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Por Marina González
Número
49
Y
mandó Yahvé Dios al hombre, diciendo:
“De cualquier árbol del jardín
puedes comer,
mas del árbol del conocimiento de bien
y del mal,
no comerás; porque el día en que
comieres de él,
morirás sin remedio.”
Génesis 2, 16 – 17.
Cuando se aborda
el estudio de la Ética, tradicionalmente
suelen venir a la mesa de discusión términos
relacionados como lo son el Bien, la Felicidad,
las Virtudes, la Rectitud, el Deber, la Justicia
y filósofos tan reconocidos como Stuart
Mill por aquello del Bien, Aristóteles
y su noción de Felicidad, A. Mcytire por
Tras la virtud, el estricto I. Kant y su Deber
ser, así como J. Rawls y su teoría
de la Justicia. Sin embargo estos temas implican
su concomitante “negativo”: el Mal,
la Infelicidad, el Vicio, lo Incorrecto, la Injusticia;
pero poco se dice acerca de estos términos
considerados opuestos o “inhumanos”
y cuando se habla de ellos se hace a través
de una visión binaria y maniquea.
En la presente
reflexión me interesa profundizar específicamente
en la o las nociones sobre el Mal con el objetivo
de: indagar su naturaleza, deconstruir sus significados
y visualizar las funciones que han tenido éstos,
con el presupuesto de que conocer el Mal y reconocerlo
como humano nos permite conocernos y posiblemente
hacernos cargo. Desconocerlo y estigmatizarlo
como inhumano nos somete a la manipulación
que se hace de lo que se designa como tal.
Abordemos entonces
el tema del Mal desde la siguiente pregunta:
El ser humano ¿es bueno o es malo? Esta
misma pregunta se planteó Erich Fromm
en su texto Ética y psicoanálisis1.
Para Fromm, contestar a esta pregunta es la base
fundamental de la Reflexión Ética
pues si contestamos que el ser humano es bueno
por naturaleza, entonces cómo explicar
acontecimientos siempre presentes en la historia
de la humanidad como es la violencia llevada
al extremo de guerras nucleares. Pero si contestamos
que el ser humano es malo por naturaleza, entonces,
toda normatividad ética es contra
natura, es decir, poco tenemos qué
hacer para conducir la naturaleza humana y el
discurso ético es una pérdida de
tiempo. Vale pues la pena tratar de dar respuesta
a la pregunta sobre la bondad o maldad del ser
humano.
Sin embargo,
antes de intentar dar respuesta debemos esperar
un poco más para explicar un problema
que surge cuando tratamos de definir al ser humano.
Las Ciencias Sociales en su afán de delimitar
y definir su objeto de estudio se han dado cuento
de un problema en las condiciones de posibilidad
de producir conocimiento en sus áreas
de especialidad, al que llaman ceguera antropocéntrica.
Pero ¿en qué consiste esta miopía?
Pues bien, cuando un científico, digamos
un botánico, desea indagar las propiedades
de una flor, el sujeto de estudio –o sea
el botánico– es un sujeto distinto
de su objeto de estudio –o sea la flor–.
En su proceso de investigación puede observar
su apariencia externa, su forma de crecimiento,
puede abrirla para observar sus componentes internos,
puede diseccionarla para analizar la sobre vivencia
de sus partes separadas del tallo, y en fin,
puede después de finalizado su proceso
de investigación, quedar con un gran conocimiento
y sin ninguna flor, es decir, puede destruirla,
matarla para conocerla y a él no le pasa
nada: el sujeto de estudio es distinto del objeto
estudiado. No es así en el proceso de
investigación de las Ciencias Sociales.
