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2007

 

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¿Una Sociedad del Conocimiento sin Intelectuales?*

 

Por Félix Ortega
Número 55

Cada sociedad ha tratado de someter a diversos sistemas de control el conocimiento social que en ella se producía y distribuía. La razón de tal empeño reside en la decisiva capacidad de las representaciones culturales para legitimar la autoridad, así como para modelar las percepciones de la realidad por parte de los individuos y los grupos sociales. Al erigirse en un factor clave de estructuración social, el conocimiento ha dependido estrechamente del resto de instituciones sociales existentes en cada medio social concreto, lo que se ha traducido en que tanto el conocimiento como su específica forma de institucionalización vengan a reflejar con bastante nitidez el conjunto de rasgos que definen a dicha sociedad. Las sociedades modernas resultan sumamente esclarecedoras de los diversos procesos puestos en marcha para controlar el conocimiento. Por tratarse de sociedades que se desvinculan de la tradición, el primer mecanismo que activaron en este campo fue precisamente el de la deslegitimación de la particular forma de institucionalización que suponía la tradición. Al hacerlo, inician nuevas modalidades de institucionalización que más adelante acabarán configurándose de manera estable. Entre ambos procesos emerge un período intermedio, extraordinariamente innovador, que se distancia tanto de la tradición a erradicar cuanto de la posterior configuración de las instituciones del conocimiento. Estas últimas se han visto sometidas, al menos desde los años 60 del pasado siglo, a una fuerte deslegitimación que está desembocando en lo que podríamos denominar la “desinstitucionalización” de gran parte del conocimiento social. Veamos el proceso histórico para después explicar la situación actual de estas instituciones y especialmente el papel reservado a los intelectuales.

La pérdida de la tradición
A lo largo de los siglos XVII y XVIII en Europa aparece, de manera general aunque no con la misma intensidad en todas las sociedades, un conjunto de transformaciones sustanciales que afectaron a los modos de conocer, ligadas a una visión del mundo cada vez más alejada de los modelos tradicionales. Los saberes de fuerte inspiración religiosa desarrollados en centros eclesiásticos dejan paso a esquemas interpretativos más mundanos, basados en el empirismo y el racionalismo, que encontrarán su caldo de cultivo en instituciones de nuevo cuño. Estas nuevas concepciones, por lo que tenían de ruptura con la cosmovisión religiosa, difícilmente podían cultivarse en las mismas instituciones que hasta ahora habían dado amparo a los saberes de inspiración religiosa. Se necesitaban otras, capaces de funcionar en sintonía con las exigencias tanto ideológicas cuanto metodológicas de un sistema de representaciones volcado a dar respuestas a las exigencias de un mundo en cambio, crecientemente secularizado.

Ahora bien, previa a la creación de este nuevo orden institucional, se requería de una precondición inexcusable: la organización de ámbitos de libertad dentro de los cuales se facilitara la expresión de las nuevas ideas, al margen de toda exigencia práctica, de cualquier condición adscrita al origen de los participantes e independiente de la autoridad establecida. Sin tales condiciones de libertad (ainstitucionalidad, apragmatismo, apoliticismo), la superación de la tradición era simplemente inviable. Y justamente lo que encontramos en aquella Europa es que estos requisitos se hicieron posibles, de manera mayoritaria, en escenarios que al menos hemos de definir como “femeninos”. Primero algunas cortes (sobre todo las italianas) y más tarde los “círculos” (posteriormente rebautizados como “salones”) franceses se convirtieron en los auténticos medios específicos de la liberación del pensamiento y en las “fraguas” en las que se forjaron no pocos de los patrones cognoscitivos de las sociedades modernas. La revolución filosófica que originó las bases del pensamiento moderno y de las ciencias tuvo su particular campo de entrenamiento en unos espacios promovidos, mantenidos y regulados por estratos de mujeres de la aristocracia primero y de la burguesía después que hicieron posible una revolución de los paradigmas (por usar la conocida expresión de T. Kuhn).

Cualquier época de liberación de un orden social contiene posibilidades e ingredientes que no necesariamente se desarrollan y encuentran acomodo en el que viene a sustituirlo. Es el caso de estos escenarios femeninos. La primera paradoja reside en el hecho de que el protagonismo de las mujeres de cortes y salones no tiene continuidad. Efectuada su esencial contribución histórica a la liberación de los saberes, se eclipsaron detrás de unas bambalinas que se han desplazado a otros escenarios que cuentan con otros actores. La segunda es que la disolución de clichés y manierismo que había la “libre discusión” da lugar a continuación a un cierre epistemológico que hará difícil el pensamiento que no se subordine a criterios estándar y cánones predefinidos, a cuya elaboración y firme defensa tanto contribuyeron en ese momento la construcción de las diversas Academias, cuyo objetivo central fue la normalización en sus respectivos campos de actuación.

No es este ensayo el lugar adecuado para dar respuesta pormenorizada a un cúmulo de problemas de tal envergadura. Pero conviene que al menos aclaremos algunos aspectos que resultaron cruciales para el desarrollo posterior de los acontecimientos en el terreno del saber, así como para la casi absoluta pérdida de intervención de las mujeres en el mismo. En primer lugar empezaré por un aserto bastante general: los grupos sociales con un status relevante en períodos de transición, no suelen conservarlo una vez que el cambio se ha producido y el nuevo orden se ha constituido. El análisis de cualquier época de fuertes transformaciones sociales así lo corrobora. La aportación de las mujeres a las cruciales reformas de la mentalidad social entre los siglos XVII-XVIII no ha sido una excepción.

En segundo lugar, es necesario que nos detengamos en una mejor comprensión de los escenarios puestos en marcha por las propias mujeres. Sin duda en ellos hallaremos también algunas claves para entender la evolución posterior. Como han puesto de relieve diversos estudios (me refiero, por citar dos ejemplos representativos, a los de L.A. Coser, 1968 y B. Craveri, 2003), los salones estuvieron demasiado limitados por sus orígenes (crítica y distanciamiento de las cortes oficiales), de manera que en gran parte se encauzaron más a generar “otro” estilo de vida (menos encorsetado) alternativo al de la nobleza, que a acumular, organizar y sistematizar los productos intelectuales allí creados. El gusto por la palabra, la seducción intelectual (sin excluir otras), la correcta puesta en escena y una cierta igualación social primaban sobre consideraciones de naturaleza epistemológica. Se trataba de subrayar sobre todo las condiciones de una nueva manera de pensar y discutir, aunque ello no excluyera el discurso, bello y coherente. Pero es indudable que una vez logrado el doble objetivo de liberar el pensamiento de las constricciones de la tradición y ampliar el público interesado en la discusión, lo salones perdieron todo su sentido. Por lo que se sabe de los mismos, eran las mujeres las que de manera preferente impulsaron las condiciones que los hicieron posibles, mientras que a los hombres correspondió una mayor responsabilidad en cuanto concernía a la elaboración misma de los discursos. Removidos los obstáculos del pensamiento, las aportaciones femeninas resultaron ser innecesarias. Los philosophes y sus herederos emprendieron una aventura decididamente diferente tanto en sus contenidos (científicos y filosóficos) cuanto en los actores responsables de ella (los hombres).

