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Por Félix Ortega
Número
55
Cada
sociedad ha tratado de someter a diversos sistemas
de control el conocimiento social que en ella
se producía y distribuía. La razón
de tal empeño reside en la decisiva capacidad
de las representaciones culturales para legitimar
la autoridad, así como para modelar las
percepciones de la realidad por parte de los
individuos y los grupos sociales. Al erigirse
en un factor clave de estructuración social,
el conocimiento ha dependido estrechamente del
resto de instituciones sociales existentes en
cada medio social concreto, lo que se ha traducido
en que tanto el conocimiento como su específica
forma de institucionalización vengan a
reflejar con bastante nitidez el conjunto de
rasgos que definen a dicha sociedad. Las sociedades
modernas resultan sumamente esclarecedoras de
los diversos procesos puestos en marcha para
controlar el conocimiento. Por tratarse de sociedades
que se desvinculan de la tradición, el
primer mecanismo que activaron en este campo
fue precisamente el de la deslegitimación
de la particular forma de institucionalización
que suponía la tradición. Al hacerlo,
inician nuevas modalidades de institucionalización
que más adelante acabarán configurándose
de manera estable. Entre ambos procesos emerge
un período intermedio, extraordinariamente
innovador, que se distancia tanto de la tradición
a erradicar cuanto de la posterior configuración
de las instituciones del conocimiento. Estas
últimas se han visto sometidas, al menos
desde los años 60 del pasado siglo, a
una fuerte deslegitimación que está
desembocando en lo que podríamos denominar
la “desinstitucionalización”
de gran parte del conocimiento social. Veamos
el proceso histórico para después
explicar la situación actual de estas
instituciones y especialmente el papel reservado
a los intelectuales.
La
pérdida de la tradición
A
lo largo de los siglos XVII y XVIII en Europa
aparece, de manera general aunque no con la misma
intensidad en todas las sociedades, un conjunto
de transformaciones sustanciales que afectaron
a los modos de conocer, ligadas a una visión
del mundo cada vez más alejada de los
modelos tradicionales. Los saberes de fuerte
inspiración religiosa desarrollados en
centros eclesiásticos dejan paso a esquemas
interpretativos más mundanos, basados
en el empirismo y el racionalismo, que encontrarán
su caldo de cultivo en instituciones de nuevo
cuño. Estas nuevas concepciones, por lo
que tenían de ruptura con la cosmovisión
religiosa, difícilmente podían
cultivarse en las mismas instituciones que hasta
ahora habían dado amparo a los saberes
de inspiración religiosa. Se necesitaban
otras, capaces de funcionar en sintonía
con las exigencias tanto ideológicas cuanto
metodológicas de un sistema de representaciones
volcado a dar respuestas a las exigencias de
un mundo en cambio, crecientemente secularizado.
Ahora bien,
previa a la creación de este nuevo orden
institucional, se requería de una precondición
inexcusable: la organización de ámbitos
de libertad dentro de los cuales se facilitara
la expresión de las nuevas ideas, al margen
de toda exigencia práctica, de cualquier
condición adscrita al origen de los participantes
e independiente de la autoridad establecida.
Sin tales condiciones de libertad (ainstitucionalidad,
apragmatismo, apoliticismo), la superación
de la tradición era simplemente inviable.
Y justamente lo que encontramos en aquella Europa
es que estos requisitos se hicieron posibles,
de manera mayoritaria, en escenarios que al menos
hemos de definir como “femeninos”.
Primero algunas cortes (sobre todo las italianas)
y más tarde los “círculos”
(posteriormente rebautizados como “salones”)
franceses se convirtieron en los auténticos
medios específicos de la liberación
del pensamiento y en las “fraguas”
en las que se forjaron no pocos de los patrones
cognoscitivos de las sociedades modernas. La
revolución filosófica que originó
las bases del pensamiento moderno y de las ciencias
tuvo su particular campo de entrenamiento en
unos espacios promovidos, mantenidos y regulados
por estratos de mujeres de la aristocracia primero
y de la burguesía después que hicieron
posible una revolución de los paradigmas
(por usar la conocida expresión de T.
Kuhn).
Cualquier época
de liberación de un orden social contiene
posibilidades e ingredientes que no necesariamente
se desarrollan y encuentran acomodo en el que
viene a sustituirlo. Es el caso de estos escenarios
femeninos. La primera paradoja reside en el hecho
de que el protagonismo de las mujeres de cortes
y salones no tiene continuidad. Efectuada su
esencial contribución histórica
a la liberación de los saberes, se eclipsaron
detrás de unas bambalinas que se han desplazado
a otros escenarios que cuentan con otros actores.
La segunda es que la disolución de clichés
y manierismo que había la “libre
discusión” da lugar a continuación
a un cierre epistemológico que hará
difícil el pensamiento que no se subordine
a criterios estándar y cánones
predefinidos, a cuya elaboración y firme
defensa tanto contribuyeron en ese momento la
construcción de las diversas Academias,
cuyo objetivo central fue la normalización
en sus respectivos campos de actuación.
No es este ensayo
el lugar adecuado para dar respuesta pormenorizada
a un cúmulo de problemas de tal envergadura.
Pero conviene que al menos aclaremos algunos
aspectos que resultaron cruciales para el desarrollo
posterior de los acontecimientos en el terreno
del saber, así como para la casi absoluta
pérdida de intervención de las
mujeres en el mismo. En primer lugar empezaré
por un aserto bastante general: los grupos sociales
con un status relevante en períodos de
transición, no suelen conservarlo una
vez que el cambio se ha producido y el nuevo
orden se ha constituido. El análisis de
cualquier época de fuertes transformaciones
sociales así lo corrobora. La aportación
de las mujeres a las cruciales reformas de la
mentalidad social entre los siglos XVII-XVIII
no ha sido una excepción.
En segundo lugar,
es necesario que nos detengamos en una mejor
comprensión de los escenarios puestos
en marcha por las propias mujeres. Sin duda en
ellos hallaremos también algunas claves
para entender la evolución posterior.
Como han puesto de relieve diversos estudios
(me refiero, por citar dos ejemplos representativos,
a los de L.A. Coser, 1968 y B. Craveri, 2003),
los salones estuvieron demasiado limitados por
sus orígenes (crítica y distanciamiento
de las cortes oficiales), de manera que en gran
parte se encauzaron más a generar “otro”
estilo de vida (menos encorsetado) alternativo
al de la nobleza, que a acumular, organizar y
sistematizar los productos intelectuales allí
creados. El gusto por la palabra, la seducción
intelectual (sin excluir otras), la correcta
puesta en escena y una cierta igualación
social primaban sobre consideraciones de naturaleza
epistemológica. Se trataba de subrayar
sobre todo las condiciones de una nueva manera
de pensar y discutir, aunque ello no excluyera
el discurso, bello y coherente. Pero es indudable
que una vez logrado el doble objetivo de liberar
el pensamiento de las constricciones de la tradición
y ampliar el público interesado en la
discusión, lo salones perdieron todo su
sentido. Por lo que se sabe de los mismos, eran
las mujeres las que de manera preferente impulsaron
las condiciones que los hicieron posibles, mientras
que a los hombres correspondió una mayor
responsabilidad en cuanto concernía a
la elaboración misma de los discursos.
