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Por Jezreel Salazar
Número
47
La emergencia
de la crónica
Desde hace algunos años la crónica
ha comenzado a tener mayor relevancia en la discusión
sobre el espacio público contemporáneo,
a pesar de haber sido durante largo tiempo menospreciada
como género discursivo, ya sea desde la
literatura, la historia o las ciencias sociales.
Esta emergencia de la crónica como instrumento
para reflexionar sobre la realidad tiene que
ver al menos con dos fenómenos.
El primero se
refiere a lo que Anette Wieviorka denominó
“la era del testigo” (1998). Nos
encontramos en una época en la cual dejar
testimonio de los distintos regímenes
de terror que se vivieron en el siglo XX adquiere
gran importancia, ante la necesidad ética
de construir una cultura crítica que impida
que esa violencia extrema se repita. A este interés
por la transmisión del pasado como elemento
fundamental para intentar comprender qué
sucedió y para evitar que los crímenes
del pasado ocurran de nuevo, Andreas Huyssen
lo ha denominado “el estallido de la memoria”(2002).
El hecho de que la memoria se haya convertido
en una preocupación central de la cultura
contemporánea occidental ha provocado
un movimiento que tiende a darle un sitio público
al recuerdo privado. Para comprobarlo basta hacer
un recuento de varios procesos que coexisten
hoy en día: el estudio de la literatura
testimonial en la Academia norteamericana, la
discusión en torno a los museos y su capacidad
para transmitir o estetizar el recuerdo, los
múltiples estudios y programas que tienen
como eje y método de análisis la
historia oral, así como la sistemática
recopilación de testimonios en los ámbitos
más diversos, lo que ha provocado un auge
del documental como género dirigido a
un público masivo, capaz de llenar la
programación de varios canales televisivos
y de obtener importantes premios cinematográficos.
Este giro hacia el pasado ha puesto en el centro
de discusión aquellos discursos útiles
para la reconstrucción del recuerdo, entre
ellos, la crónica, género capaz
de dejar constancia de lo ocurrido, y en ese
sentido propicio para participar en la construcción
de una memoria común.
La obsesión
actual por revisar el pasado, en una especie
de boom del testimonio, se acompaña de
un segundo fenómeno: la crisis en las
formas de representación, la crisis de
los modos de narrar y concebir el relato, que
desde mediados del siglo pasado se ha discutido
y hoy en día es más vigente que
nunca. Clifford Geertz resume así esta
problemática al afirmar que vivimos una
refiguración del pensamiento social:
“Lo que estamos viendo no es simplemente
otro trazado del mapa cultural […] sino
una alteración de los principios mismos
del mapeado” (1980: 63). El proyecto iluminista
suponía la existencia de una sola respuesta
para cualquier problema y una sola forma de representación
correcta del mundo, de modo que éste podía
ser ordenado de modo racional si se era capaz
de describirlo y concebirlo de manera adecuada.
No obstante, el debilitamiento de las instituciones
modernas, las transformaciones provocadas por
la globalización, el surgimiento de nuevas
sensibilidades y el interés por sujetos
sociales antes ignorados, permitió que
toda una serie de líneas de pensamiento
crítico en distintas áreas abogaran
por la ruptura de esa visión totalizadora
de la verdad, que traía consigo una concepción
monológica de la cultura y su representación.
Poco a poco las categorías fijas del pensamiento
ilustrado fueron siendo reemplazadas por sistemas
divergentes de representación, que reconocían
la importancia de la heterogeneidad y la diferencia,
la multiplicidad de interpretaciones y el necesario
desmantelamiento de una concepción de
la realidad entendida como totalidad uniforme.
Frente al descrédito de los llamados “metarelatos”,
se revaloró aquellos discursos que no
pretendían dar explicaciones totalizadoras
a la realidad, y que emergían de lugares
de enunciación marginales. Entre este
tipo de formas de escritura se halla la crónica,
cuyas características no sólo son
propicias para aprehender el mundo actual, sino
que transfieren al espacio textual las dinámicas
y conflictos inherentes al mundo contemporáneo.