Pero a ella contribuyeron otras importantes transformaciones, éstas ya de índole más política, si bien tuvieron su fuerte proyección en los dominios académico y científico. Por lo que a la política se refiere, la reorganización del Estado (su paso del absolutismo a la democracia) supuso un conjunto de modificaciones esenciales en lo concerniente al entramado institucional que afectaba a la familia y el mundo del trabajo. En este nuevo orden las mujeres fueron desplazadas al ámbito de la vida privada (la “cultura subjetiva” simmeliana), para lo cual su relación con el mundo de la “cultura objetiva” quedaba reducida a su mínima expresión. El mundo de los que algunos llaman la “modernidad sólida” (Z. Bauman) era marcadamente masculino; o al menos lo era en ámbitos tales como el de la vida pública y los sistemas e instituciones del conocimiento. Porque en lo concerniente a estos últimos, lo que hallamos es un giro decisivo respecto de la precedente época de los salones femeninos. Podría decirse que en estos últimos predominaba la idea que en el XVIII había difundido H. Walpole, la “serendipity” (cfr. Merton y Barber, 2002): los descubrimientos relevantes pero fortuitos. Un modo de aventura intelectual escasamente sometido a reglamentaciones, y que en la ausencia de pautas rígidas da primacía a la imaginación y creatividad (lo que no quiere decir ausencia de rigor). El triunfo de una racionalidad que en el mundo de las ciencias dará como resultado su progresiva configuración como férreas disciplinas, con sus objetos y métodos específicos, dejaba escaso margen para veleidades “serendipitosas”. En otras palabras: la consolidación del mundo científico produce indudable recelo hacia un modo de pensamiento (el de los salones) que empieza a verse como “diletante” o mero “divertimento”. La creación de las diversas Academias, por lo demás, no viene sino a reforzar este proyecto político de reglamentar y contener bajo fronteras bien definidas la creación y difusión del conocimiento. Un proyecto que van a asumir como cometido propio los Estados nacionales, y fuera de cuyas barreras quedaba poco margen para la creación cultural.

La reglamentación del conocimiento: el surgimiento de dos nuevas tradiciones
El orden social surgido después de la Revolución Francesa no deja muchas dudas acerca de sus objetivos: se trata de construir en él una sociedad que bajo la estricta tutela del Estado se vertebrase en un nuevo y sólido entramado institucional. En las visiones (no tan utópicas como pudieran parecer) de Saint-Simon o de Comte los saberes quedaban claramente integrados en el mismo. Una jerarquía de saberes sometida al control de una élite intelectual desechaba el multiforme y crítico período precedente y lo sustituía por otro abiertamente afirmativo del orden establecido. Los pilares de este nuevo orden eran, desde mi perspectiva, tres: el sistema escolar, la auto-organización científica y las instancias políticas encargadas de la supervisión del conjunto. Esta dimensión de la sociedad se diferenciaba claramente del orden privado (como certeramente subrayaba E. Durkheim en La educación moral, 2002). Dualidad del mundo no tanto por quién lo controlaba (siempre el Estado) sino por a quiénes se destinaba: el uno a los hombres, el otro a las mujeres. Al tratarse, además, de circuitos en gran parte separados pero internamente autorreferidos, quedaba claro que el destino personal estaba adscrito. Pero ya no al origen social, sino a la dualidad de sexos.

La perspectiva que aquí me interesa privilegiar tiene que ver, como ya se ha dicho, con el papel del conocimiento como organizador de la realidad. La sociedad llamada primero “positiva” y más tarde “industrial” otorga sin duda alguna un relevante papel al conocimiento. Un conocimiento cuyo cometido es triple: primero, como definidor de las bases mismas de esta sociedad y de su autoridad (legitimación); segundo, como impulsor de su desarrollo económico (tándem ciencia-tecnología); tercero, como medio de socialización (educación). En cada uno de estos tres niveles, la organización política (el Estado) ha pretendido siempre asumir un control lo más exhaustivo posible.

El papel creativo e innovador quedaba asignado al mundo científico; el de distribuidor de conocimiento al sistema escolar, y el de control y asignación de reconocimiento al Estado a través de instituciones específicas, dentro de las cuales destacaban las diversas Academias como órganos encargados de ejercer una doble misión: tutelar la normalización del conocimiento, y establecer un sistema de rangos individuales mediante la distribución del prestigio a ellas vinculado. El nexo de unión de estos diversos órdenes no era otro que el del grupo social encargado del conocimiento en sus diversas manifestaciones, esto es, los intelectuales. Ahora bien, si como tales podían ser caracterizados cuantos actuaban en los tres niveles mencionados, entre ellos existían diferencias y jerarquías. Puede decirse que el orden inferior correspondía al de la docencia, al que seguía el científico, y por encima de todos ellos, como expresión de máximo reconocimiento social (y político), aparecía el de las Academias. En definitiva, en esta estructura institucionalizada del conocimiento, la instancia decisiva no era otra que el Estado, órgano capaz de legitimar y a la vez otorgar prestigio a los diversos saberes formalizados.

A este orden de cosas se le sumaron otros dos factores importantes por lo que al conocimiento se refiere. De un lado, el destacado protagonismo que adquirieron, particularmente a finales del XIX, los escritores. De otro, la activa contribución de los ideólogos de los partidos políticos en la conformación de consensos culturales y morales. Los primeros fueron quienes de manera más clara trataron de dotarse de un status profesional y social independiente del Estado; es más, su proyecto era precisamente de erigirse en una categoría social con autonomía suficiente como para ejercer una sistemática acción crítica sobre el Estado. La participación de E. Zola en el caso Dreyfus (1898) es el paradigma de este tipo de intelectual. Un prototipo de efímera duración, como ya denunció J. Benda en 1927 en su libro La trahison des clercs.

