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Por Silvano Cantú
Número
51
Los
ciudadanos de nuestro siglo demandamos de nuestras
democracias una serie de valores que le den sentido
y contenido a sus relaciones con el mundo, a
su acción política, a su dinámica
general. Demandamos consensos, civilidad por
parte de los actores políticos y de todos
los sectores sociales. En un sistema de elites
políticas que compiten por el poder electoralmente
–como el mexicano–, en que los candidatos
montan la estrategia de descalificarse los unos
a los otros, muchas veces sin fundamento pero
siempre con mucho dinero, en que la competencia
por el poder se convierte en una suerte de carrusel
de paisajes informativos y antiinformativos en
vaivén y se compromete todo el tiempo
la viabilidad de los consensos que permiten gobernabilidad
y rumbo a la agenda pública, la democracia
marcha sobre un camino plagado de frustraciones.
Muchos ciudadanos
adoptan el cómodo mea culpa del
“tenemos los gobiernos que merecemos”
y a sobrevivir el sexenio… Pero es precisamente
por creer que los derechos y deberes cívicos
del ciudadano se agotan al arrojar a la urna
un voto – como quien confía su suerte
a los vuelcos de un dado – que tenemos
gobiernos que no terminan por convencernos. Elegimos
a un candidato, pero desconocemos por completo
qué hará una vez que sea gobernante
y lejos de consensuar la vida común, la
padecemos… ¿quiénes decidieron
estos contornos generales de nuestras vidas?
Superar esta ciega apuesta implica advertir las
limitaciones de una “democracia”
elitista, en que la mera invitación al
diálogo suscita sospechas y desconfianza,
fruto del demérito en que han caído
los “grandes pactos” incumplidos
de los años electorales y el desprecio
hacia el ciudadano.
Las denuncias al respecto
también han ocupado muchos espacios. En
vez de compendiar una vez más las faltas
en que hemos incurrido, este texto busca proponer
un consenso que vaya más allá de
las elecciones y algunas características
del mismo. Como en toda invitación al
diálogo, caben todas las rectificaciones
y la esperanza del consenso.
Autoconcepto
y responsabilidad histórica del ciudadano
Creo
que el problema de llegar a un consenso democrático
comienza con el conocimiento de los problemas
nacionales y la voluntad de llegar a un consenso.
El primer obstáculo parece ser la abulia
de muchos, la apatía. Al nivel más
pragmático de análisis, no precisamente
el más profundo, muchos consideran que
el desencanto del mexicano con la democracia
tiene que ver con los fracasos del Gobierno de
Fox, como si el Gobierno de Fox encarnara en
sí mismo la democracia. Muchos teóricos
hablaron alrededor del 2 de Julio de 2000 de
conceptos tales como “instauración
democrática”, “transición
a la democracia”, o hasta de “consolidación
democrática”. Sin embargo, es impactante
el hecho de que muchos mexicanos preferirían
un régimen autoritario a una democracia,
siempre que aquél mejorara las condiciones
económicas del país (como muestra
la encuesta del 2002 del Latinobarómetro
y los datos publicados por el IFE sobre las elecciones
en 2003, en que el abstencionismo fue del 58.33%,
sin contar los votos nulos). Así que las
glorias democráticas enarboladas por teóricos
y políticos se destiñeron a lo
largo del llamado “gobierno del cambio”.
Para el pueblo, para el que los valores y derechos
que entraña la democracia se transmutaron
en puros estándares económicos
de vida, la “democracia” les falló.
Oprobio para la democracia malentendida por la
ciudadanía y malentendida y tergiversada
por teóricos y políticos. El mayor
malentendido es que se ha perdido de vista que
la Constitución reconoce en la democracia
una forma de vida que, como expresión
de la soberanía, hace de cada ciudadano
su titular fraccionario como lo establece el
artículo 39. No obstante lo anterior,
el ciudadano ha estado ausente de la toma de
decisiones públicas y los gobiernos han
evadido la promoción e institucionalización
del ejercicio de la soberanía popular.
En un sistema así,
el individuo inconsciente – por ignorancia,
pesimismo o confort - forma comunidad sólo
estadísticamente y sus sentimientos hacia
la Nación son débiles, tiene la
ciudadanía y la nacionalidad mexicanas
como quien tiene un accidente. Esta pobreza de
autoconcepto y de concepto de su circunstancia
lo lleva a empobrecer la esfera pública.
Ese visitar la esfera o espacio público
es lo que da al individuo su dimensión
cívica, en la cual es libre y ejerce sus
libertades, en la cual adquiere, crea, cuestiona
y propone valores (como la honestidad, el patriotismo
como valor republicano, la laicidad del Estado,
la libertad de expresión); o bien, combate
antivalores (como la apatía, la corrupción,
la falta de responsabilidad del gobierno para
con los ciudadanos, la ausencia de responsabilidad
social y ecológica de las empresas, etc.).