En éstas, el objeto a estudiar es el mismo
sujeto que estudia, no puede realizar el proceso
antes señalado sobre la flor porque al
que observa, disecciona, destruye y mata es al
hombre mismo, a sí mismo. Además
de que todo juicio que emite sobre su objeto
de estudio lo emite sobre sí mismo. En
esta situación lo mínimo que pasa
es que se produzca una opacidad en el conocimiento
que consiste en que nos es imposible estudiarnos
y hablar sobre nosotros mismos sin un dejo de
subjetividad que impide el conocimiento objetivo,
neutral y directo. Parece ser que sólo
podemos acceder a nuestra condición a
través del rodeo de los productos culturales
que vamos dejando a nuestro paso por el camino
de la historia. Así, el sujeto de estudio
de las Ciencias Sociales realiza investigación
sobre los productos culturales históricos
y emite juicios acerca de los que cree que somos.
Cabe agregar que esa ceguera antropológica
nos lleva a emitir juicios de valor en los que
la condición humana suele salir victoriosa,
enaltecida con respecto a cualquier otra manifestación
de vida. Por ello solemos decir que somos el
ser más perfecto sobre la creación,
amos y señores de la naturaleza y que
como nuestra razón no hay mejor. Considerando
lo dicho, si bien no podemos tener una certeza
absoluta acerca de los que somos sí creamos
ideas y conceptos sobre nosotros mismos y a partir
de creer en esas ideas nos comportamos, interpretamos
nuestra historia y nos proyectamos hacia el futuro.
En este punto hay que agregar que se cierra un
círculo de interpretación pues
esas concepciones de nosotros mismos socializadas
e institucionalizadas crean estructuras cohesionantes
que nos delimitan a actuar de determinada manera
cumpliendo ciertas expectativas más allá
de nuestras posibilidades conscientes individuales,
como dice Foucault, nos sujetan.
Relacionado
lo dicho hasta aquí con el tema que nos
ocupa podemos decir que si partimos de la propuesta
de Ética como la reflexión filosófica
sobre el comportamiento del ser humano en relación
con un sentido, vale la pena indagar, pues, las
visiones que tenemos acerca de nosotros mismos,
y en este caso acerca de la idea o las ideas
que hemos concebido en tormo al Mal para observar
su funcionamiento, sentido y repercusiones. Pero
es necesario para hacer Reflexión Ética
hacer primero genealogía, es decir, indagar
cuáles han sido los procesos de significación
que han dado lugar a que determinados términos
contengan unos significados y excluyan otros
en una visión maniquea como ha sido el
caso del concepto del Mal.
Una vez esclarecido
el tipo de conocimiento que podemos tener en
las Ciencias Sociales, y la necesidad de tomar
en cuenta el asunto de la ceguera antropocéntrica
podemos entonces saber qué tipo de respuesta
podemos esperar de la pregunta de Fromm.
A lo largo de
la historia de la humanidad han sido diversas
y muy variadas las visiones que el ser humano
ha tenido sobre sí mismo, y de ellas se
han hecho numerosas clasificaciones que van desde
la muy simple de distinguir concepciones individualistas
de concepciones comunitaristas. Asimismo, podemos
encontrar concepciones religiosas como la extendida
judeo-cristiana o la musulmana, o la budista.
Por otro lado, en la génesis de la modernidad,
empezó a surgir una concepción
que aún perdura hasta nuestros días
que es la del ser humano con un poder racional
que lo llevaría al desarrollo de la ciencia
y la tecnología. Con S. Freud, paradójicamente,
se puso en duda el dominio hegemónico
de la razón y se propuso en cambio el
poder del subconsciente y de las pulsaciones
eróticas y tanáticas en el ser
humano. En cambio, los conductistas como Skinner
hablaban del condicionamiento humano al nivel
del condicionamiento animal.
Cabe agregar
que desde perspectivas muy distintas todas estas
definiciones reproducen el mismo esquema: qué
es el ser humano y a partir de lo que se define,
cómo debe ser su comportamiento para el
entendimiento de su ser y su supervivencia. Además,
todas estas teorías tienen como trasfondo
a veces explícitamente, y muchas veces
implícitamente, la misma pregunta: ¿el
ser humano es bueno o es malo?