Escritura
tentativa: el sentido de lo fugaz
Nuestra cultura está saturada por los
efectos que las nuevas tecnologías han
generado: la velocidad del cambio, la masificación
de las informaciones y la sobrevaloración
del instante. Frente a una modernidad que avanza
inexorablemente asumiendo la temporalidad como
su fundamento efímero, los textos cronísticos
logran aprehender los veloces estímulos
culturales de la época al poner su atención
en la actualidad. Como el mundo actual, la crónica
es un género “escurridizo”.
Para leerlo, la crónica se pliega a su
velocidad y goza retratando espectáculos
pasajeros. En ese sentido la crónica aparece
como un género esencialmente moderno:
es una escritura del presente que, como lo postulaba
la célebre fórmula baudelaireana,
busca aprehender lo eterno desde lo transitorio,
con el fin de crear una totalidad autónoma
perdurable. Su carácter fragmentario interioriza
“la efímera […] novedad del
presente” y atestigua con su forma, los
rasgos esenciales de la modernidad: “lo
transitorio, lo fugitivo, lo contingente, la
mitad del arte, cuya otra mitad es lo eterno
y lo inmutable” (Baudelaire, c1869: 92).
El cronista es, como pedía Baudelaire
del artista moderno, un enamorado del presente,
un instaurador de lo fugaz en la eternidad.
En la crónica
existe una voluntad incesante por descifrar la
inmediatez. Forjada en el ámbito periodístico,
se encuentra ligada con todo aquello que sea
novedoso y actual. Es un hecho que la literatura
contemporánea “sufre” de una
cada vez mayor dependencia y cercanía
respecto de la historia inmediata. En el caso
de la crónica, este apego a la realidad
circundante permite dos rasgos fundamentales:
cierta provisionalidad en el discurso así
como un tono subjetivo y parcial. Bajo la premisa
de que resulta imposible la versión definitiva
de los hechos, la crónica se concibe a
sí misma como una escritura de lo provisional:
está marcada por la incompletud, de modo
que las formas tradicionales de la “trascendencia
artística” le resultan inútiles.
En este rasgo se halla el primer elemento que
permite hablar de la crónica como género
transgresor. Al sustentarse en contra de la creación
de una obra “total” o “definitiva”,
la crónica se libera de un prejuicio de
la “gran literatura”, aquel que concibe
al periodismo como una escritura que no perdurará.
Esta apología
de lo provisional inscrita en la escritura cronística
se refuerza al asumir una mirada que se ostenta
orgullosamente como limitada. Su parcialidad
está dada por una voz que se detenta como
esencialmente subjetiva y que no se erige como
la única verdad a seguir. No se trata
de establecer una versión monolítica
de lo que sucedió sino tan sólo
una mirada personal. En la nota preliminar a
su Antología de la crónica
en México, Carlos Monsiváis
establece la convivencia entre mirada objetiva
y subjetiva del cronista, la amalgama entre ambas
perspectivas:
El empeño
formal domina sobre las urgencias informativas.
Esto implica la no muy clara ni segura diferencia
entre objetividad y subjetividad […] En
la crónica, el juego literario usa a
discreción la primera persona o narra
libremente los acontecimientos como vistos y
vividos desde la interioridad ajena (c1980:
15).
En la definición
de la crónica actual, la huella del Nuevo
Periodismo norteamericano de los años
sesenta no se hace esperar. La validación
del yo subjetivo que instauraron autores como
Tom Wolfe, Truman Capote, Norman Mailer y Joan
Didion permitió la reconstrucción
de hechos a través de la figura del testigo
que asimila y reconstruye testimonios ajenos,
utilizando técnicas de la ficción.
Esto permitió otro sentido transgresor
de la crónica: mermar la posición
ortodoxa del periodismo realista que planteaba
la objetividad absoluta como meta a alcanzar
y que constituía para el cronista un impedimento
en la elaboración de técnicas artísticas.
El Nuevo Periodismo (arraigado en un discurso
cuyo eje es una voz que descara sus complejos,
sus prejuicios y su sectarismo), criticaba la
representación objetiva de la realidad
que en todo caso consideraba engañosa,
mezclando el reportaje de investigación
con una escritura de intenciones estéticas.
