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2006

 

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El Mal: Un Tema Pendiente
 

Por Marina González
Número 49

Y mandó Yahvé Dios al hombre, diciendo:
“De cualquier árbol del jardín puedes comer,
mas del árbol del conocimiento de bien y del mal,
no comerás; porque el día en que comieres de él,
morirás sin remedio.”
Génesis 2, 16 – 17.

Cuando se aborda el estudio de la Ética, tradicionalmente suelen venir a la mesa de discusión términos relacionados como lo son el Bien, la Felicidad, las Virtudes, la Rectitud, el Deber, la Justicia y filósofos tan reconocidos como Stuart Mill por aquello del Bien, Aristóteles y su noción de Felicidad, A. Mcytire por Tras la virtud, el estricto I. Kant y su Deber ser, así como J. Rawls y su teoría de la Justicia. Sin embargo estos temas implican su concomitante “negativo”: el Mal, la Infelicidad, el Vicio, lo Incorrecto, la Injusticia; pero poco se dice acerca de estos términos considerados opuestos o “inhumanos” y cuando se habla de ellos se hace a través de una visión binaria y maniquea.

En la presente reflexión me interesa profundizar específicamente en la o las nociones sobre el Mal con el objetivo de: indagar su naturaleza, deconstruir sus significados y visualizar las funciones que han tenido éstos, con el presupuesto de que conocer el Mal y reconocerlo como humano nos permite conocernos y posiblemente hacernos cargo. Desconocerlo y estigmatizarlo como inhumano nos somete a la manipulación que se hace de lo que se designa como tal.

Abordemos entonces el tema del Mal desde la siguiente pregunta: El ser humano ¿es bueno o es malo? Esta misma pregunta se planteó Erich Fromm en su texto Ética y psicoanálisis1. Para Fromm, contestar a esta pregunta es la base fundamental de la Reflexión Ética pues si contestamos que el ser humano es bueno por naturaleza, entonces cómo explicar acontecimientos siempre presentes en la historia de la humanidad como es la violencia llevada al extremo de guerras nucleares. Pero si contestamos que el ser humano es malo por naturaleza, entonces, toda normatividad ética es contra natura, es decir, poco tenemos qué hacer para conducir la naturaleza humana y el discurso ético es una pérdida de tiempo. Vale pues la pena tratar de dar respuesta a la pregunta sobre la bondad o maldad del ser humano.

Sin embargo, antes de intentar dar respuesta debemos esperar un poco más para explicar un problema que surge cuando tratamos de definir al ser humano. Las Ciencias Sociales en su afán de delimitar y definir su objeto de estudio se han dado cuento de un problema en las condiciones de posibilidad de producir conocimiento en sus áreas de especialidad, al que llaman ceguera antropocéntrica. Pero ¿en qué consiste esta miopía? Pues bien, cuando un científico, digamos un botánico, desea indagar las propiedades de una flor, el sujeto de estudio –o sea el botánico– es un sujeto distinto de su objeto de estudio –o sea la flor–. En su proceso de investigación puede observar su apariencia externa, su forma de crecimiento, puede abrirla para observar sus componentes internos, puede diseccionarla para analizar la sobre vivencia de sus partes separadas del tallo, y en fin, puede después de finalizado su proceso de investigación, quedar con un gran conocimiento y sin ninguna flor, es decir, puede destruirla, matarla para conocerla y a él no le pasa nada: el sujeto de estudio es distinto del objeto estudiado. No es así en el proceso de investigación de las Ciencias Sociales. En éstas, el objeto a estudiar es el mismo sujeto que estudia, no puede realizar el proceso antes señalado sobre la flor porque al que observa, disecciona, destruye y mata es al hombre mismo, a sí mismo. Además de que todo juicio que emite sobre su objeto de estudio lo emite sobre sí mismo. En esta situación lo mínimo que pasa es que se produzca una opacidad en el conocimiento que consiste en que nos es imposible estudiarnos y hablar sobre nosotros mismos sin un dejo de subjetividad que impide el conocimiento objetivo, neutral y directo. Parece ser que sólo podemos acceder a nuestra condición a través del rodeo de los productos culturales que vamos dejando a nuestro paso por el camino de la historia. Así, el sujeto de estudio de las Ciencias Sociales realiza investigación sobre los productos culturales históricos y emite juicios acerca de los que cree que somos. Cabe agregar que esa ceguera antropológica nos lleva a emitir juicios de valor en los que la condición humana suele salir victoriosa, enaltecida con respecto a cualquier otra manifestación de vida. Por ello solemos decir que somos el ser más perfecto sobre la creación, amos y señores de la naturaleza y que como nuestra razón no hay mejor. Considerando lo dicho, si bien no podemos tener una certeza absoluta acerca de los que somos sí creamos ideas y conceptos sobre nosotros mismos y a partir de creer en esas ideas nos comportamos, interpretamos nuestra historia y nos proyectamos hacia el futuro. En este punto hay que agregar que se cierra un círculo de interpretación pues esas concepciones de nosotros mismos socializadas e institucionalizadas crean estructuras cohesionantes que nos delimitan a actuar de determinada manera cumpliendo ciertas expectativas más allá de nuestras posibilidades conscientes individuales, como dice Foucault, nos sujetan.

