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Por Víctor Montoya
Número
53
La
violencia existe desde siempre; violencia para
sobrevivir, violencia para controlar el poder,
violencia para sublevarse contra la dominación,
violencia física y psíquica.
Los etólogos,
en sus investigaciones sobre el comportamiento
innato de los animales, llegaron a la conclusión
de que el instinto agresivo tiene un carácter
de supervivencia. Por lo tanto, la agresión
existente entre los animales no es negativa para
la especie, sino un instinto necesario para su
existencia.
Charles Darwin,
en su obra sobre “El origen de las especies
por medio de la selección natural”,
proclamó al mono como padre del hombre,
argumentando que sus instintos de lucha por la
vida le permitieron seleccionar lo mejor de la
especie y sobreponerse a la naturaleza salvaje.
El mayor aporte de Darwin a la teoría
evolucionista fue descubrir que la naturaleza,
en su constante lucha por la vida, no sólo
refrenaba la expansión genética
de las especies, sino que, a través de
esa lucha, sobrevivían los mejores y sucumbían
los menos aptos. Solamente así puede explicarse
el enfrentamiento habido entre especies y grupos
sociales, apenas el hombre entra en la historia,
salvaje, impotente ante la naturaleza y en medio
de una cierta desigualdad social que, con el
transcurso del tiempo, deriva en la lucha de
clases.
El hombre, desde
el instante en que levantó una piedra
y la arrojó contra su adversario, utilizó
un arma de defensa y sobrevivencia muchísimo
antes de que el primer trozo de sílex
hubiese sido convertido en punta de lanza. “Una
ojeada a la Historia de la Humanidad -dice Sigmund
Freud-, nos muestra una serie ininterrumpida
de conflictos entre una comunidad y otra u otras,
entre conglomerados mayores o menores, entre
ciudades, comarcas, tribus, pueblos, Estados;
conflictos que casi invariablemente fueron decididos
por el cotejo bélico de las respectivas
fuerzas (...) Al principio, en la pequeña
horda humana, la mayor fuerza muscular era la
que decidía a quién debía
pertenecer alguna cosa o la voluntad de qué
debía llevarse a cabo. Al poco tiempo
la fuerza muscular fue reforzada y sustituida
por el empleo de herramientas: triunfó
aquél que poseía las mejores armas
o que sabía emplearlas con mayor habilidad.
Con la adopción de las armas, la superioridad
intelectual ya comienza a ocupar la plaza de
la fuerza muscular bruta, pero el objetivo final
de la lucha sigue siendo el mismo: por el daño
que se le inflige o por la aniquilación
de sus fuerzas, una de las partes contendientes
ha de ser obligada a abandonar sus pretensiones
o su oposición” (Freud, S., 1972,
pp. 3.208-9).
Desde la más
remota antigüedad, los hombres se enfrentaron
entre sí por diversos motivos. En los
últimos 5.000 años de la historia,
la humanidad ha experimentado miles de guerra,
y en todas ellas se han usado armas más
poderosas que la fuerza humana. La historia de
la humanidad es una historia de guerras y conquistas,
donde el más fuerte se impone al más
débil, y que si de los textos de historia
quitásemos las guerras, se convertirían
en un puñado de páginas en blanco.
En la Edad de
la Piedra, los mismos instrumentos ideados para
defenderse de la naturaleza salvaje fueron trocados
en armas de guerra. Después, cuando el
hombre descubrió los metales, construyó
armas más mortíferas que la honda
y la lanza con punta de piedra. Al irrumpir la
pólvora en la historia, se fabricaron
proyectiles para ser disparados por medio de
un cañón. De modo que el arte de
la guerra se perfeccionó entre el siglo
XV y XVIII, con la progresiva consolidación
del arma de fuego como factor decisivo en la
contienda. El uso de la pólvora se extendió
rápidamente a los campos de batalla y
las armas tradicionales fueron sustituidas por
arcabuces, mosquetes y cañones.
