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Por Valeria Villegas
Número
54
Hastiado,
el tintineo de una moneda en la lata que junto
a mí se encontraba me despertó.
A la voz de “pobre hombre”, “qué
triste” y otras barbaridades lastimeras
hacia mi sucia persona, me levanté. Era
el gran portal del Hotel Virreyes el que se erguía
a mis espaldas, por lo que pude adivinar mi cercanía
al metro Salto del Agua, a la interminable actividad
de Izazaga que ahora me llenaba los oídos
de bullicio. Era este el México que me
vio nacer. Elviro Ramírez, 56 años,
desempleado.
Era hoy, un
día sin denominación, pensando
entonces en qué sería de mí.
Pensando en lo que le tiraba al soñar,
como decía entonces Chava Flores: “¿A
qué le tiras cuando sueñas, mexicano?”
Ese “pero eso sí, mañana
yo te pago; pero eso sí, mañana
nos casamos” fue lo que me dejó
en este punto de partida. Es el México
que yo presencio diariamente el que los turistas
europeos no tienen la oportunidad de conocer
en sus visitas al Centro. Me incorporé
entonces, consciente de que habría que
conseguir el pan de cada día. Caminando
con el cuerpo adolorido por las golpizas que
los policías me habían proferido
en días anteriores por vagar, sin rumbo,
atravesé las calles repletas de comercio
ambulante, pornografía, improperios, basura
y prostitutas. Seguí mi camino, no sin
estar a punto de ser atropellado en múltiples
ocasiones, la mayoría de las veces siendo
los vehículos patrullas. Llegué
por reverendo milagro de la Virgen de Juquila
a un puesto ambulante de cigarros, teniendo en
la mugrosa palma de la mano un peso, suficiente
para hacerme de uno de esos pequeños asesinos
y olvidarme un momento. Fue entonces cuando frente
a mi se erguía uno de los más concurridos
lugares del “centrífugo”…
El Museo del Templo Mayor. Familiarizado con
su fachada, comencé a experimentar cierto
aburrimiento anticipado, pensé por un
momento en dirigirme a San Ildefonso, al Munal,
a cualquier otro museo… pero fue este el
que, de momento, trajo a mí la historia
que contaban las líneas de mi rostro.
Entré,
no sin antes recibir unas cuantas miradas de
turistas y connacionales que sorprendidos, me
miraban. Unos tantos con repulsión, otros
con una mezcla de lástima e indiferencia.
Ignorando pues los ojos impertinentes, continué
para observar lo que el museo quería decirme
sobre mis antepasados. Evocaba a los danzantes
del Zócalo tan millonarios de sonrisas
y tan pobres de billetes, admirados, aplaudidos
por tantos que mexicanísimos se sienten,
y olvidan ese sabor a mexicanidad cuando ceden
a los encantos de las grandes emes amarillas.
Vi entonces aquel montón de palos, el
bulto de tela y lo que simulaba ser un sacrificio
humano. Pensé en las miles de ruinas que
con tan poca justicia eran representadas en estos
lugares, en la cantidad de palacios sobre los
cuales ahora poníamos los pies, sobre
los cuales centenares de cafés chinos
y tiendas españolas se erguían.
Fue entonces que mis años juveniles vinieron
a la mente cual pertinente ráfaga, pensando
en aquel bienhadado día en que la calle
Cinco de Mayo me había llevado a aquella
librería de viejo, “Sevilla”,
la llamaban. Afligido por mi corto presupuesto,
decidí comprar un libro, olvidar un momento
los problemas del México de Salinas y
pensar en el México bonito y de colores.
“México profundo”, se llamaba.
De título atractivo, fue el primero que
el montón de amarillentos libros dejaba
ver, y lo llevé conmigo. Y es ahora que
comprendo la realidad que en él se volcaba.
Recuerdo bien, hablaba sobre un México
imaginario y sobre un México profundo.
De cualquier manera, las palabras y el entendimiento
me llevaron hacia aquellos mismos años
cuando leí ese revelador estudio, aquellos
en los cuales mi cuerpo era joven y podía
desempeñar envidiablemente cualquier trabajo
decente. En aquellos años juveniles pensaba
en el México próspero y proveedor,
así que en una de las importantes tiendas
departamentales del imponente Centro Histórico
(donde he vivido toda mi vida, donde mi historia
se ve escrita por el bullicio nacional) fue donde
probé suerte por primera vez. Lucí
las más elegantes ropas que a mi juicio
un joven de modestos recursos podía tener,
y me presenté con una gran sonrisa. El
gerente, trigueño de finas facciones,
me refirió después de muchas vueltas
al equipo de intendencia. El reclutamiento de
empleados era extenuante, y no parecían
hacerles gracia mis rasgos toscos y mi piel morena.
Relegado a un “gracias, nosotros le llamaremos”,
pensé en qué limitante lógica
podría tener el rechazo del que fui parte
en múltiples comercios, librerías,
restaurantes… me miré al espejo.