En un intento
de síntesis que no deja de ser reduccionista
como toda síntesis, Erich Fromm hace una
extrema división y distingue entre dos
tipos de respuestas: Por un lado las que creen
en la maldad inherente a la realidad humana y
que conciben la vida como un camino de purificación
hasta una especie de juicio final. Tal es el
caso de concepciones tan opuestas como la judeocristiana,
la platónica, o hobbesiana. Y, por otro
lado las que creen en la bondad intrínseca
del ser humano, el cual sólo comete el
mal por ignorancia, tal es el caso de Sócrates
y Aristóteles. Pero como decíamos
antes, cualquiera de estas dos opciones nos presenta
el problema de cómo explicar fenómenos
opuestos: ni la absoluta maldad nos explica a
Gandhi, ni la absoluta bondad nos explica a Hitler.
Quizá
podríamos ensayar una tercera opción
que parte del reconocimiento de la necesidad
de profundizar más en el término
que estamos empleando: el Mal. Una tercera opción
que proporcione una luz por medio de la cual
podamos iluminar la salida de esta gran dicotomía.
Más allá de casarnos con una idea
absolutista sobre la bondad o la maldad humana,
centrarnos en los fenómenos. Me explico,
históricamente observamos actos violentos,
es una falsedad creer que en el pasado las cosas
iban mejor y que ahora presenciamos la perdida
de valores y verdaderos principios morales como
las buenas y viejas conciencias nos lo dicen
a cada momento. Por el contrario, también
es difícil de sostener el decidido progreso
de la conciencia moral, superior al de épocas
antiguas, cuando renovadamente y con nuevos bríos
surgen historias de individuos y grupos humanos
inimaginablemente violentos. Es, por tanto, un
hecho innegable de todas las época y todas
las culturas la aparición de actos violentos,
destrucción, aniquilamiento y muerte:
el llamado Mal. La opción que propongo
consiste en pensar en el Mal como un germen instado
en la condición humana y los actos que
realiza el ser concreto, producto de su insuficiencia
y necesidad de supervivencia.
Pero partamos
de la clarificación del término
para poder posteriormente aventurarnos por esta
tercera vía propuesta. Definiciones sobre
esta palabra hay numerosas, en este caso nos
centraremos en dos contradictorias pero simultáneas
en la condición humana: (1) Como sinónimo
de ausencia, negación, falta, carencia,
límite, insuficiencia, finitud. Y (2)
Como sinónimo de fuerza o pulsión
empleada para transformar. Como ausencia nos
servirá retomar los estudios hermenéuticos
de Paul Ricoeur y su simbólica del mal;
como fuerza o pulsión nos conduciremos
por el camino que nos propone el etólogo
Konrad Lorenz y su análisis de la agresión
como pretendido mal moral.
Al hacer con Ricoeur genealogía podremos
sacar a la luz las estructuras institucionales
que nos han hecho pensarnos y actuar como lo
hacemos hoy; al comprender la propuesta de Lorenz
podemos intentar la posibilidad de pensarnos
de otra manera y reencauzar el hecho incuestionable
de fenómenos de agresión humana.
Paul
Ricoeur: Un cuerpo muy pequeño para una
imaginación tan grande
En
su obra Finitud y culpabilidad, Ricoeur
(1913 – 2005) pretende hacer una hermenéutica
de la simbólica del mal, en la cual la
exégesis de estos símbolos es la
que prepara la inserción de los mitos
en el conocimiento que el ser humano adquiere
sobre sí mismo. En la simbólica
del mal descubre el comienzo de la relación
de los mitos prefilosóficos con el razonamiento
filosófico en sí.