Removidos los obstáculos del pensamiento,
las aportaciones femeninas resultaron ser innecesarias.
Los philosophes y sus herederos emprendieron
una aventura decididamente diferente tanto en
sus contenidos (científicos y filosóficos)
cuanto en los actores responsables de ella (los
hombres).
Pero a ella
contribuyeron otras importantes transformaciones,
éstas ya de índole más política,
si bien tuvieron su fuerte proyección
en los dominios académico y científico.
Por lo que a la política se refiere, la
reorganización del Estado (su paso del
absolutismo a la democracia) supuso un conjunto
de modificaciones esenciales en lo concerniente
al entramado institucional que afectaba a la
familia y el mundo del trabajo. En este nuevo
orden las mujeres fueron desplazadas al ámbito
de la vida privada (la “cultura subjetiva”
simmeliana), para lo cual su relación
con el mundo de la “cultura objetiva”
quedaba reducida a su mínima expresión.
El mundo de los que algunos llaman la “modernidad
sólida” (Z. Bauman) era marcadamente
masculino; o al menos lo era en ámbitos
tales como el de la vida pública y los
sistemas e instituciones del conocimiento. Porque
en lo concerniente a estos últimos, lo
que hallamos es un giro decisivo respecto de
la precedente época de los salones femeninos.
Podría decirse que en estos últimos
predominaba la idea que en el XVIII había
difundido H. Walpole, la “serendipity”
(cfr. Merton y Barber, 2002): los descubrimientos
relevantes pero fortuitos. Un modo de aventura
intelectual escasamente sometido a reglamentaciones,
y que en la ausencia de pautas rígidas
da primacía a la imaginación y
creatividad (lo que no quiere decir ausencia
de rigor). El triunfo de una racionalidad que
en el mundo de las ciencias dará como
resultado su progresiva configuración
como férreas disciplinas, con sus objetos
y métodos específicos, dejaba escaso
margen para veleidades “serendipitosas”.
En otras palabras: la consolidación del
mundo científico produce indudable recelo
hacia un modo de pensamiento (el de los salones)
que empieza a verse como “diletante”
o mero “divertimento”. La creación
de las diversas Academias, por lo demás,
no viene sino a reforzar este proyecto político
de reglamentar y contener bajo fronteras bien
definidas la creación y difusión
del conocimiento. Un proyecto que van a asumir
como cometido propio los Estados nacionales,
y fuera de cuyas barreras quedaba poco margen
para la creación cultural.
La
reglamentación del conocimiento: el surgimiento
de dos nuevas tradiciones
El
orden social surgido después de la Revolución
Francesa no deja muchas dudas acerca de sus objetivos:
se trata de construir en él una sociedad
que bajo la estricta tutela del Estado se vertebrase
en un nuevo y sólido entramado institucional.
En las visiones (no tan utópicas como
pudieran parecer) de Saint-Simon o de Comte los
saberes quedaban claramente integrados en el
mismo. Una jerarquía de saberes sometida
al control de una élite intelectual desechaba
el multiforme y crítico período
precedente y lo sustituía por otro abiertamente
afirmativo del orden establecido. Los pilares
de este nuevo orden eran, desde mi perspectiva,
tres: el sistema escolar, la auto-organización
científica y las instancias políticas
encargadas de la supervisión del conjunto.
Esta dimensión de la sociedad se diferenciaba
claramente del orden privado (como certeramente
subrayaba E. Durkheim en La educación
moral, 2002). Dualidad del mundo no tanto
por quién lo controlaba (siempre el Estado)
sino por a quiénes se destinaba:
el uno a los hombres, el otro a las mujeres.
Al tratarse, además, de circuitos en gran
parte separados pero internamente autorreferidos,
quedaba claro que el destino personal estaba
adscrito. Pero ya no al origen social, sino a
la dualidad de sexos.
La perspectiva
que aquí me interesa privilegiar tiene
que ver, como ya se ha dicho, con el papel del
conocimiento como organizador de la realidad.
La sociedad llamada primero “positiva”
y más tarde “industrial” otorga
sin duda alguna un relevante papel al conocimiento.
Un conocimiento cuyo cometido es triple: primero,
como definidor de las bases mismas de esta sociedad
y de su autoridad (legitimación); segundo,
como impulsor de su desarrollo económico
(tándem ciencia-tecnología); tercero,
como medio de socialización (educación).
En cada uno de estos tres niveles, la organización
política (el Estado) ha pretendido siempre
asumir un control lo más exhaustivo posible.
El papel creativo
e innovador quedaba asignado al mundo científico;
el de distribuidor de conocimiento al sistema
escolar, y el de control y asignación
de reconocimiento al Estado a través de
instituciones específicas, dentro de las
cuales destacaban las diversas Academias como
órganos encargados de ejercer una doble
misión: tutelar la normalización
del conocimiento, y establecer un sistema de
rangos individuales mediante la distribución
del prestigio a ellas vinculado. El nexo de unión
de estos diversos órdenes no era otro
que el del grupo social encargado del conocimiento
en sus diversas manifestaciones, esto es, los
intelectuales. Ahora bien, si como tales podían
ser caracterizados cuantos actuaban en los tres
niveles mencionados, entre ellos existían
diferencias y jerarquías. Puede decirse
que el orden inferior correspondía al
de la docencia, al que seguía el científico,
y por encima de todos ellos, como expresión
de máximo reconocimiento social (y político),
aparecía el de las Academias. En definitiva,
en esta estructura institucionalizada del conocimiento,
la instancia decisiva no era otra que el Estado,
órgano capaz de legitimar y a la vez otorgar
prestigio a los diversos saberes formalizados.
A este orden
de cosas se le sumaron otros dos factores importantes
por lo que al conocimiento se refiere. De un
lado, el destacado protagonismo que adquirieron,
particularmente a finales del XIX, los escritores.
De otro, la activa contribución de los
ideólogos de los partidos políticos
en la conformación de consensos culturales
y morales. Los primeros fueron quienes de manera
más clara trataron de dotarse de un status
profesional y social independiente del Estado;
es más, su proyecto era precisamente de
erigirse en una categoría social con autonomía
suficiente como para ejercer una sistemática
acción crítica sobre el Estado.
La participación de E. Zola en el caso
Dreyfus (1898) es el paradigma de este tipo de
intelectual. Un prototipo de efímera duración,
como ya denunció J. Benda en 1927 en su
libro La trahison des clercs.
La posición
de los ideólogos políticos corrió,
sin embargo, una suerte bien distinta. La creciente
politización de la vida social tuvo dos
consecuencias cruciales para el desarrollo tanto
del conocimiento cuanto de sus cultivadores.
