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Por Frederick Pierru
Número
51
Introducción
Tercer
país del continente americano por su población
y quinto por su superficie, México representa
un punto de convergencia geográfica y
un centro de influencia cultural entre los sub-ensambles
norteamericano y latinoamericano. Si, en adición
a esto, tomamos en cuenta un legado histórico
particularmente rico de esta nación, es
con justa razón que debemos considerar
que el país reúne muchos elementos
para pretender ser un actor mayor -sino inevitable-
de la diplomacia regional o mundial.
Sin embargo,
la realidad es otra. Si bien los asuntos de la
Secretaria de Relaciones Exteriores ocupan a
menudo un espacio importante en los temas de
debate nacional, la diplomacia mexicana parece
más sufrir los eventos y decisiones internacionales
que propiamente generarlos. Esta situación
nos lleva a preguntarnos ¿cuáles
son las razones de esta cruel falta de protagonismo
actual de México en el continente americano?
Los elementos de reflexión y los ángulos
de ataque del problema son numerosos y diversos.
En nuestro caso, elegiremos una articulación
histórico-geográfica para poner
primeramente a la luz unas condiciones internas
del país continuamente poco favorables
al protagonismo internacional. Veremos después
como el país no ha sabido o no ha podido
obtener un balanceo equitativo en sus relaciones
con sus vecinos del norte antes de apuntar a
la falta de congruencia en su acercamiento con
los países latinoamericanos. A lo largo
de nuestro ensayo, trataremos de enriquecer nuestra
reflexión ilustrando continuamente la
influencia de elementos subyacentes como lo son
los factores circunstanciales de sociedad o los
elementos culturales sobre esta situación.
Una
situación histórica e interna poca
propensa al protagonismo internacional
El
papel llevado a cabo por cada país en
el ajedrez internacional es íntimamente
ligado a su legado histórico, a los valores
tradicionalmente asociados a su imagen, así
como a su potencia económica y militar.
En esta lógica, el pasado tumultuoso e
hiriente de la nación mexicana puede ser
identificado como un elemento cuyos efectos negativos
siguen manifestándose de forma latente
en su relación con el exterior.
Un país
colonizado, no colonizador
Al contrario
de la mayoría de los países hoy
en día potencias de primer nivel quienes
fueron países colonizadores (Francia,
Gran Bretaña) o literalmente fundados
en el siglo XVIII (Estados Unidos o Canadá),
México escribe, a partir del siglo XVI
las páginas de su historia con un sello
ajeno: el de la ocupación española.
Esto constituye un elemento clave, ya que se
traduce en el desplazamiento del epicentro de
los intereses económicos y políticos
del país muy lejos del propio territorio
nacional. Según los investigadores del
CIDAC (Centro de Investigación para el
Desarrollo) (1992), la tradición diplomática
mexicana tuvo así una formación
muy lenta ya “que todos los asuntos externos
a la Nueva España eran manejados por la
corona española. Esta carencia se hizo
patente por varias décadas después
de la independencia. El aislamiento, la distancia,
los intereses externos y las luchas intestinas
condenaron al país a una constante confrontación
con las potencias de la época llevando
a intervenciones, guerras, perdidas de territorio.”
Este trastorno
de identidad y de los intereses ligados a ella
perdura mucho más allá de la obtención
de la independencia mexicana en la segunda década
del siglo XIX. En efecto, el periodo siguiente
marcado por las amenazas continuas sobre esta
nueva independencia por parte de las grandes
potencias de la época como Francia o Estados
Unidos no permite inaugurar un ciclo fundador
en la diplomacia mexicana.
Curiosamente,
a esta imperiosa necesidad de concentrar sus
esfuerzos en neutralizar las iniciativas foráneas,
se agrega también, según el CIDAC,
una relativa ingenuidad nacida de la excesiva
confianza nacional en las capacidades de México
“pensándose como las más
grande y rica de las colonias españolas
que llegará a ser con el tiempo una potencia
de primer orden”.
Así la
mitad del siglo XIX, México parece no
haber asentado todavía las bases de una
diplomacia propia a un Estado-Nación en
construcción.
