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Abril - Mayo
2006

 

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Razón y Palabra 50 Ediciones –y muchas circunstancias- después: Historias Paralelas
 

Por Alejandro Ocampo
Número L

¡Ten el valor de servirte de tu propia razón!
I. Kant

Con un placer sólo comparable a la nostalgia de los 10 años que han transcurrido, escribo estas líneas en las que comparto la misma suerte con la que Agustín de Hipona quiso explicar el tiempo: “Lo sé, pero cuando quiero explicárselo a quien me lo pregunta, simplemente no lo sé”.

Lo mejor es empezar por el principio. 1996 es un año muy especial para este que escribe, en ese ya lejano año tomé una de esas decisiones que lo marcan a uno de por vida: inicié mis estudios de licenciatura y encontré la mitad de mi vocación. Todo lo recuerdo de ese año en particular es el tremendo vacío que causa la angustia de una decisión que si bien tomada con la mayor de las esperanzas, también es causa de todas las incertidumbres.

En las aulas del entrañable Campus Estado de México del Tecnológico de Monterrey -del que ahora formo parte del claustro de académicos- transcurría mi formación como estudiante de la incomprendida licenciatura en Ciencias de la Comunicación. Cuando cursaba la primera parte de la carrera recuerdo haber escuchado hablar de Razón y Palabra. Es sólo para profesores, decían unos; tienes que ser amigo de los que la hacen para que te publiquen, decían otros. En fin, cuando decidí conocerla me percaté de la sinceridad de sus textos y de la autenticidad de sus intenciones, recuerdo inclusive haber tenido la idea de enviar algún pequeño cuento y un ensayo que habían recibido buenos comentarios por parte de algunos de mis profesores. Finalmente pudo en mí más el temor del neófito la que la temeridad del ignorante y los documentos andarán perdidos entre los bytes de mi computadora.

Mi carrera transcurría entre las clases, la biblioteca, la casa de mis padres, el café del mediodía y también las salidas los fines de semana. Los veranos eran de descanso escolar, salvo el último, en el que tuve que tomar algunos cursos extras para poder graduarme el diciembre siguiente. De mis profesores, indudablemente lo mejor de mi campus, aprehendí sobre todo su disposición a aprender de sus alumnos.

Ya en los últimos semestres, vuelve nuevamente la angustia, pero ahora magnificada, pues lo que está en juego es la vida misma, a la que ahora impostergablemente hay que ver a los ojos y enfrentar. La indecisión era mucha, pues si de algo puedo jactarme es de haber vivido con todo entusiasmo cada una de las clases: de las teorías de la comunicación a las metodologías de la investigación, de las producciones de radio a los casos de relaciones públicas. Aún tengo muy presentes la palabras de un célebre profesor, quien decía a aquellos jóvenes veinteañeros que la gran virtud de los ‘comunicólogos’ era que sabíamos hacer muchas cosas. También es nuestro gran defecto, pensé. Sin embargo, ahora con el tiempo, prefiero verlo como posibilidad.

En fin, algunos meses después de alcanzar el ansiado, pero insuficiente grado y por una casualidad que algunos considerarían como causalidad, regresaba a mi alma mater a saludar viejos amigos y a tratar de aclarar algunos pensamientos. En esa ocasión me reencontré con un querido profesor, Octavio Islas, quien me comentó todas las actividades que se encontraban haciendo en ese momento en Proyecto Internet, un pequeño centro de investigación formado más por entrega, trabajo y por pasión, que por reconocimiento de las autoridades del campus. Dentro de algunas semanas habría una vacante, la coordinación de publicaciones, el licenciado Carlos Enrique López dejaría su puesto. Por alguna razón -que desconozco, pues parafraseando a los hermanos Marx no quiero pertenecer a un club en el cual yo sea miembro- Octavio me propuso integrarme al equipo y tras un par de reuniones con otro entrañable profesor, entonces director del departamento de Comunicación, Alejandro Byrd, se decidió llevar mi caso ante las autoridades correspondientes.