La posición de los ideólogos políticos corrió, sin embargo, una suerte bien distinta. La creciente politización de la vida social tuvo dos consecuencias cruciales para el desarrollo tanto del conocimiento cuanto de sus cultivadores. En primer lugar, erosionó fuertemente las posibilidades de mantener un campo autónomo de conocimiento más allá de las necesidades y dependencias de la lucha política. En segundo término, desplazó a no pocos intelectuales desde su territorio específico de producción (la ciencia y el saber conforme a reglas autónomas) al más atractivo (por el poder y el reconocimiento que otorgaba) de la política.

Con este panorama, el mundo de la producción intelectual se había tornado extraordinariamente complejo y ambiguo en el primer cuarto del siglo XX. Los campos de producción, los grupos encargados de ella, el sistema de legitimidades y de recompensas se habían diversificado de manera tal que las contradicciones y las perspectivas encontradas hacían difícil el consenso acerca tanto de qué podía entenderse por conocimiento, como de quiénes estaban en condiciones de crearlo. La superposición de los planos estrictamente cognoscitivos con los políticos, en una época además transida de profundos y agónicos conflictos sociales, no permitía clarificar el panorama, sino más bien todo lo contrario. En medio del fragor de múltiples batallas, fue Max Weber (1978), una vez más, quien vislumbró la salida a esta confusa situación. En efecto, inmerso en los avatares revolucionarios que se produjeron en Alemania una vez finalizada la Gran Guerra, Weber señaló una drástica separación entre dos tipos de acción social, la del científico y la del político. Los dos manejaban símbolos, pero de naturaleza distinta, obtenidos por métodos diferentes y con objetivos claramente separados. De modo que si de ambos puede decirse que son intelectuales, debe añadirse de inmediato que sus tareas no pueden confundirse. Mientras que el científico se debe a las reglas de un método que busca el conocimiento verdadero, el político persigue persuadir a un público trasmitiéndole sus convicciones. El uno persigue descubrir la verdad y por tanto se dirige a y activa la inteligencia; el segundo pretende modificar las actitudes y su objetivo es la voluntad.

Esta dualidad weberiana (más tarde sistematizada por K. Mannheim, 1973) inaugura las que a mi entender van a ser las tradiciones imperantes en el mundo del conocimiento a lo largo de buena parte del siglo XX: de un lado, el orden institucional académico-científico; de otro, el de los ideólogos. Veamos lo que supone cada una de ellas y la crisis que les afecta a partir de la década de los años sesenta.

El entramado en el que se integran el mundo académico y el científico inicia una evolución caracterizada por su progresivo apartamiento de los debates cotidianos y de las preocupaciones perentorias de la sociedad. Aun cuando hayan podido contribuir a dar respuestas a los mismos, su misión se perfila en torno a otros objetivos centrados en una lógica más bien autorreferida. Esto es, la creación de un tipo de conocimiento basado en criterios de cohesión y pertenencia conforme a una racionalidad definida y evaluada por la propia comunidad responsable de dicha creación. Este enclaustramiento del conocimiento científico dentro de un ámbito de producción específico, claramente diferenciado de otras modalidades de conocimiento más directamente conectadas con los conflictos sociales, contribuye a modelar el campo científico-académico con perfiles bien singulares. De entrada, se configura un nuevo tipo de comunidad (la de los científicos, la de los universitarios, y sobre cuyas diferencias volveré más adelante) que en gran medida pretende representar al intelectual tout court, es decir, el modelado a fines del XIX por los escritores: un grupo autónomo, que se dota de sus propias reglas, que elige y confirma a sus iguales y que “vive sólo para conocer” (y a veces también transmitir lo que conoce). Por tanto, un grupo que es capaz de situarse en un espacio social propio, que no comparte con otros y en el que está a salvo de las interferencias tanto del eventual público consumidor de sus productos, cuanto de los poderes interesados en utilizarlos en su provecho. Esta imagen ideal ha tenido mucho que ver con la construcción de un ethos altamente idealizado del científico y de su mundo, y que encontramos perfectamente descrito en los rasgos que Merton (1964) confiere a la práctica científica: universalismo, desinterés, comunalismo y escepticismo.

Los problemas de este tipo-ideal comienzan al ser analizado en su desarrollo histórico. Primero, en lo que concierne a la naturaleza del conocimiento elaborado. Hoy ya sabemos, como también se sabía en los tiempos de Weber, que el conocimiento no puede estar inmunizado a la contaminación ejercida por los conflictos sociales. Que las preocupaciones de los científicos, la selección de los problemas y la perspectiva desde la cual se abordan están profundamente condicionadas por la propia posición del científico en su medio social es un principio epistemológico de sobra conocido como para no tener necesidad de extenderme en explicaciones al respecto. Esta posición viene definida tanto por la inserción social global del científico, cuanto por la más específica del lugar que ocupa en el sistema de la producción de conocimientos. Dicho de otra manera: en la medida en la que crear saberes es una tarea necesitada de recursos financieros, el control de éstos es un medio importante de encauzar y dirigir todo el proceso productivo. Fijando no sólo prioridades, sino también proporcionando (o no) procedimientos, así como evaluando resultados y eventuales aplicaciones.

El análisis del orden institucional dentro del cual tiene lugar la creación de conocimientos, nos revela aún más las limitaciones del tipo-ideal. Porque los dos ámbitos principales dentro de los cuales los científicos desempeñan su trabajo han sido las universidades y los centros de investigación erigidos fuera de ellas. En estos últimos resulta innegable la fuerte presencia de intereses y modalidades de organización que no proceden primariamente, o no son esencialmente fruto, de la actividad autónoma de la comunidad de científicos tal y como se entiende en la tradición universitaria. Y es precisamente en este ámbito no académico donde se ha llevado a cabo, de manera cada vez más significativa, la investigación más relevante del mundo contemporáneo. Y no sólo aplicada, dado que cada vez resulta más difícil distinguir la investigación básica de la aplicada.