Un país
sumergido en sus contradicciones y debilidades
internas
Cuando
la República Mexicana necesita gozar de
una relativa estabilidad política y económica
interna para poder afirmar su política
externa, el país enfrenta, al contrario,
un escenario interno continuamente inestable
y sumamente debilitador en el ajedrez internacional.
Así,
la llegada y el ejercicio autoritario del poder
del General P. Díaz en el último
cuarto del siglo XVIII parece sinónimo
de un nuevo paradigma en las relaciones de México
con el exterior. Habiendo hecho del desarrollo
industrial y económico una prioridad para
el país, P. Díaz decide llevar
su política a la luz de una ecuación
simple. El alejamiento de una posible intervención
extranjera en la joven República Mexicana
viene acompañado de una clara ascendencia
de los intereses norteamericanos en la economía
nacional, a través del otorgamiento de
concesiones industriales importantes (minas,
ferrocarril).
Elemento clave
de la historia mexicana, la Revolución
Mexicana de 1913, pone fin a este lineamiento
pragmático y negociador, sinónimo
de ausencia de gran principio director, y abre
el paso a una era de intento de afirmación
nacional más fuerte. No obstante, aun
cuando algunas medidas como la expropiación
petrolera en 1938 parecen ayudar a la afirmación
de la identidad mexicana, las dificultades enfrentadas
por los gobiernos sucesivos para hacer realidad
los ideales fundadores de la revolución
de 1913, debilitan considerablemente el auge
del país en el ámbito internacional.
El CIDAC llega, a posteriori, a la conclusión
abrupta de que “las luchas intestinas y
la debilidad de los gobiernos independientes
evitaron el diseño de una política
extranjera coherente que respondiera a las necesidades
del país. Por lo que la diplomacia sirvió
intereses de corto plazo de una fracción
de que pretendía mantenerse en el poder
aun a costa de pérdidas de naciones.”
Y es entonces con una cierta lógica que,
en las últimas décadas del siglo
XX, los intentos sucesivos de los presidentes
mexicanos (de G. Díaz Ordaz a M. de la
Madrid) por buscar acomodo entre las naciones
de la región y del mundo, se enfrentan
cada vez más a un creciente desencanto
político interno generador de convulsiones
regulares (manifestación de 1968, vació
político llevando a la obligación
de reforma a las leyes electorales en 1977).
Adicionalmente, la degradación progresiva
de la situación económica y las
crisis monetarias del país a partir de
la década de los años ochenta terminan
de dejar a los gobernantes más recientes
un legado extremadamente difícil para
dibujar una política exterior fuerte.
Una ausencia
de lineamiento diplomático recordable
Sin embargo,
los factores previamente mencionados resultan
insuficientes para explicar en su totalidad el
peso relativamente débil de México
en la escena regional, en particular con sus
vecinos del Sur. En efecto, su papel central
durante el recorrido colonial que tuvo que atravesar
Latinoamérica, su cultura milenaria y
su potencia económica superior a todos
los demás países del Sur representan
en esencia una puerta abierta a la constitución
de una política exterior regional clara
y fuerte, elevada al rango de doctrina. Además,
los acontecimientos políticos y económicos
mencionados anteriormente son vividos también
–a diferente escala – por muchos
de los países de la región y del
mundo.
En realidad,
un elemento adicional parece propiciar una situación
de relativo retiro diplomático: ningún
gran principio director proactivo - como lo fue
por ejemplo la famosa Doctrina Monroe a partir
de 1927 para los Estados Unidos hacia el continente
americano o más recientemente la Ostpolitik
de W. Brandt a partir de 1970 en RFA hacia los
países del bloque del Este – ha
logrado marcar claramente la política
exterior mexicana desde aquel entonces. Como
lo menciona P. Galeana (1997), “la falta
de principios claros fue uno de los vicios que
caracterizó a la política exterior
de México en las décadas de los
años setenta y ochenta, con consecuencias
profundamente negativas”.