En Finitud
y culpabilidad, Ricoeur elabora el concepto
de labilidad para explicar el Mal. Pero aclaremos
qué entiende por labilidad. Para Ricoeur
la maldad o labilidad del hombre radica en el
sentimiento de contingencia, en la experiencia
de finitud que para Ricoeur es una de las raíces
de la negación, en la posibilidad de falibilidad
de la condición humana. El ser humano
se da cuenta de su insignificancia y contingencia,
de la posibilidad de no haber sido, de errar,
pero al mismo tiempo su imaginación le
provee de la capacidad de concebir la infinitud,
la necesidad, el ser. Esta relación de
finitud e infinitud es la que constituye el lugar
ontológico entre el ser y la nada. Esta
relación es la que convierte la limitación
humana en sinónimo de labilidad, falibilidad,
finitud; labilidad que ha tratado de contrastar
el hombre a lo largo de la historia del pensamiento
por medio de la razón que trasciende su
carácter contingente y lo proyecta hacia
lo infinito. Así pues, la contingencia
se traduce en labilidad porque el hombre vislumbra
la posibilidad de no haber sido, de dejar de
ser y esto le aterra y busca en el concepto de
espíritu una razón trascendental,
en el sentido de trascender su contingencia.
Sin embargo,
Ricoeur no sitúa el origen del mal en
el ser humano, es decir, no afirma que la naturaleza
humana sea mala en sí, sino que el ser
humano solo es la ocasión (por su limitación)
en la que se manifiesta lo finito y contingente:
el Mal. Es decir, la limitación hace posible
el mal. La labilidad del ser humano es el punto
de menor resistencia por donde el mal puede penetrar
en él. Hay todavía otra diferencia
radical entre ser posibilidad y el hecho real
de cometer el mal, y todavía hay una mayor
diferencia entre la posibilidad y la culpa. Esta
última posición –la de la
culpa, la del hombre como ser caído–
es la visión de la escolástica
que continúa Descartes2
y que sigue hasta nuestros días por la
vía de la concepción judeo-cristiana.
Lo que tendríamos que pensar es por qué
es que la labilidad del ser humano se convirtió
en sinónimo de maldad, de deshumanización,
cuando el hombre sólo puede ser malo
dentro de las líneas de fuerza y de debilidad
de sus funciones y de su destino3.
Hay un último
aspecto positivo que descubre Ricoeur en la labilidad
como posibilidad de caer. Labilidad, posibilidad,
no es aún caída, acto; sin embargo
concebir la debilidad humana nos permite reconocer
la falibilidad humana. Concebirse como expuesto
a infinidad de fallas, reconocerse como fundamentalmente
humano y no como idealmente divino.
Así pues,
Ricoeur procede en su libro a buscar las causas
de la equívoca concepción de la
labilidad como una caída y como culpabilidad;
y lo hace indagando en diferentes manifestaciones
míticas que tienen que ver con la exégesis
de la simbología del mal: los símbolos
primarios (mancha, pecado, culpabilidad), así
como en los mitos escatológicos del principio
y del fin. Sin embargo, por los límites
y para los fines del presente trabajo, nos interesa
solamente detenernos en las reflexiones que hace
Ricoeur sobre El mito del alma desterrada
y la salvación por el conocimiento,
por la conexión que hay de este mito con
las concepciones judeo-cristiana y racionalista
del ser humano y las visiones más extendidas,
dominantes y excluyentes sobre el Mal.
Precisamente
uno de los dualismos antropológicos más
antiguos y más difundidos en occidente
es el del cuerpo-alma. Es tan antiguo que su
origen se desconoce, pero el mito ya aparece
en forma acabada desde el Orfismo con las características
del cuerpo como cárcel del alma que le
impide la purificación como vía
de retorno a la divinidad, además de ser
el alma la conexión con lo divino. Sin
embargo, Ricoeur demuestra lo absurdo de la existencia
que proclama el mito pues, el alma para purgar
su error es destinada a un cuerpo donde deberá
purificarse, pero a su vez, este cuerpo material
impide su purificación; recordemos por
ejemplo el mito de Sísifo. Asimismo, ya
desde los mitos en los que se enraiza la filosofía
platónica, se encuentran las relaciones
de materia, caos, desorden en contraposición
con alma, sentido, orden en visiones mitológicas
de tipo escatológico.
