Este sentido dialógico supone un imperativo para la crónica, que necesita incluir en su interior la palabra ajena, precisa establecer una relación con la voz de otro para que su propia voz tenga sentido. La crónica se vuelve así una forma de reconocimiento: la otredad da sentido a la existencia propia; uno mismo es otro. Por ello es que podemos concebir a la crónica como una obra pública, constituida por una escritura de corte participativo.

Esta apertura de la crónica, su capacidad para cruzar fronteras e incluir al otro, también le permite vincular un proyecto estético con un imaginario político. A la par de constituirse como creación estética, la crónica posee un afán irrenunciable: ejercer una valoración sobre la conducta pública, moralizar. Esta doble función de la crónica proviene de su existencia desdoblada: la intención propiamente testimonial —el relato y descripción de los hechos—, viene acompañada de una voluntad ensayística. La crónica hace posible conjugar ambos horizontes: un proyecto de reforma a través de la creación de un universo artístico. La crónica se vuelve así un medio estético capaz de crear una totalidad autónoma perdurable al tiempo de ejercer una función crítica. En ella se puede ver cómo la crítica social y la preocupación estética dialogan, aparecen íntimamente ligadas y se sostienen mutuamente. La crónica traspasa la división tradicional entre crítica y ficción, uniendo estética y moral. De cierto modo presupone la reforma de la sociedad en ambos sentidos: el social y el espiritual. Podría decirse así que su discurso narrativo se iguala a su proyecto ideológico. Ambos se encuentran en el mismo plano; uno a otro se sostienen.

Por lo demás, la forma del relato supone cierta definición ante dos problemáticas en correlación: el lenguaje y la sociedad. La forma híbrida y fragmentaria de la crónica supone la existencia multicultural y fracturada de la vida social, así como del discurso que expresa a ésta. Su heterogeneidad escindida reproduce en la narración los conflictos que fracturan a su comunidad. Así, la crónica constituye una escritura de frontera, una escritura que busca representar la crisis y el conflicto cultural que la sociedad vive. Pero también un ejercicio de cohesión social. Si la fragmentación del espacio público ha traído consigo una fragmentación del discurso y de la conciencia que versa sobre él, el cronista buscará restablecer cierta unidad a través de una estética del fragmento. Como afirma McGee “la única forma de ‘decirlo todo’ en nuestra cultura fracturada es dar a los lectores/públicos fragmentos densos, truncados, que les sugieran a ellos un discurso terminado” (McGee, citado en Ehrenhaus, c1993: 109-110). La fragmentación del texto exige una lectura atenta que dé coherencia y sentido a los segmentos discursivos, cuya amalgama depende en buena medida del lector. La crónica aparece así como un ejercicio de sutura que ordena o cierra lo que en la realidad social se encuentra fragmentado o roto.

Hacia el futuro: riesgos de la legitimidad
Para terminar quiero hacer un par de consideraciones respecto a los conflictos que supone una escritura de esta naturaleza. George Steiner plantea que una de las funciones de la crítica consiste en establecer vínculos entre las obras del pasado y el presente, de modo tal que el crítico se convierta en un intermediario y en un custodio de la verdad del momento, aquel que siempre nos recuerda que toda obra está en una relación compleja y provisional con el tiempo, una relación que cambia de acuerdo a la época y a la forma en que cada libro adquiere sentido e importancia para los vivos. Lo mismo podría decirse respecto a cada género (entre ellos la crónica), que constituye una construcción lingüística que determina un pacto entre el lector y la obra, y cuyas funciones se transforman de acuerdo a las relaciones que establece con la realidad, siempre en movimiento, como el hombre mismo.

En ese sentido, si la crónica ha surgido como un género transgresor en los últimos años y de esa manera contribuye a esclarecer los fenómenos del “boom del testimonio” y de “la crisis de la representación”, sólo puede hacerlo temporalmente. Las funciones que tienen los géneros cambian respecto a la época y al contexto, de modo que se renuevan o se sustituyen. Es algo que ya había visto Mijail Bajtín. Por ello existe un riesgo latente en el auge que ha tenido la crónica y el testimonio en general. En la medida en que adquiera un carácter legítimo y se normalice, es decir, quede situada en el centro del espacio público y ya no en sus márgenes, la crónica irá perdiendo capacidad para transmitir los sentidos transgresores de la comunidad de la cual surge. Tal es la paradoja de todo proceso de institucionalización cultural: cuando un discurso alternativo logra abrir el espacio público para ser incluido en él, disminuye la disidencia potencial de su marginalidad frente a las formas instituidas de la sociedad. Por eso es que toda lectura de los márgenes supone una asimilación de los mismos.

Elías Canetti ha definido al escritor como “el custodio de las metamorfosis”. Desde esta perspectiva es posible pensar la tarea del cronista como la de un guardián. Aquel que se encarga de “mantener abiertos los canales de comunicación entre los hombres” (Canetti, c1974: 357) y su pasado, de modo que nuestras vidas no pierdan el vínculo con la tradición humana. De su habilidad para enfrentar a través de la escritura los nuevos retos que el mundo depara, depende que la crónica pueda reconstituirse en un espacio nuevamente liberador. El gran reto del cronista consiste así en renovar su tarea creativa de modo que pueda continuar encargándose de que la tradición no sea un corpus concluido, sino un espacio de enriquecimiento y fuente de verdades fundamentales. Su fe no puede dejar de lado la creencia de que todo proceso de crisis puede renovar un horizonte de crítica y en el mejor de los casos, anunciar un universo de creación.


Notas:

1 Según Stallybrass y White, tal “oposición alto/bajo en cada uno de nuestros cuatro campos simbólicos —formas psíquicas, el cuerpo humano, el espacio geográfico y el orden social— es una base fundamental de los mecanismos de ordenamiento e interpretación” de la cultura occidental, de modo que constituye una grámatica cultural de control de las significaciones (1986: 3).


Referencias:

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Wieviorka, Anette (1998), L’ère du témoin, Paris, Plon.


Mtro. Jezreel Salazar Escalante
Imparte clases en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM y en la Universidad del Claustro de Sor Juana, México, D.F. Recientemente obtuvo el Premio Nacional de Ensayo Alfonso Reyes 2004 por su trabajo La ciudad como texto. La crónica urbana de Carlos Monsiváis. México.