Como ilustración
perfecta de la ausencia definitiva de ambición
internacional por parte del ejecutivo mexicano,
podríamos resaltar que cuando sus dirigentes
sienten finalmente la fuerte necesidad de definir
principios de política exterior, estos
se inclinan hacia una neutralidad diplomática
que no deja de sorprender. Así los cambios
hechos en 1987 en el artículo 89 de la
Constitución Mexicana llevan a la afirmación
de principios tales como la no intervención,
la autodeterminación, el arreglo pacífico
de las controversias y el rechazo al uso de la
fuerza o a la amenaza a emplearla contra otros.
Una
relación esquizofrénica y de infeudación
hacia Estados Unidos
Las
relaciones bilaterales entre los dos integrantes
del subcontinente americano norte parecen marcadas
por una gran complejidad. Desde el siglo XIX
hasta la fecha, las ambiciones continúas
de Estados Unidos han encontrado en las contradicciones
de su vecino del Sur un terreno favorable al
desarrollo del poder político y económico
del país anglo-sajón, provocando
en reacción un sentimiento mezclado de
respeto y de rechazo por parte de la nación
mexicana.
Fundaciones
nacionales distintas
Las circunstancias
de fundación de cada país pueden
explicar parcialmente esta situación.
Una forma ilustrada de compararlas, es la de
retomar aquí el planteamiento de preceptos
de negociaciones internacionales hecho por F.
Avila Marcué, (1998). En efecto, en su
capítulo dedicado a las relaciones bilaterales
entre Estados Unidos y México, el especialista
en relaciones comerciales internacionales apunta
a la historia de cada país como uno de
los factores explicativos de la naturaleza de
estas relaciones desde aquel entonces, confirmando
así indirectamente los elementos de nuestro
primer capítulo. Advierte justamente que
mientras el primero es “colonizado originalmente
por emigrantes europeos que buscan un nueva tierra
donde establecerse y librarse de las persecuciones
religiosas y políticas sufridas en el
viejo continente”, el segundo es ante todo
“militarmente conquistado por soldados
cuyo interés reside en la obtención
rápida de riqueza para la Corona Española
o para ellos mismos, según los principios
de la ley de Darwin”. Una vez alcanzado
el reto original de Estados Unidos de vencer
los obstáculos naturales y de asentar
el país, las oportunidades van creciendo
para las personas dispuestas a los mayores esfuerzos
y sacrificios. En paralelo la conquista español
lleva a “una aniquilación brutal
de la estructura de sociedad precolombina existente
y al diseño de un nuevo orden poco propicio
al desarrollo perenne del país.”
Así,
mientras Estados Unidos se convierte en una potencia
económica y militar de primer orden con
una identidad nacional afirmada mirando hacia
fuera, México se hunde en un subdesarrollo
progresivo llevando a una relación de
fuerza desfavorable ante su vecino del norte.
La diferencia
entre ambos países se manifiesta en las
condiciones de su nacimiento respectivo pero
también en su forma espiritual distinta
de abordar los retos de una nación escribiendo
los primeros capítulos de su historia.
Si nos referimos al libro intitulado Les
métamorphoses de Dieu (2003) de F.
Lenoir, historiador y filosofo francés,
y si tratamos de retomar brevemente una de sus
ideas, es legítimo también creer
que las bases religiosas distintas de los pueblos
pudieran constituir otra clave de explicación
de los modos de pensamientos y de los niveles
de desarrollo tan asimétricos. En efecto,
Lenoir nos explica que la religión católica
– la misma que fue llevada a México
durante la invasión española –
que promueve una mentalidad desinteresada de
la posesión material y centrada en la
expiación de los pecados humanos, entra
en perpetua contradicción con las afirmaciones
de poder de los gobiernos de países de
confesión católica, frenando así
indirectamente una expansión económica
homogénea. Paralelamente y al contrario,
el protestantismo anglo-sajón promueve
abiertamente el enriquecimiento personal y la
obtención de poder sobre sus semejantes,
interpretándolo como una señal
alentadora que permite pensar al individuo que
formará parte de los pocos elegidos en
una vida posterior. Esta diferencia fundamental
se traduce en comportamientos y aspiraciones
antagónicos que constituyen una fuente
continua de incomprensión, de tensión
y de fricción de todos tipos entre las
dos comunidades.
