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2007

 

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Un Periodismo que Va a la Deriva

 

Por Félix Ortega
Número 55

El aparente ropaje del poder y la influencia con el que suele recubrirse una parte importante del periodismo español actual, esconde una realidad que puede acabar por subvertirlo desde dentro, convirtiéndolo en una institución con escaso prestigio, poco crédito y un recorte apreciable de recompensas, ya sean éstas materiales o simbólicas. Y, sin embargo, hace menos de un lustro los presagios eran los contrarios. El creciente e imparable status que había venido ganando la profesión a partir de la transición, y el no menor auge de su protagonismo en los escenarios públicos parecían no tener límites. Ante la ausencia de competidores eficaces en el sistema de producción y distribución de conocimiento social, el periodismo se había erigido en la principal fuente de referencia social y cultural. Y todo ello había redundado en la adquisición de sustanciosos recursos y medios de intervención e influencia en múltiples ámbitos, pero particularmente en la política. Esta es la tesis principal que en mi caso elaboré a lo largo de la década de los 90, y cuyo resultado más sistemático recoge el libro que, juntamente con la profesora Mª Luisa Humanes, publiqué el año 2000 con el significativo título de “Algo más que periodistas”.

¿Qué ha sucedido para que tal tendencia haya iniciado su declive y hoy se vislumbre otra de signo opuesto? En realidad, son los factores que posibilitaron el fuerte ascenso del periodismo los que a la postre pueden lastrarlo de manera irremediable. O para ser más preciso: es un cierto tipo de periodismo el que, al apostar por instrumentalizarlo al servicio de causas ajenas a la profesión misma, junto con su desprofesionalización corre el riesgo de acabar por tener una suerte nada envidiable. Pero en el viaje puede arrastrar, de hecho ya lo está haciendo, a la otra parte del periodismo, la profesionalizada, si ésta no es capaz de establecer claramente sus diferencias a través de eficaces medidas de autorregulación.

Voy a centrarme, aunque con cierta brevedad, en el análisis de algunas de las, a mi entender, causas del desarrollo de un tipo de periodismo desprofesionalizado, poniendo de relieve tanto los factores estructurales cuanto el modelo de periodismo a que ha dado lugar. Bien entendido que se trata de un problema que afecta a una parte de la profesión, como ya he señalado, pero que esta profesión no hace nada para aislarlo y abiertamente diferenciarse de sus prácticas perversas. Es más, si nos atenemos a las recompensas y premios otorgados por las Asociaciones de la Prensa, descubriremos que parecen complacerse en ensalzar a los periodistas que más están contribuyendo a desvirtuar el oficio.

Un primer problema: la confusa identidad profesional
La larga duración de los regímenes políticos autoritarios, tales como el franquismo, tiene efectos no sólo mientras existen tales regímenes sino también una vez desaparecen, con el agravante de que ahora no se suele ser consciente de que siguen operando de manera latente. La profesión periodística lleva ya bastante tiempo dando muestras de estas consecuencias a largo plazo. En primer lugar, la dificultad más complicada de superar procede del bajo nivel profesional que tuvo mientras el franquismo duró. A diferencia de otros, el sensible mundo de la información y de la opinión quedaba prácticamente prohibido. De manera que el periodista sólo de una manera figurada podía serlo. Ello ha llevado después a confundir el contenido de la profesión con las precondiciones que la hacen posible. Porque si bien es cierto que sin eliminación de la censura y sin libertad de expresión el periodismo-profesión se reduce a su mínima expresión, tales requisitos no sirven para definirlo. Es, por usar un ejemplo similar, lo que acontece con la “libertad de cátedra” en el mundo académico: es un requisito previo para la acción educadora, pero nada dice acerca de los saberes del profesor. Éste sólo lo es a condición de reunir las cualificaciones y destrezas de un determinado campo de conocimiento científico. Pues bien, es lo que podemos afirmar de los periodistas. Su identidad profesional ha de tener a su disposición conocimientos y métodos de trabajo que le aseguran una elaboración rigurosa de la información. Si todo esto falta, la mera invocación de la libertad de expresión es un simple recurso para esconder la incompetencia profesional u otro tipo de objetivos de más difícil aceptación en público. Que a estas alturas de la andadura democrática algunos periodistas criticados por su trabajo (o sus asuntos privados) invoquen que con ello se coarta su libertad o que se pretende volver a la censura, hoy ya sólo producen una reacción irónica entre gran parte de los usuarios de los medios de comunicación. Pero debiera estimular un comportamiento más enérgico entre los profesionales del periodismo: por ejemplo, decidiéndoles de una vez por todas a ejercitar los controles intraprofesionales, al modo en que se dan en modelos de periodismo con una más larga trayectoria de fiabilidad y solvencia.

