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La Privatización del Espacio Público.
Análisis conceptual*

 

Por José Cisneros
Número 55

Presentación
La conquista de la silla presidencial en México por personajes del Partido Acción Nacional, como antes lo hizo Fox y ahora Felipe Calderón, apoyados en vistosas y caras campañas publicitarias sustentadas en el marketing político, así como la posterior decepción ciudadana ante la falta de cambios en favor de las capas sociales más necesitadas, hacen preponderante la reflexión sobre todos los aspectos de la vida pública en general, y de la participación política en particular.

Dos elementos indispensables de la vida pública y de la participación política son el espacio público y el espacio público político, entre otros, sobre todo si se toman en cuenta los intereses de la ciudadanía que sostiene económicamente al gobierno a través del pago de impuestos. Pero aun considerando únicamente la vida política institucional, el estado no puede considerarse democrático sin la legitimidad que le confiere la ciudadanía activa. Y es en la necesidad de obtener esta legitimidad social que también resulta indispensable considerar la existencia de espacios públicos abiertos a la intervención de los ciudadanos de diferentes sectores sociales. De otro modo estaremos hablando de un estado autoritario.

Dada la interacción de los procesos políticos nacionales, regionales y locales con la dinámica económica del capitalismo global, que invade o tiende a invadir y a controlar los estados nacionales, en la época actual suelen imponerse criterios económicos de lucro sobre la convivencia social y la búsqueda del bienestar de la población nacional, trastocando así múltiples estructuras y funciones de la vida política de una sociedad determinada. Una de estas estructuras es precisamente el espacio público y una de las funciones es la participación ciudadana en los procesos políticos.

Por todo lo anterior, vale la pena hacer una revisión de los conceptos de espacio público y espacio público político, a fin de poder sustentar un análisis más amplio acerca del trastocamiento que parece estar sufriendo la participación ciudadana en los procesos políticos actuales. Esta revisión conceptual es precisamente lo que pretende abordarse en el presente trabajo, como parte de una línea de investigación mayor sobre la comunicación y la democracia que se irá reportando en posteriores entregas.

Introducción
En el ámbito académico y profesional, con lugares comunes o con estudios empíricos, empieza a darse por sentado que los medios difusión masiva son el espacio público por excelencia, dado que, como apunta Manuel Castells (1997) y subraya Francisco Aceves (2002): "sin ellos, no hay posibilidad de obtener o ejercer el poder". Asumiendo, por supuesto, un cierto estilo de ejercer el poder político que busca la aprobación de las masas, que no necesariamente es democrático, como ocurrió durante el fascismo, y dado que también hay formas de ejercer el poder político autoritario con o contra los medios, como es el caso del presidente George Bush en su decisión unilateral de hacer la guerra a Irak a pesar del desacuerdo mundial.

Primera observación: Entendiendo, pues, que si bien hoy día sin los medios de difusión no se pueda obtener o ejercer el poder sin un conformismo de la población, como diría Gramsci (1959), no por ello tenemos que dar por sentado que con el sólo hecho de usar los medios de difusión masiva ya estemos hablando de un poder democrático. Analógicamente, podemos pensar en el tremendo poder que en la Edad Media tenían los sermones en las catedrales para influir en el comportamiento de los siervos y lograr ese conformismo social que le ahorraba muchos dolores de cabeza a los soberanos, pero a nadie se le ocurriría pensar que el poder feudal se ejercía como un régimen democrático. Es decir, no basta manejar un medio difusor de mensajes que llega a las mayorías para hablar de democracia, aunque sí estemos hablando de dominación ideológica y política. Hablar de prácticas democráticas requiere de otro tipo de apreciaciones y una discusión más detallada sobre el papel de los medios.

Asimismo, hablar de espacio público en la operación de los negocios privados de difusión o publicitación (acción y efecto de hacer publicidad comercial) como los diarios, la radio y la televisión, entre otros, provoca de entrada una contradicción elemental: ¿Cómo pueden considerarse públicas unas instalaciones privadas donde nadie puede entrar sin invitación o permiso de los dueños, o donde difícilmente un actor social puede difundir mensajes si carece del dinero suficiente y la aprobación del contenido de los mismos por parte de los administradores del medio?

Segunda observación: Una cosa es el incuestionable poder de los medios de difusión en general, y en particular de la televisión, no sólo para seleccionar ciertas imágenes de la realidad política, entre otras, sino para crear un tipo de realidad, como las actitudes, por ejemplo, y otra cosa es que ese poder mediático sea público desde la perspectiva de la democracia. Aceptando incluso, como afirma Bordieu, citado por Aceves (2002), que “La televisión se convierte en el árbitro (subrayado mío) del acceso a la existencia social y política”, estamos hablando de un arbitraje privado que no tiene una función pública asignada por la ciudadanía ni un condicionamiento democrático. Estamos, eso sí, ante un poderoso medio de publicidad que incide en la construcción de una visión social de la realidad (Martín Serrano, 1985). Por lo mismo, las empresas de medios de difusión masiva, además de funcionar como filtros y promotores de una visión social determinada, son actores clave en la dinámica política de la sociedad, y son muchas veces más fuertes que muchos personajes políticos. Sin embargo, esta fuerza y función no los convierte automáticamente en medios públicos, si bien es cierto que regularmente sirven como lugar de encuentro de algunos actores sociales que inciden en la vida pública. Asumir de entrada que los medios de difusión masiva son el nuevo espacio público, no sólo es reducir el alcance jurídico y social de la cosa pública, sino reducir también la complejidad de la estructura y los procesos sociales en general, y políticos en particular, a un asunto de difusión masiva y persuasión ideológica.