La guerra, que
es un producto de la violencia y el deseo de
poder, está generada por los instintos
agresivos de la psicología humana. Ya
en julio de 1932, cuando Albert Einstein -el
físico cuyas teorías sobre la relatividad
y la gravitación universales revolucionaron
el mundo de la ciencia- le preguntó a
Sigmund Freud: ¿Qué podría
hacerse para evitar a los hombres el desastre
de la guerra? El padre del psicoanálisis,
en una carta fechada en septiembre de 1932, le
respondió: “Usted expresa su asombro
por el hecho de que sea tan fácil entusiasmar
a los hombres para la guerra, y sospecha que
algo, un instinto del odio y de la destrucción,
obra en ellos facilitando ese enardecimiento.
Una vez más, no puedo sino compartir sin
restricciones su opinión. Nosotros creemos
en la existencia de semejante instinto, y precisamente
durante los últimos años hemos
tratado de estudiar sus manifestaciones. Permítame
usted que exponga por ello una parte de la teoría
de los instintos a la que hemos llegado en el
psicoanálisis después de muchos
tanteos y vacilaciones. Nosotros aceptamos que
los instintos de los hombres no pertenecen más
que a dos categorías: o bien son aquellos
que tienden a conservar y a unir -los denominados
‘eróticos’, completamente
en el sentido del Eros del ‘Symposion’
platónico, o ‘sexuales’, ampliando
deliberadamente el concepto popular de la ‘sexualidad’-,
o bien son los instintos que tienden a destruir
y a matar: los comprendemos en los términos
‘instintos de agresión o de destrucción’.
Como usted advierte, no se trata más que
de una transfiguración teórica
de la antítesis entre el amor y el odio,
universalmente conocida y quizá relacionada
primordialmente con aquella otra, entre atracción
y repulsión, que desempeña un papel
tan importante en el terreno de su ciencia (...)
Con todo, quisiera detenerme un instante más
en nuestro instinto de destrucción, cuya
popularidad de ningún modo corre pareja
con su importancia. Sucede que mediante cierto
despliegue de especulación, hemos llegado
a concebir que este instinto obra en todo ser
viviente, ocasionando la tendencia de llevarlo
a su desintegración, de reducir la vida
al estado de la materia inanimada. Merece, pues,
en todo sentido la designación de instinto
de muerte, mientras que los instintos eróticos
representan las tendencias hacia la vida. El
instinto de muerte se torna instinto de destrucción
cuando, con la ayuda de órganos especiales,
es dirigido hacia fuera, hacia los objetos. El
ser viviente protege en cierta manera su propia
vida destruyendo la vida ajena (...) De lo que
antecede derivamos para nuestros fines inmediatos
la conclusión de que serán inútiles
los propósitos para eliminar las tendencias
agresivas del hombre. Dicen que en regiones muy
felices de la Tierra, donde la naturaleza ofrece
pródigamente cuanto el hombre necesita
para su subsistencia, existen pueblos cuya vida
transcurre pacíficamente, entre los cuales
se desconoce la fuerza y la agresión.
Apenas puedo creerlo, y me gustaría averiguar
algo más sobre esos seres dichosos. También
los bolcheviques esperan que podrán eliminar
la agresión humana asegurando la satisfacción
de las necesidades materiales y estableciendo
la igualdad entre los miembros de la comunidad.
Yo creo que esto es una ilusión (...)
Por otra parte, como usted mismo advierte, no
se trata de eliminar del todo las tendencias
agresivas, humanas, se puede intentar desviarlas,
al punto que no necesiten buscar su expresión
en la guerra (...) Pero con toda probabilidad
esto es una esperanza utópica. Los restantes
caminos para evitar indirectamente la guerra
son por cierto más accesibles, pero en
cambio no prometen un resultado inmediato que
uno se moriría de hambre antes de tener
harina” (Freud, S., 1972, pp. 3.210-14).
Para Nicolás
Maquiavelo, lo propio que para Friedrich Nietzsche,
la violencia es algo inherente al género
humano y la guerra una necesidad de los Estados;
en tanto para los padres del socialismo científico,
la violencia, aparte de ser un producto de la
lucha de clases, es un medio y no un fin, puesto
que sirve para transformar las estructuras socioeconómicas
de una sociedad, pero no para eliminar al hombre
en sí. Además, consideran que existe
una violencia reaccionaria, que usa la burguesía
para defender sus privilegios, y otra violencia
revolucionaria, que tiende a destruir el aparato
burocrático-militar de la clase dominante
y socializar los medios de producción.