En primer lugar, erosionó fuertemente
las posibilidades de mantener un campo autónomo
de conocimiento más allá de las
necesidades y dependencias de la lucha política.
En segundo término, desplazó a
no pocos intelectuales desde su territorio específico
de producción (la ciencia y el saber conforme
a reglas autónomas) al más atractivo
(por el poder y el reconocimiento que otorgaba)
de la política.
Con este panorama,
el mundo de la producción intelectual
se había tornado extraordinariamente complejo
y ambiguo en el primer cuarto del siglo XX. Los
campos de producción, los grupos encargados
de ella, el sistema de legitimidades y de recompensas
se habían diversificado de manera tal
que las contradicciones y las perspectivas encontradas
hacían difícil el consenso acerca
tanto de qué podía entenderse por
conocimiento, como de quiénes estaban
en condiciones de crearlo. La superposición
de los planos estrictamente cognoscitivos con
los políticos, en una época además
transida de profundos y agónicos conflictos
sociales, no permitía clarificar el panorama,
sino más bien todo lo contrario. En medio
del fragor de múltiples batallas, fue
Max Weber (1978), una vez más, quien vislumbró
la salida a esta confusa situación. En
efecto, inmerso en los avatares revolucionarios
que se produjeron en Alemania una vez finalizada
la Gran Guerra, Weber señaló una
drástica separación entre dos tipos
de acción social, la del científico
y la del político. Los dos manejaban símbolos,
pero de naturaleza distinta, obtenidos por métodos
diferentes y con objetivos claramente separados.
De modo que si de ambos puede decirse que son
intelectuales, debe añadirse de inmediato
que sus tareas no pueden confundirse. Mientras
que el científico se debe a las reglas
de un método que busca el conocimiento
verdadero, el político persigue persuadir
a un público trasmitiéndole sus
convicciones. El uno persigue descubrir la verdad
y por tanto se dirige a y activa la inteligencia;
el segundo pretende modificar las actitudes y
su objetivo es la voluntad.
Esta dualidad
weberiana (más tarde sistematizada por
K. Mannheim, 1973) inaugura las que a mi entender
van a ser las tradiciones imperantes en el mundo
del conocimiento a lo largo de buena parte del
siglo XX: de un lado, el orden institucional
académico-científico; de otro,
el de los ideólogos. Veamos lo que supone
cada una de ellas y la crisis que les afecta
a partir de la década de los años
sesenta.
El entramado
en el que se integran el mundo académico
y el científico inicia una evolución
caracterizada por su progresivo apartamiento
de los debates cotidianos y de las preocupaciones
perentorias de la sociedad. Aun cuando hayan
podido contribuir a dar respuestas a los mismos,
su misión se perfila en torno a otros
objetivos centrados en una lógica más
bien autorreferida. Esto es, la creación
de un tipo de conocimiento basado en criterios
de cohesión y pertenencia conforme a una
racionalidad definida y evaluada por la propia
comunidad responsable de dicha creación.
Este enclaustramiento del conocimiento científico
dentro de un ámbito de producción
específico, claramente diferenciado de
otras modalidades de conocimiento más
directamente conectadas con los conflictos sociales,
contribuye a modelar el campo científico-académico
con perfiles bien singulares. De entrada, se
configura un nuevo tipo de comunidad (la de los
científicos, la de los universitarios,
y sobre cuyas diferencias volveré más
adelante) que en gran medida pretende representar
al intelectual tout court, es decir, el modelado
a fines del XIX por los escritores: un grupo
autónomo, que se dota de sus propias reglas,
que elige y confirma a sus iguales y que “vive
sólo para conocer” (y a veces también
transmitir lo que conoce). Por tanto, un grupo
que es capaz de situarse en un espacio social
propio, que no comparte con otros y en el que
está a salvo de las interferencias tanto
del eventual público consumidor de sus
productos, cuanto de los poderes interesados
en utilizarlos en su provecho. Esta imagen ideal
ha tenido mucho que ver con la construcción
de un ethos altamente idealizado del
científico y de su mundo, y que encontramos
perfectamente descrito en los rasgos que Merton
(1964) confiere a la práctica científica:
universalismo, desinterés, comunalismo
y escepticismo.
Los problemas
de este tipo-ideal comienzan al ser analizado
en su desarrollo histórico. Primero, en
lo que concierne a la naturaleza del conocimiento
elaborado. Hoy ya sabemos, como también
se sabía en los tiempos de Weber, que
el conocimiento no puede estar inmunizado a la
contaminación ejercida por los conflictos
sociales. Que las preocupaciones de los científicos,
la selección de los problemas y la perspectiva
desde la cual se abordan están profundamente
condicionadas por la propia posición del
científico en su medio social es un principio
epistemológico de sobra conocido como
para no tener necesidad de extenderme en explicaciones
al respecto. Esta posición viene definida
tanto por la inserción social global del
científico, cuanto por la más específica
del lugar que ocupa en el sistema de la producción
de conocimientos. Dicho de otra manera: en la
medida en la que crear saberes es una tarea necesitada
de recursos financieros, el control de éstos
es un medio importante de encauzar y dirigir
todo el proceso productivo. Fijando no sólo
prioridades, sino también proporcionando
(o no) procedimientos, así como evaluando
resultados y eventuales aplicaciones.
El análisis
del orden institucional dentro del cual tiene
lugar la creación de conocimientos, nos
revela aún más las limitaciones
del tipo-ideal. Porque los dos ámbitos
principales dentro de los cuales los científicos
desempeñan su trabajo han sido las universidades
y los centros de investigación erigidos
fuera de ellas. En estos últimos resulta
innegable la fuerte presencia de intereses y
modalidades de organización que no proceden
primariamente, o no son esencialmente fruto,
de la actividad autónoma de la comunidad
de científicos tal y como se entiende
en la tradición universitaria. Y es precisamente
en este ámbito no académico donde
se ha llevado a cabo, de manera cada vez más
significativa, la investigación más
relevante del mundo contemporáneo. Y no
sólo aplicada, dado que cada vez resulta
más difícil distinguir la investigación
básica de la aplicada.
Por lo que a
las universidades se refiere, otro tanto puede
decirse. La dependencia económica y normativa
de la institución respecto de instancias
ajenas a la misma, sólo permite mantener
su pretendida autonomía como mera formalidad
nominalista. Cada vez menos las universidades
tienen en sus manos tomar iniciativas en el terreno
que les es propio: el más preocupante
de todos es el referido al sentido y objetivos
asignados a la institución, cada vez más
elaborados fuera de su marco por instancias muy
diversas (políticas, mediáticas,
religiosas y económicas). Sólo
ilusoriamente puede mantenerse que la comunidad
universitaria dispone de un margen de autonomía
notable dentro de su campo. Un indicador expresivo
al respecto es que el mundo universitario de
prácticamente todo el mundo desarrollado
se encuentra sometido a un interminable proceso
de reformas, del que todos opinan y toman decisiones
sin que la propia comunidad académica
sea una voz demasiado tenida en cuenta. Otra
cosa diferente es que tal comunidad sea abandonada
a sí misma a la hora de administrarse
lo que podríamos denominar “deficiencias
funcionales”, o “efectos perversos”
de esta situación. Autonomía, sí,
pero para habérselas con las miserias
de la institución, que desde luego no
son pocas. Una institución bastante autista,
lo que no le impide contribuir en ocasiones a
producir logros relevantes para su sociedad.