Una de las razones que pueden existir para considerar a los medios como el espacio público, es interpretar el concepto “público” como “publicado” o “publicitado”, es decir, dado a conocer, sin tomar en cuenta su sentido político-democrático en tanto participación activa de los ciudadanos; o bien, reduciendo este sentido político al hecho de estar informado de lo que ocurre en los procesos socio-políticos como mero consumidor de mensajes.

También es indudable que existe una relación estructural entre el poder (económico y político) y los medios de difusión masiva. Y es por supuesto evidente que los medios más influyentes son un espacio natural para la expresión y el ejercicio del poder, trátese del sistema social y político que se trate; pero asumir como espacio público (de acceso libre a todos los actores sociales) un lugar condicionado por los negocios lucrativos, requiere por lo menos de una discusión más detenida.

El concepto de espacio público
El término público
Según el Diccionario de la Lengua Española (2000), la palabra “público” tiene cuando menos 11 significados, de los cuales tomamos los siete más relevantes que apuntan en tres sentidos claramente diferenciados:

El primer sentido tiene que ver con la divulgación o difusión realizada de un hecho o noticia. Algo que ya es conocido por todas las personas.

1: Notorio, patente, manifiesto, visto o sabido por todos.
2: Vulgar y común, notado por todos.

El segundo sentido tiene que ver precisamente con lo que es propio de
una comunidad, tanto en el aspecto jurídico como en su dimensión sociopolítica:

3: Aplícase a la potestad, jurisdicción y autoridad para hacer una
cosa, como contrapuesto a privado.
4: Perteneciente a todo el pueblo.
9: Común del pueblo o ciudad.

El tercer sentido hace referencia a un grupo de personas como “receptores”, consumidores o espectadores en determinados eventos, donde los actores se diferencian claramente del público espectador.

10: Conjunto de personas que participan de unas mismas aficiones
o con preferencia concurren a un mismo lugar.
11: Conjunto de las personas reunidas en determinado lugar para
asistir a un determinado espectáculo o con otro fin semejante.

Como puede observarse, los tres sentidos de la palabra “público” antes expuestos hacen referencia a prácticas sociales de muy distinta naturaleza. Y para el asunto que nos ocupa, el espacio público como práctica política de la democracia, podemos darnos cuenta que está claramente vinculado al segundo sentido por su interpretación jurídica y política: Perteneciente a todo el pueblo; común del pueblo o ciudad; potestad, jurisdicción y autoridad contrapuestas a lo privado.

Asumir que un espacio es público en su sentido político-democrático únicamente por su capacidad de divulgación, como es el caso de los medios de difusión masiva, es sesgar o manipular el primer sentido de la palabra como si se tratase del segundo.

Por otro lado, participar de un espectáculo en tanto receptor, como lo es presenciar un partido de futbol o ver un programa de televisión, no es lo mismo que participar como actor de ellos, aunque como consumidor eventualmente se pueda expresar una opinión o preferencia respecto del mensaje recibido. Participar como receptor de mensajes políticos difundidos por la televisión, por ejemplo, no cambia la naturaleza privada de la empresa televisiva, aun cuando eventualmente pueda solicitarse una opinión respecto de dichos mensajes. Para pensar la televisión en general, o un programa en particular, como públicos en el segundo sentido, al menos su uso tendría que pertenecer a todo el pueblo, como jurídicamente era el caso del 12.5 % del tiempo de antena que los concesionarios mexicanos de medios electrónicos estaban obligados a ceder al gobierno, y que el propio presidente Fox privatizó. Aseverar entonces, que basta recibir mensajes con tema político para considerar a los medios como espacio público en su dimensión política, es también manipular el tercer sentido como si se tratase del segundo.

Dos modelos conceptuales de espacio público
Desde mediados del siglo XX (Habermas, 1981) (Ferry y Wolton, 1998) se empezaron a estudiar dos modelos históricos de espacio público: El modelo griego, el ágora, y el espacio burgués. Por lo que respecta al ágora griega, era la plaza donde los ciudadanos trataban los asuntos de todos en beneficio de la ciudad (la polis) y todos sus habitantes. No tenían acceso al espacio público las mujeres, los esclavos y los niños, pues ninguno de ellos se consideraban ciudadanos, únicamente los hombres adultos libres. Estos ciudadanos participaban con entusiasmo y entrega total en sus disertaciones, pronunciando las “nobles palabras” que, además de promover un beneficio colectivo, les atraían la gloria personal, la trascendencia. Participar en el ágora tenía una doble motivación, política y religiosa: el poder de la palabra servía tanto para generar acciones de la sociedad como para la búsqueda de la inmortalidad. No existía una motivación económica directa, como pueden serlo actualmente los estratosféricos sueldos de diputados, senadores y funcionarios públicos de alto nivel, aunque el prestigio social siempre proporcionó un clima propicio para el enriquecimiento. La economía pertenecía al dominio privado. El amo de la casa disponía a su voluntad de las personas y recursos bajo su dominio. El sustento familiar no era asunto público, sino que cada dueño de casa se organizaba con su mujer, sus hijos, sus esclavos y esclavas para hacer próspera su hacienda. Su participación en la esfera pública era su vinculación política, su derecho y su responsabilidad social. Y en este sentido, el espacio público estaba abierto a todos los ciudadanos que desearan participar activamente en las decisiones sociales.