La contingencia
y parcialidad del discurso cronístico
no sólo se realiza a través de
una enunciación que transgrede la objetividad
clásica. También se evidencia llevando
a cabo múltiples versiones de un mismo
texto o estableciendo diversos enfoques frente
a un mismo tema. La reescritura funciona así
como un elemento más que no sólo
habla de la fragmentariedad de los discursos,
sino que promueve distintas versiones para una
misma realidad. Otro de los mecanismos que utiliza
la crónica para evitar un discurso totalizador
o autoritario es su imposibilidad de terminar
el relato, su terror por cerrarlo. Como afirma
Hayden White:
La crónica
a menudo parece desear querer contar una historia,
aspira a la narratividad, pero característicamente
no lo consigue […] la crónica suele
caracterizarse por el fracaso en conseguir el
cierre narrativo. Más que concluir la
historia suele terminarla simplemente. Empieza
a contarla pero se quiebra in media res, en
el propio presente del autor de la crónica;
deja las cosas sin resolver o, más bien,
las deja sin resolver de forma similar a la
historia (c1987: 21).
Lo que para
White es defecto, para el cronista es intención
disruptiva: la apertura del relato no se concibe
como anomalía sino como tentativa antiautoritaria.
El cronista está consciente de que no
puede dar la versión total del acontecimiento,
pues eso implicaría incluir todas las
interpretaciones sobre éste. Prefiere
dejar el relato abierto que excluir otras versiones
de la historia, otras formas también válidas
de narrar.
En esto, la
crónica se asemeja al discurso mediático.
Mabel Piccini afirma que “los discursos
televisivos se caracterizan por la ausencia de
clausura” (Piccini, 1997: 255). Lo mismo
puede decirse de la crónica: es un discurso
sin límites precisos que tiene la intención
de evitar un cierre, una narrativa concluyente.
Si de manera formal, la crónica hace uso
del sentido fragmentario y provisional que los
medios de comunicación divulgan, no por
ello transmite los mismos mensajes y significados
que la televisión o la radio. Por el contrario,
una de las funciones de la crónica consiste
en oponerse al sentido homogeneizador y superficial
que sobre la sociedad delinean los medios.
Mediante una
inversión de la mirada, el cronista pone
el énfasis en el ámbito que se
opone simbólicamente al de los medios:
la calle, lugar donde es posible rastrear la
cultura popular en su efervescencia cotidiana,
el espacio público por excelencia y territorio
del diálogo donde los hombres se encuentran
cara a cara, la libertad se ejerce y la ciudadanía
se adquiere. Pero no sólo eso. Si la tecnología
mediática disuelve la distancia entre
lo público y lo privado, implementando
las lógicas del mercado y el espectáculo,
en detrimento de formas argumentativas de carácter
crítico, la crónica buscará
estrategias para contrarrestarlo. Lo que busca
es renovar las responsabilidades políticas
y cívicas del espectador, ante la cada
vez mayor atomización privada de la sociedad,
el incremento del aislamiento personal y la disolución
constante de la comunidad a favor de una mirada
ausente frente al televisor. ¿Cómo
logra lo anterior?
La otra historia:
por una literatura incluyente
“Entre cada tarde y cada mañana
ocurren hechos que es una vergüenza ignorar”
escribió Borges en El libro de arena.
Como si fuese consciente de este hecho, el cronista
atiende una esfera menospreciada tanto por la
historia tradicional como por los medios: el
ámbito cotidiano y anónimo. El
cronista se interesa por la vida cotidiana de
las mayorías y minorías que defienden
su rostro en el anonimato. Su interés
por dar cuenta de lo ignorado, lo perentorio
y lo aún no canonizado, tiene que ver
con una concepción en torno a lo político
que subyace a su escritura.
Al centrarse
en lo marginal, la crónica hace aparecer
a través del texto cronístico lo
que se hallaba desaparecido o había
sido excluido de la mirada pública: personajes
y sectores marginales, movimientos sociales “derrotados”,
procesos culturales aun sin asimilar, en suma,
cualquier tradición de tipo contestatario.