Este mito se
conecta en la filosofía platónica
con el pensamiento propiamente filosófico
y emprende así su camino hacia la filosofía
occidental en renovadas concepciones en las que
el alma, la razón y después el
espíritu serán vistos como los
elementos hegemónicos de la dualidad cuerpo–alma,
res-extensa–res-cogitas, materia–espíritu.
Y entonces,
¿qué tipo de salvación corresponderá
a este tipo de mal?:
El mito del
alma desterrada contiene por excelencia el principio,
la base y la promesa del <<conocimiento>>,
de la <gnosis>>. Los órficos
que, según Platón, dieron nombre
al <<cuerpo>>; por el mismo hecho,
lo dieron también al alma. Ahora bien,
ese acto por el cual el hombre se percibe a
sí mismo como alma, o, mejor dicho, se
identifica a sí mismo como su alma y
considera a su cuerpo como extraño, como
algo distinto de sí –distinto de
la pareja alternante de la vida y de la muerte–,
ese acto purificador por antonomasia es el conocimiento.
En esta toma de conciencia, en que el alma desterrada
despierta a sus propios ojos, se encierra toda
la <<filosofía>> de corte
platónico y neoplatónico: así
como el cuerpo es deseo y pasión, así
el alma es el origen y principio de todo aislamiento
y distanciamiento del logos con relación
al cuerpo y su pathos; y todo conocimiento de
cualquier cosa que sea, toda ciencia de cualquier
materia que sea, se basa en ese conocimiento
del cuerpo como deseo y de sí mismo como
pensamiento, como el polo opuesto del deseo4.
Pero aún
sin conocer el origen del mito, por la trascendencia
que cobró a lo largo de la historia del
pensamiento occidental, cabe preguntarse ¿por
qué el cuerpo es visto como la cárcel
del alma? Y, a partir de esta visión,
¿por qué lo material debe ser superado
por lo espiritual?. Aunque en este momento no
podemos contestar a estas preguntas, si seguimos
a Foucault podemos decir que estas preguntas
corresponden a una manera de pensarnos. ¿Qué
pasaría si nos pensamos de otra manera?
Es decir, ¿qué pasaría si
pensamos el cuerpo como condición de posibilidad
de la conciencia? De esta manera dejamos de pensar
cuerpo-alma como dos realidades opuestas y contradictorias,
de esa manera quizá lograremos diluir
la dualidad cuerpo-alma. En este mismo orden
de ideas: ¿por qué se empezó
a pensar el mal a partir del cuerpo? Una posible
respuesta sería porque el cuerpo termina,
es finito; y se apuesta a que el espíritu,
alma sea infinito porque el yo pensante (el acto
de pensar) piensa en presente y solo estando
en relación con el cuerpo es que puede
pensar el tiempo, el cambio; por lo que hay que
alejar al espíritu del cuerpo para evitar
la sensación de contingencia. Pero se
preguntaría Foucault ¿por qué
seguir pensándolo así? Si bien
el cuerpo nos pone en contacto con el movimiento,
la contingencia, no sólo permite esto
sino la misma posibilidad de la conciencia.
Ricoeur termina
su libro Finitud y culpabilidad con
una conclusión que lleva por título
un aforismo por demás elocuente: "El
símbolo da que pensar"; y explica
la doble trayectoria del símbolo: por
una parte pone algo de manifiesto, pero por otra,
eso que pone de manifiesto da qué pensar.
Ricoeur pretende
en esta conclusión dar las pautas de lo
que llama una hermenéutica filosófica,
dedicada en su caso al estudio del mito –en
su caso, aunque podría aplicarse a cualquier
manifestación artística por su
categoría de símbolo–, que
desde mi punto de vista sería un camino
de experiencia de la existencia humana, pues
el estudio y comprensión de las diversas
manifestaciones de formas míticas nos
acercan –a través del camino de
la interpretación– a la posibilidad
de pensarnos de otra manera y descubrir las múltiples
posibilidades de nuestro ser y las implicaciones
éticas de éstas.