La diferencia
de dinámica nacional entre los dos países
sumados a la poca experiencia diplomática
de la nación mexicana han sido desde entonces
factores de agravación del antagonismo
entre Estados Unidos y México. Concluir
que esta diferencia ha influenciado claramente
los fundamentos históricos de los dos
países se vuelve una evidencia si recordamos,
por ejemplo, el episodio de la anexión
de los estados del norte del territorio mexicano
por Estados Unidos a la mitad del siglo XIX,
consagrado por el Tratado de Guadalupe Hidalgo,
en el cual México acepta la cesión
de 1.36 millones de Km2, cerca del cuarenta por
ciento de su territorio, a la Federación
Norteamericana; acontecimiento que ha dejado
heridas morales persistentes dentro de la nación
mexicana.
Una orden del
día admitidamente impuesta por el norte
Es legítimo
pensar que la relativa protección de la
cual goza México a partir de su independencia
viene, en una buena medida, de la doctrina Monroe
formulada por Estados Unidos. Pero si bien es
sinónimo, para el primero, de protección
contra las intenciones expansionistas de Europa,
significa también el deber someterse a
la potencia creciente de los segundos, aceptando
de facto jugar un papel secundario, simplemente
reactivo y puramente simbólico, sin verdaderas
opciones de iniciativas propias en la región.
Con la extraordinaria expansión del poder
norteamericano, esta desigual relación
de fuerzas se perpetúa a lo largo de las
décadas siguientes. Y el indiscutible
triunfo de Estados Unidos en los dos conflictos
mundiales de la primera parte del siglo XX que
le confiere el papel de superpotencia mundial
agudiza aun más el fenómeno. El
riesgo de enfrentarse ideológicamente
a su vecino a través de una diplomacia
audaz y contraria a los intereses de este último
aparece cada vez más como una opción
prohibida. En este sentido, es interesante notar
que a pesar de la inconformidad de México
con la política de su vecino en Centroamérica
o en Cuba, su objetivo principal fue siempre
el de “buscar coincidencias de intereses
con Estados Unidos para concentrarse en el desarrollo
económico y evitar roces” (CIDAC).
Una ilustración de esta política
es por ejemplo que México nunca busca
su adhesión al grupo de los no alineados
creado en 1961 o a la OPEP nacida en 1960, evitando
así sumarse a movimientos cuyo objetivo
de fondo es constituir un contrapeso a la omnipotencia
de EE.UU. Y a pesar del descubrimiento de campos
petrolíferos importantes a partir de 1979
que terminaron de hacer de México un actor
mundial de primer nivel en el campo energético,
las intenciones de los gobiernos sucesivos (Díaz
Ordaz, Echeverría, López Portillo)
de deslindarse de Estados Unidos tienen resultados
muy limitados. Tan duradera y asentada parece
esta situación que recientemente, J. Castañeda,
ex canciller del primer gobierno mexicano del
siglo XXI, consideró abruptamente que
la actitud de México hacia Estados Unidos
en la segunda parte del siglo XX se resumió
exclusivamente en “gritar, envolverse en
la bandera, desgarrarse las vestiduras, ser bravucón,
peleonero y, por supuesto, arreglárselas
en lo oscurito.” (Reforma, Suplemento Enfoque,
19/92/2006).
Así,
seguro de su superioridad, Estados Unidos puede
imponer en la relación bilateral los temas
de su interés. Y estos temas han sido
y siguen siendo antes que todo, de naturaleza
económica. Lanzado en una aplicación
estricta y exitosa de las teorías neoliberalistas
de Ricardo, Friedman o Keynes, Estados Unidos
trabaja prioritariamente en mantener o mejorar
su posición económica mundial y,
en particular, en México. Así el
periodo post-revolucionario mexicano ya es marcado
por la preocupación de Estados Unidos
por la deuda externa de México y los problemas
de reclamos por daños a personas y propiedades.