Por lo que a las universidades se refiere, otro tanto puede decirse. La dependencia económica y normativa de la institución respecto de instancias ajenas a la misma, sólo permite mantener su pretendida autonomía como mera formalidad nominalista. Cada vez menos las universidades tienen en sus manos tomar iniciativas en el terreno que les es propio: el más preocupante de todos es el referido al sentido y objetivos asignados a la institución, cada vez más elaborados fuera de su marco por instancias muy diversas (políticas, mediáticas, religiosas y económicas). Sólo ilusoriamente puede mantenerse que la comunidad universitaria dispone de un margen de autonomía notable dentro de su campo. Un indicador expresivo al respecto es que el mundo universitario de prácticamente todo el mundo desarrollado se encuentra sometido a un interminable proceso de reformas, del que todos opinan y toman decisiones sin que la propia comunidad académica sea una voz demasiado tenida en cuenta. Otra cosa diferente es que tal comunidad sea abandonada a sí misma a la hora de administrarse lo que podríamos denominar “deficiencias funcionales”, o “efectos perversos” de esta situación. Autonomía, sí, pero para habérselas con las miserias de la institución, que desde luego no son pocas. Una institución bastante autista, lo que no le impide contribuir en ocasiones a producir logros relevantes para su sociedad.

Este cierre social que caracteriza a los diversos submundos de la producción de conocimientos en el siglo XX se proyecta sobre el sistema de reconocimientos y recompensas simbólicas que operan dentro de ellos. ¿Existe autonomía al respecto? ¿Hay instituciones, normas y evaluaciones específicos del campo para recompensar a quienes son actores principales del mismo? La primera constatación es que una parte sustancial de los conflictos en los campos del conocimiento científico y académico son luchas por el control y la apropiación del capital simbólico interno. Difícilmente no podría ser así en un medio cuyo elemento de acción no son sino los símbolos. Los sistemas de movilidad, asignación de prestigio, el “cursus honorum” y la relevancia dentro del propio campo se convierten en objetivos centrales de la vida de sus miembros y provocan algunos de los enfrentamientos más agudos dentro de estas instituciones.

Así, estos conflictos en pos del reconocimiento y la visibilidad dentro del campo, permiten conocer quiénes disponen de autoridad en el mismo, a quiénes se discrimina, la pérdida de vigencia de los paradigmas (que actúan así como “modas”) y eventualmente las conexiones del campo de conocimiento en cuestión con otros ámbitos externos al mismo.

De lo anterior se desprende que es precisamente en el sistema de reconocimiento simbólico donde la comunidad científico-académica goza de un razonable grado de autonomía. Así acontece con los “dones” distribuidos dentro del sistema interno. Pero progresivamente esta parte del sistema de recompensas depende más de otros ámbitos, los externos al mismo. El capital simbólico específico de la comunidad científico-académica no puede sustraerse hoy de las evaluaciones que se efectúan fuera de la misma. Las cada vez más escasas y limitadas recompensas que pueden proporcionarse en su interior necesitan de un segundo reconocimiento valorativo, que tiene lugar allí donde la visibilidad alcanza su máxima expresión: el escenario de la comunicación mediática. Cierto que unos campos científicos (los sociales) son más sensibles que otros (los experimentales) a ella. Pero en conjunto todos pugnan por esta segunda (que para algunos es primera) evaluación simbólica. Porque a diferencia de la exclusivamente otorgada por el campo de conocimiento, generalmente circunscrita al mismo y con escasa o nula repercusión pública, la que proporciona el reconocimiento mediático revierte sobre el propio campo reforzando el status que dentro de él se tiene, ampliando y reforzando además las posibilidades de acción y logro fuera del mismo.

El resultado global de este proceso se desarrolla en varios frentes. El primero de ellos es, sin duda, el ocaso paulatino de ciertos canales de recompensas simbólicas por la escasa relevancia de los mismos. Es el caso de no pocas Academias (quizá las menos afectadas sean las de la lengua). De modo que en mi opinión, la mucha o poca apertura que las mismas puedan hacer encaminadas a incorporar a grupos y sectores hasta ahora excluidos de ellas o con escasa presencia en las mismas (como acontece con las mujeres), dice muy poco sobre la evolución del status en tales sectores. Se trata de mecanismos de recompensa residuales, ya que la función que otrora pudieron cumplir o se ha desintegrado, o ha sido asumida por otras instancias con mayor relevancia (y poder) social.

El segundo y muy destacado tiene que ver con la progresiva colonización de los campos científico-académicos por sistemas de reconocimiento externos a ellos. Este carácter de externalidad del sistema irá provocando transformaciones de su racionalidad, sustituyendo en no pocos casos la competencia como cualidad recompensable, por la fama y la notoriedad construidas fuera de aquellos campos.

En tercer lugar, una tentación muy extendida de salvaguardar la autonomía de los mecanismos de recompensa es sustituir el conocimiento por el ritualismo formalista en la creación y presentación de los productos académicos. El excesivo énfasis que hoy se practica en centros e instituciones que tipifican los resultados del trabajo universitario acerca de lo que se considera logros y aportaciones “correctas”, puede resultar de gran futilidad y esterilidad para la creación de conocimientos relevantes y significativos. Porque se suele desplazar la atención del logro cognoscitivo al cumplimiento de ciertos patrones formales. Contra esta práctica puso en guardia alguien tan poco sospechoso como R. K. Merton (2002), al señalar que el genuino conocimiento estaba siendo desplazado por simples rituales (el “artículo científico estándar”) adaptados a las exigencias de índices de calidad e impacto impuestos por las denominadas revistas de referencia (cfr. F. Ortega, 2003).

En fin, un empeño probablemente destinado al fracaso es el que podríamos llamar “recolonización científica” de los nuevos sistemas de visibilidad y recompensa simbólicos. Con todas las loables consideraciones que merece su proyecto, hay que admitir que algunas de las propuestas del último Bourdieu (ya sea en Las reglas del arte o en Sobre la televisión) por “amaestrar” un campo competidor ni sirven para comprender mejor este campo, ni desde luego conducen a resultados de eficacia tangible. Probablemente hay que actuar en el campo mediático para cambiar muchas cosas, pero no desde luego para hacerlo conforme a las reglas de otro campo. Precisamente por ello es por lo que debe deslegitimarse el proceso inverso, esas prácticas que en la jerga de los profesionales de la comunicación (con ayuda de académicos convertidos en “compañeros de viaje”) han dado en denominar “periodismo de investigación” y “periodismo de precisión”. El intelectual académico que desde mi punto de vista mejor ha entendido este juego de enfrentamientos y complementariedades es U. Eco, y quizá tendremos que fijarnos más atentamente en sus proyectos para los cambios que se intuyen ya en el futuro más inmediato. Proyectos que pretenden proporcionar con los conceptos y los métodos de las ciencias respuestas a nuevas necesidades del mundo contemporáneo.

En resumidas cuentas, el dominio científico-académico, sin duda el más institucionalizado de todos, ha sufrido profundas transformaciones y en el camino ha perdido no poca de su pretendida impronta autónoma con la que inicialmente se constituyó. Algunas razones de esta mutación las he señalado, pero a ellas volveré en el apartado siguiente.