En la crónica, lo otro aparece como sujeto,
tema y problema de su discurso. En ese sentido
la crónica trata de volver visible lo
invisible, lo que los medios y el discurso oficial
opacan. Tal es el sentido de su proyecto político.
Para el cronista todo aquello que se encuentra
al margen es una evidencia del autoritarismo
y de la oposición a éste. Los sujetos
que retrata son personajes que se encuentran
en conflicto con la cultura dominante, con los
valores y jerarquías simbólicas
establecidos por ella. Las posiciones marginales
detentadas por los excluidos del sistema son
la prueba de que el poder no es monolítico,
de que el autoritarismo siempre tiene fisuras,
a partir de las cuales puede ser debilitado.
Una de las funciones
de la crónica es crear un testimonio impugnador:
cuenta otra historia, la historia no oficial.
Como afirma Piglia, la tarea del escritor es
construir relatos alternativos a los que construye
y manipula el Estado para “desmontar la
historia escrita y contraponerle el relato de
un testigo” (Piglia, 2001: 17). Frente
al relato del poder y su máquina de ficciones,
la crónica se presenta como un relato
subversivo que expresa el testimonio de la “verdad
borrada”. La voz del cronista es precisamente
la de ese testigo que crea otras versiones no
definitivas de los hechos, un tipo de significación
no unívoca e incontestable. Por ello afirma
la multiplicidad y el no determinismo de las
alternativas de modo que la tolerancia se vuelve
sinónimo de la inclusión y posibilidad
de relecturas continuas.
“Recordar
el pasado es un acto político” escribió
Geoffrey Hartman. Ese es quizá uno de
los elementos más interesantes de la crónica:
la recuperación de la memoria frente a
los relatos oficiales o las narrativas hegemónicas.
De algún modo, la crónica se sustenta
en contra del poder de la amnesia colectiva,
en contra de los ocultamientos que la historia
oficial promueve. Por ello, la crónica
ejerce un trabajo de contramemoria: crea espacios
propicios en que la otra memoria de la nación,
la memoria perdida, puede ser ejercida y compartida.
Además, el cronista politiza el pasado
al tender puentes entre la historia y el presente
del lector, al que no le queda sino asumir posiciones
frente a un contexto político cargado
de ideología. En ese sentido no sólo
busca contribuir a la creación de espacios
democráticos sino que se presenta como
una forma de resistencia política donde
la historia marginal que fue borrada puede recuperarse.
En un país
en que la privatización del espacio público
multiplica y complejiza las formas tradicionales
de segregación, el tratamiento e interés
por espacios excluidos, historias olvidadas y
sectores marginales, resulta un intento de restaurar
la convivencia y la imagen de la sociedad, pero
a la vez constituye ya un acto de denuncia. La
estrategia de colocar “lo marginal en el
centro” (Monsiváis, c1987), es parte
de una preferencia por dar cuenta de ciertas
temáticas o núcleos usualmente
considerados marginales por el poder y también
por la crítica, una inclinación
por aquello no anquilosado o “canonizado”
por las lecturas académicas. Pero es también
una estrategia que le permite al cronista situarse
en una posición distante de los discursos
hegemónicos, con el fin de cuestionar,
desde la marginalidad de su propio discurso (la
crónica), las estructuras centralizadas
y autoritarias del país, al mismo tiempo
que reivindicar a los sectores excluidos del
proyecto de nación hegemónico.
Al reconocer
a la cultura popular como ámbito legítimo
para criticar a la cultura política dominante,
el cronista promueve un cambio de signo para
todo aquello que se encuentra en el margen. De
igual modo, al situarse fuera del centro, logra
hacer de la marginalidad un elemento de impugnación.
Eso le permite transgredir las pautas autorizadas
y romper el contexto de subordinación
en que se halla tanto el sujeto de su discurso
(el otro marginal) como su propio lugar de enunciación:
la crónica, que funciona fundamentalmente
por su posición respecto al canon.
