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Encuentro en la Plaza Mayor de Madrid

 

Por Daniel Murillo
Número 54

A la memoria de mi padre, Renán Murillo
y de mi entrañable amigo Rafael Ramírez Heredia.
A Julio Boltvinik.

I

Sentado aquí, frente a la taza de café, observando a la gente que camina, va y viene por esta plaza, no puedo dejar de pensar en que el mundo es tan inmenso y tan pequeño al mismo tiempo. Doy un sorbo al café, este café tan diferente al que se toma en mi país, este café que sabe a moros, a vieja historia de conquistadores perdidos, como ese personaje que pasa frente a mí, ese hombre bien vestido de barba cana y descuidada, que se detiene a media plaza, mira hacia un lado, como orientándose, busca algo en los arcos —debo tomar una fotografía de esos arcos—, regresa unos pasos y vuelve a su andar, con la mirada fría. En verdad él sí hubiera podido ser un visitador de tierras extrañas y lejanas, casi como yo, sentado en este cafecito en una mesa con sombrilla, sorbiendo un café sin adjetivos, nada de café expresso, o café americano. Aquí es sólo café.

Ya veo que la plaza se puebla de gente, se vacía, se vuelve a llenar. Al fondo observo a un grupo de artistas que venden sus cuadros y que los han montado en frágiles caballetes. Mi vista no da para ver los cuadros, pero percibo algunos colores: azul, rojo, negro… Luego pasa frente a mí un mesero, llevando una charola con refrescos de cola, el mal extendido por todo el orbe. El café está poblado de gente. Allá veo una pareja de mujeres, discutiendo, bebiendo cerveza; acá, un hombre y una mujer de cabello rubio, beben refresco de cola y señalan los edificios de la plaza.

Pasa frente a mí una muchacha vestida de negro, con una chamarra y botas, que me mira y sonríe. Indiferente, bajo la vista a la taza y doy un sorbo largo, tendido en la plaza mayor de Madrid, mientras de nuevo se atraviesa el mismo mesero, ahora con la charola vacía. Acabo de caminar por la ciudad y esta tarde la dedico a observar, a estar y a disfrutar de la bebida caliente que se agota: la taza diminuta pide ser llenada de nuevo y con un ademán, le pido a un mesero otro café.

Puedo hacer un recuento de la gente que pasa frente a mí; hay de todo: mujeres con bolsas, hombres en mangas de camisa, jóvenes atacados por arillos de metal en las cejas y en las bocas, ancianos, grupos de muchachas. Un policía a caballo da vueltas a la plaza, para que no se le olvide a nadie que la ley existe, como presencia fascista. Mucha gente habla por su “móvil”, o teléfono celular, para el otro lado del mundo. Es una verdadera plaga de incomunicación; el colmo es una pareja a mis espaldas: sentados con una cerveza cada quien, ambos se encuentran hablando por su teléfono, como si no fuera suficiente estar el uno con el otro, sino que la cita que habían fijado tenía que cumplirse con otros dos, que están en un lugar indeterminado y cuyas voces viajan de un aparato telefónico a un satélite.

Una guitarra empieza a tocar un ritmo flamenco, se trata de un grupo de jóvenes que está al frente del cafecito. En ese contexto, vuelvo la cabeza hacia uno de los arcos de la plaza, el que está a mi derecha y descubro a un hombre que me parece conocido. Camina con lentitud, como si cada uno de sus pasos saboreara pisar las baldosas de la plaza. Mira hacia todos lados, como si se sorprendiera de ese lugar, y toma rumbo al cafecito en donde estoy, pero se desvía de pronto hacia el lugar donde están los cuadros. Viste una chamarra de pana y un pantalón de mezclilla, es calvo y su rostro está enmarcado por unos bigotes grandes y puntiagudos. Le reconozco y me levanto. Un mesero se acerca y le digo que espere un momento. Imprudentemente, le pido que le eche un ojo a mi maletín, tomo mi cámara y voy hacia aquel hombre, quien se ha detenido a mirar a los que tocan flamenco. Me acerco a él y le miro de cerca. No tengo dudas de que es él, no es una persona parecida, es él. Una coincidencia, ya que vivimos en la misma ciudad, allende el mar, y pocas ocasiones nos vemos. Le llamo por su nombre y me ve, extrañado.

—¿Rafael?
Frunce el entrecejo y mueve la boca, tratando de encontrar las palabras adecuadas e intuyo que no las encuentra. Me llama por otro nombre, preguntando, para enseguida darse cuenta de que no soy la persona que creía.
—¿Renán?
Pero el nombre por el que me ha llamado remueve mi conciencia, mis recuerdos. Tan simple, un encuentro que no es tal. Una equivocación simple, pero significativa.
—No, Renán era mi padre, soy su hijo.