¿Qué ha sido de la otra tradición, la de los ideólogos? Su aportación se ha concentrado en elaborar conocimiento social no científico destinado a producir fórmulas de consenso/disenso al servicio de proyectos políticos determinados. Han sido ellos quienes se ligaban estrechamente a los conflictos políticos y sociales, y lo hacían desde una posición siempre comprometida con opciones e intereses representativos tan sólo de una de las partes en litigio. No sólo eran partidistas, sino que además carecían de la autonomía institucional de que pudieron gozar los científicos-académicos. Su posición, destino y recompensas dependían directamente de los grupos y organizaciones presentes en cada conflicto social. De ahí que el intelectual prototípico era el ideólogo del partido político.

Si bien dispusieron de una enorme capacidad de moralización y movilización sociales, su posición fue siempre subordinada, y su status frágil. Cierto que llegaban a públicos amplios y que sus mensajes proporcionaban los ideales de sus sociedades. Pero sólo podían hacerlo a condición de plegarse a las directrices y estructuras organizativas de los partidos dentro de los cuales adquirían su condición de intelectuales. Fuera de su protección, quedaban despojados de todos sus poderes.

La contribución de los ideólogos al conocimiento es de naturaleza bien diferente a la de los científicos. Sus relatos no pretendían explicar el funcionamiento del mundo, sino darle sentido y a partir de él movilizar a determinados grupos sociales. Ahora bien, en la medida en que sus valores contribuyeron decisivamente a la movilización cognitiva y social, fueron responsable en un alto grado de la particular estructura que adquirieron sus sociedades de referencia.

Con la crisis de los partidos de masas la base de sustentación de los ideólogos se desmoronó. Como tales ideólogos, han desaparecido, y en la medida en que sus relatos han perdido vigencia, su huella cognoscitiva y moral se ha borrado. Pero lo que ahora nos importa averiguar es en qué nueva figura se han reconvertido, caso de hacerlo, y cuáles han sido las consecuencias para el status, la visibilidad y las recompensas de los intelectuales en las actuales sociedades. A dar cuenta de estos cambios se destinan las páginas siguientes.

Un conocimiento desinstitucionalizado
En el período que se inicia en los años sesenta del siglo pasado, el conocimiento, especialmente en sus manifestaciones más formalizadas, iba a sufrir una sistemática acción deslegitimadora, desde varios frentes y por causas muy diferentes. Podemos englobar a todos estos intentos de erosión del conocimiento dentro de la expresión “la deconstrucción del conocimiento”, para usar un término puesto de moda en la época. En efecto, ya no se trata de seguir progresando (la idea de progreso había entrado en decadencia por las mismas fechas), sino de volcar la atención sobre el conocimiento mismo para desentrañar sus interioridades, así como sus vinculaciones con el poder y las consecuencias perversas de todo ello. Se trata de una modalidad de reflexividad que, ensimismada en el análisis retrospectivo y en las genealogías de los saberes acaba, en muchos casos, por conducir al nihilismo intelectual. Los referentes intelectuales de este clima son muchos y variados, pero qué duda cabe que ocupan un lugar privilegiado nombres tales como P. Feyerabend, T. S. Kuhn, M, Foucault, J, Derrida, N. Chomsky... No pretendo meterlos a todos en el mismo saco, pero hay que subrayar que todos ellos, aunque fuere desde perspectivas diferentes, contribuyeron decididamente a socavar el orden institucional del conocimiento establecido, sin que resulte nada claro que alumbraran otro. De ellos surgió, si bien no siempre debido a ellos, el confuso, ambiguo y autodisolvente universo del postmodernismo.

También en esta época comienza, con referentes teórico-ideológicos no diferentes a los ya mencionados, otro frente, esta vez de crítica al Estado y sus organizaciones. La crisis de legitimidad del Estado recubre con el manto de la sospecha a cuantas instituciones y acciones relacionadas con el conocimiento se movían en su esfera. Será el declive imparable de formas de ser intelectual hasta entonces pujantes, como era la de los ideólogos. Los intelectuales de la política se verán desplazados de ella y tendrán que transmutarse en nuevas figuras que poco o nada tienen que ver con los rasgos del período precedente.

Como consecuencia de todo ello, asistimos a la puesta en marcha de diversos procesos que han afectado al orden institucional del conocimiento, al perfil de los intelectuales y al sistema de recompensas simbólicas otorgadas. Las críticas conjuntas al Estado y al uso del conocimiento por parte del poder tuvieron un primer efecto en el status de la universidad como institución central del conocimiento. De hecho, los ataques se dirigieron de manera preferente a ella, de manera que las revueltas estudiantiles se centraron en el supuesto desvelamiento de los intereses inconfesables a los que la universidad pretendidamente servía. Si de un lado señalaron su carácter elitista en términos sociales (origen social de los alumnos), de otro el elitismo criticado se refería a los saberes transmitidos. De manera que esta doble crítica sirvió para abrir las aulas a remesas de alumnos cada vez mayores (masificación), pero también para devaluar el conocimiento de calidad (trivialización en aras de adaptarse a la lógica del mercado). Más que centrarse en el conocimiento (en su creación y transmisión), a las universidades empezó a exigírseles el desarrollo de habilidades y destrezas supuestamente demandadas en el ámbito económico: enseñar a aprender (o a olvidar, tanto vale) fue y sigue siendo el lema. Con ello, las universidades iniciaron una imparable decadencia, y dejaron de ser instituciones capaces de crear conocimientos relevantes, así como para acoger y recompensar en un clima propicio a los intelectuales.

