José Orozco, Paisaje de picos

Instantáneas en temas de comunicación

RAZÓN Y PALABRA, Número 5, Año 1, diciembre-enero 1996-97


La ruta 16

Por: Brenda Hernández Storch

La muerte nos sorprendió dormidos.

Supe de tipos que se dispararon en la boca con tan mal tino, que el balazo les salió por un ojo. Los infelices quedaron ciegos, idiotas, inválidos o peor aún, vivos... Medio vivos. Marcados para siempre con la huella de su mayor falta, los frustrados suicidas se vieron obligados a contemplar, desde la media luz de su impotencia, los excesos mundanos; por si fuera poco, fueron esclavizados por los recuerdos que surgieron bailando grotescamente entre las sombras de la nostalgia y la envidia.

Alguna vez me sentí así, aunque a diferencia de los otros, yo no necesité errar el blanco para quedar medio muerto. Estuve irremediablemente atado a una silla de ruedas que parecía repetir burlona a cada instante, mi condición de perfecto perdedor, así, desde mi "cómodo" asiento, vi desfilar ante mis ojos, el resultado total de todos mis fracasos.

Dejé Nueva York con la fortuna que amablemente me heredó mi tío. Salí en busca de alguna ciudad musa que derramara su fértil savia sobre mi pulso. Entusiasmado, soñé con obtener de ella obras tan generosas como las de Hemingway, Fitzgerald o Miller, así que no fue difícil decidir el destino del viaje. De repente, me encontré en el París de la vida agitada, del aire bohemio, del ruido de tacones femeninos y del bamboleo de las faldas. Me sumergí durante años, en la cascada sensorial de una ciudad provocativa, esperando el momento en que tuviera a bien posar sus ojos en un escritor que quería ser inmortal. Las puertas del paraíso perecieron abrirse de par en par, frente al soltero literato, cazador de detonadores creativos.

Una tarde de otoño, caí en un profundo sopor mientras viajaba en un autobús. Un extraño estado letárgico me alteró el pulso y la conciencia para el resto de mi vida. Ese día, una hermosa mujer se convirtió en mi obsesión y un boleto de autobús fue mi pase hacia el destino. Un fuerte magnetismo me atrajo hacia ella, a tal grado, que automáticamente decidí cederle mi boleto para sacarla de su apuro; a consecuencia de mi caballeroso gesto, fui abruptamente arrancado de su compañía, (y del camión, por supuesto) a la mitad de la calle. Ahí, las puertas del paraíso se me cerraron de golpe.

No pude deshacerme del efecto de esa especie de hipnosis que me hacía sentir como si alguien dirigiera mi voluntad, para llevarme hacia un sino escrito e inmutable. La imagen de mi hechicera me perseguía como una premonición envuelta en el misterio de lo desconocido, y en la inquietud de quien espera a alguien sin saber si vendrá. La busqué. No hubo día en el que yo no tratara de toparme con sus ojos, entre las cotidianas hileras de pasajeros de la ruta 16. No pasó una sola noche en la que yo no evocara su cuerpo, tratando de dibujar su geografía con mi mente, hasta que por fin la hallé.

Desperté del sueño, pero seguí dormido. La encontré disimulando sus ilusiones bajo un vestido de mesera que jamás volvió a ponerse. La llevé a mi departamento y descubrí a la mujer oculta por un aparente candor infantil. La hice mía una y otra vez, abriendo sobre una misma herida que sangró hasta dejarnos vacíos.

Toda relación tiene semillas de farsa y tragedia, la nuestra, no fue la excepción. Nos indigestamos con el ritual de costumbre y fue necesario modificar la coreografía. La bailarina, como era de esperarse, dio el primer paso: Siempre pensé que era excitante ser humillado por una bella mujer, así que armados de navajas y látigos, decidimos vigorizar la rutina. Logramos intensificar el placer que disfrazaba nuestro cáncer, sin tener en cuenta que la huella del flagelo no solo nos marcaría las espaldas, sino también la vida. De un día para otro, el sueño se convirtió en pesadilla. Las punzantes heridas físicas y psicológicas que nos propinábamos constantemente, parecían hacer de nuestra relación, una suculenta aventura, tan peligrosamente atractiva como cualquier vicio narcótico.

Descubrí de repente que ella estaba dispuesta a vivir conmigo, bajo cualquier circunstancia, lo que me provocó un intenso antojo de explotar mi lado sádico. Además, ¡¿Qué mejor que hacerlo con alguien que tienes a tus pies?! Me convertí en un verdugo sin compasión; saboreé la lenta tortura que sufrieron su cuerpo y su mente; disfruté del odio que conseguí sembrar en su alma, porque pensé que esa era la única fórmula que rompería el hechizo. Fui ingenuo, me tomó tiempo saber que la pesadilla no había terminado.

Celebrando mi victoria, pensé que había logrado deshacerme de ella. Nunca imaginé que su corazón astillado permanecía sujeto por el deseo de gozar tanto (o más) como yo, cuando la lastimé a ella. Así, mientras yo la cambié por cuantas mujeres hallaba a mi paso, ella recobró su vida y la fuerza suficiente para dejarme a su merced.

Con un preciso jalón, la infame me sentó de golpe en la más cruel de las realidades; me encadenó en esta silla y me retó a correr tras de ella. Juntos otra vez, gozamos el infierno.

A diferencia de los matrimonios que inician sus sueños en la luna de miel, ella y yo estábamos a punto de terminar con la pesadilla. Durante mucho tiempo soporté en silencio su venganza, porque creí que era justa. Ambos nos herimos de muerte y nos lisiamos de por vida; terminamos mutuamente con lo mejor que teníamos y matamos nuestros mayores anhelos. Llegué a justificar el dolor que me causaba, pensando que lo hacía porque me amaba, de otra forma, ¿Qué sentido tendría herir a alguien que no significa nada para ti?

El cáncer terminó con nosotros y su odio empezó a propagarse como un tumor maligno que infectaba a quien osara poner los ojos sobre su irresistible belleza. Me convertí en una extensión de su mal , me hice cómplice y mártir de sus despiadados tentáculos, porque ella era tan atractiva como el pecado.

No pude soportarlo más, tomé el revólver que ella misma me había regalado y tiré sin fallar sobre su cuerpo. Después, disparé dentro de mi boca y afortunadamente di en el blanco. Un zumbido sordo y una fuerte sacudida me hicieron comprender en un segundo, que la pesadilla había sido real. Descansé tranquilo, de cualquier manera, la muerte llegó muy tarde: Ella y yo habíamos muerto mucho, pero mucho tiempo atrás.

RAZÓN Y PALABRA


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