Cuando los marxistas
plantean que la lucha de clases genera la violencia,
y la violencia es el motor que permite la transformación
cualitativa de la sociedad, admiten que la transición
del capitalismo al socialismo requiere cambios
radicales en las relaciones de producción.
Empero, “hay que recordar también
que el imperio de la fuerza, que el marxismo
está dispuesto a aceptar favorablemente,
con objeto de liberar a los hombres de la servidumbre
económica y establecer las condiciones
en que deben basarse las relaciones verdaderamente
morales, no va dirigido contra los individuos,
sino contra una clase y las instituciones en
que fundamenta su posición dominante”
(Ash, W., 1964, p. 146).
Si bien es cierto
que el marxismo justifica los medios para alcanzar
los fines, llegando al límite de favorecer
el uso de la violencia revolucionaria para liberar
a los oprimidos y abolir la propiedad privada
de los medios de producción, es también
cierto que, una vez abolida la lucha de clases,
la violencia deja de ser un medio que justifica
el fin.
Los psicoanalistas
consideran que la violencia es producto de los
mismos hombres, por ser desde un principio seres
instintivos, motivados por deseos que son el
resultado de apetencias salvajes y primitivas.
“Los pequeños -señala Anna
Freud-, en todos los períodos de la historia,
han demostrado rasgos de violencia, de agresión
y destrucción (...) Las manifestaciones
del instinto agresivo se hallan estrechamente
amalgamadas con las manifestaciones sexuales”
(Freud, A., 1980, p. 78).
El instinto
de agresión infantil, según Anna
Freud, aparece en la primera fase bajo la forma
del sadismo oral, utilizando sus dientes como
instrumentos de agresión; en la fase anal
son notoriamente destructivos, tercos, dominantes
y posesivos; en la fase fálica la agresión
se manifiesta bajo actitudes de virilidad, en
conexión con las manifestaciones del llamado
“complejo de Edipo”.
Sin embargo,
Sigmund Freud y Konrad Lorenz comparten la idea
de que la agresión puede descargarse de
diferentes maneras. Por ejemplo, practicando
algún deporte de lucha libre o rompiendo
algún objeto que está al alcance
de la mano. Si Lorenz aconseja que el amor es
el mejor antídoto contra la agresividad,
Freud afirma que los instintos de agresión
no aceptados socialmente pueden ser sublimados
en el arte, la religión, las ideologías
políticas u otros actos socialmente aceptables.
La catarsis implica despojarse de los sentimientos
de culpa y de los conflictos emocionales, a través
de llevarlos al plano consciente y darles una
forma de expresión.
Se dice que
el niño, incluso el más inocente
y pacífico, tiene sentimientos destructivos
o “instintos de muerte”, que si son
dirigidos hacia adentro pueden conducirlo al
suicidio, o bien, si son dirigidos hacia fuera,
pueden llevarlo a cometer un crimen. La agresividad
del niño, asimismo, puede ser estimulada
por el rechazo social del cual es objeto o por
una simple falta de afectividad emocional, puesto
que el problema de la violencia no sólo
está fuera de nosotros, en el entorno
social, sino también dentro de nosotros;
un peligro que aumenta en una sociedad que enseña,
desde temprana edad, que las cosas no se consiguen
sino por medio de una inhumana y egoísta
competencia. “El otro” no se nos
presenta, en nuestra educación para la
vida, como un cooperador sino como un competidor,
como un enemigo. A esto se suman los medios de
comunicación que propagan la violencia,
estimulando la agresividad del niño.
Según
el psicólogo Robert R. Sears, los niños
que sufren castigos físicos y psíquicos
son los que demuestran mayor agresividad en la
escuela y en las actividades lúdicas,
que los niños que se desarrollan en hogares
donde la convivencia es armónica. Para
Sears, como para los psicólogos que se
prestaron algunos conceptos del psicoanálisis,
la agresión es una consecuencia de las
frustraciones y prohibiciones con las cuales
tropiezan los niños en su entorno. Cuando
el niño reacciona con agresividad es porque
quiere manifestar su decepción frente
a la madre o frente al contexto social que lo
rodea.
