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Por José Cisneros
Número
55
Presentación
La
conquista de la silla presidencial en México
por personajes del Partido Acción Nacional,
como antes lo hizo Fox y ahora Felipe Calderón,
apoyados en vistosas y caras campañas
publicitarias sustentadas en el marketing
político, así como la posterior
decepción ciudadana ante la falta de cambios
en favor de las capas sociales más necesitadas,
hacen preponderante la reflexión sobre
todos los aspectos de la vida pública
en general, y de la participación política
en particular.
Dos elementos
indispensables de la vida pública y de
la participación política son el
espacio público y el espacio
público político, entre otros,
sobre todo si se toman en cuenta los intereses
de la ciudadanía que sostiene económicamente
al gobierno a través del pago de impuestos.
Pero aun considerando únicamente la vida
política institucional, el estado no puede
considerarse democrático sin la legitimidad
que le confiere la ciudadanía activa.
Y es en la necesidad de obtener esta legitimidad
social que también resulta indispensable
considerar la existencia de espacios públicos
abiertos a la intervención de los ciudadanos
de diferentes sectores sociales. De otro modo
estaremos hablando de un estado autoritario.
Dada la interacción
de los procesos políticos nacionales,
regionales y locales con la dinámica económica
del capitalismo global, que invade o tiende a
invadir y a controlar los estados nacionales,
en la época actual suelen imponerse criterios
económicos de lucro sobre la convivencia
social y la búsqueda del bienestar de
la población nacional, trastocando así
múltiples estructuras y funciones de la
vida política de una sociedad determinada.
Una de estas estructuras es precisamente el espacio
público y una de las funciones es la participación
ciudadana en los procesos políticos.
Por todo lo
anterior, vale la pena hacer una revisión
de los conceptos de espacio público
y espacio público político,
a fin de poder sustentar un análisis más
amplio acerca del trastocamiento que parece estar
sufriendo la participación ciudadana en
los procesos políticos actuales. Esta
revisión conceptual es precisamente lo
que pretende abordarse en el presente trabajo,
como parte de una línea de investigación
mayor sobre la comunicación y la democracia
que se irá reportando en posteriores entregas.
Introducción
En
el ámbito académico y profesional,
con lugares comunes o con estudios empíricos,
empieza a darse por sentado que los medios difusión
masiva son el espacio público
por excelencia, dado que, como apunta Manuel
Castells (1997) y subraya Francisco Aceves (2002):
"sin ellos, no hay posibilidad de obtener
o ejercer el poder". Asumiendo, por supuesto,
un cierto estilo de ejercer el poder político
que busca la aprobación de las masas,
que no necesariamente es democrático,
como ocurrió durante el fascismo, y dado
que también hay formas de ejercer el poder
político autoritario con o contra
los medios, como es el caso del presidente George
Bush en su decisión unilateral de hacer
la guerra a Irak a pesar del desacuerdo mundial.
Primera observación:
Entendiendo, pues, que si bien hoy día
sin los medios de difusión no se pueda
obtener o ejercer el poder sin un conformismo
de la población, como diría Gramsci
(1959), no por ello tenemos que dar por sentado
que con el sólo hecho de usar los medios
de difusión masiva ya estemos hablando
de un poder democrático. Analógicamente,
podemos pensar en el tremendo poder que en la
Edad Media tenían los sermones en las
catedrales para influir en el comportamiento
de los siervos y lograr ese conformismo social
que le ahorraba muchos dolores de cabeza a los
soberanos, pero a nadie se le ocurriría
pensar que el poder feudal se ejercía
como un régimen democrático. Es
decir, no basta manejar un medio difusor de mensajes
que llega a las mayorías para hablar de
democracia, aunque sí estemos hablando
de dominación ideológica y política.
Hablar de prácticas democráticas
requiere de otro tipo de apreciaciones y una
discusión más detallada sobre el
papel de los medios.
Asimismo, hablar
de espacio público en la operación
de los negocios privados de difusión o
publicitación (acción
y efecto de hacer publicidad comercial) como
los diarios, la radio y la televisión,
entre otros, provoca de entrada una contradicción
elemental: ¿Cómo pueden considerarse
públicas unas instalaciones privadas
donde nadie puede entrar sin invitación
o permiso de los dueños, o donde difícilmente
un actor social puede difundir mensajes si carece
del dinero suficiente y la aprobación
del contenido de los mismos por parte de los
administradores del medio?
Segunda observación:
Una cosa es el incuestionable poder de los medios
de difusión en general, y en particular
de la televisión, no sólo para
seleccionar ciertas imágenes de la realidad
política, entre otras, sino para crear
un tipo de realidad, como las actitudes, por
ejemplo, y otra cosa es que ese poder mediático
sea público desde la perspectiva de la
democracia. Aceptando incluso, como afirma Bordieu,
citado por Aceves (2002), que “La televisión
se convierte en el árbitro (subrayado
mío) del acceso a la existencia social
y política”, estamos hablando de
un arbitraje privado que no tiene una
función pública asignada por la
ciudadanía ni un condicionamiento democrático.
Estamos, eso sí, ante un poderoso medio
de publicidad que incide en la construcción
de una visión social de la realidad (Martín
Serrano, 1985). Por lo mismo, las empresas de
medios de difusión masiva, además
de funcionar como filtros y promotores
de una visión social determinada, son
actores clave en la dinámica política
de la sociedad, y son muchas veces más
fuertes que muchos personajes políticos.