Konrad
Lorenz: La fiera que llevamos dentro
Pasemos
ahora a revisar la concepción del mal
como sinónimo de fuerza o pulsión
empleada para transformar. Anteriormente mencioné
que para revisar la noción del Mal como
fuerza o pulsión nos conduciremos por
el camino que nos propone el etólogo Konrad
Lorenz (1903 - 1989) y su análisis de
la agresión como pretendido mal moral.
La idea es que al comprender la propuesta de
Lorenz podemos intentar la posibilidad de pensarnos
de otra manera y reencauzar el hecho incuestionable
de fenómenos de agresión humana.
Si bien es cierto
que pocos son los filósofos que se sitúan
explícitamente en la concepción
del ser humano como un ser decadente autodestructivo5,
un área de reflexión que nos revela
esta postura y que debemos tomar en serio es
la de la violencia humana. Violencia que de una
u otra manera es la condición que subyace
y se potencia en concepciones éticas competitivas,
individualistas y utilitaristas como es la ética
liberal de R. Nozick. Pero también en
visiones escatológicas del mundo que proclaman
el fin de los valores, de la humanidad, la pérdida
de rumbo.
El etólogo6
Konrad Lorenz en su obra Sobre la agresión
(1971)7
es el autor que más ha estudiado el tema
de la violencia humana. En este texto Lorenz
expone sus investigaciones y deducciones acerca
de la agresividad intrahumana como un factor
de supervivencia de los mismos miembros de la
especie. Un factor que incluso debe persistir
pues afirma que destruirlo puede llevar a algunas
especies, incluyendo la humana a desequilibrios
sociales que impedirían la integración
y la subsistencia en su comunidad.
Partiendo de
las especies que investiga, Lorenz afirma que
en ellas la agresión tiene varias características,
a saber: (1) Se presenta en todas las especies
estudiadas. (2) La violencia entre especies tiene
una función de supervivencia, sin ella,
las especies serían incapaces de sobrevivir
a las amenazas de depredadores en un mismo nicho
ecológico. (3) Se observa que en la mayoría
de las especies la agresión es innata,
es decir, no es producto del aprendizaje. (4)
No sólo se observa violencia entre las
especies sino violencia intraespecífica.
(5) La violencia intraespecífica tiene
varias funciones, en algunos casos sirve para
delimitar el terreno y el alimento cuando éstos
son escasos, en otras ocasiones se presenta como
violencia que funciona como mecanismo de fomento
de la agresión interespecífica
a través de rituales o prácticas
de los adultos hacia los miembros más
jóvenes de la misma especie, con el fin
perfeccionar los instintos innatos de violencia
y asegurar la supervivencia de la especie, (6)
(lo que más interesa para nuestro tema)
Se observan mecanismos de inhibición de
la violencia intraespecífica. Es decir,
a pesar de los rituales de fomento de la violencia
entre los miembros de la especie que sirven para
fortalecer la violencia innata, estos rituales
chocan con instintos que impiden que se llegue
a un grave daño, incluso a asestar le
golpe final que produzca la muerte intraespecífica.
Rituales que van desde ofrecer la parte más
vulnerable del cuerpo por parte del miembro que
ve perdida la batalla lo cual desata una reacción
de disminución de la violencia por parte
del que va venciendo, hasta mecanismos inhibidores
de los miembros mayores y más fuertes
ante los colores, formas, movimientos y jugueteos
de los miembros más jóvenes.
Con todas estas
observaciones, Lorenz llega a tres conclusiones:
el origen innato de la violencia interespecífica
e intraespecífica, al valor de supervivencia
de la misma y a los mecanismos inhibidores que
impiden la autoaniquilación de la especie.