Este cierre social que caracteriza a los diversos
submundos de la producción de conocimientos
en el siglo XX se proyecta sobre el sistema de
reconocimientos y recompensas simbólicas
que operan dentro de ellos. ¿Existe autonomía
al respecto? ¿Hay instituciones, normas
y evaluaciones específicos del campo para
recompensar a quienes son actores principales
del mismo? La primera constatación es
que una parte sustancial de los conflictos en
los campos del conocimiento científico
y académico son luchas por el control
y la apropiación del capital simbólico
interno. Difícilmente no podría
ser así en un medio cuyo elemento de acción
no son sino los símbolos. Los sistemas
de movilidad, asignación de prestigio,
el “cursus honorum” y la relevancia
dentro del propio campo se convierten en objetivos
centrales de la vida de sus miembros y provocan
algunos de los enfrentamientos más agudos
dentro de estas instituciones.
Así,
estos conflictos en pos del reconocimiento y
la visibilidad dentro del campo, permiten conocer
quiénes disponen de autoridad en el mismo,
a quiénes se discrimina, la pérdida
de vigencia de los paradigmas (que actúan
así como “modas”) y eventualmente
las conexiones del campo de conocimiento en cuestión
con otros ámbitos externos al mismo.
De lo anterior
se desprende que es precisamente en el sistema
de reconocimiento simbólico donde la comunidad
científico-académica goza de un
razonable grado de autonomía. Así
acontece con los “dones” distribuidos
dentro del sistema interno. Pero progresivamente
esta parte del sistema de recompensas depende
más de otros ámbitos, los externos
al mismo. El capital simbólico específico
de la comunidad científico-académica
no puede sustraerse hoy de las evaluaciones que
se efectúan fuera de la misma. Las cada
vez más escasas y limitadas recompensas
que pueden proporcionarse en su interior necesitan
de un segundo reconocimiento valorativo, que
tiene lugar allí donde la visibilidad
alcanza su máxima expresión: el
escenario de la comunicación mediática.
Cierto que unos campos científicos (los
sociales) son más sensibles que otros
(los experimentales) a ella. Pero en conjunto
todos pugnan por esta segunda (que para algunos
es primera) evaluación simbólica.
Porque a diferencia de la exclusivamente otorgada
por el campo de conocimiento, generalmente circunscrita
al mismo y con escasa o nula repercusión
pública, la que proporciona el reconocimiento
mediático revierte sobre el propio campo
reforzando el status que dentro de él
se tiene, ampliando y reforzando además
las posibilidades de acción y logro fuera
del mismo.
El resultado
global de este proceso se desarrolla en varios
frentes. El primero de ellos es, sin duda, el
ocaso paulatino de ciertos canales de recompensas
simbólicas por la escasa relevancia de
los mismos. Es el caso de no pocas Academias
(quizá las menos afectadas sean las de
la lengua). De modo que en mi opinión,
la mucha o poca apertura que las mismas puedan
hacer encaminadas a incorporar a grupos y sectores
hasta ahora excluidos de ellas o con escasa presencia
en las mismas (como acontece con las mujeres),
dice muy poco sobre la evolución del status
en tales sectores. Se trata de mecanismos de
recompensa residuales, ya que la función
que otrora pudieron cumplir o se ha desintegrado,
o ha sido asumida por otras instancias con mayor
relevancia (y poder) social.
El segundo y
muy destacado tiene que ver con la progresiva
colonización de los campos científico-académicos
por sistemas de reconocimiento externos a ellos.
Este carácter de externalidad del sistema
irá provocando transformaciones de su
racionalidad, sustituyendo en no pocos casos
la competencia como cualidad recompensable, por
la fama y la notoriedad construidas fuera de
aquellos campos.
En tercer lugar,
una tentación muy extendida de salvaguardar
la autonomía de los mecanismos de recompensa
es sustituir el conocimiento por el ritualismo
formalista en la creación y presentación
de los productos académicos. El excesivo
énfasis que hoy se practica en centros
e instituciones que tipifican los resultados
del trabajo universitario acerca de lo que se
considera logros y aportaciones “correctas”,
puede resultar de gran futilidad y esterilidad
para la creación de conocimientos relevantes
y significativos. Porque se suele desplazar la
atención del logro cognoscitivo al cumplimiento
de ciertos patrones formales. Contra esta práctica
puso en guardia alguien tan poco sospechoso como
R. K. Merton (2002), al señalar que el
genuino conocimiento estaba siendo desplazado
por simples rituales (el “artículo
científico estándar”) adaptados
a las exigencias de índices de calidad
e impacto impuestos por las denominadas revistas
de referencia (cfr. F. Ortega, 2003).
En fin, un empeño
probablemente destinado al fracaso es el que
podríamos llamar “recolonización
científica” de los nuevos sistemas
de visibilidad y recompensa simbólicos.
Con todas las loables consideraciones que merece
su proyecto, hay que admitir que algunas de las
propuestas del último Bourdieu (ya sea
en Las reglas del arte o en Sobre
la televisión) por “amaestrar”
un campo competidor ni sirven para comprender
mejor este campo, ni desde luego conducen a resultados
de eficacia tangible. Probablemente hay que actuar
en el campo mediático para cambiar muchas
cosas, pero no desde luego para hacerlo conforme
a las reglas de otro campo. Precisamente por
ello es por lo que debe deslegitimarse el proceso
inverso, esas prácticas que en la jerga
de los profesionales de la comunicación
(con ayuda de académicos convertidos en
“compañeros de viaje”) han
dado en denominar “periodismo de investigación”
y “periodismo de precisión”.
El intelectual académico que desde mi
punto de vista mejor ha entendido este juego
de enfrentamientos y complementariedades es U.
Eco, y quizá tendremos que fijarnos más
atentamente en sus proyectos para los cambios
que se intuyen ya en el futuro más inmediato.
Proyectos que pretenden proporcionar con los
conceptos y los métodos de las ciencias
respuestas a nuevas necesidades del mundo contemporáneo.
En resumidas
cuentas, el dominio científico-académico,
sin duda el más institucionalizado de
todos, ha sufrido profundas transformaciones
y en el camino ha perdido no poca de su pretendida
impronta autónoma con la que inicialmente
se constituyó. Algunas razones de esta
mutación las he señalado, pero
a ellas volveré en el apartado siguiente.