Mas cuando nuestros profesionales se ponen a concretar qué pueda ser el periodismo, no deja de sorprender las recurrentes y extendidas imágenes ajenas igualmente a cualquier requisito o cualidad profesional. Dos son las imágenes dominantes, a las que voy a referirme como “biologista” y “teológico-moral”. La primera la podemos encontrar en periodistas que han sido y siguen siendo muy influyentes, dentro y fuera de la profesión. En ella el periodista es descrito como “periodista de raza”, “con olfato”… Es decir, un sujeto que nace, y no se hace, periodista. Sus atributos, nunca explicitadas, parecen ser fruto de una maduración espontánea, con lo que el periodismo deja de tener posibilidades de formación, organización profesional y regulación. Tan sólo unos pocos sujetos dotados por la naturaleza de peculiaridades nada clara ni delimitadas, estarían en condiciones de integrarse en lo que, ahora sí, resulta ser una construcción social, el mundo empresarial. Poco más puedo añadir para desmontar la falacia de esta imagen, ya que nada aporta a la comprensión de la profesión, y deja en la más absoluta indefinición qué es ser periodista y, sobre todo, quién es un buen profesional.

No menos difusa es la otra imagen, de impronta religiosa, pero manejada a izquierda y derecha del espectro profesional con aires de modernidad. Esta representación que he denominado “teológico-religiosa” viene a sostener que periodista es “quien dice la verdad y actúa honestamente”. La verdad en este caso no es la del conocimiento derivado del eje prueba-error, sino la verdad verdadera, la verdad del creyente, hacia la que sólo cabe creérsela o no. Es la verdad que expresa convicciones personales y de grupo, pero la que se obtiene validando los procedimientos y verificando escrupulosamente los resultados. Es el periodismo que por seguir a M. Weber puede caracterizarse como orientado a valores, en cuya defensa todo para estar permitido. Y como no podía ser de otra manera, el oficiante de este tipo de verdad es igualmente caracterizado en términos morales, esto es, honesto por definición. Poco valen aquí reglas y criterios para evaluar la calidad de la información; en su lugar vemos emerger la invocación de grandes principios que en el periodismo sólo subrayan el carácter “comprometido” con…algún grupo o facción cada vez que surge un conflicto. Queda sobreentendido que a partir del momento en el que compromisos y convicciones de tal índole se erigen en el centro de la profesión, la honradez como cualidad moral (que no profesional) se reduce a actuar conforme a la orientación e intereses del grupo elegido. Quizá por eso los periodistas españoles que se organizan (especialmente las asociaciones, pero no sólo ellas) sean tan proclives a cifrar todas la reglas del oficio en códigos deontológicos, que más que orientar al profesional (proporcionándole criterios específicos sobre su trabajo) lo que a la postre hacen es acallar la mala conciencia. De tanto “sacerdote” de ministerios imposibles (el periodismo de investigación es uno de ellos), o de tanto David convertido el mismo en Goliat. Porque a este tipo de periodistas lo que les falta de rigor informativo les sobra de grandilocuentes metáforas bíblicas.