Lorenz traslada
sus investigaciones sobre la violencia al campo
de la acción humana y trata de analizar
la violencia de ésta como el pretendido
mal. Para él las conclusiones alcanzadas
en las especies animales estudiadas se aplican
a los fenómenos de violencia encontrados
en la historia de las culturas, sólo que
en el ser humano ha intervenido un nuevo factor.
Si bien la violencia animal como mecanismo de
supervivencia debe realizarse frente a frente
de individuo a individuo, en el caso del ser
humano, el uso de la razón lo ha llevado
a inventar herramientas (armas) que lo alejan
de la necesidad de enfrentarse frente a frente
con el otro. Los mecanismos que antes servía
para inhibir la violencia intraespecífica
ya no resultan en el ser humano porque al agredir
al otro ya no lo hace cara a cara, ya no ve los
resultados de su acción, las armas lo
han alejado de sus víctimas y los mecanismos
de inhibición ya no operan.
Aunque Lorenz
da un sesgo de supervivencia a sus estudios sobre
la violencia humana, acepta que es necesario
reconducirla si es que no queremos convertirla
en un factor de autodestrucción de la
vida misma, dado el gran desarrollo que han adquirido
los mecanismos de violencia actuales.
Si bien es cierto
que las investigaciones y generalizaciones de
Lorenz son actualmente cuestionadas en el ámbito
científico y filosófico, lo cierto
es que su concepción sobre la violencia
innata de los seres humanos es una creencia extendida
en muchos grupos humanos, creencia que justifica
las acciones de competitividad, deslealtad, intolerancia,
agresión y muerte, resultando con ello
altamente improductiva cualquier apelación
a las normas morales y éticas. En este
sentido la línea progresiva de tiempo
que representaba la concepción racionalista
se revela como una línea torcida hacia
la peor decadencia.
Lorenz finalmente
recomienda en su obra sobre la agresión
que en vez de tratar de abolir la agresión
humana puede y debe ser encausada por otras vías
no mortales como lo son el deporte y la risa.
El deporte como forma de competitividad pero
acompañada del compañerismo del
equipo y sin resultados catastróficos;
y la risa como forma de reconocimiento de nuestra
propia nulidad frente a la infinitud del universo.
La contingencia
de la que nos hablaba Ricoeur es aquí
relacionada con la posibilidad de autodestrucción
que nos revela Lorenz si no somos capaces de
reconocer la violencia intraespecífica
y los límites a los que ha llegado ésta.
Así la risa que nos propone Lorenz resulta
ser esa forma de reconocernos como humanamente
violentos cuando nos aterra nuestra propia finitud
y contingencia.
En este sentido
sale a la luz una intuición que puede
ser reveladora. Hay dos textos literarios que
podemos recordar. Por una parte la novela del
premio Nobel Herman Hesse intitulada El lobo
estepario8
. En ella, un hombre que se reconoce a sí
mismo como un ser dual, un hombre civilizado,
intelectual que desprecia todo aquello que tiene
que ver con la sensibilidad, pero también
una bestia, un lobo que rumia su condición
dual y que constantemente se ve sometido por
su labilidad, su pasión, sus sentidos.
Toda la novela de Hesse es el viaje de este lobo
estepario que intenta desatarse de la idea que
tiene de sí mismo como razón y
pasión siempre en guerra. Pero lo que
descubre en este camino es que se ha construido
una idea de sí mismo demasiado reduccionista,
que no es sólo razón y cuerpo sino
que es muchas otras facetas imbricadas más,
y en última instancia que su corporeidad
es la condición de posibilidad de todo
lo que es. Finalmente, el lobo estepario llega
al termino de su viaje de autoconocimiento pero
no logra reconocer y conciliarse con todas esas
manifestaciones de su ser, por lo que es sometido
al castigo que consiste en una gran risa por
parte de todos los que trataron de mostrarle
todas las caras que tenía.
De manera similar
podemos recordar la famosa novela del semiólogo
Umberto Ecco que fue llevada a la pantalla grande:
El nombre de la rosa. Esta obra nos sitúa
en una vieja abadía medieval, en la cual
se han dado una serie de muertes misteriosas.