La nariz tosca, los labios prominentes y mi innegable
herencia oaxaqueña podrían ser
la razón. Mi abuela solía contar
cómo un francés la cortejó
mucho tiempo, argumentaba por aquel entonces
que Mazunte fue testigo del amor legendario del
que nació mi madre. A decir verdad, nunca
le creí… “Arnaud” no
estaba escrito en absoluto en el recio rostro
de mi madre, que eventualmente había terminado
de sirvienta en una casa del DF. Mi rostro gritaba
“Ramírez”, o mejor dicho,
gritaba mi apellido materno… “Tola”.
Indio hasta el último de los huesos, recuerdo
ahora a ese autor… la “desindianización”
era una de las razones estúpidas que me
hacía presa del desempleo: “la discriminación
de lo indio, su negación como parte principal
de “nosotros”, tiene que ver más
con la cultura india que con el rechazo de la
piel bronceada. […] La presencia rotunda
e inevitable de nuestra ascendencia india es
un espejo en el que no queremos mirarnos”
(Bonfil, 1987: 43). Querían empleados
güeritos, aunque fueran los que ni dan la
cara a esa bola de turistas y clasemedieros nacionales
que se hacen los muy “naises” como
decía el maestro Garcés. Los indígenas
les hacíamos gracia para vender muñequitas
en las calles afuera de los Azulejos, pero buenos
estaban para contratarnos. El país entonces
poco había cambiado desde las tribulaciones
que mi santa jefecita había sufrido cuando
jovencita, en la transición de un siglo
de independencia y orgullo nacionales a otro
lleno de lujos y elegancia de Francia. Mi familia
siempre había carecido de grandes lujos,
pero nos las arreglábamos. De chamaco
el orgullo oaxaqueño me hacía los
mandados, y a pesar de haber aprendido algunas
cosas en los libros de texto, poco recordaba
a los olmecas, los tzotziles y los tzetzales…
los museos poco nos representaban. Recordé
por unos momentos el Museo de Antropología.
A decir verdad, poco me gustaba, tan lleno de
alemanes e ingleses que se interesaban más
en nosotros como especimenes raros que como la
Mesoamérica que dio origen a este país
que los trataba como reyes. Las salas sobre los
mixtecos no eran suficientes, y encima yo reía
en mis años de escolar por la supuesta
conexión que los caucásicos y los
mulatos como nosotros teníamos por parte
de algún antropoloco que lo dijo. Salí
de mi estupor y caminé hacia fuera, el
México imaginario me llamaba. Tranquilidad
y paz supuestas, un México que “se
quiere rico y moderno” (Bonfil, 1987: 156),
y que poco difería de la concepción
modernista y supuestamente unificadora de los
ilustres Vasconcelos y Reyes, de una “raza
cósmica” (Vasconcelos) que conviviría
en un país donde “los caminos de
hierro resolverán todas las cuestiones
políticas, sociales y económicas
que no han podido resolver la abnegación
y la sangre de dos generaciones”. (Zamacona
citado por Bonfil, 1987: 156). Mentira. Reverenda
mentira. La sangre de dos hermanos y una hermanita
no ser vieron libradas por mil carreteras del
Sol o veinte caminos pavimentados en la Bondojo.
Salí de mi estupor y también del
museo con un sabor a centavo, enfurecido como
siempre por los “oh, so cute!” que
los gringos despedían con voces agudas
con respecto a nuestros Huitzilopochtlis y Coatlicues.
Atravesé
de nuevo las calles donde miles de ambulantes
se mostraban orgullosos de sus libros de Dan
Brown y Deepak Chopra, haciendo su agosto con
mexicanos que sólo claman serlo cuando
gana la Selección Nacional. Llegué
entonces al puesto de mi fayuquero compa “el
charrasqueado”. Él me acompañó
a la agonía del trabajo en el norte, en
el vecino estruendoso de quienes somos el parque
trasero. Un buen día él me avisó
que había chamba para gente como yo del
otro lado, sin gran escolaridad y con mucha necesidad,
más que sueños. Fue entonces que
por ahí del 98’ me conseguí
un pollero re bara, de esos que te pasan si les
das para la torta y amigo de mi mamá de
muchos años, y que había comerciado
por otros tantos lustros con las ambiciones de
quien creía aún en el “american
güey of laif”. Después de unos
cuantos días en camioneta, llegué
a Tamaulipas, bonita ciudad norteña llena
de chamacas, donde por un momento pensé
en quedarme a sentar cabeza. Pero era más
el hambre de éxitos lo que me impulsaba
a seguir con tunas y frijoles, en la troca pick
up en la que llegué un tres de mayo a
la frontera. Cansado y con tremendas ganas de
llegar a Niu Yor, tuve que pasarme con la Lupe
y otros tres amigos esquivando a los güeros,
pensando en todo momento en que tal vez sería
el fin y adiós a Elviro, aquí yace
su tumba junto con la de otros tantos ilusos
compatriotas. Pero fue entonces que los Pérez,
una familia que llevaba ya un tiempo en el gabacho,