En íntima relación con la última imagen hay que analizar una tercera, esta ya más secularizada, y que sin duda alguna responde también a las particularidades de nuestra sociedad. Me refiero al periodista como intelectual. Ciertamente pocos periodistas reconocen explícitamente tal rol, pero en la práctica no son pocos los que se han apropiado del mismo. La ausencia o escasa relevancia de intelectuales en la España posterior a la Guerra civil, ha brindado a los periodistas un campo lleno de posibilidades. Que se han visto acrecentadas por la progresiva transformación de las empresas de comunicación en las corporaciones culturales hegemónicas en nuestra sociedad. Todo ello ha permitido que la función del intelectual (“pensar en público”) se convierta en parte de la profesión periodística. Al igual que ciertas tradiciones de intelectuales (especialmente la vinculada a ideologías y partidos políticos), la ahora inserta en esta profesión tiene como objetivo prioritario dirigir y encauzar la “opinión pública”, un sucedáneo mediático de las masas políticas. Estos periodistas-intelectuales se convierten, o al menos eso creen, en expertos en imágenes con las que persuadir, convencer, movilizar y orientar a unos públicos de cuya naturaleza, si nos ceñimos a los contenidos que les proporcionan, no parecen tener una representación demasiado halagüeña. Y como lógicos continuadores de los intelectuales, entienden que su actitud debe ser “crítica”; mas una crítica que suele basarse no en argumentos sino en descalificaciones. Un ejemplo muy claro puede serlo el análisis llevado a cabo en no pocos medios españoles sobre la Monarquía: una mezcla del más puro amarillismo con recursos propios de la prensa rosa. Con defensores tan espurios del republicanismo (o a saber de qué otras fórmulas), nada de extraño tiene que la institución monárquica goce de un status saludable. Por cierto, mucho mayor del que viene teniendo la profesión periodística en los últimos tiempos.

Periodistas de raza, moralistas, diletantes y comprometidos con sus afanes de grupo o bandería: he aquí un elenco de definiciones (en ocasiones autodefiniciones) del mundillo periodístico de nuestros días. Para algunos, como si el tiempo social no pasase, siguen rebullendo las viejas imágenes de aquel rancio periodismo del que Lerroux fue un conspicuo representante. ¿Es que acaso no hay otras perspectivas para la profesión? Por supuesto que las hay, y no son pocos los periodistas y medios que tratan de hacerlas posibles día a día. Todas ellas tienen que ver con la información.

La no información como fundamento del (mal) periodismo
En una actividad tan escasamente autocrítica y reflexiva como es nuestro actual periodismo, abundan los lugares comunes. Uno de ellos, el más extendido y peligroso de todos es el que confunde periodismo con información. Del periodista se suele decir que es un “informador”, y bajo la rúbrica de información se engloba todo producto que sale de las manos del periodista y se difunde a través del sistema de medios. Pero las cosas no son de este modo. La información no es cualquier contenido publicitado en los medios; tan sólo lo es si se ajusta a ciertas reglas, normas y criterios. Claro que en una profesión tan desregulada como la nuestra, la información no podía librarse de ella.

Conviene que antes de adentrarnos en el significado de la información aclaremos los elementos fundamentales que constituyen la estructura de la comunicación mediática. En primer lugar encontramos el contenido, que suele ser bastante heterogéneo y no simplemente información, y que adopta la forma de relatos basados en recursos simbólicos muy variados. Este contenido se difunde a través de un sistema de medios organizado por lo general en empresas o corporaciones, aunque no todas ellas puedan caracterizarse de “capitalistas” en sentido estricto; un sistema en el que se llevan a cabo actividades y rutinas varias. El ámbito de difusión es siempre público, esto es, un espacio de visibilidad en virtud del cual los contenidos entran en el marco de percepción de un grupo de usuarios (público, audiencia); de ahí que no siempre resulte fácil distinguir entre información y publicidad, ya que ambas utilizan los mismos canales y sólo la mención explícita de que se trata de publicidad permite saber que no es información. Diferenciación que, por cierto, no es tan frecuente de encontrar en muchos medios de comunicación. En fin, hay que señalar como cuarto elemento el de los efectos, que vienen a medir el impacto, intensidad y repercusión del contenido sobre el público.