De ahí que el individuo que sin vocación
de ciudadanía se ausenta del mundo de
la libertad y se convierte en un objeto flotando
en el flujo de los acontecimientos históricos,
pero no en un sujeto de la historia. Un individuo
así no puede determinar ni siquiera el
contorno general de su propia existencia: no
viaja con la historia, es atropellado por ella.
Yo creo que
la historia, con sus densas tramas de acciones,
reacciones, ideas y debates, como matriz de la
causalidad interconectada, constituye un destino
éticamente configurable, hecho de nuestros
actos, deseos y pensamientos que nos determinan
y determinan a los demás en el tiempo
y el espacio. El individuo debe tener esta conciencia
de responsabilidad histórica, de influencia
real en la creación de este destino común.
Así, en un primer momento, esta conciencia
informa la dimensión ética del
ciudadano para que sus actos se encaminen a los
valores democráticos, al mundo de la libertad,
al espacio público.
Podemos concluir
a este respecto, que nuestro primer compromiso
de diálogo hacia un consenso nacional
es de carácter político - cultural:
convocar a todos, a los más posibles,
a participar del espacio público con esta
actitud que podríamos llamar la vocación
de nacionalidad y ciudadanía: que todo
ciudadano esté consciente de sus derechos
y deberes, que sepa cómo ejercitarlos
y se reconozca a sí mismo como co –
titular de la soberanía nacional, con
todo lo que esto implica en los hechos, no sólo
en las credenciales de identificación
y con el imperioso reconocimiento del “otro”.
Libertades
públicas y autonomía del sector
social
Ya
de inicio, aunque el individuo sea consciente
de su responsabilidad histórica, no es
autónomo porque hay una historia que lo
determina hasta en lo más sutil. Podemos
decir que el ciudadano autoconsciente no actúa
en contra de la comunidad, está comprometido
con la unidad nacional y la justicia social,
pero en el marco de esta conciencia debemos garantizar
al individuo la libertad de disentir para que
la vocación de nacionalidad y ciudadanía
no se convierta en ocasión para legitimar
la injusticia. Por ello, el diálogo que
nos invita al consenso nacional debe precisar
lo que se aproxime más a la justicia (que
se cumpla con las garantías constitucionales,
que se amplíen los derechos políticos
y civiles, que se hagan respetar las garantías
sociales y se dé marcha atrás a
las leyes y políticas públicas
que vulneraron el bienestar de las mayorías).
Es más, ahí donde el consenso de
unos cuantos se impone a la mayoría –
como suele ocurrir – o donde el consenso
de la mayoría atropella los derechos de
uno o varios ciudadanos, subsiste el derecho
a la rebeldía frente a un destino injusto.
Por supuesto, una sociedad
en la que nos rebelamos a la injusticia es deseable
cuando existen instituciones y procedimientos
que garanticen a todos que su derecho a disentir,
siempre que se justifique y sea pacífico,
tendrá su lugar en el diálogo,
se considerará para llegar al consenso
sin excluir a nadie que en justicia reivindique
sus derechos (esa garantía evita la violencia
de algunas reivindicaciones, fruto del distanciamiento
del gobierno y las complicidades entre algunas
elites). De ahí la necesidad de que nuestro
próximo gobierno reconozca el derecho
de la ciudadanía a participar en la creación
de este destino común y de cada ciudadano.
Así como es importante elegir a quienes
serán nuestros gobernantes, es tanto o
más importante decidir cómo nos
van a gobernar, cómo administrarán
nuestros recursos naturales y el dinero de nuestros
impuestos. Considero, pues, como un segundo compromiso
- de carácter político y jurídico
- para el consenso democrático: crear
las instituciones que garanticen al ciudadano
participar en la toma de decisiones públicas.
Si el censo
demográfico del Estado Mexicano impide
el idilio rousseauniano de la democracia directa
como se vivió en Atenas o en Ginebra,
el ciudadano debe y puede exigir a las autoridades
y éstas a su vez legislar lo correspondiente,
para que dentro del marco de una democracia representativa
existan los canales de participación directa
adecuadas al mejor concepto que podamos vivir
de democracia. No podemos llegar al consenso
ahí donde falta el principal actor del
Estado: la ciudadanía.
Por otra parte,
para que la voz del ciudadano no se pierda en
un océano de opiniones divergentes, ni
se vea influida o colonizada por el sector privado
o el sector público, debe fomentarse en
esa esfera de conciencia ciudadana la organización
de la sociedad civil para que sus decisiones
sean autónomas, eficaces y respondan a
los intereses auténticos de los ciudadanos.