El otro modelo reconocido es el espacio público burgués. Pero para ubicar su importancia histórica, es necesario recordar las relaciones políticas que le precedieron, la Edad Media, cuando la responsabilidad social dejó de ser un asunto público y pasó a ser un asunto privado gracias a la religión católica: por un lado los siervos debían enfrentar su suerte como un asunto propio de su conciencia, y por el otro lado, los soberanos sólo tendrían que responder de sus acciones ante su dios. En otras palabras, la religión delegaba en los monarcas la responsabilidad divina de ver por su pueblo, según su propia visión de las cosas, pero no como una obligación frente a dicho pueblo. Es así que el soberano decidía como asuntos privados las disposiciones que luego hacía públicas, en el sentido de difusión, para el cumplimiento por parte del pueblo (Habermas, 1981).

El siervo, el artesano, el comerciante, el soldado o los funcionarios de palacio, y las familias de todos, no tenían voz pública. Como hasta la fecha lo maneja la iglesia, cualquier abuso social era un asunto privado del infractor con Dios (ejemplo actual: el caso de los curas pederastas que los obispos se niegan a señalar como delincuentes). La plaza pública medieval, además de ser un espacio de divulgación de las decisiones del soberano, era un sitio de escarmiento para los delincuentes señalados por el poderoso, para la quema de brujas o la horca de rebeldes. Pero, igual que en la iglesia, los receptores no tenían derecho de réplica. Las decisiones políticas, eran, pues, un asunto que se manejaba en privado. Así acordó Fox, por ejemplo, con los empresarios de los medios electrónicos, la reducción del impuesto de 12:5 % a 4 % del tiempo de antena, sin discusión pública de tal medida.

Con el advenimiento de la Ilustración y el nacimiento del capitalismo mercantil (siglos XVI y XVII), el estado se vio en la necesidad de apoyarse financieramente en los comerciantes a través de impuestos, y junto con la circulación de mercancías empezaron a circular también las noticias dentro y fuera de los países. La economía ya no era entonces un asunto privado como en la polis griega, sino de interés gubernamental. Y en este ambiente de compraventa, como uno más de los negocios, surgen los periódicos, que por su cobertura de un sector escolarizado, también interesa al estado. Es a finales del siglo XVII y principios del XVIII que los periódicos comienzan a circular regularmente con noticias secundarias, sobre catástrofes y curas milagrosas, pero los gobernantes también encuentran en este medio la oportunidad para enviar sus disposiciones a la población. Sin embargo, los ciudadanos afectados por ciertas ordenanzas y situaciones de la economía empiezan a hacer comentarios desde su propia perspectiva, primero en los cafés y luego en los periódicos (en Francia e Inglaterra, principalmente). Es así que tanto el espacio privado de los cafés y el medio privado del periódico (en tanto negocio) empiezan a ser aprovechados como espacios de opinión pública; aunque, una vez más, sólo se manifiestan los ciudadanos ilustrados pertenecientes a la burguesía (Habermas:1981:60-61). De modo que el periódico, más que ser un espacio perteneciente a todo el pueblo, es una tribuna donde las élites intercambian puntos de vista.

El llamado nuevo espacio público.
En la actualidad, con el desarrollo acelerado de la tecnología y la expansión del capitalismo neoliberal que busca la máxima ganancia en el menor tiempo posible, como en la época del capitalismo mercantil surgen los negocios dedicados a la circulación y difusión de mensajes que por su amplia cobertura ciudadana atraen el interés, no sólo de los empresarios más poderosos, sino también de los gobernantes y actores políticos en general, aunque del ámbito público sólo los políticos poderosos pueden acceder a ellos en calidad de actores. Estos medios, especialmente la televisión, debido a su gran impacto en la construcción de una visión social del mundo (Martín Serrano, 1985), se convierten a su vez en actores sociales y comienzan a definirse como actores políticos en alianza con los poderes político y financiero.

En las circunstancias anteriores, se empieza a hablar tanto en círculos políticos como académicos del “nuevo espacio público”, refiriéndose a los medios de difusión masiva con especial énfasis en la televisión, dada la capacidad de estos mecanismos para incidir lo mismo en el conformismo social en general que en los procesos electorales en particular. De esta manera, atendiendo a los efectos publicitarios de los medios masivos más que a cualquier posibilidad de participación política real de la ciudadanía, los funcionarios públicos poderosos y los partidos políticos invierten en campañas publicitarias sumas millonarias con el afán de conseguir una popularidad mediática (frente a consumidores de mensajes con temática política) que ellos presentan como una especie de legitimidad democrática. Los sondeos recogen opiniones atomizadas de individuos-masa igual que si se tratarse de la aceptación o no de un producto o servicio comercial, sólo para mejorar la estrategia de “venta” de la campaña publicitaria, pero a esta práctica mercadotécnica le empiezan a llamar “comunicación política” (de la cual trataremos en un trabajo posterior).

Jean-Marc Ferry, en su aportación al libro El nuevo espacio público (1998) parece resumir la visión de muchos académicos respecto de este modelo en discusión. Es importante señalar que Ferry distingue el “espacio público” del “espacio público político”, aunque no por ello deja de trastocar los sentidos de la palabra público que antes hemos analizado. En cuanto al espacio público, Ferry afirma que:

El “espacio público” es el “marco mediático”, dispositivo
institucional y tecnológico donde se presentan a un público los múltiples aspectos de la vida social.
Por “mediático” entiendo lo que mediatiza la comunicación de las sociedades consigo mismas y entre sí: un grupo que discute asuntos de interés colectivo, pero sólo los participantes se enteran, no participa de un espacio público. La misma opinión, difundida a un público más amplio a través de un medio (electrónico o impreso) sí participa de un espacio público (Ferry, 1998: 19).