De todos estos ingredientes, los contenidos es el que más tiempo ocupa de la actividad de los periodistas y, sin embargo, parece preocuparles demasiado poco. Dan por descontado que cualquier contenido es válido y legítimo. En contrapartida, sus preocupaciones se dirigen al resto de elementos constitutivos del proceso de la comunicación. Particularmente al ámbito de difusión, por partida doble: primero, tratando de aumentar su público (la guerra de audiencias); segundo, filtrando y separando interesadamente aquello que se hará público de lo que no saldrá de la zona de sombras (los secretos). Con ello adoptan el rol dual de críticos-protectores según las cambiantes circunstancias del juego de poder e intereses.

Y el otro elemento sobre el que suelen tener puestas sus predilecciones es el la incesante influencia, es decir, ese componente de la ideología profesional que les autoconvence de que sus relatos impactan súbita y directamente sobre sus públicos, a los que encauzan siempre hacia los objetivos y los valores que ellos proponen. Hay periodistas que se han especializado en el periodismo que podríamos llamar de “arenga”, “sermón” u “homilía”, y que creen estar siempre en campaña de moralización sobre los recipiendarios de sus diatribas.

¿Pero qué acontece con el contenido? ¿Qué es la información? De entrada es la dimensión más genuina del periodismo, la que le otorga especificidad profesional y crédito público. Pero hay que repetirlo: no todo lo que hacen los periodistas ni todo lo que difunden los medios de comunicación es información. Sólo es información un determinado tipo de contenido mediático que se atiene a reglas y normas bien precisas. Un concepto de información que me parece muy ajustado y claro es el que proporciona P. Charaudeau: un conocimiento que alguien tiene (en este caso el periodista) y que transmite a otros que no lo tiene (el público), acerca de un acontecimiento externo y a través de relatos que describen y explican aquel acontecimiento. A partir de la previa existencia de éste es como adquieren sentido profesional todos los denominados “géneros periodísticos”.

El periodismo que tiene por objeto central la información ha de orientarse a desarrollarr saberes, instrumentos y habilidades que coloquen al profesional en las condiciones más idóneas para dar cuenta del acontecer social. Por el contrario, existe otro periodismo que se desentiende de este desarrollo, que soslaya la información o la utiliza como mero pretexto para fines no confesados. Es el periodismo sin información, que se caracteriza básicamente por los tres rasgos siguientes: (1) inventa los acontecimientos, (2) en el caso de existir el acontecimiento, el periodista no tiene a su disposición ni saberes para comprenderlo ni materiales para describirlo o explicarlo; (3) a pesar de haber acontecimiento y materiales (los “datos”) fiables, el periodista prescinde de ellos y, en este caso, lo que se inventa son las “pruebas”. A estas características del periodismo sin información conviene que las etiquetemos como:

- Invención de los acontecimientos: necesidades diversas, tales como dar primicias, ganar cuotas de mercado, intervenir en las contiendas políticas o interferir en el mundo de las grandes corporaciones económicas y culturales lleva a ciertos medios de comunicación y a ciertos periodistas a crear (falsos) acontecimientos, a dar como “hechos” lo que son sólo elucubraciones interesadas.
- Falseamiento de la información: con el escudo protector de las (supuestas) fuentes anónimas (una perversión del secreto profesional), los periodistas practicantes de esta modalidad esconden su ignorancia, su pereza o su inconfesables objetivos construyendo todo un cúmulo de pretendidos “datos”, “pruebas” o “confirmaciones” que no son sino simples falsedades.
- Tergiversación de la información: es quizá la más perniciosa de las tres, ya que existiendo documentación adecuada para explicar el acontecimiento, el periodista la ignora y opta por fabricarse “otra” que se adapte mejor a su objetivos (naturalmente no informativos). Estamos ante un estilo de actuación que en el fondo pretende subvertir y minar la confianza hacia todo el sistema de criterios legítimos para producir conocimiento válido y fiable. Atacando a las pruebas no fabricadas, colocando en su lugar otras (que más bien suele ser una sucesión de sedicentes “pruebas”, una tras otra a medida que cada una de ellas se agota en su propia vacuidad), se persigue erosionar cualquier posibilidad de que exista una interpretación válida. Todo se pretende confundir, creando un clima propicio a la única regla: todo vale, con tal de que sirva al fin (no desvelado) propuesto.

Una mezcla extraordinariamente representativa de estas tres características de periodismo sin información la encontramos en la lógica y el ritmo que preside la sucesiva publicación de “noticias”, por parte de algún medio escrito y varios audiovisuales, en torno a la matanza del 11-M. Que se presenta además con los ropajes del periodismo de investigación, la necesidad de conocer la verdad y así contribuir a mantener bien “informados” a los ciudadanos. Pero esta mistificación de supuesto servicio al bien común y al civismo es justamente la coartada de este tipo de periodismo.

El lugar de la no información en los diversos modelos de periodismo
Un periodismo con un bajo perfil profesional, productor de no información y más atento al juego de controles espurios e influencias, no son características exclusivas del periodismo español. En todas partes hay mal periodismo. Lo que es específico en nuestra sociedad es la extensión del fenómeno y su no aislamiento dentro de algunos circuitos, que debieran claramente diferenciados del periodismo que busca el rigor (aunque a veces se equivoque), permite el pluralismo interno dentro de los medios, así como la existencia de controles de regulación profesional, ya procedan de organizaciones, ya de cada medio en concreto. Justamente lo que aquí falta. Y está ausente porque una parte de nuestro periodismo ha acentuado uno de los rasgos que definen al modelo al cual pertenece. Pero vayamos por partes.

Es posible construir, como han hecho D. Hallin y P. Manzini, una tipología de diversos modelos de periodismo. Según ellos, existen sustancialmente tres: el liberal, el democrático-corporativo y el pluralista-polarizado. El primero de ellos, generado en el mundo anglosajón, tiene orígenes económicos (boletines de información comercial), es bastante independiente del Estado, se ha dirigido a públicos masivos, persigue más la información que el comentario y en él los profesionales se autorregulan al margen de cualquier organización profesional. Es el periodismo del famoso Watergate, o de los despidos y dimisiones en caso de invenciones o falsificaciones informativas. También dentro de él surgieron personajes turbios como W.R. Hearst, pero como tal fue tenido y creído, y desde luego nadie (ni él mismo) sermoneaba hablando de grandes causas; su periodismo era “amarillismo”, al servicio de su intereses y nadie podía llamarse a engaño sobre el uso fraudulento de la información, o más bien de la no información.

El modelo democrático-corporativo, surgido en el centro y norte de Europa, tiene unos orígenes que en gran medida son también económicos, si bien con la peculiaridad de ligarse estrechamente al conjunto de los grupos organizados de estas sociedades. Tal vinculación pudo hacer de él en alguna etapa de su historia una prensa “de partido” (que es de la que hablaba M. Weber), pero a pesar de estos vínculos, se caracteriza por su rigor informativo, por permitir un alto pluralismo interno (el periodista no tiene que participar de la misma ideología del grupo a que pertenece a la hora de elaborar la información) y por disponer de sólidas organizaciones profesionales. Es también un periodismo de masas.