¿Qué
ha sido de la otra tradición, la de los
ideólogos? Su aportación se ha
concentrado en elaborar conocimiento social no
científico destinado a producir fórmulas
de consenso/disenso al servicio de proyectos
políticos determinados. Han sido ellos
quienes se ligaban estrechamente a los conflictos
políticos y sociales, y lo hacían
desde una posición siempre comprometida
con opciones e intereses representativos tan
sólo de una de las partes en litigio.
No sólo eran partidistas, sino que además
carecían de la autonomía institucional
de que pudieron gozar los científicos-académicos.
Su posición, destino y recompensas dependían
directamente de los grupos y organizaciones presentes
en cada conflicto social. De ahí que el
intelectual prototípico era el ideólogo
del partido político.
Si bien dispusieron
de una enorme capacidad de moralización
y movilización sociales, su posición
fue siempre subordinada, y su status frágil.
Cierto que llegaban a públicos amplios
y que sus mensajes proporcionaban los ideales
de sus sociedades. Pero sólo podían
hacerlo a condición de plegarse a las
directrices y estructuras organizativas de los
partidos dentro de los cuales adquirían
su condición de intelectuales. Fuera de
su protección, quedaban despojados de
todos sus poderes.
La contribución
de los ideólogos al conocimiento es de
naturaleza bien diferente a la de los científicos.
Sus relatos no pretendían explicar el
funcionamiento del mundo, sino darle sentido
y a partir de él movilizar a determinados
grupos sociales. Ahora bien, en la medida en
que sus valores contribuyeron decisivamente a
la movilización cognitiva y social, fueron
responsable en un alto grado de la particular
estructura que adquirieron sus sociedades de
referencia.
Con la crisis
de los partidos de masas la base de sustentación
de los ideólogos se desmoronó.
Como tales ideólogos, han desaparecido,
y en la medida en que sus relatos han perdido
vigencia, su huella cognoscitiva y moral se ha
borrado. Pero lo que ahora nos importa averiguar
es en qué nueva figura se han reconvertido,
caso de hacerlo, y cuáles han sido las
consecuencias para el status, la visibilidad
y las recompensas de los intelectuales en las
actuales sociedades. A dar cuenta de estos cambios
se destinan las páginas siguientes.
Un
conocimiento desinstitucionalizado
En
el período que se inicia en los años
sesenta del siglo pasado, el conocimiento, especialmente
en sus manifestaciones más formalizadas,
iba a sufrir una sistemática acción
deslegitimadora, desde varios frentes y por causas
muy diferentes. Podemos englobar a todos estos
intentos de erosión del conocimiento dentro
de la expresión “la deconstrucción
del conocimiento”, para usar un término
puesto de moda en la época. En efecto,
ya no se trata de seguir progresando (la idea
de progreso había entrado en decadencia
por las mismas fechas), sino de volcar la atención
sobre el conocimiento mismo para desentrañar
sus interioridades, así como sus vinculaciones
con el poder y las consecuencias perversas de
todo ello. Se trata de una modalidad de reflexividad
que, ensimismada en el análisis retrospectivo
y en las genealogías de los saberes acaba,
en muchos casos, por conducir al nihilismo intelectual.
Los referentes intelectuales de este clima son
muchos y variados, pero qué duda cabe
que ocupan un lugar privilegiado nombres tales
como P. Feyerabend, T. S. Kuhn, M, Foucault,
J, Derrida, N. Chomsky... No pretendo meterlos
a todos en el mismo saco, pero hay que subrayar
que todos ellos, aunque fuere desde perspectivas
diferentes, contribuyeron decididamente a socavar
el orden institucional del conocimiento establecido,
sin que resulte nada claro que alumbraran otro.
De ellos surgió, si bien no siempre debido
a ellos, el confuso, ambiguo y autodisolvente
universo del postmodernismo.
También
en esta época comienza, con referentes
teórico-ideológicos no diferentes
a los ya mencionados, otro frente, esta vez de
crítica al Estado y sus organizaciones.
La crisis de legitimidad del Estado recubre con
el manto de la sospecha a cuantas instituciones
y acciones relacionadas con el conocimiento se
movían en su esfera. Será el declive
imparable de formas de ser intelectual hasta
entonces pujantes, como era la de los ideólogos.
Los intelectuales de la política se verán
desplazados de ella y tendrán que transmutarse
en nuevas figuras que poco o nada tienen que
ver con los rasgos del período precedente.
Como consecuencia
de todo ello, asistimos a la puesta en marcha
de diversos procesos que han afectado al orden
institucional del conocimiento, al perfil de
los intelectuales y al sistema de recompensas
simbólicas otorgadas. Las críticas
conjuntas al Estado y al uso del conocimiento
por parte del poder tuvieron un primer efecto
en el status de la universidad como institución
central del conocimiento. De hecho, los ataques
se dirigieron de manera preferente a ella, de
manera que las revueltas estudiantiles se centraron
en el supuesto desvelamiento de los intereses
inconfesables a los que la universidad pretendidamente
servía. Si de un lado señalaron
su carácter elitista en términos
sociales (origen social de los alumnos), de otro
el elitismo criticado se refería a los
saberes transmitidos. De manera que esta doble
crítica sirvió para abrir las aulas
a remesas de alumnos cada vez mayores (masificación),
pero también para devaluar el conocimiento
de calidad (trivialización en aras de
adaptarse a la lógica del mercado). Más
que centrarse en el conocimiento (en su creación
y transmisión), a las universidades empezó
a exigírseles el desarrollo de habilidades
y destrezas supuestamente demandadas en el ámbito
económico: enseñar a aprender (o
a olvidar, tanto vale) fue y sigue siendo el
lema. Con ello, las universidades iniciaron una
imparable decadencia, y dejaron de ser instituciones
capaces de crear conocimientos relevantes, así
como para acoger y recompensar en un clima propicio
a los intelectuales.
Pero a pesar
de las críticas de los años 60-70,
el conocimiento continuaba produciéndose.
El vacío que paulatinamente iban dejando
las universidades (agobiadas con su nueva tarea
de colegios al servicio de unas pretendidas necesidades
de los mercados), vinieron a ocuparlo otras instancias,
resultado de la creciente privatización
del conocimiento. Porque, en efecto, a medida
que las universidades fueron derivadas a tareas
y rutinas de enseñanza con finalidades
harto dudosas, se han ido creando redes muy variadas
de instituciones creadoras de nuevos saberes.