El poder
del margen
Frente a la “gran literatura” —representada
por la novela y la poesía—, la crónica
ha sido por mucho tiempo una escritura marginalizada
por la crítica. Carlos Monsiváis
ha puesto el acento en este problema. Al hacer
el recuento de la importancia de un género
como la crónica para la literatura y la
historia hispanoamericanas, Monsiváis
se pregunta por qué se le ha menospreciado
tanto:
Ni el enorme
prestigio de la poesía, ni la seducción
omnipresente de la novela, son explicaciones
suficientes del desdén casi absoluto
por un género tan importante en las relaciones
entre literatura y sociedad, entre historia
y vida cotidiana, entre lector y formación
del gusto literario, entre información
y amenidad, entre testimonio y materia prima
de la ficción, entre periodismo y proyecto
de nación (Monsiváis, 1987b: 753).
Como si fuese
una especie de hijo bastardo, la crónica
ha sido desconsiderada por la crítica
literaria tradicional. Es por ello que Linda
Egan afirma que “toda la literatura latinoamericana
aloja una crónica en el desván”
(1995: 144). Revalorar las cualidades estéticas
de la que ha sido llamada “literatura bajo
presión” es el único medio
para reconocer el papel preponderante que dentro
de la tradición literaria ha tenido.
Respecto a la
crónica, existe un prejuicio extendido
que la sitúa fuera de toda consideración
estética debido a su carácter no-ficcional.
Una de las características de la crónica
es que debe estar elaborada en torno a un referente
público verdadero y común a los
lectores. Esta condición factual de la
escritura cronística no impide, sin embargo,
crear textos con autonomía estética
y de condición artística, así
como hacer uso de estrategias provenientes del
campo de la ficción. Su esencia literaria,
su invención de una nueva realidad, es
patente en toda una tradición que va de
Bernal Díaz del Castillo hasta Carlos
Monsiváis, pasando por Guillermo Prieto,
Martín Luis Guzmán, Artemio de
Valle-Arizpe, José Alvarado y Salvador
Novo, entre muchos otros. No exenta de artificios,
la crónica está anclada al mismo
tiempo a la realidad de la que da cuenta, y a
la ficción, cuyas técnicas utiliza
para crear un universo simbólico veraz.
“Ficción
de hechos” o “literatura sin ficción”
han sido fórmulas con que se ha intentado
definir a la crónica, debido a la manera
en que conjuga dos discursos (el literario y
el periodístico) al interior. De ahí
el debate en torno a su residencia principal:
¿género periodístico o literario?
Debate por lo demás anquilosado. Si bien
es cierto que la crónica se desenvuelve
en dos campos contradictorios, resulta infértil
tratar de encapsularla en sólo uno de
ellos. Literatura y periodismo concilian sus
diferencias en ella. Como afirman los editores
de una antología de jóvenes cronistas:
“Consideramos perfectamente rebasada la
polémica en torno de si la crónica
es periodismo o literatura. […] La crónica
y el reportaje […] han visto borrarse sus
fronteras entre lo periodístico y lo literario;
son hoy géneros anfibios” (Valverde
y Argüelles, 1992: 12).
Queda claro
que a pesar de tratar elementos de la vida cotidiana,
de poseer antes que nada un referente real, la
crónica llega a ser arte. Como afirma
Susana Rotker respecto a las crónicas
modernistas:
La condición
de texto autónomo dentro de la esfera
estético/ literaria no depende ni del
tema, ni de la referencialidad ni de la actualidad
[…] muchas de las crónicas modernistas,
al desprenderse de ambos elementos temporales,
han seguido teniendo valor como objetos textuales
en sí mismos. Es decir que, perdida con
los años la significación principal
que las crónicas pudieron tener para
el público lector de aquel entonces,
son discursos literarios por excelencia (1992:
111-112).
Además
de revalorar estas formas de expresión
como literatura, evitar el prejuicio de que la
literatura equivale a ficción (entendida
como irrealidad) no sólo permite transgredir
las premisas heredadas del clasicismo artístico
respecto a la autonomía de la forma, sino
también romper con la idea tradicional
de que existen “géneros menores”.