Pero a pesar de las críticas de los años 60-70, el conocimiento continuaba produciéndose. El vacío que paulatinamente iban dejando las universidades (agobiadas con su nueva tarea de colegios al servicio de unas pretendidas necesidades de los mercados), vinieron a ocuparlo otras instancias, resultado de la creciente privatización del conocimiento. Porque, en efecto, a medida que las universidades fueron derivadas a tareas y rutinas de enseñanza con finalidades harto dudosas, se han ido creando redes muy variadas de instituciones creadoras de nuevos saberes. Decir que ellas son el resultado de la privatización del conocimiento no significa que su financiación sea exclusiva o básicamente privada. No es así. Lo que es privado es el control y la gestión, pero los recursos proceden de ámbitos diversos. Una parte significativa de los mismos son transferencias de recursos públicos a este sector. Otra parte proviene del ámbito empresarial y de organizaciones diversas de lo que se conoce como “sociedad civil”. Los programas que hoy se denominan de I+Di se han convertido en un consistente sistema de estímulos para la investigación y de recompensas significativas para los productores de conocimiento, que tiene su inserción y desarrollo en espacios que suelen estar alejados de los campus universitarios, así como de las reglas que en ellos imperan. Me refiero, sin duda, a muchos de los grandes centros de investigación que funcionan al margen de nuestras universidades (aunque en ellos haya universitarios), y que en no pocas ocasiones tienen el estatuto de Fundaciones (de gestión privada) patrocinadas con fondos públicos. Pero junto a ellas, los sistemas de recompensas del sector estrictamente privado (bancos, empresas y corporaciones) atraen con sus reclamos las energías que antes se desplegaban de manera casi exclusiva en el mundo universitario. Y es que este nuevo orden de cosas, que suele ser parte integrante de grandes corporaciones multinacionales, es el que dispone de los medios más idóneos tanto para el trabajo eficaz del científico cuanto para proporcionarle las recompensas (simbólicas y materiales) hoy día más relevantes.

Pero como vivimos en una época de transición, la situación más típica es aquélla en la que el científico simultánea la universidad con esta otra actividad de orden más privado. Pero aun se requiere privatizar otra cosa: la legitimidad que inercialmente se continúa atribuyendo a la universidad. En la medida en la que estos centros privados (o cuasi privados) no se han dotado de un perfil bien definido en el campo del conocimiento, recurren a apropiarse, junto con los recursos personales, de aquellos de carácter simbólico que hasta ahora se ceñían a justificar las prácticas propias de la institución universitaria. Podemos decir que hoy día una parte importante de los conflictos en torno a la distribución del poder y la visibilidad que confiere el conocimiento tienen su escenario en este lugar de entrecruzamiento de la universidad con lo que he llamado el “orden privado del conocimiento”. Este primer desarrollo que acabo de exponer genera un tipo de intelectual que conserva buena parte de las características del científico (en el sentido weberiano), y pocas de este otro cuya acción discurría en el espacio público, sobre todo el de la política. Una vez que todas estas acciones vinculadas al intelectual se han ido ligando a intereses privados, las recompensas han adquirido también un significado más privado, que viene a traducirse en recompensas sobre todo económicas. Precisamente por ello, este tipo de intelectual, si además busca ser reconocido públicamente, tiene necesidad mantener alianzas con aquellas esferas en donde es posible conseguir tan reconocimiento. De ahí se deriva tanto su permanencia en la universidad (vieja legitimidad inercial) cuanto su incorporación al mundo de la visibilidad pública de los medios de comunicación (que tienden a monopolizar los nuevos mecanismos dispensadores de status).

Un segundo ámbito de cultivo y reconocimiento de creadores de conocimiento es el que tiene lugar en el amplio espacio que de manera genérica llamamos de los “expertos”. Sus habilidades son muy diferentes de aquellas que corresponden a los científicos. Lo que los científicos crean es conocimiento en un sentido básico de la expresión. Piénsese, por ejemplo, en el trabajo de muchos laboratorios de biología o de física. Sus descubrimientos permiten explicar con mayor precisión y fiabilidad cómo funcionan ciertas parcelas de sus respectivos campos de análisis. Por el contrario, por experto ha de entenderse sólo aquella categoría social de la que se espera posea ciertas habilidades (el conocido know-how) puestas al servicio de objetivos pragmáticos bien precisos. El márketing es un terreno bastante representativo de cuanto digo, por cuanto es válido para la promoción y venta de una variada gama de productos (desde de los más triviales del consumo diario hasta los que tienen que ver con candidatos políticos o líderes religiosos). Los creadores de marcas, líderes, organizaciones, imágenes corporativas y diseños industriales se engloban en esta categoría. Todos ellos se caracterizan por la posesión de esquemas conceptuales simples, pero muy operativos (en los que se entremezclan “recetas” varias extraídas de campos de conocimiento diversos) a la hora de persuadir a un público específico. Ciertamente que resulta algo difícil, de entrada, asignar a este actores la condición de intelectuales en un sentido estricto. Y, sin embargo, lo son. A ellos les corresponde una tarea que, con las salvedades que se quiera, es la responsable de la conformación de valores, gustos y usos populares. Contribuyen a generar las bases de consensos y disensos que otrora estuvieron en manos de los “intelectuales orgánicos” gramscianos. De hecho, la reconversión de una parte de estos últimos, tras el declive de las grandes ideologías políticas del XX, ha seguido la senda del marketing político.

En este último ámbito, cuyas aportaciones a la creación de conocimiento son escasas, pero que en contrapartida elaboran y difunden la mayor parte de los contenidos del “sentido común” de nuestra época, el sistema de las recompensas es doble. En primer lugar, las materiales suelen ser elevadas, probablemente las más altas de cuantos grupos se relacionan con el conocimiento. En segundo lugar, hay en este caso una recompensa simbólica de gran importancia, aunque sea vicaria. Se trata de la pasión por el poder: el dominio de unos seres humanos sobre otros encuentra en esta actividad la expresión más definida de nuestra época. Bien es verdad que en último término no son estos expertos quienes controlan los mecanismos destinados a tal dominio, pero igualmente es cierto que a ellos se debe el diseño del mecanismo sin el cual el proceso resultaría o inviable o de dudosa eficacia.

Un tercer ámbito para el cultivo de la acción intelectual es el de la comunicación. Aquí no se trata ni de crear conocimiento ni tampoco de un conocimiento-experto al servicio de objetivos muy concretos. Por el contrario, el mundo de la comunicación permite una gama de acciones de muy variado espectro, basadas en saberes y habilidades diversas y todo ello destinado a la configuración de la “opinión pública”, un sucedáneo de la sociedad y un sustituto en no pocas ocasiones de las organizaciones que en los tiempos de la democracia de masas vertebraban a los ciudadanos. Conjuntamente con la tarea que les es específica –informar, aunque no siempre la realizan (Ortega et alii, 2006)- los periodistas y cuantos intervienen en este nuevo espacio público se sitúan en una posición que es la más similar a la que tuvieron los intelectuales del período clásico de esta función (de finales del XIX a mediados del XX). Es verdad que su autonomía es más precaria que la de sus antecesores al no poder ejercer su tarea si no forman parte de empresas y corporaciones de la comunicación. Y es igualmente cierto que a ellos no se les pide que posean ni la formación ni la responsabilidad que otrora se exigía a los intelectuales. Pero en contrapartida tienen a su disposición públicos tan amplios (por su número) y variados (al dirigirse simultáneamente a todos los estratos sociales) como no tuvo intelectual alguno en ninguna otra época. A estos públicos les configuran en una dimensión no menos característica del trabajo intelectual: les proponen de qué preocuparse (agenda setting), y también cómo hacerlo (fase think). A ello debemos sumar las apropiaciones que llevan a cabo en el plano de la política: son una modalidad de representación social (competitiva con la de los partidos); propician cuando no absorben la dimensión deliberativa de la democracia, y ejercen el control más visible (que no siempre fundado) de la clase política. Son sin duda una forma de “gobierno camuflado”, pero cuya lógica responde a criterios que no son primariamente políticos (las rutinas informativas).

