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Por Alejandro Ocampo
Número
L
¡Ten
el valor de servirte de tu propia razón!
I. Kant
Con un placer
sólo comparable a la nostalgia de los
10 años que han transcurrido, escribo
estas líneas en las que comparto la misma
suerte con la que Agustín de Hipona quiso
explicar el tiempo: “Lo sé, pero
cuando quiero explicárselo a quien me
lo pregunta, simplemente no lo sé”.
Lo mejor es
empezar por el principio. 1996 es un año
muy especial para este que escribe, en ese ya
lejano año tomé una de esas decisiones
que lo marcan a uno de por vida: inicié
mis estudios de licenciatura y encontré
la mitad de mi vocación. Todo lo recuerdo
de ese año en particular es el tremendo
vacío que causa la angustia de una decisión
que si bien tomada con la mayor de las esperanzas,
también es causa de todas las incertidumbres.
En las aulas
del entrañable Campus Estado de México
del Tecnológico de Monterrey -del que
ahora formo parte del claustro de académicos-
transcurría mi formación como estudiante
de la incomprendida licenciatura en Ciencias
de la Comunicación. Cuando cursaba la
primera parte de la carrera recuerdo haber escuchado
hablar de Razón y Palabra. Es sólo
para profesores, decían unos; tienes que
ser amigo de los que la hacen para que te publiquen,
decían otros. En fin, cuando decidí
conocerla me percaté de la sinceridad
de sus textos y de la autenticidad de sus intenciones,
recuerdo inclusive haber tenido la idea de enviar
algún pequeño cuento y un ensayo
que habían recibido buenos comentarios
por parte de algunos de mis profesores. Finalmente
pudo en mí más el temor del neófito
la que la temeridad del ignorante y los documentos
andarán perdidos entre los bytes de mi
computadora.
Mi carrera transcurría
entre las clases, la biblioteca, la casa de mis
padres, el café del mediodía y
también las salidas los fines de semana.
Los veranos eran de descanso escolar, salvo el
último, en el que tuve que tomar algunos
cursos extras para poder graduarme el diciembre
siguiente. De mis profesores, indudablemente
lo mejor de mi campus, aprehendí sobre
todo su disposición a aprender de sus
alumnos.
Ya en los últimos
semestres, vuelve nuevamente la angustia, pero
ahora magnificada, pues lo que está en
juego es la vida misma, a la que ahora impostergablemente
hay que ver a los ojos y enfrentar. La indecisión
era mucha, pues si de algo puedo jactarme es
de haber vivido con todo entusiasmo cada una
de las clases: de las teorías de la comunicación
a las metodologías de la investigación,
de las producciones de radio a los casos de relaciones
públicas. Aún tengo muy presentes
la palabras de un célebre profesor, quien
decía a aquellos jóvenes veinteañeros
que la gran virtud de los ‘comunicólogos’
era que sabíamos hacer muchas cosas. También
es nuestro gran defecto, pensé. Sin embargo,
ahora con el tiempo, prefiero verlo como posibilidad.
En fin, algunos
meses después de alcanzar el ansiado,
pero insuficiente grado y por una casualidad
que algunos considerarían como causalidad,
regresaba a mi alma mater a saludar viejos amigos
y a tratar de aclarar algunos pensamientos. En
esa ocasión me reencontré con un
querido profesor, Octavio Islas, quien me comentó
todas las actividades que se encontraban haciendo
en ese momento en Proyecto Internet, un pequeño
centro de investigación formado más
por entrega, trabajo y por pasión, que
por reconocimiento de las autoridades del campus.
Dentro de algunas semanas habría una vacante,
la coordinación de publicaciones, el licenciado
Carlos Enrique López dejaría su
puesto. Por alguna razón -que desconozco,
pues parafraseando a los hermanos Marx no quiero
pertenecer a un club en el cual yo sea miembro-
Octavio me propuso integrarme al equipo y tras
un par de reuniones con otro entrañable
profesor, entonces director del departamento
de Comunicación, Alejandro Byrd, se decidió
llevar mi caso ante las autoridades correspondientes.