Frente a la “tenacidad de la Academia para
seguir sujetando una línea de demarcación
literaria que injustificadamente destierra los
discursos no-ficticios de la arena privilegiada
conferida a la alta cultura” (Egan, 2001:
83), es necesario legitimar la recuperación
de un género marginal como la crónica
y con ello transgredir la validez de las jerarquías
establecidas por el discurso rígido de
la Academia y la crítica literaria.
Además,
la reivindicación de la crónica
permite impugnar nuestras concepciones tradiciones
en torno a lo que entendemos por cultura. Si
la función que cumple la idea de poner
el acento en las culturas marginales es la de
contrastarla con los cánones establecidos,
del mismo modo, el uso de nociones estéticas
estructuradas a partir de lo popular constituye
un principio impugnador del canon culto, de las
formas heredadas de lo que se considera alta
cultura:
Esta nueva
postura conlleva el compromiso de explorar y
validar aquellos elementos condenados por la
alta cultura oficial como bárbaros e
indignos de consideración, a fin de transformarlos
estéticamente y, así, crear las
condiciones previas necesarias para el desarrollo
de una cultura nacional autónoma (Rowe
y Schelling, 1993: 241).
De ese modo
las fronteras entre lo que se consideraba cultura
popular y cultura elevada son desconsideradas
por el cronista como válidas para la interpretación
de la realidad. Su proyecto apunta a romper con
el tipo de rigideces del campo cultural que promueven
un pensamiento excluyente y de algún modo
refuerzan los controles ejercidos por las clases
dominantes. Lo anterior supone pensar el campo
cultural no como un sistema estático,
regido por dicotomías aparentemente simétricas
(lo culto/ lo vulgar, pureza/impureza, alta cultura/
baja cultura), sino por una dinámica continua
que permite una mirada capaz de atender fenómenos
transitorios, múltiples o híbridos1.
Frente a la
tendencia de concebir el espacio social como
un espacio simbólico homogéneo,
el cronista remarca las diferencias. Esto lo
hace en términos formales (la crónica
como espacio fronterizo en donde aparece lo
otro) y de manera explícita (un discurso
crítico frente al poder). Poner el acento
en las diferencias tiene como objetivo subvertir
las normas y las ideas convencionales. Al remarcar
la diversidad, el cronista busca disolver las
fronteras culturales en las que se basa la construcción
de lo nacional. En ese sentido, crea un discurso
ajeno al de la homogeneidad cultural (como lo
sería el discurso de la Unidad Nacional)
que a su interior permita la convivencia de distintas
realidades, y que puede hacer posible una conformación
más democrática e incluyente de
los diversos universos simbólicos existentes
en la sociedad.
Un aspecto interesante
de hace falta estudiar de forma más precisa
es la relación entre preocupaciones estéticas
y tradiciones democráticas en la crónica
contemporánea. Lo que supone analizar
la forma en que la transgresión
se lleva a cabo al interior de la crónica.
Fronteras
de la escritura, escritura de las fronteras
Juan Villoro afirma que la crónica consiste
en el arte de cruzar fronteras. La crónica
como género fronterizo busca disminuir
la distancia entre distintos géneros e
instaurar en un mismo texto la comunicación
entre discursos antes considerados antagónicos
o excluyentes: la crónica conjuga la narrativa
histórica con la ficción, el periodismo
con la literatura, liga la objetividad y la subjetividad,
la oralidad y la escritura. Género por
demás “camaleónico”,
la crónica posee así un carácter
híbrido y cambiante. En ella pueden rastrearse
a la vez los impulsos del ensayo y del testimonio,
de la crítica y de la ficción.
Esta condición híbrida le otorga
un sentido político a su escritura: le
provee de un carácter anticanónico.