Por todo ello, el tipo de conocimiento social que podemos atribuir a la acción de los periodistas y actores asimilados a ellos (una plétora de comentaristas, columnistas, tertulianos, asesores…) se sitúa en un terreno diverso al de la ciencia y al del conocimiento-experto: es un conocimiento profundamente moralizador, y como tal se orienta a dirigir, regular y controlar. Es, por decirlo con un lenguaje algo ya demodée, un conocimiento que busca erigirse en “poder espiritual”. De ahí que tantos reportajes y especialmente largos seriales de lo que ellos mismos suelen llamar “periodismo de investigación” acaben por ser auténticas campañas de moralización. Este conjunto de propiedades inherentes al oficio de periodista nos pone ya en la pista de la importancia, y complejidad, del sistema de reconocimientos y recompensas operativo en los medios. El principal de todos tiene que ver con la visibilidad pública: de hecho, la comunicación mediática controla el único mecanismo de reconocimiento simbólico omnipresente en nuestras sociedades, en virtud del cual la notoriedad que proporciona es autosuficiente. Los primeros beneficiados de este sistema dispensador de prestigio son los propios periodistas. El capital simbólico que acumulan en su trabajo les proporciona una notable rentabilidad que se proyecta en otros campos (novelistas, ensayistas, expertos de casi todo...). Al tiempo, les permite intervenir continuamente en cualquier ámbito, reforzando o erosionando el status construido a partir de fundamentos que no son mediáticos. En consecuencia, en los conflictos producidos en torno a los capitales simbólicos y legitimadores, la iniciativa y el control suele corresponder a esta nueva figura de intelectual.

El panorama que he trazado de los efectos producidos en el mundo del conocimiento a partir de su deconstrucción pone de relieve el radical debilitamiento (cuando no destrucción) de los campos de conocimiento instituidos a partir de las premisas de la modernidad ilustrada. En su lugar, lo que encontramos no es un nuevo orden institucional claramente delimitado de campos de conocimiento, sino un panorama fluido, fragmentado y escasamente consistente en el que una parte importante de los sistemas de reconocimiento tienen una naturaleza no homologable a aquella del saber producido.

Unos intelectuales que han dejado de serlo
La desinstitucionalización del conocimiento que acabo de exponer ha provocado una radical transformación en los sistemas de su reconocimiento social. De entrada conviene señalar que los viejos modos de asignar prestigio en este terreno no han desaparecido: simplemente se han tornado más débiles, ineficaces e insuficientes. Es obvio por lo demás que una parte de las recompensas relacionadas con el “capital científico” siguen distribuyéndose a través de las instituciones y canales convencionales, insertos dentro de cada campo. Pero he indicado que en la actualidad estos mecanismos son insuficientes, por cuanto se requiere, para la práctica de la investigación, aportes sustantivos de organizaciones ajenas al campo mismo, así como de una visibilidad que en gran medida el campo respectivo no tiene entre sus posibilidades otorgar. De manera que por lo que a la ciencia se refiere, podemos encontrarnos con que el funcionamiento propio del campo recompensa de manera diferente a como lo hacen los mecanismos que actúan fuera de él. La movilidad y la conquista de posiciones destacadas en la red institucional de la ciencia no siempre se correlacionan positivamente con el prestigio y el rango que en otros dominios puedan alcanzarse. En particular esta contradicción afecta de manera muy aguda a las ciencias sociales, que han de entrar en competencia con otras organizaciones ocupadas (aunque con objetivos y métodos diferentes) de su mismo objeto de estudio.

Un caso particular es el del mundo académico universitario, situado a mitad de camino entre la rigurosidad de la ciencia y la visibilidad pública que proporciona la transmisión de conocimientos. Los resortes utilizados dentro de la institución universitaria para distribuir prestigio (y poder) entre sus miembros obedece, cada día más, a una lógica que se desvincula de la relevancia en el terreno de la producción científica y se sitúa de manera preferente en el escenario de las luchas entre “clanes” y grupos más bien cerrados que actúan en su seno. Por otro lado, es innegable que la universidad se ha convertido en un filón inestimable para extraer del mismo algunas de las legitimidades que todavía requiere la comunicación mediática. Oscilando entre estos dos extremos, el mundo académico se subordina generalmente a una u otra lógica (las “guerras tribales” internas, la celebridad mediática), pero en cualquiera de los casos se aparta de la especificidad de la institución que no es otra que la de la excelencia en el conocimiento. Lo cual no quiere decir que en las universidades no se produzca conocimiento de calidad, sino simplemente que éste ha dejado de ser el criterio relevante a la hora de reconocer y recompensar a sus miembros dentro de la propia institución. Un indicador bastante claro al respecto es la desconfianza con que se perciben los productos del conocimiento universitario y se valoran los mecanismos de recompensar inherentes a la institución. Lo que ha llevado en casi todos los países a que la evaluación del conocimiento producido en la universidad se efectúe fuera de ella, por agencias y órganos que no obedecen a la lógica imperante en la institución. En contrapartida, no son pocas las universidades que soslayan los resultados de estas evaluaciones externas a la hora de distribuir las recompensas que controla, y que resultan particularmente relevantes en lo que concierne a la selección y promoción de su profesorado. Esta dualidad en el reconocimiento pone de relieve, de un lado, el escaso crédito concedido (por poderes públicos y organizaciones privadas) a los sistemas de recompensas internas de la universidad. De otro, la creciente subordinación (heteronomía) de la universidad respecto de otras instancias externas a la hora de establecer criterios de reconocimiento más pertinentes y eficaces.