Relacionado lo dicho hasta aquí con el tema que nos ocupa podemos decir que si partimos de la propuesta de Ética como la reflexión filosófica sobre el comportamiento del ser humano en relación con un sentido, vale la pena indagar, pues, las visiones que tenemos acerca de nosotros mismos, y en este caso acerca de la idea o las ideas que hemos concebido en tormo al Mal para observar su funcionamiento, sentido y repercusiones. Pero es necesario para hacer Reflexión Ética hacer primero genealogía, es decir, indagar cuáles han sido los procesos de significación que han dado lugar a que determinados términos contengan unos significados y excluyan otros en una visión maniquea como ha sido el caso del concepto del Mal.

Una vez esclarecido el tipo de conocimiento que podemos tener en las Ciencias Sociales, y la necesidad de tomar en cuenta el asunto de la ceguera antropocéntrica podemos entonces saber qué tipo de respuesta podemos esperar de la pregunta de Fromm.

A lo largo de la historia de la humanidad han sido diversas y muy variadas las visiones que el ser humano ha tenido sobre sí mismo, y de ellas se han hecho numerosas clasificaciones que van desde la muy simple de distinguir concepciones individualistas de concepciones comunitaristas. Asimismo, podemos encontrar concepciones religiosas como la extendida judeo-cristiana o la musulmana, o la budista. Por otro lado, en la génesis de la modernidad, empezó a surgir una concepción que aún perdura hasta nuestros días que es la del ser humano con un poder racional que lo llevaría al desarrollo de la ciencia y la tecnología. Con S. Freud, paradójicamente, se puso en duda el dominio hegemónico de la razón y se propuso en cambio el poder del subconsciente y de las pulsaciones eróticas y tanáticas en el ser humano. En cambio, los conductistas como Skinner hablaban del condicionamiento humano al nivel del condicionamiento animal.

Cabe agregar que desde perspectivas muy distintas todas estas definiciones reproducen el mismo esquema: qué es el ser humano y a partir de lo que se define, cómo debe ser su comportamiento para el entendimiento de su ser y su supervivencia. Además, todas estas teorías tienen como trasfondo a veces explícitamente, y muchas veces implícitamente, la misma pregunta: ¿el ser humano es bueno o es malo?

En un intento de síntesis que no deja de ser reduccionista como toda síntesis, Erich Fromm hace una extrema división y distingue entre dos tipos de respuestas: Por un lado las que creen en la maldad inherente a la realidad humana y que conciben la vida como un camino de purificación hasta una especie de juicio final. Tal es el caso de concepciones tan opuestas como la judeocristiana, la platónica, o hobbesiana. Y, por otro lado las que creen en la bondad intrínseca del ser humano, el cual sólo comete el mal por ignorancia, tal es el caso de Sócrates y Aristóteles. Pero como decíamos antes, cualquiera de estas dos opciones nos presenta el problema de cómo explicar fenómenos opuestos: ni la absoluta maldad nos explica a Gandhi, ni la absoluta bondad nos explica a Hitler.