Sus ojos se iluminan, y enseguida voltea la mirada como buscando a alguien, como queriendo dar a entender que nadie debe saber nuestra identidad. Cosa curiosa, extraña, parece que está inquieto, se nota en sus ojos, en el lento escurrir de un estremecimiento en su boca. Intenta fingir que no pasa nada, y me palmea el hombro y me saluda con la mano. Me pregunta sobre mi estancia en ese país y le cuento cómo he llegado ahí. Le pregunto lo mismo y me dice que le invitaron a una conferencia, que será en Sevilla, pero se detuvo unos días en Madrid para revisitar esa ciudad que le encanta. Le pregunto que sobre qué está trabajando y me dice que en dos novelas, una de ellas está todavía en etapa de investigación y es muy pronto para sacarla a la luz, porque los hechos a los que se refiere todavía no son conocidos por un amplio público. Tendrá que permanecer guardada unos añitos, agrega. Le invito a que se siente conmigo en el café, y noto que duda; en ese momento tengo la sensación de que algo le incomoda y en el momento que creo que no aceptará, me dice que me sigue.

Damos la vuelta, pasamos frente al grupo que toca flamenco, una muchacha de cabello rojo nos pide una cooperación y soltamos unas monedas en el bote que nos acerca. Retomo el camino hacia mi mesa y en ese momento me detengo en seco. Por el rabillo del ojo veo que Rafael se toma la cara con una mano, en señal de que ha ocurrido algo inesperado. Y en verdad es algo inesperado, porque exactamente junto a la mesa que yo ocupaba hace unos instantes, se encuentra un hombre idéntico a mí. La diferencia está en su ropa y en que él no usa lentes. Volteo a ver a Rafael, quien me mira, estupefacto. El hombre en la mesa levanta una mano en señal de saludo, pero su rostro refleja perplejidad al vernos.

—Bueno, no queda más que acercarnos, a lo hecho, pechos –dice Rafael, mientras me toma del codo y avanza hacia la mesa donde me encuentro. No entiendo nada, cuando nos acercamos. Me miro a mí mismo y Rafael se adelanta. Saluda al hombre y se abrazan, como dos colegas que hace años no se habían visto y observo al hombre igual a mí. Noto que es más viejo que yo, aunque la barba y el bigote le otorgan cierta frescura juvenil. Es más alto que yo y un poco más robusto, pero nuestros rasgos son muy parecidos. Cuando los dos se destraban de aquel abrazo, el hombre me estira una mano, me jala y me abraza también. No puedo creer lo que está sucediendo. Acabo de saber que ese hombre, tan parecido a mí, es mi padre.

Estupefacto, tartamudeo. Me ofrecen una silla. Antes de desvanecerme, veo que Rafael tiene cara de angustia y mi padre se acerca para detenerme. Luego, todo es tan obscuro como mis recuerdos, como los recuerdos que arrastro de mi padre, cuando niño, antes de saber que había muerto. Imágenes que vienen como lámparas que se encienden en esa obscuridad. La cara de mi padre, la amnesia que me atacó después, mi búsqueda por el acta de defunción de mi padre. El primer encuentro con Rafael, mientras yo era estudiante en la universidad… Las luces, la taza de café esperándome en mi mesa vacía…

II

La negrura da pie a visos, a explicaciones no pedidas, inventadas, recordadas o escuchadas. Todo había seguido de la misma forma. Los tres eran jóvenes y los tres compartían un sueño, ideales, formas de crear un país. Pese a que Renán conocía a Julio y éste no conocía a Rafael, las cosas no cambiaban. De hecho, Renán era el contacto intermedio entre los otros dos, ya que uno de ellos militaba directa y airadamente, mientras el otro prefería permanecer entre la sombra, actuando también, eso sí, pero invalidando la presencia pública. Por ese hecho, por estar entre lo público y lo escondido, Renán tenía grandes responsabilidades. Si bien estaba afuera, como le llamaban, trabajando en un centro de investigación, tenía sus actividades encubiertas. Al mismo tiempo, Rafael comenzaba su carrera como escritor, lo que le permitía tener un pie en cada lado. Sólo Julio era quien asumía la presencia de la motivación estudiantil y la efervescencia por los movimientos sociales. Pero los tres estaban conectados. Las reuniones en casa de Rafael no eran simples reuniones de amigos, sino que se trataba de momentos de planeación y encuentro para el movimiento. Y cuando ocurrió la matanza del 68 y Julio fue a dar a la cárcel, ni aún así el movimiento se amedrentó. Sabían que otras opciones tenían que aguardar algunos años, que la resistencia social organizada (y que estaba encubierta) debería continuar con la lucha. Fue en la gran célula que se tomaron las decisiones fuertes: Julio salió de la cárcel, pero tendría que acallar su voz durante algún tiempo. Rafael podría seguir con su labor de escritor, mantenerse un tanto al margen del movimiento y del grupo, pero Renán tendría que entrar de lleno a la escena. Para eso, su personalidad como trabajador, esposo y padre de familia, tendría que desaparecer. A la vista de todos, tendría que obtener una nueva personalidad y mantenerse junto al grupo y al movimiento, en la clandestinidad. Y así había sucedido, aunque el propio Rafael lo había anunciado en su novela En el lugar de los hechos, aunque nadie se explicó bien a bien las razones de exponer el caso, que él tan bien conocía, en un libro que pasó por ficción literaria. Y, al parecer, Julio regresó a la lucha, ahora desde el frente militante de izquierda y desde una posición en una cámara de legisladores, Rafael continuó interviniendo entre la ficción y la realidad, con información de campo y con datos que le proporcionan los del grupo y Renán siguió la lucha, primero en México, pasando por el Sureste mexicano y luego, encontrando la verdadera razón y las triquiñuelas detrás del alzamiento zapatista, se había trasladado a otros países, desde donde operaba.