Por otro lado,
no cesan de aflorar teorías que rechazan
la idea de la violencia como instinto innato,
afirmando que la agresividad no es más
que un fenómeno adquirido en el contexto
social. Los naturalistas, a diferencia de Freud
y Lorenz, sostienen que una de las peculiaridades
de la especie humana es su educabilidad, su capacidad
de adaptación y su flexibilidad; factores
que permiten -y permitieron- la evolución
de la humanidad, desde que el hombre dejó
de vivir en los árboles y en las cavernas.
De ahí que en las comunidades primitivas,
donde los grupos humanos estaban constituidos
por treinta o cincuenta individuos, los elementos
agresivos no hubiesen prosperado. En esas sociedades,
cuyas actividades principales eran la recolección
y la caza, la ayuda mutua y la preocupación
por los demás -la cooperación-
no sólo eran estimadas, sino que constituían
condiciones estrictamente necesarias para la
supervivencia del grupo.
Muchos de los
naturalistas, que afirman que el hombre nunca
fue agresivo ni imperfecto desde su nacimiento,
tienen como cabecera la “Biblia”,
en cuyo primer libro, “Génesis”,
se describe la creación de un mundo exento
de maldades y sufrimientos. El sexto día
en que Dios crea al hombre y la mujer, a su imagen
y semejanza, los hace perfectos en cuerpo y alma,
pero ni bien caen en la tentación de una
criatura maligna (Satanás), Adán
y Eva son expulsados del paraíso por desobedecer
lo que el Creador les dejó dicho: “Que
no comieran del árbol del conocimiento
de lo bueno y lo malo”. Fue entonces cuando
Dios, refiriéndose a la serpiente, le
dijo: “Tú eres la maldita entre
todos los animales domésticos y entre
todas las bestias salvajes del campo. Sobre tu
vientre irás y polvo comerás todos
los días de tu vida (...) Pondré
enemistad entre tú y la mujer, y entre
la descendencia de ella. Él te magullará
en la cabeza y tú le magullarás
en el talón”. Y, dirigiéndose
a Eva, sentenció: “Aumentaré
en gran manera el dolor de tu preñez;
con dolor de parto darás a luz hijos,
y tu deseo vehemente será por tu esposo,
y él te dominará”. En efecto,
cuando Adán y Eva tuvieron descendientes,
éstos nacieron cargados de pecados y fueron
imperfectos como sus progenitores. Caín
encarnaba ya la violencia y, con su agresión
irrefrenable, degolló a su hermano Abel,
para así dar origen a la violencia humana.
En el siglo
V, San Agustín -el teólogo que
escribió “La ciudad de Dios”-
arguyó que el Creador no era el responsable
de que exista el mal, sino el hombre, ya que
Dios -el autor de las cualidades humanas y no
de los vicios- creó al hombre recto; pero
el hombre, habiéndose hecho corrupto por
su propia voluntad y habiendo sido condenado
justamente, engendró hijos corruptos y
violentos. Entonces, del mal uso del libre albedrío
se originó todo el proceso del mal.
En el siglo
XVI, el protestante francés Juan Calvino
pensaba, al igual que San Agustín y Martín
Lutero, que algunos seres humanos estaban predestinados
por Dios a ser hijos herederos del reino celestial;
en tanto otros, cuya naturaleza humana fue corrompida
por el pecado original, estaban destinados a
ser los recipientes de su ira y a padecer la
condenación eterna.
En el siglo
XVIII, Jean-Jacques Rousseau sostenía
la teoría de que el hombre era naturalmente
bueno, que la sociedad corrompía esta
bondad y que, por lo tanto, la persona no nacía
perversa sino que se hacía perversa, y
que era necesario volver a la virtud primitiva.
“Es bueno todo lo que viene del Creador
de las cosas: que todo degenera en las manos
del hombre”. Es decir, la actitud de bondad
o de maldad es fruto del medio social en el cual
se desarrolla el individuo.
El psicólogo
Alberto Bandura, de acuerdo con el filósofo
francés, estima que el comportamiento
humano, más que ser genético o
hereditario, es un fenómeno adquirido
por medio de la observación e imitación.
En idéntica línea se mantiene Ashley
Montagu, para quien la agresividad de los hombres
no es una reacción sino una respuesta:
el hombre no nace con un carácter agresivo,
sino con un sistema muy organizado de tendencias
hacia el crecimiento y el desarrollo de su ambiente
de comprensión y cooperación.