Bien diferente es el modelo pluralista-polarizado. Típico de las sociedades del sur de Europa, su fuerte impronta religiosa original ha contribuido eficazmente a que en él importe más el adoctrinamiento y la propaganda que la precisión de las noticias. Y de ahí que en la actualidad estos medios, que se desenvuelven en sociedades con claras divisiones ideológicas, se polaricen, aunque no sean medios de partido, a un lado u otro del espectro ideológico. Lo que se traduce, además, en la total ausencia de pluralismo interno: el periodista ha de tener en su trabajo la misma orientación del grupo al que pertenece. Desarrollado en ámbitos escasamente alfabetizados, fue entonces y sigue siendo hoy (al menos en sus objetivos) un periodismo elitista, ya que busca sobre todo influir en las élites, a las que no pocos periodistas creen pertenecer (o al menos tal es su aspiración). En el caso español, hay que reconocer que si nos atenemos a la elevadas rentabilidades económicas conseguidas por ciertos periodistas, y a esas listas de más influyentes (elaboradas al margen e cualquier criterio de fiabilidad) a las que tan dados son a fabricar ciertos periódicos, forman una indudable parte de la élite. Además, este periodismo depende estrechamente del Estado, ya sea porque en sus manos están las concesiones y licencias de medios, ya porque el Estado es el principal inversor de publicidad. De nuevo en el caso español existe otra particularidad: ya no hay prensa del régimen, como sucedía en el franquismo; pero lo que ahora existe es una tupida red de medios audiovisuales públicos que constituye un poderoso acicate tanto para la convivencia entre políticos y periodistas, cuanto para favorecer un poco más la no información. Por último, en todos estos países, las asociaciones profesionales carecen de cualquier capacidad de regulación, y tampoco existe la autorregulación al modo liberal. La desregulación es la norma.

Es cierto que una parte de los medios del modelo pluralista-polarizado han ido incorporando pautas del modelo liberal, convertido en un referente del periodismo globalizado. El ejemplo a imitar sigue siendo el del caso Watergate: desde luego en España, que como modelo ha llegado tarde (cuando en EE.UU. se han desacreditado todos los replicantes posteriores), ha irrumpido con fuerza y ha generado el famoso y desconcertante periodismo de investigación “a la española”. El mismo no guarda ninguna semejanza con el modelo original, y si a algo es similar es desde luego al de los desacreditados epígonos.

Pero como marco general, entre nosotros continua muy activo el “pluralista-polarizado”, habiéndose acentuado además algunos de sus rasgos menos favorables, generando este particular modelo de la “no información”. Los rasgos del mismo son: carencia de criterios a la hora de establecer competencias y responsabilidades de los periodistas; confusión creciente entre información y sensacionalismo; el hacer pasar por periodismo independiente, de calidad, objetivo y comprometido lo que es pura y llanamente “periodismo amarillo”; el transformar el barullo y la arbitrariedad estructural del oficio en pluralismo; el mostrar la total desregulación como fundamento de libertad profesional.

No todos los periodistas ni todos los medios comulgan con estas ruedas de molino. Hay un periodismo solvente, que tiene medios privilegiados para poder ejercerse. Pero en la medida en la que no se da dentro de la profesión ninguna reacción pública y efectiva tendente a ejercer los controles que funcionan en otros modelos, el riesgo de contaminación es cada día más probable. De hecho, en todos nuestros medios de comunicación la información ha disminuido y el rigor no parece preocupar en exceso. ¿Quién se acuerda, por poner un ejemplo elocuente, de la fe de erratas? Quizá porque se piensa que ya no las hay y que tanto da el dato cierto cuanto el falso. Todo lo publicado vale.