Quizá podríamos ensayar una tercera opción que parte del reconocimiento de la necesidad de profundizar más en el término que estamos empleando: el Mal. Una tercera opción que proporcione una luz por medio de la cual podamos iluminar la salida de esta gran dicotomía. Más allá de casarnos con una idea absolutista sobre la bondad o la maldad humana, centrarnos en los fenómenos. Me explico, históricamente observamos actos violentos, es una falsedad creer que en el pasado las cosas iban mejor y que ahora presenciamos la perdida de valores y verdaderos principios morales como las buenas y viejas conciencias nos lo dicen a cada momento. Por el contrario, también es difícil de sostener el decidido progreso de la conciencia moral, superior al de épocas antiguas, cuando renovadamente y con nuevos bríos surgen historias de individuos y grupos humanos inimaginablemente violentos. Es, por tanto, un hecho innegable de todas las época y todas las culturas la aparición de actos violentos, destrucción, aniquilamiento y muerte: el llamado Mal. La opción que propongo consiste en pensar en el Mal como un germen instado en la condición humana y los actos que realiza el ser concreto, producto de su insuficiencia y necesidad de supervivencia.

Pero partamos de la clarificación del término para poder posteriormente aventurarnos por esta tercera vía propuesta. Definiciones sobre esta palabra hay numerosas, en este caso nos centraremos en dos contradictorias pero simultáneas en la condición humana: (1) Como sinónimo de ausencia, negación, falta, carencia, límite, insuficiencia, finitud. Y (2) Como sinónimo de fuerza o pulsión empleada para transformar. Como ausencia nos servirá retomar los estudios hermenéuticos de Paul Ricoeur y su simbólica del mal; como fuerza o pulsión nos conduciremos por el camino que nos propone el etólogo Konrad Lorenz y su análisis de la agresión como pretendido mal moral.

Al hacer con Ricoeur genealogía podremos sacar a la luz las estructuras institucionales que nos han hecho pensarnos y actuar como lo hacemos hoy; al comprender la propuesta de Lorenz podemos intentar la posibilidad de pensarnos de otra manera y reencauzar el hecho incuestionable de fenómenos de agresión humana.

Paul Ricoeur: Un cuerpo muy pequeño para una imaginación tan grande
En su obra Finitud y culpabilidad, Ricoeur (1913 – 2005) pretende hacer una hermenéutica de la simbólica del mal, en la cual la exégesis de estos símbolos es la que prepara la inserción de los mitos en el conocimiento que el ser humano adquiere sobre sí mismo. En la simbólica del mal descubre el comienzo de la relación de los mitos prefilosóficos con el razonamiento filosófico en sí.

En Finitud y culpabilidad, Ricoeur elabora el concepto de labilidad para explicar el Mal. Pero aclaremos qué entiende por labilidad. Para Ricoeur la maldad o labilidad del hombre radica en el sentimiento de contingencia, en la experiencia de finitud que para Ricoeur es una de las raíces de la negación, en la posibilidad de falibilidad de la condición humana. El ser humano se da cuenta de su insignificancia y contingencia, de la posibilidad de no haber sido, de errar, pero al mismo tiempo su imaginación le provee de la capacidad de concebir la infinitud, la necesidad, el ser. Esta relación de finitud e infinitud es la que constituye el lugar ontológico entre el ser y la nada. Esta relación es la que convierte la limitación humana en sinónimo de labilidad, falibilidad, finitud; labilidad que ha tratado de contrastar el hombre a lo largo de la historia del pensamiento por medio de la razón que trasciende su carácter contingente y lo proyecta hacia lo infinito. Así pues, la contingencia se traduce en labilidad porque el hombre vislumbra la posibilidad de no haber sido, de dejar de ser y esto le aterra y busca en el concepto de espíritu una razón trascendental, en el sentido de trascender su contingencia.

Sin embargo, Ricoeur no sitúa el origen del mal en el ser humano, es decir, no afirma que la naturaleza humana sea mala en sí, sino que el ser humano solo es la ocasión (por su limitación) en la que se manifiesta lo finito y contingente: el Mal. Es decir, la limitación hace posible el mal. La labilidad del ser humano es el punto de menor resistencia por donde el mal puede penetrar en él. Hay todavía otra diferencia radical entre ser posibilidad y el hecho real de cometer el mal, y todavía hay una mayor diferencia entre la posibilidad y la culpa. Esta última posición –la de la culpa, la del hombre como ser caído– es la visión de la escolástica que continúa Descartes2 y que sigue hasta nuestros días por la vía de la concepción judeo-cristiana. Lo que tendríamos que pensar es por qué es que la labilidad del ser humano se convirtió en sinónimo de maldad, de deshumanización, cuando el hombre sólo puede ser malo dentro de las líneas de fuerza y de debilidad de sus funciones y de su destino3.