John Lewis,
en su libro “Hombre y evolución”,
rebate la teoría sobre la agresividad
innata, señalando que no existen razones
para suponer que el hombre sea movido por impulsos
instintivos, ya que “no existe testimonio
antropológico alguno que corrobore esa
concepción del hombre primitivo considerado
como un ser esencialmente competitivo. El hombre,
al contrario, ha sido siempre, por naturaleza,
más cooperativo que agresivo. La teoría
psicológica de Freud, afirmando la indiscutible
base agresiva de la naturaleza humana, no tiene
validez real alguna” (Lewis, J., 1968,
p. 136).
Helen Schwartzmann,
estudiando la antropología del juego en
una isla del Océano Pacífico, constató
que los niños no estaban familiarizados
con la connotación semántica de
las palabras “ganar-perder”, en vista
de que el juego para ellos implicaba un modo
de ponerse en contacto con el mundo circundante,
una actividad alegre, llena de fantasía
y exenta de vencedores y vencidos. Esto demuestra
que la competencia, al no formar parte de la
naturaleza del juego, es propia de las sociedades
modernas, donde se incentiva a diario el espíritu
de competencia entre individuos.
No es casual
que los instintos agresivos del hombre estén
reflejados en gran parte de la literatura, desde
“Robinsón Crusoe”, de Daniel
Defoe, hasta “El señor de las moscas”,
de William Golding -premio Nobel de Literatura
1983-, quien en su novela narra la conducta animal
de un grupo de niños ingleses, que, luego
de sobrevivir a un accidente de aviación
en una isla desértica, intentan organizar
su propia sociedad lejos del mundo adulto y de
los valores ético-morales de la cultura
occidental. Sin embargo, una vez que fracasan
en su intento, se transforman en arquetipos de
cazadores salvajes y primitivos, cuya única
ley es el odio y la violencia, como si la sociedad
moderna hubiese virado hacia su pasado más
remoto, pues el terror cósmico y el deseo
de dominación suprimen las normas éticas
y morales asimiladas y dan rienda suelta a los
instintos atávicos latentes bajo las costumbres
civilizadas.
William Golding,
convencido de la maldad intrínseca del
ser humano, manifestó en cierta ocasión:
“Mi novela es un intento de analizar los
defectos sociales o las normas que rigen los
defectos de la naturaleza salvaje”, puesto
que la sociedad y los hombres están programados
genéticamente para el sadismo y la violencia.
Agreguemos a
todo esto el pensamiento de George Friedrich
Nicolai, quien, en su libro “Biología
de la guerra”, apunta: La guerra en las
sociedades humanas es una supervivencia de los
instintos de agresividad que arrastra nuestra
especie desde las lejanías de su genealogía
zoológica a la cual se debe oponer la
urgencia de remodelar la convivencia humana en
un factible proceso de superhumanización,
reemplazando los ciegos y violentos instintos
por el sereno gobierno de la razón.
Con todo, la
discusión sobre el carácter innato
o adquirido de la violencia humana, por ser motivo
de controversias, tomará demasiado tiempo
antes de alcanzar su punto final, debido a que,
a diferencia de Rousseau, Bandura, Lewis y otros,
el filósofo inglés Thomas Hobbes,
tres siglos antes que Sigmund Freud, sentenció
que la humanidad tiene una agresividad innata.
Mucho después, los etólogos Konrad
Lorenz, Karl Von Frisch y el holandés
Nikolaas Tinbergen, comparando la conducta animal
y humana, detectaron que la agresividad es genética,
y que el instinto de agresión humana dirigido
hacia sus congéneres es la causa de la
violencia contemporánea.
Referencias:
- Ash, William:
Marxismo y moral, Ed. Era, S. A., México,
1969.
- Biblia: Ed. Watchtower Bible and tract
society of New York, 1979.
- Freud, Anna: El desarrollo del niño,
Ed. Paidós Ibérica, Barcelona,
1980.
- Freud, Sigmund: Consideraciones de actualidad
sobre la guerra y la muerte. Obras Completas,
Tomo VI, Ed. Alianza, Madrid, 1985.
- Golding, William: El señor de las
moscas, Ed. Alianza, Madrid, 1985.
- Lewis,
John: Hombre y evolución, Ed.
Grijalbo, S. A., México, 1968.
Víctor
Montoya
Escritor boliviano radicado en Estocolmo, Suecia. |