En este contexto, el sector público debe
asegurarse de no ser “colonizado”
a su vez por el sector privado, ni en su discurso
ni en su dinámica ni en sus compromisos,
porque los gobiernos no son gerencias ni los
ciudadanos, clientes o empleados. Esto último
entraña otro compromiso: el respeto a
la autonomía de los tres sectores y el
reconocimiento de su interdependencia.
Un
concepto social y nacional de democracia en el
marco global
Finalmnte,
cabe dimensionar nuestro consenso nacional en
el marco de las grandes transformaciones del
mundo, en torno a las cuales no podemos pasar
de largo, ya que el problema de nuestra democratización
es en cierto modo el problema de democratizar
la globalización. México ha liberalizado
muchos rubros de su actividad económica
para que sean las iniciativas privadas las que
se hagan cargo del asunto y es el país
con más tratados de libre comercio en
el mundo. Empero, los principales indicadores
económicos - como la balanza comercial
– no muestran que México tenga ventajas
considerables frente a sus socios comerciales.
Los pobres del campo y la ciudad, la clase media
y los pequeños y medianos empresarios
han padecido de diversas formas los efectos negativos
de la liberalización de la economía
en el contexto global. Aquí tenemos otro
tema importante, de índole económica,
que debe contemplar el consenso nacional: que
todos los actores involucrados nos comprometamos
a combatir la desigualdad social y económica
que ha marcado históricamente a nuestra
sociedad.
La desigualdad amplía
brechas sociales y mundiales. México sigue
dificultando el ejercicio de su soberanía
(por ejemplo, en materia alimentaria o en el
comercio exterior, en que somos inconvenientemente
dependientes). Nos corresponde, asimismo, enderezar
los indicadores mal comportados: violencia, descomposición
social, desconfianza. En este marco general,
el autoconcepto del individuo y sus aspiraciones
en la vida se reducen muchas veces al egoísmo,
al consumo, a calcular cómo instrumentalizar
a los demás para lograr sus intereses
particulares (porque también es instrumentalizado
por otros) y a anteponer estos particularismos
al bienestar de la comunidad de la que no se
siente parte. Este individuo atomizado impide
el consenso democrático y nacional. Dentro
y fuera del Estado nacional, el particularismo
frustra el camino de la democracia. La globalización
no es mala en sí misma, sino en la manera
en que antepone los intereses particulares de
los grandes poderes políticos y económicos
al bienestar de las sociedades y los valores
que hacen civilización. La misma civilización
debería ser un consenso. Mientras lo privado
esté orientado por lo particular, no hay
garantía de bienestar para las sociedades,
incluso en los países desarrollados. No
hay consenso democrático ni proyecto nacional
sin renunciar al particularismo, a los actos
y discursos que permiten la inequidad en la distribución
del ingreso y en las oportunidades de desarrollo
integral para todos.
La democracia en este
momento histórico tan vertiginoso abre
un espacio público de diálogo de
carácter expansivo y trata del tránsito
del pueblo como una masa gobernada por un sistema
de partidos políticos en competencia y
determinados por fuerzas económicas internas
y externas, a una comunidad organizada de ciudadanos
gobernantes con las instituciones constitucionalmente
establecidas y capaces de organizarse también
para la cooperación mediante la creación
de una gran sociedad civil mundial que garantice
el bienestar y el desarrollo común en
un planeta que es estadísticamente pobre,
en que se globalizan las fortunas de muy pocos
y el sufrimiento de muchos. México debe
participar activamente en la invitación
a este gran consenso.
Conclusión
Considero
que un consenso nacional y democrático,
comprenderá al menos los siguientes objetivos
generales:
1) trabajar
activamente en la construcción de una
sociedad de la conciencia, con ciudadanos que
conozcamos nuestros derechos y deberes y los
ejerzamos en nuestro carácter de miembros
de la soberanía popular que nos reconoce
la Constitución;
2) crear las instituciones y procedimientos que
garanticen a todo ciudadano co – gobernar
por medio de la participación en la toma
de decisiones públicas;
3) respetar y hacer respetar la autonomía
de los sectores público, privado y social
entre sí; reconocer su interdependencia,
diferenciando puntualmente sus dinámicas
y funciones y colaborando entre sí anteponiendo
el interés nacional al particular;
4) combatir la desigualdad social y económica;
5) contribuir a democratizar la globalización
desde la democratización nacional.
Silvano
Cantú
Estudiante de Derecho de la Universidad
Autónoma de Nuevo León, Monterrey,
NL. y participante por primera vez en una elección
presidencial, México. |