Hay un último aspecto positivo que descubre Ricoeur en la labilidad como posibilidad de caer. Labilidad, posibilidad, no es aún caída, acto; sin embargo concebir la debilidad humana nos permite reconocer la falibilidad humana. Concebirse como expuesto a infinidad de fallas, reconocerse como fundamentalmente humano y no como idealmente divino.

Así pues, Ricoeur procede en su libro a buscar las causas de la equívoca concepción de la labilidad como una caída y como culpabilidad; y lo hace indagando en diferentes manifestaciones míticas que tienen que ver con la exégesis de la simbología del mal: los símbolos primarios (mancha, pecado, culpabilidad), así como en los mitos escatológicos del principio y del fin. Sin embargo, por los límites y para los fines del presente trabajo, nos interesa solamente detenernos en las reflexiones que hace Ricoeur sobre El mito del alma desterrada y la salvación por el conocimiento, por la conexión que hay de este mito con las concepciones judeo-cristiana y racionalista del ser humano y las visiones más extendidas, dominantes y excluyentes sobre el Mal.

Precisamente uno de los dualismos antropológicos más antiguos y más difundidos en occidente es el del cuerpo-alma. Es tan antiguo que su origen se desconoce, pero el mito ya aparece en forma acabada desde el Orfismo con las características del cuerpo como cárcel del alma que le impide la purificación como vía de retorno a la divinidad, además de ser el alma la conexión con lo divino. Sin embargo, Ricoeur demuestra lo absurdo de la existencia que proclama el mito pues, el alma para purgar su error es destinada a un cuerpo donde deberá purificarse, pero a su vez, este cuerpo material impide su purificación; recordemos por ejemplo el mito de Sísifo. Asimismo, ya desde los mitos en los que se enraiza la filosofía platónica, se encuentran las relaciones de materia, caos, desorden en contraposición con alma, sentido, orden en visiones mitológicas de tipo escatológico.

Este mito se conecta en la filosofía platónica con el pensamiento propiamente filosófico y emprende así su camino hacia la filosofía occidental en renovadas concepciones en las que el alma, la razón y después el espíritu serán vistos como los elementos hegemónicos de la dualidad cuerpo–alma, res-extensa–res-cogitas, materia–espíritu.

Y entonces, ¿qué tipo de salvación corresponderá a este tipo de mal?:

El mito del alma desterrada contiene por excelencia el principio, la base y la promesa del <<conocimiento>>, de la <gnosis>>. Los órficos que, según Platón, dieron nombre al <<cuerpo>>; por el mismo hecho, lo dieron también al alma. Ahora bien, ese acto por el cual el hombre se percibe a sí mismo como alma, o, mejor dicho, se identifica a sí mismo como su alma y considera a su cuerpo como extraño, como algo distinto de sí –distinto de la pareja alternante de la vida y de la muerte–, ese acto purificador por antonomasia es el conocimiento. En esta toma de conciencia, en que el alma desterrada despierta a sus propios ojos, se encierra toda la <<filosofía>> de corte platónico y neoplatónico: así como el cuerpo es deseo y pasión, así el alma es el origen y principio de todo aislamiento y distanciamiento del logos con relación al cuerpo y su pathos; y todo conocimiento de cualquier cosa que sea, toda ciencia de cualquier materia que sea, se basa en ese conocimiento del cuerpo como deseo y de sí mismo como pensamiento, como el polo opuesto del deseo4.