nos ayudó al Gallo y a mí, mientras
que Lupita había ya perecido ante el tremendo
sol de esas épocas. Sus hijos adolescentes
nos dijeron cómo era que podíamos
movernos al norte y conseguir trabajo. Eran unos
chavitos desorientados que decían moverse
sin problemas con sus compas cholos, que usaban
siempre imágenes de la Santa Muerte y
la Virgencita para que los cuidaran en sus andanzas…
vaya pasado indígena que esos brothers
se cargaban, hablando siempre en una lengua incomprensible
llena de gringadas. No puedo negar que extrañaba
mi “sábado Distrito Federal”
(cortesía, una vez más, de Chava
Flores) entre los jot queics de la Alameda, y
la frase de aquel viejo en “Los Olvidados”
de Buñuel se pintaba en las jetas güeras:
“ojalá los mataran a todos antes
de nacer”. Después de haber pasado
por el riesgo de la migra y otros tantos enemigos
del mexicano que luego le sonríen hipócritamente
en las noticias, llegué con mis pocas
cosas a la Quinta Avenida y ver esos monstruos
de concreto. Vendía jot dogs en un puestecito
en la calle, y me ganaba unos buenos dólares
a veces, suficientes para gastarlos en restaurantes
de comida china donde muchos de mis compatriotas
trabajaban. Ocasionalmente, veía a los
otros mexicanos, a los que se les habían
subido los humos y olvidaban el español
cuando sus rasgos mayas realmente no mentían
sobre su origen. Recordé mi México
lindo y querido, donde:
Los agentes
del México imaginario ocupan espacios
permanentes en la sociedad local: maestros,
enfermeros, curas, acaparadores y usureros,
empleados gubernamentales, representantes de
empresas. Algunos de ellos, por su origen, pertenecen
al México profundo; pero por distintas
vías y motivos han sido enrolados en
el esquema de intereses y demandas del México
imaginario y actúan a su nombre en sus
propias comunidades (Bonfil, 1987: 202).
Incluso ellos
me compraban jochos, pero al intentar hablarles
amablemente en español sólo volteaban
la cara y me hablaban en gringo, cosa que me
molestaba al punto de no atenderlos argumentando
que las salchichas se me habían acabado,
o cualquier pretexto similar.
Fue algunos
años después que tuve que huir
de la pesadilla gabacha: a algún gandalla
“arbano” se le había ocurrido
estrellar dos avionzotes en plenas Torres Gemelas
o algo así (honestamente no entendía
ni jota de las noticias, pero me arreglaba para
que mis compadres me contaran cómo estuvo).
Por ahí del veinte de septiembre me intentaron
apañar en la calle tomándome por
árabe, diciendo que nosotros los inmigrantes
teníamos la culpa de todo mal que a ellos
les acaecía. Me persiguieron en algunas
ocasiones por las calles argumentando que yo
era un delincuente, de esos latinos cholos que
andan en California siendo compas de los maras,
pero yo en realidad era un vil jochero en las
calles. Poco a poco comenzó a hartarme
la distinción, hasta que un buen día
(y digo buen, porque en realidad era ahora poca
la paga y mucha la corretiza) me regresaron unos
cuantos güeros de rancho a mi natal México.
En unos meses pisé de nuevo una vecindad
en el Centro para variar y no perder la costumbre,
donde todas las familias hacinadas insistían
en hacer gala de sus ascendencias europeas y
demás. Fue entonces cuando me decidí
a creer en que la óptica de México
no es la vista desde un tercer piso, donde todas
las oficinas están alfombradas y los cristales
limpiecitos para esquivar con la mirada a los
indigentes como yo. Las perspectivas indígenas
ignoradas y una nación que se considera
a sí misma una extensión de Europa
o de EEUU, en que “se olvida que la individualidad
existe sólo en el contexto de una sociedad
determinada que a su vez posee una cultura específica”
(Bonfil, 1987: 226). Donde los indígenas
trazamos la historia de bellas mujeres con pechos
descubiertos pero no de comercios enormes y supermercados
que eventualmente se ven comprados por otros
más grandes, ese México que no
se acepta como pobre, sino se traga la mentira
de las “vías de desarrollo”.
Creo pues en el proyecto civilizatorio y racional
que puede costear el México de hoy: “ese
será el aporte del México profundo
y su civilización cuando decidamos construir
un futuro en común, con ese México
y no contra él” (Bonfil, 1987: 226).
Viré
a mi derecha, y di mis pocos centavos a la mujer
del rebozo, la de mugrienta sonrisa y pobladora
de ese México profundo que tan férreamente
negaban sus compatriotas de alrededor.
Referencias:
BONFIL Batalla, Guillermo. (1987). México
Profundo. Grijalbo, México.
Valeria
Alejandra Villegas González
Estudiante de comunicación,
Tecnológico de Monterrey Campus Estado
de México, México. |