La cuestión no fue fácil, en el Campus Estado de México y en el Tecnológico de Monterrey se sucedían cambios organizacionales importantes. La figura que se buscaba para mí, la de profesor asistente, estaba a punto de desaparecer. Al final, después de una lucha esgrimida con los mejores argumentos académicos, Alejandro y Octavio lograron que mi regreso a mi alma mater fuera para quedarme.

Una vez convertido en profesor asistente, del departamento de Comunicación, no recibí sino una cálida bienvenida: Dolores Ángeles, Elizabeth Rodríguez, Fernando Gutiérrez, Norma CampoGarrido, Yéssica Espinoza, Aideé Sánchez, Cristina Gómez, Camilo Pérez, Hans Egil Offerdal y Martín Maqueo, me brindaron todo su apoyo en esta primera etapa de mi formación como académico.

Desde entonces recibí la confianza de llevar este proyecto entonces ya consolidado: Razón y Palabra. Terminar la edición 22 significó mi primer trabajo. De ahí para adelante, no ha habido sino satisfacciones basadas en un ideal fundador honesto y auténtico. La novatada fue cuando un virus contaminó la totalidad de archivos de la revista, recuerdo no haber dormido esa noche. La solución finalmente fue fácil, pero profundamente cansada: eliminar archivo por archivo el código malicioso que nos estaba generando molestia y extrañeza en algunos lectores. Ese ha sido el único ataque informático en la historia de Razón y Palabra.

Te Amo, aún, a pesar de
Te Amo sin límites ni fronteras
Te Amo sin egoísmo y con las mejores maneras
Te Amo porque te amo, así como nunca te amarán, porque es mi manera]
Te Amo con luz, con paz, con verdad, con espera
Te Amo, tan sólo te amo, ¿conocés esa manera?
Marisa Avogadro

Poco después de ello, una colaboradora argentina, distinguida por su prolífica producción y por su ánimo bueno y honesto, entraba a formar parte de manera oficial al equipo de la revista. Con no mayor paga que la satisfacción y el gusto de hacer lo que a uno le gusta, a Marisa Avogadro le pedimos que coordinara la sección dedicada a la cuestión lírica de Razón y Palabra. Otrora llamada AlterTexto y centrada en aspectos literarios únicamente, RazónArte conjuga desde entonces la paradoja de un arte que es libre, pero que precisamente porque es arte, es humano. Marisa, sin duda es una de las personas que más admiramos y que más entrañablemente apreciamos.

Más adelante, Iván Pérez, alumno de Ciencias de la Comunicación, identificado con el ánimo de Razón y Palabra, fungió como editor durante un año. Hoy próximo a graduarse, la disciplina y entrega de Iván fueron claves en épocas de turbulencias e incertidumbres.

Los ya 27 números ordinarios y un especial que hemos publicado desde aquel mayo de 2001, no sólo son testigos de cómo hemos evolucionado todos los que colaboramos con la revista -incluido tú, estimado lector-, sino de los cambios históricos que como sociedad hemos protagonizado y vivido. La posibilidad de consultarlos todos, desde la edición 1, da cuenta de ello en el tiempo y es profundamente gratificante para nosotros poder ser ese vínculo.

Hoy, a 10 años de haber iniciado su aventura en aquel extraño e incomprendido medio y, de cumplir sus primeras 50 ediciones en línea, Razón y Palabra ya no es de sus iniciadores, ni siquiera de los que la hacemos día con día, sino de la comunidad toda. De la comunidad que al consultarla, escribir, leer la hace suya, en ello radica su principal valor.

Gracias pues a todos, a todos quienes han permitido llegar a los 10 años. De manera especial a los directivos y autoridades del Tecnológico de Monterrey Campus Estado de México que con su apoyo nos han permitido continuar posibilitando encuentros.

Esta edición, la 50, es muy particular, por ello está cerrada a los coordinadores, consejeros y colaboradores muy cercanos y con la única misión de dialogar sobre este logro.

Nos veremos en junio, con la edición 51.

Un fraternal abrazo,


Alejandro Ocampo Almazán
Director de Razón y Palabra