Pero aún sin conocer el origen del mito, por la trascendencia que cobró a lo largo de la historia del pensamiento occidental, cabe preguntarse ¿por qué el cuerpo es visto como la cárcel del alma? Y, a partir de esta visión, ¿por qué lo material debe ser superado por lo espiritual?. Aunque en este momento no podemos contestar a estas preguntas, si seguimos a Foucault podemos decir que estas preguntas corresponden a una manera de pensarnos. ¿Qué pasaría si nos pensamos de otra manera? Es decir, ¿qué pasaría si pensamos el cuerpo como condición de posibilidad de la conciencia? De esta manera dejamos de pensar cuerpo-alma como dos realidades opuestas y contradictorias, de esa manera quizá lograremos diluir la dualidad cuerpo-alma. En este mismo orden de ideas: ¿por qué se empezó a pensar el mal a partir del cuerpo? Una posible respuesta sería porque el cuerpo termina, es finito; y se apuesta a que el espíritu, alma sea infinito porque el yo pensante (el acto de pensar) piensa en presente y solo estando en relación con el cuerpo es que puede pensar el tiempo, el cambio; por lo que hay que alejar al espíritu del cuerpo para evitar la sensación de contingencia. Pero se preguntaría Foucault ¿por qué seguir pensándolo así? Si bien el cuerpo nos pone en contacto con el movimiento, la contingencia, no sólo permite esto sino la misma posibilidad de la conciencia.

Ricoeur termina su libro Finitud y culpabilidad con una conclusión que lleva por título un aforismo por demás elocuente: "El símbolo da que pensar"; y explica la doble trayectoria del símbolo: por una parte pone algo de manifiesto, pero por otra, eso que pone de manifiesto da qué pensar.

Ricoeur pretende en esta conclusión dar las pautas de lo que llama una hermenéutica filosófica, dedicada en su caso al estudio del mito –en su caso, aunque podría aplicarse a cualquier manifestación artística por su categoría de símbolo–, que desde mi punto de vista sería un camino de experiencia de la existencia humana, pues el estudio y comprensión de las diversas manifestaciones de formas míticas nos acercan –a través del camino de la interpretación– a la posibilidad de pensarnos de otra manera y descubrir las múltiples posibilidades de nuestro ser y las implicaciones éticas de éstas.

Konrad Lorenz: La fiera que llevamos dentro
Pasemos ahora a revisar la concepción del mal como sinónimo de fuerza o pulsión empleada para transformar. Anteriormente mencioné que para revisar la noción del Mal como fuerza o pulsión nos conduciremos por el camino que nos propone el etólogo Konrad Lorenz (1903 - 1989) y su análisis de la agresión como pretendido mal moral. La idea es que al comprender la propuesta de Lorenz podemos intentar la posibilidad de pensarnos de otra manera y reencauzar el hecho incuestionable de fenómenos de agresión humana.

Si bien es cierto que pocos son los filósofos que se sitúan explícitamente en la concepción del ser humano como un ser decadente autodestructivo5, un área de reflexión que nos revela esta postura y que debemos tomar en serio es la de la violencia humana. Violencia que de una u otra manera es la condición que subyace y se potencia en concepciones éticas competitivas, individualistas y utilitaristas como es la ética liberal de R. Nozick. Pero también en visiones escatológicas del mundo que proclaman el fin de los valores, de la humanidad, la pérdida de rumbo.

El etólogo6 Konrad Lorenz en su obra Sobre la agresión (1971)7 es el autor que más ha estudiado el tema de la violencia humana. En este texto Lorenz expone sus investigaciones y deducciones acerca de la agresividad intrahumana como un factor de supervivencia de los mismos miembros de la especie. Un factor que incluso debe persistir pues afirma que destruirlo puede llevar a algunas especies, incluyendo la humana a desequilibrios sociales que impedirían la integración y la subsistencia en su comunidad.

Partiendo de las especies que investiga, Lorenz afirma que en ellas la agresión tiene varias características, a saber: (1) Se presenta en todas las especies estudiadas. (2) La violencia entre especies tiene una función de supervivencia, sin ella, las especies serían incapaces de sobrevivir a las amenazas de depredadores en un mismo nicho ecológico. (3) Se observa que en la mayoría de las especies la agresión es innata, es decir, no es producto del aprendizaje. (4) No sólo se observa violencia entre las especies sino violencia intraespecífica. (5) La violencia intraespecífica tiene varias funciones, en algunos casos sirve para delimitar el terreno y el alimento cuando éstos son escasos, en otras ocasiones se presenta como violencia que funciona como mecanismo de fomento de la agresión interespecífica a través de rituales o prácticas de los adultos hacia los miembros más jóvenes de la misma especie, con el fin perfeccionar los instintos innatos de violencia y asegurar la supervivencia de la especie, (6) (lo que más interesa para nuestro tema) Se observan mecanismos de inhibición de la violencia intraespecífica. Es decir, a pesar de los rituales de fomento de la violencia entre los miembros de la especie que sirven para fortalecer la violencia innata, estos rituales chocan con instintos que impiden que se llegue a un grave daño, incluso a asestar le golpe final que produzca la muerte intraespecífica. Rituales que van desde ofrecer la parte más vulnerable del cuerpo por parte del miembro que ve perdida la batalla lo cual desata una reacción de disminución de la violencia por parte del que va venciendo, hasta mecanismos inhibidores de los miembros mayores y más fuertes ante los colores, formas, movimientos y jugueteos de los miembros más jóvenes.