La cuestión
no fue fácil, en el Campus Estado de México
y en el Tecnológico de Monterrey se sucedían
cambios organizacionales importantes. La figura
que se buscaba para mí, la de profesor
asistente, estaba a punto de desaparecer. Al
final, después de una lucha esgrimida
con los mejores argumentos académicos,
Alejandro y Octavio lograron que mi regreso a
mi alma mater fuera para quedarme.
Una vez convertido
en profesor asistente, del departamento de Comunicación,
no recibí sino una cálida bienvenida:
Dolores Ángeles, Elizabeth Rodríguez,
Fernando Gutiérrez, Norma CampoGarrido,
Yéssica Espinoza, Aideé Sánchez,
Cristina Gómez, Camilo Pérez, Hans
Egil Offerdal y Martín Maqueo, me brindaron
todo su apoyo en esta primera etapa de mi formación
como académico.
Desde entonces
recibí la confianza de llevar este proyecto
entonces ya consolidado: Razón y Palabra.
Terminar la edición 22 significó
mi primer trabajo. De ahí para adelante,
no ha habido sino satisfacciones basadas en un
ideal fundador honesto y auténtico. La
novatada fue cuando un virus contaminó
la totalidad de archivos de la revista, recuerdo
no haber dormido esa noche. La solución
finalmente fue fácil, pero profundamente
cansada: eliminar archivo por archivo el código
malicioso que nos estaba generando molestia y
extrañeza en algunos lectores. Ese ha
sido el único ataque informático
en la historia de Razón y Palabra.
Te Amo, aún,
a pesar de
Te Amo sin límites ni fronteras
Te Amo sin egoísmo y con las mejores
maneras
Te Amo porque te amo, así como nunca
te amarán, porque es mi manera]
Te Amo con luz, con paz, con verdad, con espera
Te Amo, tan sólo te amo, ¿conocés
esa manera?
Marisa Avogadro
Poco después
de ello, una colaboradora argentina, distinguida
por su prolífica producción y por
su ánimo bueno y honesto, entraba a formar
parte de manera oficial al equipo de la revista.
Con no mayor paga que la satisfacción
y el gusto de hacer lo que a uno le gusta, a
Marisa Avogadro le pedimos que coordinara la
sección dedicada a la cuestión
lírica de Razón y Palabra. Otrora
llamada AlterTexto y centrada en aspectos literarios
únicamente, RazónArte conjuga desde
entonces la paradoja de un arte que es libre,
pero que precisamente porque es arte, es humano.
Marisa, sin duda es una de las personas que más
admiramos y que más entrañablemente
apreciamos.
Más adelante,
Iván Pérez, alumno de Ciencias
de la Comunicación, identificado con el
ánimo de Razón y Palabra, fungió
como editor durante un año. Hoy próximo
a graduarse, la disciplina y entrega de Iván
fueron claves en épocas de turbulencias
e incertidumbres.
Los ya 27 números
ordinarios y un especial que hemos publicado
desde aquel mayo de 2001, no sólo son
testigos de cómo hemos evolucionado todos
los que colaboramos con la revista -incluido
tú, estimado lector-, sino de los cambios
históricos que como sociedad hemos protagonizado
y vivido. La posibilidad de consultarlos todos,
desde la edición 1, da cuenta de ello
en el tiempo y es profundamente gratificante
para nosotros poder ser ese vínculo.
Hoy, a 10 años
de haber iniciado su aventura en aquel extraño
e incomprendido medio y, de cumplir sus primeras
50 ediciones en línea, Razón y
Palabra ya no es de sus iniciadores, ni siquiera
de los que la hacemos día con día,
sino de la comunidad toda. De la comunidad que
al consultarla, escribir, leer la hace suya,
en ello radica su principal valor.
Gracias pues
a todos, a todos quienes han permitido llegar
a los 10 años. De manera especial a los
directivos y autoridades del Tecnológico
de Monterrey Campus Estado de México que
con su apoyo nos han permitido continuar posibilitando
encuentros.
Esta edición,
la 50, es muy particular, por ello está
cerrada a los coordinadores, consejeros y colaboradores
muy cercanos y con la única misión
de dialogar sobre este logro.
Nos veremos
en junio, con la edición 51.
Un fraternal
abrazo,
Alejandro
Ocampo Almazán
Director de Razón y Palabra |