Las primeras décadas del siglo XX son
testigos de una negociación continua del
estatus jurídico de las compañías
petroleras en México. Por fin, simbólicamente,
este mismo siglo se concluye con las negociaciones
emprendidas por la formación de una zona
de libre comercio cuyas fronteras van de Alaska
a la frontera mexicana con Guatemala. El Tratado
de Libre Comercio de América del Norte,
firmado en 1994, no hace más que reforzar
todavía esta situación entre dos
países culturalmente alejados pero cuyas
economías están profunda pero desigualmente
ligadas (México cuenta por un 11% de los
intercambios comerciales de Estados Unidos cuando
este último absorbe el 80% de las exportaciones
mexicanas…)
Y cuando algunos
otros temas perturbadores vienen a contestar
la primacía del tema económico
y comercial, una vez más es porque cobran
un interés particular a los ojos norteamericanos.
Así desde la década de los 80 y
la llegada al poder de R. Reagan marcan el surgimiento
de un nuevo tema prioritario impuesto por EE
UU: la lucha contra el narcotráfico. Esta
se lleva a cabo según la teoría
que la mejor forma de erradicar el uso de drogas
es aniquilando la oferta, proveniente de los
países latinoamericanos (Perú,
Colombia, Ecuador, México). Según
una cifra expuesta por de G. Greiff Respeto (1997),
tradicionalmente el sesenta y seis por ciento
aproximadamente del presupuesto anual dedicado
por Estados Unidos se concentra en el extremo
producción-comercio de esta cadena, contra
el treinta y tres por ciento en la lucha contra
el consumo, dejando así muy claros los
fundamentos de la aproximación norteamericana.
La imposición de la concepción
estadounidense en este tema sobre el continente
americano no podría ilustrarse mejor que
a través de la publicación anual
de una lista de países oficialmente “certificados”
por los esfuerzos desplegados por ellos en la
lucha contra el narcotráfico. En los años
recientes, este proceso ha sido un instrumento
fuerte de presión sobre le gobierno mexicano
ya que muchos ejes de cooperación pudieran
ser cuestionados en caso de que el esfuerzo del
país no fuera juzgado suficiente y llevó
a E. Zedillo a reaccionar reafirmando en repetidas
ocasiones el principio absoluto de soberanía
nacional. Esta situación lleva de G. Greiff
Restrepo a concluir que México y los demás
países latinoamericanos “no deben
hacerse muchas ilusiones y creer que el país
consumidor más importante (…) haya
comprendido su parte de responsabilidad en el
problema o tenga una aproximación más
racional a su posible solución”.
El tema migratorio:
¿elemento causante o consecutivo?
Al cruce
de todas las demás dimensiones de las
relaciones exteriores México-Estados Unidos
(política, económica, social y
cultural), se encuentra el tema migratorio. Simultáneamente,
causa y consecuencia de la diferencia de dinamismos
nacionales, la cuestión migratoria constituye,
después de los asuntos económicos,
el tema más importante en la agenda de
los dos países y por mucho el más
discutido en los últimos meses. Si la
amplitud de la asimetría migratoria entre
Estados Unidos Y México no puede ser objeto
de cuestionamiento (más de treinta millones
de personas de origen mexicano viven oficialmente
en Estados Unidos1
y el saldo migratorio oficial ha sido de -1.6
millones de personas entre 2000 y 2004 para México2),
la posición diplomática de cada
parte muestra una ambigüedad certera, en
función de sus intereses respectivos.
Históricamente incapaz o renuente a detener
el flujo migratorio legal o ilegal hacia el territorio
de su vecino del norte desde los años
1970, el gobierno mexicano parece considerar
esta “infiltración” continua
en la economía norteamericana como una
fuente de crecimiento de su poder de negociación,
adoptando tradicional y oficialmente un retórica
fatalista, como si el atacar los orígenes
de este fenómeno, ineluctable, no fuera
de sus responsabilidades imperativas.