Decir que ellas son el resultado de la privatización
del conocimiento no significa que su financiación
sea exclusiva o básicamente privada. No
es así. Lo que es privado es el control
y la gestión, pero los recursos proceden
de ámbitos diversos. Una parte significativa
de los mismos son transferencias de recursos
públicos a este sector. Otra parte proviene
del ámbito empresarial y de organizaciones
diversas de lo que se conoce como “sociedad
civil”. Los programas que hoy se denominan
de I+Di se han convertido en un consistente sistema
de estímulos para la investigación
y de recompensas significativas para los productores
de conocimiento, que tiene su inserción
y desarrollo en espacios que suelen estar alejados
de los campus universitarios, así como
de las reglas que en ellos imperan. Me refiero,
sin duda, a muchos de los grandes centros de
investigación que funcionan al margen
de nuestras universidades (aunque en ellos haya
universitarios), y que en no pocas ocasiones
tienen el estatuto de Fundaciones (de gestión
privada) patrocinadas con fondos públicos.
Pero junto a ellas, los sistemas de recompensas
del sector estrictamente privado (bancos, empresas
y corporaciones) atraen con sus reclamos las
energías que antes se desplegaban de manera
casi exclusiva en el mundo universitario. Y es
que este nuevo orden de cosas, que suele ser
parte integrante de grandes corporaciones multinacionales,
es el que dispone de los medios más idóneos
tanto para el trabajo eficaz del científico
cuanto para proporcionarle las recompensas (simbólicas
y materiales) hoy día más relevantes.
Pero como vivimos
en una época de transición, la
situación más típica es
aquélla en la que el científico
simultánea la universidad con esta otra
actividad de orden más privado. Pero aun
se requiere privatizar otra cosa: la legitimidad
que inercialmente se continúa atribuyendo
a la universidad. En la medida en la que estos
centros privados (o cuasi privados) no se han
dotado de un perfil bien definido en el campo
del conocimiento, recurren a apropiarse, junto
con los recursos personales, de aquellos de carácter
simbólico que hasta ahora se ceñían
a justificar las prácticas propias de
la institución universitaria. Podemos
decir que hoy día una parte importante
de los conflictos en torno a la distribución
del poder y la visibilidad que confiere el conocimiento
tienen su escenario en este lugar de entrecruzamiento
de la universidad con lo que he llamado el “orden
privado del conocimiento”. Este primer
desarrollo que acabo de exponer genera un tipo
de intelectual que conserva buena parte de las
características del científico
(en el sentido weberiano), y pocas de este otro
cuya acción discurría en el espacio
público, sobre todo el de la política.
Una vez que todas estas acciones vinculadas al
intelectual se han ido ligando a intereses privados,
las recompensas han adquirido también
un significado más privado, que viene
a traducirse en recompensas sobre todo económicas.
Precisamente por ello, este tipo de intelectual,
si además busca ser reconocido públicamente,
tiene necesidad mantener alianzas con aquellas
esferas en donde es posible conseguir tan reconocimiento.
De ahí se deriva tanto su permanencia
en la universidad (vieja legitimidad inercial)
cuanto su incorporación al mundo de la
visibilidad pública de los medios de comunicación
(que tienden a monopolizar los nuevos mecanismos
dispensadores de status).
Un segundo ámbito
de cultivo y reconocimiento de creadores de conocimiento
es el que tiene lugar en el amplio espacio que
de manera genérica llamamos de los “expertos”.
Sus habilidades son muy diferentes de aquellas
que corresponden a los científicos. Lo
que los científicos crean es conocimiento
en un sentido básico de la expresión.
Piénsese, por ejemplo, en el trabajo de
muchos laboratorios de biología o de física.
Sus descubrimientos permiten explicar con mayor
precisión y fiabilidad cómo funcionan
ciertas parcelas de sus respectivos campos de
análisis. Por el contrario, por experto
ha de entenderse sólo aquella categoría
social de la que se espera posea ciertas habilidades
(el conocido know-how) puestas al servicio de
objetivos pragmáticos bien precisos. El
márketing es un terreno bastante representativo
de cuanto digo, por cuanto es válido para
la promoción y venta de una variada gama
de productos (desde de los más triviales
del consumo diario hasta los que tienen que ver
con candidatos políticos o líderes
religiosos). Los creadores de marcas, líderes,
organizaciones, imágenes corporativas
y diseños industriales se engloban en
esta categoría. Todos ellos se caracterizan
por la posesión de esquemas conceptuales
simples, pero muy operativos (en los que se entremezclan
“recetas” varias extraídas
de campos de conocimiento diversos) a la hora
de persuadir a un público específico.
Ciertamente que resulta algo difícil,
de entrada, asignar a este actores la condición
de intelectuales en un sentido estricto. Y, sin
embargo, lo son. A ellos les corresponde una
tarea que, con las salvedades que se quiera,
es la responsable de la conformación de
valores, gustos y usos populares. Contribuyen
a generar las bases de consensos y disensos que
otrora estuvieron en manos de los “intelectuales
orgánicos” gramscianos. De hecho,
la reconversión de una parte de estos
últimos, tras el declive de las grandes
ideologías políticas del XX, ha
seguido la senda del marketing político.
En este último
ámbito, cuyas aportaciones a la creación
de conocimiento son escasas, pero que en contrapartida
elaboran y difunden la mayor parte de los contenidos
del “sentido común” de nuestra
época, el sistema de las recompensas es
doble. En primer lugar, las materiales suelen
ser elevadas, probablemente las más altas
de cuantos grupos se relacionan con el conocimiento.
En segundo lugar, hay en este caso una recompensa
simbólica de gran importancia, aunque
sea vicaria. Se trata de la pasión por
el poder: el dominio de unos seres humanos sobre
otros encuentra en esta actividad la expresión
más definida de nuestra época.
Bien es verdad que en último término
no son estos expertos quienes controlan los mecanismos
destinados a tal dominio, pero igualmente es
cierto que a ellos se debe el diseño del
mecanismo sin el cual el proceso resultaría
o inviable o de dudosa eficacia.
Un tercer ámbito
para el cultivo de la acción intelectual
es el de la comunicación. Aquí
no se trata ni de crear conocimiento ni tampoco
de un conocimiento-experto al servicio de objetivos
muy concretos. Por el contrario, el mundo de
la comunicación permite una gama de acciones
de muy variado espectro, basadas en saberes y
habilidades diversas y todo ello destinado a
la configuración de la “opinión
pública”, un sucedáneo de
la sociedad y un sustituto en no pocas ocasiones
de las organizaciones que en los tiempos de la
democracia de masas vertebraban a los ciudadanos.
Conjuntamente con la tarea que les es específica
–informar, aunque no siempre la realizan
(Ortega et alii, 2006)- los periodistas y cuantos
intervienen en este nuevo espacio público
se sitúan en una posición que es
la más similar a la que tuvieron los intelectuales
del período clásico de esta función
(de finales del XIX a mediados del XX). Es verdad
que su autonomía es más precaria
que la de sus antecesores al no poder ejercer
su tarea si no forman parte de empresas y corporaciones
de la comunicación. Y es igualmente cierto
que a ellos no se les pide que posean ni la formación
ni la responsabilidad que otrora se exigía
a los intelectuales. Pero en contrapartida tienen
a su disposición públicos tan amplios
(por su número) y variados (al dirigirse
simultáneamente a todos los estratos sociales)
como no tuvo intelectual alguno en ninguna otra
época. A estos públicos les configuran
en una dimensión no menos característica
del trabajo intelectual: les proponen de qué
preocuparse (agenda setting), y también
cómo hacerlo (fase think). A ello debemos
sumar las apropiaciones que llevan a cabo en
el plano de la política: son una modalidad
de representación social (competitiva
con la de los partidos); propician cuando no
absorben la dimensión deliberativa de
la democracia, y ejercen el control más
visible (que no siempre fundado) de la clase
política. Son sin duda una forma de “gobierno
camuflado”, pero cuya lógica responde
a criterios que no son primariamente políticos
(las rutinas informativas).