Con todas estas observaciones, Lorenz llega a tres conclusiones: el origen innato de la violencia interespecífica e intraespecífica, al valor de supervivencia de la misma y a los mecanismos inhibidores que impiden la autoaniquilación de la especie.

Lorenz traslada sus investigaciones sobre la violencia al campo de la acción humana y trata de analizar la violencia de ésta como el pretendido mal. Para él las conclusiones alcanzadas en las especies animales estudiadas se aplican a los fenómenos de violencia encontrados en la historia de las culturas, sólo que en el ser humano ha intervenido un nuevo factor. Si bien la violencia animal como mecanismo de supervivencia debe realizarse frente a frente de individuo a individuo, en el caso del ser humano, el uso de la razón lo ha llevado a inventar herramientas (armas) que lo alejan de la necesidad de enfrentarse frente a frente con el otro. Los mecanismos que antes servía para inhibir la violencia intraespecífica ya no resultan en el ser humano porque al agredir al otro ya no lo hace cara a cara, ya no ve los resultados de su acción, las armas lo han alejado de sus víctimas y los mecanismos de inhibición ya no operan.

Aunque Lorenz da un sesgo de supervivencia a sus estudios sobre la violencia humana, acepta que es necesario reconducirla si es que no queremos convertirla en un factor de autodestrucción de la vida misma, dado el gran desarrollo que han adquirido los mecanismos de violencia actuales.

Si bien es cierto que las investigaciones y generalizaciones de Lorenz son actualmente cuestionadas en el ámbito científico y filosófico, lo cierto es que su concepción sobre la violencia innata de los seres humanos es una creencia extendida en muchos grupos humanos, creencia que justifica las acciones de competitividad, deslealtad, intolerancia, agresión y muerte, resultando con ello altamente improductiva cualquier apelación a las normas morales y éticas. En este sentido la línea progresiva de tiempo que representaba la concepción racionalista se revela como una línea torcida hacia la peor decadencia.

Lorenz finalmente recomienda en su obra sobre la agresión que en vez de tratar de abolir la agresión humana puede y debe ser encausada por otras vías no mortales como lo son el deporte y la risa. El deporte como forma de competitividad pero acompañada del compañerismo del equipo y sin resultados catastróficos; y la risa como forma de reconocimiento de nuestra propia nulidad frente a la infinitud del universo.

La contingencia de la que nos hablaba Ricoeur es aquí relacionada con la posibilidad de autodestrucción que nos revela Lorenz si no somos capaces de reconocer la violencia intraespecífica y los límites a los que ha llegado ésta. Así la risa que nos propone Lorenz resulta ser esa forma de reconocernos como humanamente violentos cuando nos aterra nuestra propia finitud y contingencia.

En este sentido sale a la luz una intuición que puede ser reveladora. Hay dos textos literarios que podemos recordar. Por una parte la novela del premio Nobel Herman Hesse intitulada El lobo estepario8 . En ella, un hombre que se reconoce a sí mismo como un ser dual, un hombre civilizado, intelectual que desprecia todo aquello que tiene que ver con la sensibilidad, pero también una bestia, un lobo que rumia su condición dual y que constantemente se ve sometido por su labilidad, su pasión, sus sentidos. Toda la novela de Hesse es el viaje de este lobo estepario que intenta desatarse de la idea que tiene de sí mismo como razón y pasión siempre en guerra. Pero lo que descubre en este camino es que se ha construido una idea de sí mismo demasiado reduccionista, que no es sólo razón y cuerpo sino que es muchas otras facetas imbricadas más, y en última instancia que su corporeidad es la condición de posibilidad de todo lo que es. Finalmente, el lobo estepario llega al termino de su viaje de autoconocimiento pero no logra reconocer y conciliarse con todas esas manifestaciones de su ser, por lo que es sometido al castigo que consiste en una gran risa por parte de todos los que trataron de mostrarle todas las caras que tenía.