Sin embargo,
hasta la fecha, la iniciativa sobre el tema sigue
en manos del ejecutivo norteamericano. Si bien
la capacidad de absorción de mano de obra
de EE.UU única en el planeta, pueda convertirse
en una necesidad relativa de recurrir a este
flujo inmigratorio, en contraparte Estados Unidos
posee, en la modulación de la permisividad
de su política migratoria, un elemento
de presión considerable ante su vecino
mexicano. En efecto un impasse político
y una radicalización de las posiciones
en este tema sensible podrían tener un
costo económico y político de gran
magnitud para este México. Y las muy recientes
manifestaciones de población latinoamericana
y en particular mexicana radicada en Estados
Unidos no parecen anunciar un cambio de la relación
de fuerzas. En efecto, sus fundamentos no parecen
ir más allá de la reivindicación
de una solución puntual y limitada de
regularización de residentes ilegales
pero de ninguna forma aspira a una solución
a largo plazo cuyo objetivo sería el cese
del flujo migratorio.
Un
protagonismo sorprendente limitado en Latinoamérica
Desde
Simón Bolívar y su idea de unión
hispanoamericana en 1815, los intentos de unidad
latinoamericana han sido varios. Históricamente
en posición de líder económico
y cultural del subcontinente, México no
ha aprovechado plenamente esta situación
para afirmar su influencia sobre el resto de
Latinoamérica. Los elementos de explicación
son varios.
Centroamérica:
¿centro de… desinterés?
A lo largo
de la joven historia de la República Mexicana
y hasta los años 60, Centroamérica
parece haber suscitado una atención periódica
cortes en el mejor de los casos, un desinterés
profundo en el peor de ellos. Su superficie (una
quinta parte del territorio mexicano) y su población
limitadas así como la poca trascendencia
de sus países integrantes en el curso
histórico y económico de Latinoamérica
hicieron que esta zona “nunca tuvo importancia
(…) para nuestro país, excepción
hecha en los fotos multilaterales del principio
de no intervención” (CIDAC, 1991).
Sin embargo
a partir de los años setenta, el activismo
diplomático más pronunciado de
los presidentes de la República (G. Díaz
Ordaz, L. Echeverría y más aún
J. López Portillo) junto con la afirmación
de movimientos políticos radicales que
llevaron a profundos disturbios en muchos países
centroamericanos se conjugaron para modificar
temporalmente la política exterior de
México caracterizada por Mario Ojeda (1985)
“como de tipo pasivo, defensivo y juricista”.
El rompimiento de relaciones con el régimen
nicaragüense de Somoza en 1979, la toma
de posición común con Francia en
1981 para que se tomara en cuenta la representatividad
política de las organizaciones revolucionarias
en El Salvador, la firma de los acuerdos de Chapultepec
en 1982, la creación del Grupo de Contadora
(México, Colombia Venezuela y Panamá)
enfocado a la búsqueda de soluciones democráticas
en Centroamérica son algunas de las iniciativas
que marcan un paréntesis significativa
en la apatía general de México
hacia Centroamérica. V. Flores Olea (1994),
politólogo y diplomático mexicano,
califica esta fase como una “latinoamericanización”
de México (y del grupo de Contadora),
enviando “además un importante mensaje
a Estados Unidos: también el sur del continente
demandaba el respeto a su autodeterminación”.
No obstante,
a pesar de una clara intención activista,
el margen de maniobra de México se ve
notablemente reducido. En efecto, cualquier aspiración
diplomática del país se enfrenta
al dilema que generan, por un lado, su apego
tradicional a la de defensa de los principios
de no intervención y de autodeterminación
y, por otro lado, el vislumbre de un choque potencial
frontal con Estados Unidos quienes inscriben
su intervención paralela, indirecta y
apenas disfrazada, en los conflictos centroamericanos
(financiamiento de los contras en Nicaragua,
soporte a la Alianza Republicana Nacionalista
en El Salvador) dentro del marco del conflicto
mundial Este-Oeste y de su seguridad nacional.