La forma exterior
de un discurso posee importancia en la medida
en que constituye ya una organización
que puede ser interpretada como compromiso estético
y político. Según Frederic Jameson
la forma siempre se capta como contenido
(1989). El hecho de ser un “género
intermedio” (Kraniauskas, 1997), le permite
a la crónica infringir o violentar las
reglas, los límites establecidos por las
convenciones genéricas. Si los géneros
representan normas literarias que establecen
el contrato entre un escritor y un público
específico, la escritura cronística,
guiada por una voluntad de transgredir las normas,
busca romper con tales sistemas tradicionales
de regulación. Al ser un género
transdiscursivo, la crónica resulta ser
un relato que desafía de manera constante
la estabilidad del canon recibido, así
como los usos apropiados o tradicionales de un
artefacto cultural.
La hibridación
o transdiscursividad de la crónica funciona
así como un modo de infringir o violentar
las reglas, lo establecido. Su inherente voluntad
transgresora es el origen de su ambivalencia.
Como afirma John Kraniauskas se trata de una
escritura ambigua, “desde el punto de vista
genérico”, pero coherente “desde
el punto de vista político” (1997).
Podría decirse así que en la crónica
hay un traslado de las preocupaciones temáticas
a las preocupaciones formales, de modo que el
sentido deviene forma. De ese modo, la crónica
constituye un espacio escritural que rebasa las
fronteras tradicionales de la escritura y se
forja como una forma cultural esencialmente dialógica.
La crónica
es una obra fundamentalmente abierta. Abierta
a otras voces, a otros centros narrativos, a
otras interpretaciones y a otros discursos (a
través de citas, fotografías, canciones,
dichos populares o entrevistas), su escritura
constituye un diálogo constante con lo
otro. Este sentido dialógico supone un
imperativo para la crónica, que necesita
incluir en su interior la palabra ajena, precisa
establecer una relación con la voz de
otro para que su propia voz tenga sentido. La
crónica se vuelve así una forma
de reconocimiento: la otredad da sentido a la
existencia propia; uno mismo es otro. Por ello
es que podemos concebir a la crónica como
una obra pública, constituida por una
escritura de corte participativo.
Esta apertura
de la crónica, su capacidad para cruzar
fronteras e incluir al otro, también le
permite vincular un proyecto estético
con un imaginario político. A la par de
constituirse como creación estética,
la crónica posee un afán irrenunciable:
ejercer una valoración sobre la conducta
pública, moralizar. Esta doble
función de la crónica proviene
de su existencia desdoblada: la intención
propiamente testimonial —el relato y descripción
de los hechos—, viene acompañada
de una voluntad ensayística. La crónica
hace posible conjugar ambos horizontes: un proyecto
de reforma a través de la creación
de un universo artístico. La crónica
se vuelve así un medio estético
capaz de crear una totalidad autónoma
perdurable al tiempo de ejercer una función
crítica. En ella se puede ver cómo
la crítica social y la preocupación
estética dialogan, aparecen íntimamente
ligadas y se sostienen mutuamente. La crónica
traspasa la división tradicional entre
crítica y ficción, uniendo estética
y moral. De cierto modo presupone la reforma
de la sociedad en ambos sentidos: el social y
el espiritual. Podría decirse así
que su discurso narrativo se iguala a su proyecto
ideológico. Ambos se encuentran en el
mismo plano; uno a otro se sostienen.
Por lo demás,
la forma del relato supone cierta definición
ante dos problemáticas en correlación:
el lenguaje y la sociedad. La forma híbrida
y fragmentaria de la crónica supone la
existencia multicultural y fracturada de la vida
social, así como del discurso que expresa
a ésta. Su heterogeneidad escindida reproduce
en la narración los conflictos que fracturan
a su comunidad. Así, la crónica
constituye una escritura de frontera, una escritura
que busca representar la crisis y el conflicto
cultural que la sociedad vive. Pero también
un ejercicio de cohesión social. Si la
fragmentación del espacio público
ha traído consigo una fragmentación
del discurso y de la conciencia que versa sobre
él, el cronista buscará restablecer
cierta unidad a través de una estética
del fragmento. Como afirma McGee “la única
forma de ‘decirlo todo’ en nuestra
cultura fracturada es dar a los lectores/públicos
fragmentos densos, truncados, que les sugieran
a ellos un discurso terminado”
(McGee, citado en Ehrenhaus, c1993: 109-110).