Algunas razones estructurales del caso español
He afirmado con anterioridad que periodismo sin información se da en otras latitudes, pero que en ellas (incluso en las sociedades del periodismo pluralista-polarizado) aparece nítidamente diferenciado el periodismo que pretende riguroso del que no es más que simple sensacionalismo. O en otras palabras, no es un modelo de periodismo, sino más bien infraperiodismo o una actividad propia de personas y grupos indeseables. Que en nuestro país no se dé tal separación, y que además el sensacionalismo se venda como periodismo solvente nos ha de llevar a preguntarnos por las razones de tal transmutación. Y las encontramos en las peculiaridades de una sociedad que a pesar de su crecimiento económico adolece, como sostiene V. Navarro, de subdesarrollo social y cultural. En tal contexto, los medios se han atribuido funciones que no les corresponden, precisamente porque no existen criterios de evaluación que permitan colocar a cada uno en su lugar. Un bajo nivel de nivel de cultura cívica y política como es el nuestro, deja inerme al público a la hora de distinguir entre información y propaganda; o para tener ideas precisas sobre lo que representan ciertos principios ideológicos. No es infrecuente, por ejemplo, que aquí suela presentarse como liberalismo el más rancio conservadurismo; o que se crea que el radicalismo es equivalente a crítica con fundamento.

En este medio social y moral, determinados periodistas y medios de comunicación han ido construyéndose un estilo de periodismo y de intervención social en el cual la información (o algún sucedáneo) sólo sirve en la medida en que subordina a causas extraprofesionales. De donde se ha derivado una matriz profesional caracterizada por al menos los tres grandes rasgos siguientes:

- La connivencia con la política, que suele hacer difícil distinguir a políticos y periodistas. Es más: en no pocas situaciones, la línea a seguir por la acción política viene establecida por la agenda periodística. La indudable debilidad de los partidos al inicio de la transición, su falta de apoyos sociales e institucionales sólidos y la imperiosa necesidad de recabar el apoyo de los medios en una democracia que en España empieza por ser de audiencias (por emplear el concepto acuñado por B. Manin), trastoca las fronteras entre política y periodismo. Lo que ha llevado a no pocos periodistas a desprofesionalizarse en aras de contribuir al éxito electoral de algunos de los grupos políticos presentes en el escenario público. En vez de informar, adoctrinar. Es, en definitiva, un periodismo de combate (que no cívico), y de moralización (que no de investigación).
- La atribución del papel de agencia representativa de la sociedad. En parte consecuencia del rasgo anterior, en parte debido a la práctica ausencia de redes e instituciones sociales autónomas y consistentes (lo que hoy suele llamarse “sociedad civil”) los medios se han dedicado a la tarea de vertebrar a la sociedad. No sólo compiten con la representación política producida por los procesos electorales, sino también con cualquier otra instancia que trate de ejercer este papel. Y para ello los medios han procedido a elaborar un doble mecanismo de simplificación: el uno reduce la sociedad a la denominada “opinión pública”, y ésta a la opinión que los medios propician y hacer circular (ya sea en el formato más convencional de diversos géneros periodísticos, ya mediante la continua publicación de encuestas). El otro se dirige a deslegitimar el procedimiento universal de representación que posibilita la configuración de la clase política y que no es otro que el electoral. No es infrecuente que entre este último y la pretendida representación mediática se establezca alguna forma de comparación desventajosa para la primera. En esta función, el periodista deja de percibirse como un profesional de competencias limitadas para erigirse en líder social que busca sobre todo la movilización social en pos de determinadas causas.
- La falta de competidores consistentes y eficaces en el campo de las representaciones colectivas es tal vez una de las razones más decisivas del desarrollo de un periodismo catch all (y que como sus homólogos en la política, se apropia de todo lo que puede o le dejan). En el caso español los competidores ausentes han sido y son los intelectuales. La casi desaparición de esta categoría durante el franquismo, y la imposibilidad estructural de su posterior desarrollo (debido a la debilidad de diversas instituciones, de manera especial la Universidad), han dejado el terreno libre al periodismo. El rol del periodista convertido en intelectual se caracteriza no por el refinamiento en saberes y habilidades profesionales, sino por la mezcla de diletantismo (el periodista que sabe de todo) y carencia de cualquier responsabilidad (profesional y social).