Finalmente,
una vez la estabilidad política instituida
en mesoamérica, la influencia mexicana
no conocerá mayor expansión hasta
la fecha. Y las dificultades políticas
actuales que enfrenta la última iniciativa
nacional, presentada por Vicente Fox en 2001
bajo el nombre de Plan-Puebla-Panamá
e impulsando el desarrollo económico
de la región muestra claramente los limites
de la influencia mexicana en esta parte del continente.
Por fin, cabe destacar que la actitud de las
autoridades mexicanas hacia el flujo inmigratorio
de Centroamérica, similar en muchos puntos
a la de su vecino del norte pero mucho menos
mediatizada representa una fuente de tensión
poca propicia al soporte de las iniciativas mexicanas.
En efecto, cada año más de 120
mil guatemaltecos, salvadoreños, hondureños
etc. son expulsados o rechazados del territorio
mexicano.
Relación
con Suramérica: ¿Cooperación
o Competencia?
Geográficamente
más alejado de los países de cono
sur que de Centroamérica, México
ha sido no obstante un refugio de muchos intelectuales
durante los periodos más oscuros de la
historia de los países de América
del Sur (Argentina a finales de los años
70, Chile en la década de los 80). Pero
si bien su papel cultural es unánimemente
reconocido, varias señales indican una
influencia política mucho más reducida.
La integración cada vez más pronunciada
de la República Mexicana en una organización
económica norteamericana ha acareado en
contraparte un alejamiento de las grandes naciones
de Suramérica. Así, antes de la
creación de la ALENA en 1994, México
no se ve involucrado a la creación de
la CAN (Comunidad Andina de Naciones) ni en la
del MERCOSUR (Mercado Común del Sur) en
1991, uniendo las mayores naciones de América
Latina. Las discusiones llevadas a cabo recientemente
para una cooperación con estos bloques
se enfrentan a intereses divergentes. Muy marcado
por su cooperación económica con
Estados Unidos, México no aparece como
un mediador posible en las diferentes crisis
que puedan atravesar los gobiernos sureños,
sea en el ámbito político (Venezuela,
Colombia) o económico (Argentina, Ecuador).
Adicionalmente, la fuerte tendencia política
izquierdista que presencia América del
Sur desde el inicio del siglo XXI con la elección
de H. Chávez en Venezuela en 1999, de
L. Lula en Brasil en 2002, de N. Kirchner y más
recientemente de E. Morales en Bolivia en 2005
deja México relativamente aislado en el
ajedrez político latinoamericano. Las
recientes fricciones diplomáticas con
Brasil o Argentina y principalmente con Venezuela
durante la cumbre de las Américas en Mar
del Plata en noviembre 2005 acerca de la creación
de una posible Área de Libre Comercio
de las Américas (ALCA) y reportadas
por medio de comunicación3mostraron
cuanto México parece hoy en día
asimilado a un aliado norteamericano y aislado
de una gran parte del continente. La relación
de México y Brasil es sintomática
de este problema. Como lo menciona justamente
J.J. Kouliansdky, investigador sobre América
Latina y España en el Institut de Relations
Internationales et Stratégiques de París
(IRIS), “no existen articulaciones entre
las estrategias comerciales subregionales y los
esfuerzos hechos por algunos gobiernos para dar
una visibilidad internacional a América
Latina. (…) .No pueden soslayarse las crecientes
contradicciones al respecto entre Brasil y México.
Para preservar su autonomía, no actúan
juntos sino que van siguiendo caminos opuestos.
México, ligado de forma económica
asimétrica a Estados Unidos, busca configurar
una lógica de agrupación latinoamericana
que sirva de eje entre el norte y el sur del
continente para conseguir un equilibrio relativo
con su vecino estadounidense. Brasil, más
abierto al mundo partidario de formas tradicionales
de autonomía, intenta reunir apoyos exteriores,
determinados por limitaciones realistas a sus
vecinos sudamericanos”
Una autoridad
nunca asentada en Latinoamérica
Como consecuencia
de lo anteriormente expuesto, la autoridad moral
y política de la Republica Mexicana en
el continente sigue escribiéndose en línea
de puntos. Sus recientes iniciativas para favorecer
la integración continental (de la primera
Cumbre Iberoamericana de Guadalajara en 1991
organizada por el gobierno de C. de Gortari a
la Cumbre Extraordinaria de las Américas
en Monterrey hospedada en 2004 por el gobierno
de V. Fox) se enfrentan a varios factores adversos:
- la omnipotencia y omnipresencia del gigante
estadounidense en todos los foros de discusión,
imponiendo el orden del día y descartando
tangentemente temas adversos a sus intereses.