Como puede observarse en el primer párrafo, Ferry califica de “público” al espacio constituido por los medios; es decir, atendiendo a su carácter divulgador o su función difusora (primer sentido de la palabra público analizada), donde se presentan a un público (grupo receptor, tercer sentido de la palabra) los múltiples aspectos de la vida social. En otras palabras, Ferry emplea en su espacio público dos sentidos de la palabra que no tienen que ver con su sentido jurídico y sociopolítico, sino con el de divulgación.

En el segundo párrafo la idea de lo público como función difusora es reforzada: no importa quiénes discutan incluso un asunto de interés colectivo, si esta conversación no es difundida a un público más amplio a través de un medio (electrónico o impreso)… no participa de un espacio público.

De acuerdo con esta concepción, la plaza pública (en sentido político) de San Pablo Guelatao (Oaxaca, México), por ejemplo, donde se llevan a cabo las elecciones municipales en forma directa y presencial según sus usos y costumbres, no sería considerada como espacio público si no se transmite por medios masivos, aun cuando hace clara referencia jurídica y política al segundo sentido de la palabra analizada. Es decir, lo que la haría pública según Ferry no sería la acción política que ahí se desarrolla, sino la transmisión mediática. De esta manera, el sentido político del término es eliminado y sustituido por el de difusión. Por lo tanto, el concepto de “espacio público” propuesto por Ferry es, cuando menos, pobre y empobrecedor en sus significados.

En cuanto al “espacio público político”, Jean-Marc Ferry (Ferry, 1998:21-27) afirma que en la actualidad se ha subvertido el “reino de la crítica” (creado por los burgueses ilustrados) por un “reino de la opinión” (de las masas), lo cual significa que:

• El funcionamiento democrático del espacio público político ya no está regulado exclusivamente, como en tiempos del ideal de la Ilustración, por los principios universalistas de la ética y el derecho.

• El espacio público político de Francia ha dejado de ser fundamentalmente “jurídico” en sentido lato y regulado por el imperativo categórico del

+ Respeto por la integridad personal
+ La libertad individual y
+ La soberanía del ciudadano

En vez de eso, los responsables políticos se inspiran en las reacciones de la opinión difusa de las “sociedades civiles” (que carecen de poder).

Esto legitima cierto poder de la prensa (y sobre todo de la TV), pues ésta es la que puede representar, en calidad de “opinión pública” (mediante sondeos) un aspecto de la sociedad civil, sociológica y políticamente distinta del “cuerpo electoral”.

+ La prensa también puede mediatizar el impacto político de los políticos, y ritualizar los debates. Los actores políticos ya no dominan la escena, sino los directores de medios.

La descripción que hasta aquí hace Jean-Marc Ferry de lo que él concibe como “espacio público político”, congruente con su limitación conceptual de “espacio público”, se concentra al detalle en la dinámica de mediación de las actividades políticas que se difunden a través de los medios masivos, y la sujeción de algunos personajes políticos (que él llama “actores políticos”), como los candidatos a puestos de elección popular, al manejo del lenguaje, tiempo y forma de los mensajes masivos. Decir que “Los actores políticos ya no dominan la escena, sino los directores de medios”, es cierto hasta un punto muy limitado respecto de la presentación de algunos contenidos políticos en forma y número. Pero pensar que los verdaderos actores políticos, entre los cuales están los propios dueños de los medios, además de los altos mandos políticos y los magnates financieros, por un lado, y los grupos guerrilleros en el otro, por mencionar algunos grupos significativos, van a estar sometidos a los dictámenes de los directores de medios que funcionan como gatekeepers de la información, es poco menos que ingenuo.

Por otra parte, afirmar que el funcionamiento democrático del “espacio público político” ha dejado de ser jurídico y respetuoso de la integridad, la libertad y la soberanía del ciudadano debido a la mecánica empresarial privada del funcionamiento de los medios, es incurrir en una doble confusión o un doble sesgo: La primera consiste en considerar que los medios por el simple hecho de ser difusores masivos son “democráticos”, olvidando o desconociendo el magnífico manejo fascista de medios que Hitler y Mussolini hicieron en su tiempo. La segunda confusión es reducir el concepto de “democracia” a la opinión prescindible de los consumidores de mensajes políticos. Es verdad que los medios como organización son un actor político sumamente importante, pero reducir los procesos democráticos al funcionamiento de éstos resulta un abuso intelectual.

Es verdad que puede hablarse de la reducción de la democracia en el mundo, sobre todo por el sometimiento pragmático de las decisiones políticas de gobernantes nacionales a los intereses económicos de los centros financieros internacionales y las empresas transnacionales. Igualmente, puede observarse que los procedimientos administrativos gubernamentales y las políticas “públicas” (en el sentido de disposiciones emitidas para ser obedecidas por la población) son manejadas dentro de la lógica de los negocios corporativos (privatizaciones de bienes públicos, despido de personal y contratación de servicios privados en toda la estructura gubernamental, etc.) más que en función del bienestar real de los ciudadanos. Pero esta reducción de la democracia tiene que ver directamente con la reestructuración económica del estado en función del sistema económico neoliberal de cobertura mundial que, entre otros efectos negativos para la población, genera actitudes cada vez menos solidarias en la cultura política y menos responsabilidad social en el aparato gubernamental.