De manera similar podemos recordar la famosa novela del semiólogo Umberto Ecco que fue llevada a la pantalla grande: El nombre de la rosa. Esta obra nos sitúa en una vieja abadía medieval, en la cual se han dado una serie de muertes misteriosas. Al lugar llega para investigar y esclarecer lo sucedido el monje William de Bascqerville protagonizado por Sean Connery y su ingenuo y joven discípulo. No tarda mucho el ingenioso investigador en descubrir que todos los monjes muertos poco antes de morir leen un mismo libro cuyas páginas están envenenadas, de tal manera que cuando el desprevenido lector da vuelta a las hojas al mojarse los dedos para facilitar el acto va chupando el veneno que éstas contienen. El misterio está resuelto pero Bascqerville quiere saber por qué está envenenado el tan atractivo libro. Pues bien, resulta que ese libro era un texto prohibido, el que Aristóteles escribió después de la Metafísica, era El libro de la Risa. Pero por qué un libro sobre la risa fue prohibido, porque la risa y específicamente la risa sobre sí mismo y sobre todo lo sagrado implicaba un poder que colocaba al hombre por encima de los dogmas religiosos y del mismo Dios. No era por tanto bueno, que alguno poseyera este poder, sino que todos estuvieran sometidos a la ignorancia y por tanto al miedo.

Estigmatizar la labilidad humana como el Mal es alejarnos del conocimiento sobre nosotros mismos, es negar y desconocer nuestra contingencia en un afán por hacernos trascendentes, inmortales a través de la superación del espíritu, es tomarnos demasiado en serio. Reconocer nuestra labilidad y contingencia desmonta nuestra seriedad, la rigidez con la que nos juzgamos y juzgamos al otro, pero nos libera en una franca carcajada y nos permite reconocer en la labilidad del otro nuestra propia labilidad y así producir una nueva forma de inhibición de la violencia que impida que los niveles de destrucción a los que hemos llegado con el desarrollo tecnológico nos autodestruyan. De no hacerlo entonces sí estaríamos frente a una sola burla funesta y definitiva.


Notas:

1 Fromm, Erich. Ética y Psicoanálisis. Decimocuarta reimpresión. Fondo de Cultura Económica. México, 1986.
2 Cfr. Ricoeur. Paul. Finitud y culpabilidad. Editorial Taurus. Madrid, 1982. Pág. 157.
3 Cfr. Ricoeur, Paul. Ibid. Pág. 159.
4 Ricoeur, Paul. Ibid. Págs. 446- 447.
5 Nuevamente nuestra condición de sujetos de auto-conocimiento nos impide reconocer explícitamente cierta minusvalía y más bien tendemos a sobrevaluar nuestras capacidades humanas, problema que hemos llamado ceguera antropocéntrica.
6 La etología es la ciencia que estudia el comportamiento del ser humano, pero a diferencia de la psicología en general que considera que el comportamiento humano es producto de impulsos individuales adquiridos, los etólogos consideran que los comportamientos se fundamenta en acciones grupales innatas.
7 Lorenz, Konrad. Sobre la agresión. Siglo XXI editores. México, 1971.
8 Hesse, Herman, El lobo estepario. Ed. Época. México, 1977.


Referencias:

Biblia. Mons. Dr. Juan Straubinger, comentarista. Traducción directa de textos primitivos. México, 1969.
Ecco, Umberto. El nombre de la rosa. RBA Editores. Barcelona, 1994.
Fromm, Erich. Ética y Psicoanálisis. Decimocuarta reimpresión. Fondo de Cultura Económica. México, 1986.
Hesse, Herman, El lobo estepario. Ed. Época. México, 1977.
Lorenz, Konrad. Sobre la agresión. Siglo XXI editores. México, 1971.
Ricoeur, Paul . Finitud y Culpabilidad. Editorial Taurus. Madrid, 1982.


Dra. Marina González Martínez
Profesora del Departamento de Estudios Sociales del ITESM Campus Estado de México, México.