- la imagen de un país históricamente
enfeudado de facto a su vecino del norte cuyas
iniciativas al nivel continental han tenido poca
repercusión sobre el curso del desarrollo
del continente.
Si tuviéramos
que ilustrar la dificultad crónica de
México para encontrar un papel verdaderamente
protagónico y una autoridad moral y política
en el continente, la reciente elección
del Secretario General de la Organización
de Estados Americanos (OEA) en mayo de 2005 sería
un ejemplo elocuente. México y Chile estuvieron
en competencia para colocar en el puesto a uno
de sus altos funcionarios: J.M Insulza, Secretario
de Asuntos Interiores para Chile y L.E Derbez,
Secretario de Relaciones Exteriores para México.
Inicialmente sostenido por Estados Unidos, México
no tuvo finalmente otra opción que retirar
la candidatura de su canciller ante el cambio
de opinión y la insistencia de Unidos
preocupado por una posible derrota en el seno
de esta organización.
Conclusión
Nacida en circunstancias muy diferentes a la
nación estadounidense, la República
Mexicana ha indudablemente dejado desde el siglo
XXI el liderazgo continental a su vecino Estados
Unidos. Lejos de atenuarse, esta situación
ha parecido afirmarse a lo largo de las décadas,
tanto por el lento ritmo de desarrollo mexicano
como por la formidable ascensión de poder
de Estados Unidos que hace de Washington un paso
casi obligatorio de cualquier iniciativa diplomática
continental. Sin embargo, a nivel del subcontinente
latinoamericano, la postura mexicana débil
parece más encontrar sus fundamentos en
la carencia de una verdadera ambición
internacional, prefiriendo apegarse a algunos
principios “juridicistas”.
Si existe todavía
una oportunidad para México, ella consiste
sin duda en que hoy en día el papel de
líder indiscutido latinoamericano sigue
sin intérprete claro. Paralelamente, la
ola política izquierdista que sacude a
América Latina desde el inicio del siglo
XXI y que parece volverse un contra-peso político
a la hegemonía norteamericana podría
figurar el nacimiento de nuevas condiciones propicias
a la mayor afirmación de México
en las relaciones internacionales del continente.
En efecto, el compartir muchos de los rasgos
de los demás países latinoamericanos
siendo a la vez el socio económico privilegiado
de Estados Unidos podría propulsar a México
en un papel de mediador en el futuro. Y si bien
el candidato de izquierda a la presidencia de
la República de julio de 2006, A. M. López
Obrador, México podría en un lapso
corto transformarse en jefe de fila de movimiento
izquierdista latinoamericano del inicio de este
nuevo milenio.
Notas:
1
Secretaria de Relaciones Exteriores:
<http://portal.sre.gob.mx/ime/pdf/Pew_Feb05_2.pdf>
2
CONAPO: <http://www.conapo.gob.mx/mig_int/03.htm>
3
<http://www.aporrea.org/dameverbo.php?docid=69318>
Referencias:
a) Publicaciones
no periódicas (libros):
- CIDAC, 1992. Política exterior
para un mundo nuevo. Alternativas para el futuro,
México: Editorial Diana
- F. Lenoir, 2003. Les métamorphoses
de Dieu. Francia, Plon.
- P. Galeana,
1997. Relaciones de México: América
Latina, América del Norte y la Unión
Europea, pp 25-27. México, Asociación
Mexicana de Estudios Internacionales,
- G. de
Greiff Restrepo, 1997. Relaciones de México:
América Latina, América del Norte
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Frederick
Pierru |