Sin embargo, una cosa es la reducción de la democracia (acciones unilaterales del gobierno, lucha por el poder político y económico para obtener beneficios personales y de pequeños grupos, privatización del patrimonio nacional, descalificación de actores sociales críticos, etc.), y otra cosa es cambiar el contenido del concepto de democracia por su contrario: las decisiones autoritarias en los medios con todo y sus campañas de conformismo social (Gramsci).

Es así que, afirmar que la democracia “ya no se funda en elementos jurídicos ni en la soberanía del ciudadano” porque los medios masivos no son manejados así, es trastocar la forma por el fondo y el efecto por la causa, puesto que si la mayoría de los políticos emplean el lenguaje unilateral de los medios y no generan un intercambio real de puntos de vista diferentes, es porque estratégicamente no les interesan los procesos democráticos, no porque la democracia haya cambiado de naturaleza por su contraria.

Más aún, los medios impresos y electrónicos, como instrumentos tecnológicos y mecanismos de socialización, podrían ser empleados de otra manera en una organización política diferente para facilitar el intercambio de visiones del mundo de los distintos actores sociales, elevar el nivel de conciencia democrática, así como pluralizar las decisiones de interés público, entre otras acciones políticas democratizadoras. La radio, por ejemplo, ha sido empleada con éxito en la alfabetización (Radio Sutatenza, Colombia), en la organización campesina para la producción y el rescate cultural (Radio Mezquital, México) y en la autoinformación de la comunidad (Radio Teocelo, México), por mencionar algunas tareas sociales. Y en cada uno de los medios de difusión hay registro de experiencias a favor del desarrollo social y democrático, aunque el gobierno casi siempre termina oponiéndose a ello. Si hoy día la Internet fuera empleada para vincular estrechamente a los diputados y senadores con sus representados para discutir abiertamente las iniciativas de ley y todo tipo de políticas realmente públicas, otro sería el sustento realmente plural y democrático de las mismas.

Pero esta no es la lógica que les interesa a los representantes formales ni a los funcionarios integrados al poder político (recordar la cerrazón gubernamental a la larga y fructífera discusión plural que se venía dando en México en torno a la Ley Federal de Comunicación Social y que el presidente Zedillo anuló de un plumazo en reunión con los empresarios que la llamaban “Ley mordaza”, y cómo antes cargó la gigantesca deuda privada del FOBAPROA sobre los ciudadanos), sino beneficiarse económicamente en lo personal con los menores contratiempos posible. Si los medios masivos no se emplean en prácticas de participación política real como parte del espacio público político, no se debe a las características tecnológicas de cada medio, como se pretende hacer ver, sino a la lógica social con la que se manejan: en función del lucro y la desmovilización política democrática.

En pocas palabras: una cosa es que desde el poder se reduzcan las prácticas democráticas reales, y otra que llamemos “democracia”, y “espacio público político”, a la las actividades mediadoras y difusoras de los medios masivos. Circunscribir el concepto de espacio público político al ámbito mediático de los negocios, es una manera de privatizar simbólicamente el verdadero espacio público político donde los ciudadanos tienen derecho a expresarse libremente y a incidir en las decisiones sobre “los asuntos de todos”.

Como bien reconoce Ferry:

El acceso a los medios es un “principio selectivo” del valor social; o más bien selecciona a quienes tendrán acceso de acuerdo a criterios de utilidad para sus fines. Existe una “gramática impuesta”, a veces muy defectuosa y estereotipada, realmente refractaria a la complejidad del pensamiento vivo y no trivial. Este principio de selección ejerce su poder de modo dogmático a través de los medios (Ferry, 1998:24).

Por supuesto, los “criterios de utilidad para sus fines” y su ejercicio “de modo dogmático”, nada tienen que ver con las prácticas democráticas ni “los asuntos de todos”. Por ello, la concepción del ámbito mediático lucrativo como “espacio público político”, termina por borrar su propio sentido político y, por supuesto, democrático. Así lo manifiesta Ferry al concluir que:

La actual constitución del espacio público contiene un potencial innovador: El espacio público político podría quedar superado o suprimido (ídem.).

Donde superado o suprimido representa lo mismo: desaparecer. La lógica de Ferry que podemos extraer de sus razonamientos es impecable: Si el espacio público lo es por su capacidad de difusión masiva y su función mediadora, y el espacio público político consiste difundir mensajes de contenido político que han sido seleccionados y legitimados por los medios con su “gramática impuesta”, ¿para qué buscar otros espacio y otros actores? Igualmente, si en la lógica empresarial de los medios se promueve del mismo modo una bebida gaseosa que un candidato o una colecta social, y si a fin de cuentas lo que importa socialmente es legitimar la existencia mediática de personajes políticos frente a un público consumidor de dichos mensajes, ¿para qué complicarse la existencia con discusiones plurales entre actores conflictivos? Lo mejor es hacer caso omiso de otros espacios y otros actores sociales.

Ahora bien, a pesar de lo opuesta que resulta la actual lógica empresarial de los medios a las prácticas democráticas, parece que dicha contradicción no importa o pasa desapercibida aun entre investigadores académicos. En un seminario sobre “Ciudadanía y procesos electorales” organizado por el Consejo Nacional para la Enseñanza y la Investigación en Ciencias de la Comunicación un investigador afirmó:

El espacio público es aquél donde actúan los actores sociales.
Hoy en día los actores sociales actúan en los medios. Por lo tanto ahí está el espacio público.
La gente ya no actúa cara a cara ni en las plazas públicas. Por lo mismo no hay que pensar como en el pasado. Si los políticos y actores sociales no actúan en un lugar, ese lugar no es espacio público (CONEICC, 2002).