La fragmentación del texto exige una lectura
atenta que dé coherencia y sentido a los
segmentos discursivos, cuya amalgama depende
en buena medida del lector. La crónica
aparece así como un ejercicio de sutura
que ordena o cierra lo que en la realidad
social se encuentra fragmentado o roto.
Hacia
el futuro: riesgos de la legitimidad
Para terminar quiero hacer un par de consideraciones
respecto a los conflictos que supone una escritura
de esta naturaleza. George Steiner plantea que
una de las funciones de la crítica consiste
en establecer vínculos entre las obras
del pasado y el presente, de modo tal que el
crítico se convierta en un intermediario
y en un custodio de la verdad del momento, aquel
que siempre nos recuerda que toda obra está
en una relación compleja y provisional
con el tiempo, una relación que cambia
de acuerdo a la época y a la forma en
que cada libro adquiere sentido e importancia
para los vivos. Lo mismo podría decirse
respecto a cada género (entre ellos la
crónica), que constituye una construcción
lingüística que determina un pacto
entre el lector y la obra, y cuyas funciones
se transforman de acuerdo a las relaciones que
establece con la realidad, siempre en movimiento,
como el hombre mismo.
En ese sentido,
si la crónica ha surgido como un género
transgresor en los últimos años
y de esa manera contribuye a esclarecer los fenómenos
del “boom del testimonio” y de “la
crisis de la representación”, sólo
puede hacerlo temporalmente. Las funciones que
tienen los géneros cambian respecto a
la época y al contexto, de modo que se
renuevan o se sustituyen. Es algo que ya había
visto Mijail Bajtín. Por ello existe un
riesgo latente en el auge que ha tenido la crónica
y el testimonio en general. En la medida en que
adquiera un carácter legítimo y
se normalice, es decir, quede situada en el centro
del espacio público y ya no en sus márgenes,
la crónica irá perdiendo capacidad
para transmitir los sentidos transgresores de
la comunidad de la cual surge. Tal es la paradoja
de todo proceso de institucionalización
cultural: cuando un discurso alternativo logra
abrir el espacio público para ser incluido
en él, disminuye la disidencia potencial
de su marginalidad frente a las formas instituidas
de la sociedad. Por eso es que toda lectura de
los márgenes supone una asimilación
de los mismos.
Elías
Canetti ha definido al escritor como “el
custodio de las metamorfosis”. Desde esta
perspectiva es posible pensar la tarea del cronista
como la de un guardián. Aquel que se encarga
de “mantener abiertos los canales de comunicación
entre los hombres” (Canetti, c1974:
357) y su pasado, de modo que nuestras vidas
no pierdan el vínculo con la tradición
humana. De su habilidad para enfrentar a través
de la escritura los nuevos retos que el mundo
depara, depende que la crónica pueda reconstituirse
en un espacio nuevamente liberador. El gran reto
del cronista consiste así en renovar su
tarea creativa de modo que pueda continuar encargándose
de que la tradición no sea un corpus
concluido, sino un espacio de enriquecimiento
y fuente de verdades fundamentales. Su fe no
puede dejar de lado la creencia de que todo proceso
de crisis puede renovar un horizonte de crítica
y en el mejor de los casos, anunciar un universo
de creación.
Notas:
1
Según
Stallybrass y White, tal “oposición
alto/bajo en cada uno de nuestros cuatro campos
simbólicos —formas psíquicas,
el cuerpo humano, el espacio geográfico
y el orden social— es una base fundamental
de los mecanismos de ordenamiento e interpretación”
de la cultura occidental, de modo que constituye
una grámatica cultural de control de las
significaciones (1986: 3).
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Mtro.
Jezreel Salazar Escalante
Imparte clases en la Facultad de Filosofía
y Letras de la UNAM y
en la Universidad del Claustro
de Sor Juana, México, D.F. Recientemente
obtuvo el Premio Nacional de Ensayo Alfonso Reyes
2004 por su trabajo La ciudad como texto. La crónica
urbana de Carlos Monsiváis. México. |