Por todo ello,
el tipo de conocimiento social que podemos atribuir
a la acción de los periodistas y actores
asimilados a ellos (una plétora de comentaristas,
columnistas, tertulianos, asesores…) se
sitúa en un terreno diverso al de la ciencia
y al del conocimiento-experto: es un conocimiento
profundamente moralizador, y como tal se orienta
a dirigir, regular y controlar. Es, por decirlo
con un lenguaje algo ya demodée, un conocimiento
que busca erigirse en “poder espiritual”.
De ahí que tantos reportajes y especialmente
largos seriales de lo que ellos mismos suelen
llamar “periodismo de investigación”
acaben por ser auténticas campañas
de moralización. Este conjunto de propiedades
inherentes al oficio de periodista nos pone ya
en la pista de la importancia, y complejidad,
del sistema de reconocimientos y recompensas
operativo en los medios. El principal de todos
tiene que ver con la visibilidad pública:
de hecho, la comunicación mediática
controla el único mecanismo de reconocimiento
simbólico omnipresente en nuestras sociedades,
en virtud del cual la notoriedad que proporciona
es autosuficiente. Los primeros beneficiados
de este sistema dispensador de prestigio son
los propios periodistas. El capital simbólico
que acumulan en su trabajo les proporciona una
notable rentabilidad que se proyecta en otros
campos (novelistas, ensayistas, expertos de casi
todo...). Al tiempo, les permite intervenir continuamente
en cualquier ámbito, reforzando o erosionando
el status construido a partir de fundamentos
que no son mediáticos. En consecuencia,
en los conflictos producidos en torno a los capitales
simbólicos y legitimadores, la iniciativa
y el control suele corresponder a esta nueva
figura de intelectual.
El panorama
que he trazado de los efectos producidos en el
mundo del conocimiento a partir de su deconstrucción
pone de relieve el radical debilitamiento (cuando
no destrucción) de los campos de conocimiento
instituidos a partir de las premisas de la modernidad
ilustrada. En su lugar, lo que encontramos no
es un nuevo orden institucional claramente delimitado
de campos de conocimiento, sino un panorama fluido,
fragmentado y escasamente consistente en el que
una parte importante de los sistemas de reconocimiento
tienen una naturaleza no homologable a aquella
del saber producido.
Unos
intelectuales que han dejado de serlo
La
desinstitucionalización del conocimiento
que acabo de exponer ha provocado una radical
transformación en los sistemas de su reconocimiento
social. De entrada conviene señalar que
los viejos modos de asignar prestigio en este
terreno no han desaparecido: simplemente se han
tornado más débiles, ineficaces
e insuficientes. Es obvio por lo demás
que una parte de las recompensas relacionadas
con el “capital científico”
siguen distribuyéndose a través
de las instituciones y canales convencionales,
insertos dentro de cada campo. Pero he indicado
que en la actualidad estos mecanismos son insuficientes,
por cuanto se requiere, para la práctica
de la investigación, aportes sustantivos
de organizaciones ajenas al campo mismo, así
como de una visibilidad que en gran medida el
campo respectivo no tiene entre sus posibilidades
otorgar. De manera que por lo que a la ciencia
se refiere, podemos encontrarnos con que el funcionamiento
propio del campo recompensa de manera diferente
a como lo hacen los mecanismos que actúan
fuera de él. La movilidad y la conquista
de posiciones destacadas en la red institucional
de la ciencia no siempre se correlacionan positivamente
con el prestigio y el rango que en otros dominios
puedan alcanzarse. En particular esta contradicción
afecta de manera muy aguda a las ciencias sociales,
que han de entrar en competencia con otras organizaciones
ocupadas (aunque con objetivos y métodos
diferentes) de su mismo objeto de estudio.
Un caso particular
es el del mundo académico universitario,
situado a mitad de camino entre la rigurosidad
de la ciencia y la visibilidad pública
que proporciona la transmisión de conocimientos.
Los resortes utilizados dentro de la institución
universitaria para distribuir prestigio (y poder)
entre sus miembros obedece, cada día más,
a una lógica que se desvincula de la relevancia
en el terreno de la producción científica
y se sitúa de manera preferente en el
escenario de las luchas entre “clanes”
y grupos más bien cerrados que actúan
en su seno. Por otro lado, es innegable que la
universidad se ha convertido en un filón
inestimable para extraer del mismo algunas de
las legitimidades que todavía requiere
la comunicación mediática. Oscilando
entre estos dos extremos, el mundo académico
se subordina generalmente a una u otra lógica
(las “guerras tribales” internas,
la celebridad mediática), pero en cualquiera
de los casos se aparta de la especificidad de
la institución que no es otra que la de
la excelencia en el conocimiento. Lo cual no
quiere decir que en las universidades no se produzca
conocimiento de calidad, sino simplemente que
éste ha dejado de ser el criterio relevante
a la hora de reconocer y recompensar a sus miembros
dentro de la propia institución. Un indicador
bastante claro al respecto es la desconfianza
con que se perciben los productos del conocimiento
universitario y se valoran los mecanismos de
recompensar inherentes a la institución.
Lo que ha llevado en casi todos los países
a que la evaluación del conocimiento producido
en la universidad se efectúe fuera de
ella, por agencias y órganos que no obedecen
a la lógica imperante en la institución.
En contrapartida, no son pocas las universidades
que soslayan los resultados de estas evaluaciones
externas a la hora de distribuir las recompensas
que controla, y que resultan particularmente
relevantes en lo que concierne a la selección
y promoción de su profesorado. Esta dualidad
en el reconocimiento pone de relieve, de un lado,
el escaso crédito concedido (por poderes
públicos y organizaciones privadas) a
los sistemas de recompensas internas de la universidad.
De otro, la creciente subordinación (heteronomía)
de la universidad respecto de otras instancias
externas a la hora de establecer criterios de
reconocimiento más pertinentes y eficaces.