Un resultado crucial de estos cambios es el que afecta a instituciones que antaño acumulaban la mayor parte del prestigio debido tanto a la práctica científica cuanto a la universitaria. La mezcla de ambas tenía su culminación en el reconocimiento establecido en las diversas Academias. Ser académico suponía adquirir un sólido y definitivo status en un campo determinado, consecuencia tanto de una trayectoria personal destacada cuanto de una evaluación positiva de los pares en ese campo. En la medida en la que este sistema de recompensas ha quedado fuertemente debilitado por las transformaciones habidas en el conocimiento a las que me he referido con anterioridad, la cooptación como académico no significa necesariamente ni excelencia personal ni relevancia social. Forma parte de ese conjunto de acciones ritualizadas que practican grupos que por haber perdido capacidad de decisión e influencia sociales, quedan constreñidos a repetir en el vacío (ritualismo formalista) usos que sólo en el pasado tuvieron sentido. El desenclaustramiento de los cánones del reconocimiento ha desplazado en la mayoría de los casos el poder de otorgarlo, de las comunidades académicas que controlaban el campo, a otras instancias y grupos que operan fuera del campo mismo.

Y qué duda cabe que hoy día la mayor parte del prestigio y del reconocimiento social conferido a las diversas formas de creación de conocimiento tiene que ver con la visibilidad pública de sus actores. Una visibilidad que escapa de las manos de los actores mismos y de sus organizaciones profesionales (caso de tenerlas) para insertarse en el gran mecanismo que en nuestra época permite la visibilidad pública, que es por lo demás la única que recompensa eficazmente en términos de prestigio social. Me refiero, claro está, al prestigio asociado a la posición atribuida por la comunicación mediática. La irrupción de ésta en la distribución de rangos y jerarquías sociales ha tenido efectos devastadores sobre amplios campos del saber, particularmente en las ciencias sociales. Porque al evaluar y recompensar los productos debidos a los científicos activos en estos campos, ha influido de manera doble sobre ellos. Primero, señalando en el mapa del prestigio social la desigual relevancia de unos u otros actores. Segundo, incidiendo en los hábitos y prácticas de los científicos, ya que a ellas se vinculan en definitiva los productos evaluados desigualmente. La máxima mcluhaniana del “medio es el mensaje” ha tenido su impacto en no pocas prácticas científicas, haciendo que las mismas privilegien la adaptación a los formatos exigidos (y sancionados positivamente) por la racionalidad de la comunicación, y prestando escasa atención a las reglas que permiten elaborar productos válidos y fiables.

La peor parte de este control heterónomo ejercido por la comunicación mediática se la han llevado las instituciones y los campos más vulnerables, bien por la escasa cohesión interna de sus miembros, bien por la proximidad de su práctica a aquélla que realizan los medios de comunicación. Ambas condiciones convergen en los saberes que tienen por objeto la sociedad, su evolución, organización y proyectos de futuro. En este terreno son muchos los grupos que reclaman su idoneidad y pertenencia para expresarse en un plano de igualdad en lo concerniente al conocimiento social producido (más allá o más acá de los saberes, las cualificaciones y los hábitos de trabajo de los actores). Las dificultades para que tales saberes puedan ser monopolizados u oligopolizados por organizaciones profesionales se ha traducido en un espacio sumamente abierto a la competencia, basada no en reglas específicas y pertinentes, sino más bien en la progresiva eliminación de la validez de toda regla. Al final, el poder de decidir está no tanto en el saber bien construido, sino en el conocimiento medido por el impacto en términos de audiencias. Con lo que lo importante no es tener competencias intelectuales para generar conocimiento, sino poder para distribuirlo. Este poder, además, tiene bajo su control la definición misma de lo que es (o no es) conocimiento. Y si conocimiento viene a ser aquél que resulta visible en el sistema de la comunicación mediática, la condición de intelectual sólo se otorga en la medida que el actor se halla vinculado a este tipo de conocimiento. Cuenta quien se deja ver (o dejan que le vean) en un nuevo escenario simbólico que en poco o nada atiende a cualquier otra racionalidad que no sea la suya, que es la del espectáculo. También aquí y ahora se ha producido la “traición de los clérigos” denunciada hace casi un siglo por J. Benda. Una traición que no sólo ha de entenderse como el abandono (y sustitución) de las reglas que dan sentido a la propia práctica intelectual, sino y sobre todo a convertir esta práctica en progresivamente irrelevante, al encerrarla en el angosto y esterilizante campo de luchas tribales en pos de las cada menos insignificantes recompensas que en él quedan.

La solución a esta crisis, caso de haberla, tendrá que venir por dos vías complementarias. Una de ellas, esencial por lo demás, requerirá nuevas y mejores definiciones acerca de qué deba entenderse por “saber”, estableciendo límites bien claros entre el conocimiento verdadero y aquellas otras representaciones mentales de naturaleza meramente conjetural o simplemente basadas en convicciones morales. Esto es, regular lo ahora desregulado. Para ello se necesita tanto un rearme intelectual del mundo científico-académico, cuanto la atenta mirada del mismo a los problemas y necesidades actuales. Un salir de su enclaustramiento autoreferido, y de tanto producto científico estándar irrelevante.

La otra habrá de consistir en una remodelación de los sistemas de reconocimiento simbólico del saber, que permita distinguir tanto el trabajo intelectual bien hecho de las falsedades verosímiles, cuanto la excelencia de la fama. Qué duda cabe que para ello se hace inexorable establecer nuevas modalidades de relación con los medios de comunicación (de respeto recíproco, pero también de crítica sistemática), así como de construir nuevas pautas y normas significativas de relevancia cultural.

La posibilidad de superar la anomia actual está plagada de riesgos y enemigos. Riesgos y enemigos que se sitúan en un orden de cosas en el que ciertos grupos e instituciones han alcanzado poder y privilegios que no les corresponden, pero que no están dispuestos a ceder. En todo caso, la vuelta al pasado es imposible. Hay instituciones y normas que no podrán revitalizarse nunca más. Pero no debe serlo cambiar el presente. Porque de continuar activas sus actuales tendencias, la confusión de ámbitos y la apropiación de mecanismos por grupos e instituciones a los que nos les corresponde semejante cometido provocará consecuencias funestas para todos. Y aunque se trata de tomar decisiones que afectan a la voluntad, también aquí será necesaria la coherencia intelectual para emprender el camino más acertado


Notas:

* Una primera versión de este trabajo, con el título “La cambiante valoración del conocimiento”, ha sido publicado en la obra colectiva Mª A. García de León: La excelencia científica. Instituto de la Mujer-Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales, Madrid, 2005. La presente versión es una amplia revisión, formal y sustancial, de aquel texto.


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Dr. Félix Ortega
Profesor de Sociología, Universidad Complutense de Madrid, España.