De manera que en una sociedad en la que la prensa de partido es prácticamente inexistente (todos los intentos de crearla en la transición se vieron abocados al fracaso, económico y de audiencia), asistimos paradójicamente al resurgir y fortalecimiento de un periodismo “reideologizado”. Un fenómeno que al menos significa lo siguiente: la convicción de que la prensa es un poder que goza de cierta autonomía (y es bastante más que contrapoder); que ha dejado de ser “guardiana” de la democracia para tratar de convertirse en su “guía”; que en la clase política percibe un aliado subalterno, y que del público ha hecho un conjunto de espectadores concebidos como meros destinatarios de la movilización cognitiva emprendida por los medios. Y que desde el punto de vista profesional se desentiende de perfeccionar sus instrumentos de trabajo informativo para volcarse tout court en la propaganda.

En este contexto poco puede sorprender el desarticulado panorama profesional. Sometidos al fragor de los múltiples combates, tareas y misiones que parte de la élite periodística ha convertido en su único ideal, al resto de periodistas sólo les queda espacio para ser comparsas (o “clase de tropa”) de sus jefes y empleadores (cada vez más fundidos en una única e indistinguible figura). Con poca o escasa socialización propiciada por los propios medios, cuyos masters, casos de tenerlos, se destinan preferentemente a la identificación con alguno de los idearios mediáticos, pero con escaso contenido sustantivo. Con escasas y en ocasiones arbitrarias recompensas económicas (toda esa multitud de becarios sin beca, de colaboradores que hacen todo el trabajo, de aprendices que han de valerse por sí mismos). Con unas organizaciones profesionales que pueden pero no quieren afrontar esta situación, quizá porque en ella les va bien (las asociaciones), o que queriendo no pueden (sobre todos los diversos sindicatos de periodistas, con escasa relevancia y poder en la profesión.

Pero ya sabemos que el devenir de la historia no es unilineal. Nada hacía prever, en los primeros tiempos de la transición, que el periodismo de radiante porvenir acabaría produciendo fenómenos como el aquí descrito. Nada permite vaticinar que el periodismo sin información seguirá fortaleciéndose: Pero para que esto no ocurra, tiene que darse una reacción dentro de la profesión que hoy por hoy no parece tener la suficiente envergadura para cambiar el actual estado de cosas. Y si no se da con la contundencia necesaria, los problemas con los que se toparían las nuevas generaciones de periodistas serían más graves si cabe que los de la censura o los recortes de la libertad de expresión: la propia profesión habría sido dinamitada desde dentro, perdiendo algo esencial para ella cual es el crédito y la confianza de los ciudadanos.


Referencias:

Charaudeau, P.: El discurso de la información. Gedisa, Barcelona, 2003.
García de Cortázar, M., García de León, M.A. et alii: Profesionales del periodismo. Cis, Madrid, 2000.
Hallin, D., Manzini, P.: Modelli di giornalismo. Laterza, Roma-Bari, 2004.
Manin, B.: Los principios del gobierno representativo. Alianza, Madrid, 1997.
Más de Xaxás, X.: Mentiras. Viaje de un periodista al mundo de la desinformación. Destino, Barcelona, 2005.
Navarro, V.: El subdesarrollo social de España. Anagrama, Barcelona, 2006.
Ortega, F.: “El difícil equilibrio informativo”. Le Monde diplomatique, nº 3, septiembre 2005
Ortega, F., Humanes, MªL.: Algo más que periodistas. Ariel, Barcelona, 2000.
Ortega, F. (coordinador): Periodismo sin información. Tecnos, Madrid, 2006.
Travaglio, M.: La scomparsa dei fatti. Il Saggiatore, Milano, 2006.
Weber, M.: El político y el científico. Alianza, Madrid, 1979.


Dr. Félix Ortega
Profesor de Sociología, Universidad Complutense de Madrid, España.