Un resultado
crucial de estos cambios es el que afecta a instituciones
que antaño acumulaban la mayor parte del
prestigio debido tanto a la práctica científica
cuanto a la universitaria. La mezcla de ambas
tenía su culminación en el reconocimiento
establecido en las diversas Academias. Ser académico
suponía adquirir un sólido y definitivo
status en un campo determinado, consecuencia
tanto de una trayectoria personal destacada cuanto
de una evaluación positiva de los pares
en ese campo. En la medida en la que este sistema
de recompensas ha quedado fuertemente debilitado
por las transformaciones habidas en el conocimiento
a las que me he referido con anterioridad, la
cooptación como académico no significa
necesariamente ni excelencia personal ni relevancia
social. Forma parte de ese conjunto de acciones
ritualizadas que practican grupos que por haber
perdido capacidad de decisión e influencia
sociales, quedan constreñidos a repetir
en el vacío (ritualismo formalista) usos
que sólo en el pasado tuvieron sentido.
El desenclaustramiento de los cánones
del reconocimiento ha desplazado en la mayoría
de los casos el poder de otorgarlo, de las comunidades
académicas que controlaban el campo, a
otras instancias y grupos que operan fuera del
campo mismo.
Y qué
duda cabe que hoy día la mayor parte del
prestigio y del reconocimiento social conferido
a las diversas formas de creación de conocimiento
tiene que ver con la visibilidad pública
de sus actores. Una visibilidad que escapa de
las manos de los actores mismos y de sus organizaciones
profesionales (caso de tenerlas) para insertarse
en el gran mecanismo que en nuestra época
permite la visibilidad pública, que es
por lo demás la única que recompensa
eficazmente en términos de prestigio social.
Me refiero, claro está, al prestigio asociado
a la posición atribuida por la comunicación
mediática. La irrupción de ésta
en la distribución de rangos y jerarquías
sociales ha tenido efectos devastadores sobre
amplios campos del saber, particularmente en
las ciencias sociales. Porque al evaluar y recompensar
los productos debidos a los científicos
activos en estos campos, ha influido de manera
doble sobre ellos. Primero, señalando
en el mapa del prestigio social la desigual relevancia
de unos u otros actores. Segundo, incidiendo
en los hábitos y prácticas de los
científicos, ya que a ellas se vinculan
en definitiva los productos evaluados desigualmente.
La máxima mcluhaniana del “medio
es el mensaje” ha tenido su impacto en
no pocas prácticas científicas,
haciendo que las mismas privilegien la adaptación
a los formatos exigidos (y sancionados positivamente)
por la racionalidad de la comunicación,
y prestando escasa atención a las reglas
que permiten elaborar productos válidos
y fiables.
La peor parte
de este control heterónomo ejercido por
la comunicación mediática se la
han llevado las instituciones y los campos más
vulnerables, bien por la escasa cohesión
interna de sus miembros, bien por la proximidad
de su práctica a aquélla que realizan
los medios de comunicación. Ambas condiciones
convergen en los saberes que tienen por objeto
la sociedad, su evolución, organización
y proyectos de futuro. En este terreno son muchos
los grupos que reclaman su idoneidad y pertenencia
para expresarse en un plano de igualdad en lo
concerniente al conocimiento social producido
(más allá o más acá
de los saberes, las cualificaciones y los hábitos
de trabajo de los actores). Las dificultades
para que tales saberes puedan ser monopolizados
u oligopolizados por organizaciones profesionales
se ha traducido en un espacio sumamente abierto
a la competencia, basada no en reglas específicas
y pertinentes, sino más bien en la progresiva
eliminación de la validez de toda regla.
Al final, el poder de decidir está no
tanto en el saber bien construido, sino en el
conocimiento medido por el impacto en términos
de audiencias. Con lo que lo importante no es
tener competencias intelectuales para generar
conocimiento, sino poder para distribuirlo. Este
poder, además, tiene bajo su control la
definición misma de lo que es (o no es)
conocimiento. Y si conocimiento viene a ser aquél
que resulta visible en el sistema de la comunicación
mediática, la condición de intelectual
sólo se otorga en la medida que el actor
se halla vinculado a este tipo de conocimiento.
Cuenta quien se deja ver (o dejan que le vean)
en un nuevo escenario simbólico que en
poco o nada atiende a cualquier otra racionalidad
que no sea la suya, que es la del espectáculo.
También aquí y ahora se ha producido
la “traición de los clérigos”
denunciada hace casi un siglo por J. Benda. Una
traición que no sólo ha de entenderse
como el abandono (y sustitución) de las
reglas que dan sentido a la propia práctica
intelectual, sino y sobre todo a convertir esta
práctica en progresivamente irrelevante,
al encerrarla en el angosto y esterilizante campo
de luchas tribales en pos de las cada menos insignificantes
recompensas que en él quedan.
La solución
a esta crisis, caso de haberla, tendrá
que venir por dos vías complementarias.
Una de ellas, esencial por lo demás, requerirá
nuevas y mejores definiciones acerca de qué
deba entenderse por “saber”, estableciendo
límites bien claros entre el conocimiento
verdadero y aquellas otras representaciones mentales
de naturaleza meramente conjetural o simplemente
basadas en convicciones morales. Esto es, regular
lo ahora desregulado. Para ello se necesita tanto
un rearme intelectual del mundo científico-académico,
cuanto la atenta mirada del mismo a los problemas
y necesidades actuales. Un salir de su enclaustramiento
autoreferido, y de tanto producto científico
estándar irrelevante.
La otra habrá
de consistir en una remodelación de los
sistemas de reconocimiento simbólico del
saber, que permita distinguir tanto el trabajo
intelectual bien hecho de las falsedades verosímiles,
cuanto la excelencia de la fama. Qué duda
cabe que para ello se hace inexorable establecer
nuevas modalidades de relación con los
medios de comunicación (de respeto recíproco,
pero también de crítica sistemática),
así como de construir nuevas pautas y
normas significativas de relevancia cultural.
La posibilidad
de superar la anomia actual está plagada
de riesgos y enemigos. Riesgos y enemigos que
se sitúan en un orden de cosas en el que
ciertos grupos e instituciones han alcanzado
poder y privilegios que no les corresponden,
pero que no están dispuestos a ceder.
En todo caso, la vuelta al pasado es imposible.
Hay instituciones y normas que no podrán
revitalizarse nunca más. Pero no debe
serlo cambiar el presente. Porque de continuar
activas sus actuales tendencias, la confusión
de ámbitos y la apropiación de
mecanismos por grupos e instituciones a los que
nos les corresponde semejante cometido provocará
consecuencias funestas para todos. Y aunque se
trata de tomar decisiones que afectan a la voluntad,
también aquí será necesaria
la coherencia intelectual para emprender el camino
más acertado
Notas:
* Una
primera versión de este trabajo, con el
título “La cambiante valoración
del conocimiento”, ha sido publicado en
la obra colectiva Mª A. García de
León: La excelencia científica.
Instituto de la Mujer-Ministerio de Trabajo y
Asuntos Sociales, Madrid, 2005. La presente versión
es una amplia revisión, formal y sustancial,
de aquel texto.
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Dr.
Félix Ortega
Profesor de Sociología, Universidad
Complutense de Madrid, España. |