Independientemente de que habrá que discutir el concepto de actores sociales para saber quiénes de ellos están presentes en los medios y quiénes no están y de qué manera aparecen, e igualmente se tendría que discutir qué significa actuar en los medios, sobre todo en términos políticos, afirmar que “La gente ya no actúa cara a cara ni en las plazas públicas” es realmente sorprendente. ¿Será entonces que los diez años durante los cuales los indígenas zapatistas de Chiapas prepararon su levantamiento no actuaron cara a cara? ¿O no hay que considerarlos un actor político? ¿O la preparación colectiva y la organización de las manifestaciones públicas de los campesinos de Atenco en contra del proyecto de Aeropuerto en sus tierras (antes de salir a las calles donde los captaron las cámaras de televisión), así como las reuniones que hasta la fecha siguen teniendo en sus espacios comunitarios, entre ellos y con otros grupos de acción política, no son acciones sociales? ¿O las reuniones de Bush con su consejo militar para decidir la guerra contra Irak no son acciones cara a cara ni ellos son un actor social? ¿Y todas las manifestaciones masivas en calles y plazas públicas que se hicieron en el mundo contra la decisión bélica de Bush y que los medios no reportaron, no se deben considerar acciones políticas de actores sociales en espacios públicos? ¿La marcha de un millón doscientas mil personas contra el desafuero de Andrés Manuel López Obrador no es una acción política si no la difunde la televisión? Pensar estas manifestaciones no difundidas en la televisión como acciones políticas de actores sociales en espacios públicos ¿será “pensar como en el pasado”?

Estamos de acuerdo en que Si los políticos y actores sociales no actúan en un lugar, ese lugar no es espacio público, como se afirma, pero considerar que Hoy en día los actores sociales actúan en los medios, sin tomar en cuenta los condicionamientos de ese ámbito privado, los actores específicos, la forma y el sentido social de “actuar” en los medios, y la descalificación de los espacios públicos “no mediáticos” es, otra vez, un sesgo reduccionista. Peor todavía, afirmar que La gente ya no actúa cara a cara ni en las plazas públicas, cuando en el mundo entero actores diversos se ha manifestado contra la guerra precisamente en calles parques y plazas públicas, aún sin ser televisados, resulta incomprensible.

Una forma de entender las afirmaciones anteriores podría consistir en considerarlas como expresiones construidas desde la óptica de quienes detentan el poder (grupos de la clase dirigente y la sociedad política, según Gramsci), y para quienes las opiniones y decisiones de los ciudadanos comunes no son relevantes en tanto no logren un consenso amplio que genere acciones políticas multitudinarias. Pero sí importan las expresiones políticas de otros actores sociales poderosos que buscan el consenso social (Portelli, 1997) para ciertas decisiones, lo cual obliga a los grupos políticos a diseñar estrategias de alianza, confrontación o desgaste. Y como un instrumento importante para lograr consensos amplios son precisamente los medios, éstos representan para el poder una especie de “termómetro” de la conformidad o inconformidad social que hay que tomar en cuenta para no correr ningún riesgo de perder la dirección y el control sobre la población (la hegemonía, Gramsci). Lo que no es masivo puede ser controlado de otras maneras.

Concebir, pues, los medios de difusión masiva como “espacio público político” es comprensible y coherente por parte de quienes los controlan, porque les conviene, pero no desde quienes analizan a la sociedad en su conjunto como científicos sociales, porque olvidan o sesgan la mirada sobre la complejidad de las relaciones políticas y el espesor de las prácticas democráticas, además de reducir a la trivialidad publicitaria los procesos de comunicación política.

Como dice Humberto Maturana:

Hemos confundido la democracia con la elección de
presidentes, parlamentarios y administradores, muchos de los cuales apenas tienen un respaldo mayoritario porcentual.
La democracia es un proyecto común (…) Es muy difícil la convivencia democrática si uno no aprende a vivir en el respeto por el otro, si no aprende a colaborar. La colaboración solamente es posible entre iguales (...) No se apoya ni se funda en la mentira (Maturana: 1995,26-83).

Pero esta democracia igualitaria lógicamente no interesa a quienes poseen los medios, sino el concepto de espacio público planteado por Ferry y que nadie se pregunte más allá de los medios por otros espacios ni por las acciones políticas de otros actores sociales. Sin embargo, las propias contradicciones de los conceptos mediáticos del “nuevo espacio público” y el “nuevo espacio público político”, obligan a buscar otros enfoques.

Javier Esteinou, por ejemplo, considera que “Es necesario reconstruir el espacio público como un territorio libre, abierto y autónomo” (CONEICC, 2002), puesto que en los medios los asuntos públicos se convierten en cosa de unos cuantos con acceso al medio, es decir, en asuntos privados (como en la Edad Media).

Esta preocupación de Esteinou resulta congruente con el sentido jurídico y sociopolítico del término público que hemos analizado al principio, pues en tal sentido, el espacio público político tendría que ser un lugar donde pueda concurrir libremente todo tipo de actores sociales, sin exclusiones, para expresar su propio pensamiento e incidir realmente en las decisiones que les afectan y que puedan contribuir al bienestar o desarrollo de la sociedad en su conjunto.