La explicación sencilla era ésa, puedes hacer un recuento, pero, mientras tanto, te limitas a regresar a la conciencia, a ver el sol en la plaza de Madrid. A ver que sólo un mesero está ahí y que te mira, con una mirada sin brillo, sin novedad alguna.

III

La plaza mayor de Madrid sigue poblada de gente. Yo tomo un sorbo a mi café y observo a la gente que camina y pasa. Un hombre con un gorro boliviano, con larga barba hirsuta, llama la atención. Los pintores siguen ofertando sus cuadros y la música de flamenco se escucha al fondo. Se han ido enfrente de otra de las cafeterías. El café es excelente, espeso, obscurísimo y la mesa en donde estoy sentado me da la oportunidad de observar la plaza. A mi derecha hay un arco, que con el juego de luces y sombras de la tarde se me antoja tomarle una fotografía, pero un señor pasa por ahí, justo cuando estoy a punto de disparar. Luego, un grupo de jóvenes llega y se sientan, recargados en la pared. Han ocupado mi encuadre y no puedo tomar la foto. Pero ya habrá oportunidad, más adelante, mientras no se vaya la luz de la tarde.

Se ve de todo desde aquí. Entre sorbo y sorbo veo hombres trajeados, hippies, colegialas, un policía montado… Tantos personajes, como para hacer un recuento de cada uno de ellos. Pido al mesero otro café, mientras aguardo ahí, con la tarde a cuestas, a encontrar a alguien conocido. Me levanto, voy al baño. Me llevo mis cosas, mi pequeña maleta y mi cámara, aunque sea incómodo encerrarse en ese cuartito de un metro cuadrado con ellas. Salgo y el mesero ha traído mi café a la mesa. Y hay un sobre. Aún antes de abrirlo sé lo que contiene: dos cartas. Una de ellas la firma Rafael, un escritor amigo de mi padre. La otra es una carta cuya escritura reconozco enseguida. Entonces todo me da vueltas, como si algo me hubieran puesto en el café. Me desvanezco, mientras el sobre cae al suelo y el café se riega sobre la mesa. Me desvanezco, mientras veo, en esa obscuridad creciente, que el mesero se acerca y un hombre de bigotes grandes y puntiagudos aparece en la multitud. Estoy seguro de que le reconozco, estoy seguro de haberlo visto antes, estoy seguro de que se trata de otra de las alucinaciones que me asaltan de vez en vez: debería estar acostumbrado a estos desvanecimientos que me atacan súbitamente. Debería estar acostumbrado a ver cosas que trato de explicarme siempre, porque una explicación racional me parece el mejor refugio a mis miedos. Y la plaza se vuelve a llenar de gente, de música, de mis fantasmas. Y voy de nuevo… Del arco que espero tomar una foto surge un hombre de bigotes puntiagudos, junto con otro de barba; se detienen, intercambian unas palabras, caminan dos pasos hacia el café donde estoy y se regresan. Desde mi mesa, tomando mi café, saco mi cámara. Tomo la foto, cuidando la luz, el encuadre y que la gente no se atraviese. Debo obtener una prueba tan sólo. Aunque sepa bien que esos dos personajes no saldrán en la foto impresa. La luz mengua. La obscuridad llega de pronto y la otra fotografía, la del arco, tendrá que esperar mejor ocasión. La negrura se instala en la tarde. Esta vez no es mi desvanecimiento. Esta vez no hay sobre, no hay gente, no hay café. Reconozco que me he quedado dormido en el baño de un café de Madrid. Abro la minúscula puerta, tomo mi maletín y mi cámara y me dirijo hacia la mesa. Me congelo. Un sobre amarillo me espera, frente a la taza de café.


Dr. Daniel Murillo Licea
Presidente de la Sociedad de Escritores de Morelos, SEM. México.