Al lugar llega para investigar y esclarecer lo
sucedido el monje William de Bascqerville protagonizado
por Sean Connery y su ingenuo y joven discípulo.
No tarda mucho el ingenioso investigador en descubrir
que todos los monjes muertos poco antes de morir
leen un mismo libro cuyas páginas están
envenenadas, de tal manera que cuando el desprevenido
lector da vuelta a las hojas al mojarse los dedos
para facilitar el acto va chupando el veneno
que éstas contienen. El misterio está
resuelto pero Bascqerville quiere saber por qué
está envenenado el tan atractivo libro.
Pues bien, resulta que ese libro era un texto
prohibido, el que Aristóteles escribió
después de la Metafísica, era El
libro de la Risa. Pero por qué un
libro sobre la risa fue prohibido, porque la
risa y específicamente la risa sobre sí
mismo y sobre todo lo sagrado implicaba un poder
que colocaba al hombre por encima de los dogmas
religiosos y del mismo Dios. No era por tanto
bueno, que alguno poseyera este poder, sino que
todos estuvieran sometidos a la ignorancia y
por tanto al miedo.
Estigmatizar
la labilidad humana como el Mal es alejarnos
del conocimiento sobre nosotros mismos, es negar
y desconocer nuestra contingencia en un afán
por hacernos trascendentes, inmortales a través
de la superación del espíritu,
es tomarnos demasiado en serio. Reconocer nuestra
labilidad y contingencia desmonta nuestra seriedad,
la rigidez con la que nos juzgamos y juzgamos
al otro, pero nos libera en una franca carcajada
y nos permite reconocer en la labilidad del otro
nuestra propia labilidad y así producir
una nueva forma de inhibición de la violencia
que impida que los niveles de destrucción
a los que hemos llegado con el desarrollo tecnológico
nos autodestruyan. De no hacerlo entonces sí
estaríamos frente a una sola burla funesta
y definitiva.
Notas:
1
Fromm, Erich. Ética y Psicoanálisis.
Decimocuarta reimpresión. Fondo de Cultura
Económica. México, 1986.
2 Cfr. Ricoeur.
Paul. Finitud y culpabilidad. Editorial Taurus.
Madrid, 1982. Pág. 157.
3 Cfr. Ricoeur,
Paul. Ibid. Pág. 159.
4 Ricoeur,
Paul. Ibid. Págs. 446- 447.
5 Nuevamente
nuestra condición de sujetos de auto-conocimiento
nos impide reconocer explícitamente cierta
minusvalía y más bien tendemos
a sobrevaluar nuestras capacidades humanas, problema
que hemos llamado ceguera antropocéntrica.
6 La etología
es la ciencia que estudia el comportamiento del
ser humano, pero a diferencia de la psicología
en general que considera que el comportamiento
humano es producto de impulsos individuales adquiridos,
los etólogos consideran que los comportamientos
se fundamenta en acciones grupales innatas.
7 Lorenz, Konrad.
Sobre la agresión. Siglo XXI editores.
México, 1971.
8 Hesse, Herman,
El lobo estepario. Ed. Época. México,
1977.
Referencias:
Biblia. Mons.
Dr. Juan Straubinger, comentarista. Traducción
directa de textos primitivos. México,
1969.
Ecco, Umberto. El nombre de la rosa.
RBA Editores. Barcelona, 1994.
Fromm, Erich. Ética y Psicoanálisis.
Decimocuarta reimpresión. Fondo de Cultura
Económica. México, 1986.
Hesse, Herman, El lobo estepario. Ed.
Época. México, 1977.
Lorenz, Konrad. Sobre la agresión.
Siglo XXI editores. México, 1971.
Ricoeur, Paul . Finitud y Culpabilidad.
Editorial Taurus. Madrid, 1982.
Dra.
Marina González Martínez
Profesora del Departamento de Estudios Sociales
del ITESM Campus Estado de
México, México. |