Un lugar con acceso restringido, o peor aún, excluyente, no puede considerarse como espacio público político, aun cuando se argumente que las decisiones se toman por el bien de la sociedad, como ha ocurrido en el discurso televisado de George Bush en el que declara la guerra a Irak para la “liberación” de este pueblo del régimen de Hussein y para “ayudarle” a administrar su petróleo.

Un espacio donde concurren todo tipo de actores sociales, pero cuyas propuestas no son consideradas efectivamente a la hora de tomar las decisiones que sólo benefician al poder, tampoco cumple con los objetivos de un espacio público. Se convierte en un espacio para la demagogia, como ocurrió en México con las mesas de trabajo sobre la reforma de la Ley de radio y televisión en la Secretaría de Gobernación. En ellas participaron grupos de diferentes intereses, incluyendo a los académicos y a la sociedad civil, pero el presidente Fox hizo caso omiso de estas aportaciones y decidió ceder a los concesionarios el 12.5% del tiempo de antena que pertenecía al estado.

Nadie niega la existencia de un espacio social poderosísimo como son los medios de difusión, y en especial la televisión, y que, como se ha señalado, puede impactar de manera profunda en la visión que tiene del mundo una sociedad. Pero es semejante a decir que nadie puede negar la potencia bélica de Estados Unidos. Sin embargo, la existencia de estas fuerzas en manos de grupos de poder no implica necesariamente que estén al servicio de la democracia, y menos que sean un instrumento manejado para la participación abierta de los actores sociales. Lo que en los medios se quiere es una masa de “receptores” previsibles, un “público” compuesto por consumidores de mensajes que a lo sumo puedan expresar, cuando se les pregunte, opiniones mínimas para que los emisores ajusten sus mensajes y estrategias de difusión. Los medios no convocan actores sociales con capacidad de pensamiento propio y decisión autónoma, como lo requiere la democracia. No requieren un público pensante y activo, como el que desde hace más de cuarenta años definió Wright Mills:

PÚBLICO: En un público, tal como podemos entender el término:
(1) El número de personas que expresa opiniones es virtualmente igual al número de personas que las recibe.
(2) Las comunicaciones públicas están organizadas de manera que exista una posibilidad eficaz e inmediata de replicar cualquier opinión expresada en público. La opinión formada por una tal discusión,
(3) se traduce enseguida en una actuación eficaz, aún contra –si fuera necesario- el sistema de autoridad imperante. Y
(4) las instituciones autorizadas no penetran en el público que, goza por ello, en mayor o menor grado, de autonomía en sus actuaciones.

MASA: En una masa:
(1) El número de personas que expresan opiniones es mucho menor que el que las reciben; la comunidad de públicos se convierte en un conjunto abstracto de individuos que reciben impresiones de los medios de comunicación de masas.
(2) La comunicación imperante está organizada de tal modo que es difícil o imposible para el individuo replicar inmediatamente o con alguna eficacia.
(3) La transformación de la opinión en actuación está controlada por las autoridades que organizan y controlan los canales de esa actuación.
(4) La masa no goza de autonomía frente a las instituciones; antes al contrario, agentes de instituciones autorizadas penetran en esa masa, eliminando cualquier autonomía que pudiera existir en la formación de opinión mediante la discusión (Wrigth Mills, 1959: 303-304).

El espacio público, y sobre todo el espacio público político es donde se expresa el “público” definido por Wrigt Mills, que aquí hemos venido considerando como actores sociales, no aquel donde una masa asiste como espectadora. Por algo a los medios de difusión hoy día se les llama medios masivos.

El espacio público, y por supuesto el espacio público político, más allá de su delimitación física, es una estructura de relaciones establecidas entre diferentes actores sociales con intereses diversos, e incluso opuestos, que reconocen la necesidad de decidir juntos sobre asuntos que los afectan, y que por tanto acuden a expresar sus respectivas propuestas y visiones del mundo con el ánimo de confrontarlas, complementarlas o incluso desarticular la del adversario, pero con la disposición para llegar a algún tipo de acuerdo que les permita seguir conviviendo con respeto y dignidad.

Participar en un espacio público implica reconocer el derecho del otro, diferente, a participar abiertamente con sus propios intereses y sustentos. Las reglas del encuentro en un espacio público las han de proponer y/o aceptar los propios protagonistas de la participación. El espacio físico puede en un momento dado pertenecer a un grupo o individuo inclusive, como es el caso de los medios de difusión, pero no la estructura democrática de relaciones políticas.

Actualmente en los medios de difusión los grupos de poder se expresan protagónicamente, tanto en su dimensión política como económica, pero no necesariamente se da cabida a otros actores distintos u opuestos con sus propios intereses y mensajes. Incluso con frecuencia a estos grupos se les disfraza, descalifica o sustituye. Lo que sí se hace es hablar de los otros actores sociales, pero construyendo la imagen de ellos que conviene a los intereses de quienes controlan los medios. Es muy conocido el patético caso de la televisora mexicana TV Azteca, que a propósito del asesinato de un cómico por sus relaciones con la mafia de la droga, empleó toda su fuerza para linchar políticamente a un jefe de gobierno del Distrito Federal perteneciente a un partido político de oposición (PRD), y en gran parte lo logró. Esto comprueba el peso político que un medio puede ejercer, pero también su incapacidad para fungir per se como espacio público real.

En México a principios de 1994 se empezó a construir un espacio público político real, paradigmático, incluso difundido mundialmente por los medios, en los diálogos de San Andrés Larráinzar, Chiapas, entre el gobierno federal y el Ejército Zapatista de Liberación Nacional, donde con múltiples dificultades ideológicas y culturales pudo llegarse a establecer acuerdos políticos sancionados por todos los actores sociales involucrados, la sociedad civil incluida. Sin embargo, esta oportunidad histórica en el país fue desmantelada por el propio gobierno federal, el diálogo se suspendió y los acuerdos fueron alterados y sustituidos por documentos unilaterales que en un juego demagógico de los diputados y senadores se aprobaron como la Ley Indígena. Fue desconocida, por supuesto, por los zapatistas, por muchos intelectuales y por otros grupos de la sociedad civil. Pero la ficción legislativa sustituyó a los acuerdos legítimos.

Pensar en un espacio público político donde en forma libre y democrática todos los grupos expresen sus intereses de fondo, diversos y opuestos, puede considerarse por algunos ingenuo en tiempos del capitalismo salvaje. Pero incluso aceptar esta ingenuidad no es razón suficiente para llamar “espacio público” o “espacio público político” a un lugar de discursos unilaterales que sesgan o trastocan el sentido jurídico-político del término público. La privatización del espacio público, aun con difusión masiva de mensajes, resulta un contrasentido y obliga entonces a cada actor social que se ve afectado por los discursos o las decisiones ahí tomadas, a plantearse cuando menos dos alternativas: o busca sus propios espacios físicos (calles, plazas, selvas, sitios de Internet y medios de difusión piratas, por ejemplo), o se apropia momentáneamente de otros (edificios gubernamentales, carreteras, estaciones de radio, etc.).

Efectivamente, no puede entenderse un espacio público sin una participación real de los actores sociales. Y esta participación tampoco es posible sin un real sistema democrático. La privatización del espacio público es ficción de democracia. Reclamar la existencia de espacios públicos y espacios públicos políticos de verdad, es reivindicar las prácticas democráticas, un derecho al que no se tiene por qué renunciar si se buscan relaciones sociales sanas.

Existe también, por otra parte, una tendencia intelectual a llamar “democracia real” o “política real” a la facticidad de las decisiones tomadas por el poder aunque se tomen antidemocráticamente. Desde luego, este tópico es motivo para una discusión más amplia que escapa al alcance de este texto, pero vale la pena mencionar que en dicha concepción se confunde “democracia” con “autoridad”, y el hecho de que quien tiene el poder legal para tomar decisiones de gobierno pueda hacerlo en forma autoritaria, ejerciendo los que Habermas (1981) llamaría la violencia legítima del estado, no tiene por qué considerarse una decisión democrática.

Los actores sociales
Como parte de este trabajo de análisis, es necesario abordar aunque sea brevemente la idea de actor social. Hace tiempo que Rodolfo Stavenhagen nos propuso que “en los modelos generales utilizados en los análisis políticos no son los individuos sino los grupos quienes constituyen las unidades o los actores del sistema” (Stavenhagen,1972:183). Esta consideración obedece principalmente a que son los grupos sociales los que determinan la participación de los individuos en los procesos políticos y no al revés. Incluso, como expresa Don Julio Scherer (1986) en su libro Los presidentes: “El presidente de la república no es un líder político, sino un jefe burocrático” que responde, por supuesto, a los intereses de determinados grupos y estructuras de poder.

En consecuencia con lo anterior, un actor social puede considerarse como un grupo o sector de la colectividad que actúa en defensa o promoción de sus intereses de grupo, que tiene o comparte una visión de sí mismo, y que distingue claramente sus intereses y valores de los de otros grupos sociales. Una persona o una personalidad (persona con reconocimiento público) sólo podría considerarse actor social en tanto represente y sea aceptado como representante legítimo de un grupo o sector social determinado.

¿Qué diferencia o diferencias podrían entonces encontrarse entre un “sector social” y un “actor social”? Más allá de las clases sociales, y para efectos prácticos, puede pensarse cuando menos en dos diferencias: la actividad y la flexibilidad. En cuanto a la actividad, un sector social puede describirse de manera pasiva, como una clasificación nominativa: el sector obrero, el sector campesino, el sector empresarial, etc. El actor social en cambio, no puede concebirse sino en un proceso de acción política o social: la marcha indígena, el Congreso Agrario, la rebelión estudiantil, los trabajadores migrantes, el Foro de Cambio Empresarial, etcétera, en los cuales se reconoce su participación en una acción colectiva. Por otra parte, el actor social puede configurarse flexiblemente con una parte del sector social o rebasar esta categoría: La “corriente democrática” de un partido, o el “frente obrero-campesino-estudiantil”, por ejemplo.

En pocas palabras, como actores sociales pueden considerarse aquellos grupos que inciden en las decisiones de una colectividad o reaccionan ante ellas de manera abierta. Y el espacio público político es uno de los mecanismos concebidos para incidir en las decisiones políticas. Reivindicar este espacio real se convierte así en parte de la lucha por el desarrollo de una sociedad realmente democrática.


Notas:

* El presente trabajo es la versión ampliada del ensayo publicado en el libro, Investigación de la comunicación. México en los albores del siglo XXI, coordinado por Norma Patricia Maldonado y editado por la AMIC, en México, en el 2003.


Referencias:

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Wright Mills, Charles. The power elite. Oxford University Press. Nueva York, 1959.


Dr. José Cisneros Espinosa
Profesor Titular, Investigador y Coordinador de las Maestría en Comunicación Pública en el Departamento de Ciencias de la Comunicación de la Universidad de las Américas, Puebla, México.