Sin embargo, esta fuerza y función no
los convierte automáticamente en medios
públicos, si bien es cierto que regularmente
sirven como lugar de encuentro de algunos actores
sociales que inciden en la vida pública.
Asumir de entrada que los medios de difusión
masiva son el nuevo espacio público,
no sólo es reducir el alcance jurídico
y social de la cosa pública,
sino reducir también la complejidad de
la estructura y los procesos sociales en general,
y políticos en particular, a un asunto
de difusión masiva y persuasión
ideológica.
Una de las
razones que pueden existir para considerar a
los medios como el espacio público, es
interpretar el concepto “público”
como “publicado” o “publicitado”,
es decir, dado a conocer, sin tomar
en cuenta su sentido político-democrático
en tanto participación activa de los ciudadanos;
o bien, reduciendo este sentido político
al hecho de estar informado de lo que ocurre
en los procesos socio-políticos como mero
consumidor de mensajes.
También
es indudable que existe una relación estructural
entre el poder (económico y político)
y los medios de difusión masiva. Y es
por supuesto evidente que los medios más
influyentes son un espacio natural para
la expresión y el ejercicio del poder,
trátese del sistema social y político
que se trate; pero asumir como espacio público
(de acceso libre a todos los actores sociales)
un lugar condicionado por los negocios lucrativos,
requiere por lo menos de una discusión
más detenida.
El concepto
de espacio público
El
término público
Según
el Diccionario de la Lengua Española
(2000), la palabra “público”
tiene cuando menos 11 significados, de los cuales
tomamos los siete más relevantes que apuntan
en tres sentidos claramente diferenciados:
El primer sentido
tiene que ver con la divulgación o difusión
realizada de un hecho o noticia. Algo que ya
es conocido por todas las personas.
1: Notorio,
patente, manifiesto, visto o sabido por todos.
2: Vulgar y común, notado por todos.
El segundo
sentido tiene que ver precisamente con lo que
es propio de
una comunidad, tanto en el aspecto jurídico
como en su dimensión sociopolítica:
3: Aplícase
a la potestad, jurisdicción y autoridad
para hacer una
cosa, como contrapuesto a privado.
4: Perteneciente a todo el pueblo.
9: Común del pueblo o ciudad.
El tercer sentido
hace referencia a un grupo de personas como “receptores”,
consumidores o espectadores en determinados eventos,
donde los actores se diferencian claramente del
público espectador.
10: Conjunto
de personas que participan de unas mismas aficiones
o con preferencia concurren a un mismo lugar.
11: Conjunto de las personas reunidas en determinado
lugar para
asistir a un determinado espectáculo
o con otro fin semejante.
Como puede
observarse, los tres sentidos de la palabra “público”
antes expuestos hacen referencia a prácticas
sociales de muy distinta naturaleza. Y para el
asunto que nos ocupa, el espacio público
como práctica política de la democracia,
podemos darnos cuenta que está claramente
vinculado al segundo sentido por su interpretación
jurídica y política: Perteneciente
a todo el pueblo; común del pueblo o ciudad;
potestad, jurisdicción y autoridad contrapuestas
a lo privado.
Asumir que
un espacio es público en su sentido
político-democrático únicamente
por su capacidad de divulgación, como
es el caso de los medios de difusión masiva,
es sesgar o manipular el primer sentido de la
palabra como si se tratase del segundo.
Por otro lado,
participar de un espectáculo en tanto
receptor, como lo es presenciar un partido
de futbol o ver un programa de televisión,
no es lo mismo que participar como actor de ellos,
aunque como consumidor eventualmente
se pueda expresar una opinión o preferencia
respecto del mensaje recibido. Participar como
receptor de mensajes políticos
difundidos por la televisión, por ejemplo,
no cambia la naturaleza privada de la empresa
televisiva, aun cuando eventualmente pueda solicitarse
una opinión respecto de dichos mensajes.
Para pensar la televisión en general,
o un programa en particular, como públicos
en el segundo sentido, al menos su uso tendría
que pertenecer a todo el pueblo, como
jurídicamente era el caso del 12.5 % del
tiempo de antena que los concesionarios mexicanos
de medios electrónicos estaban obligados
a ceder al gobierno, y que el propio presidente
Fox privatizó. Aseverar entonces, que
basta recibir mensajes con tema político
para considerar a los medios como espacio público
en su dimensión política, es también
manipular el tercer sentido como si se tratase
del segundo.
Dos modelos
conceptuales de espacio público
Desde mediados
del siglo XX (Habermas, 1981) (Ferry y Wolton,
1998) se empezaron a estudiar dos modelos históricos
de espacio público: El modelo
griego, el ágora, y el espacio
burgués. Por lo que respecta al ágora
griega, era la plaza donde los ciudadanos trataban
los asuntos de todos en beneficio de la ciudad
(la polis) y todos sus habitantes. No
tenían acceso al espacio público
las mujeres, los esclavos y los niños,
pues ninguno de ellos se consideraban ciudadanos,
únicamente los hombres adultos libres.
Estos ciudadanos participaban con entusiasmo
y entrega total en sus disertaciones, pronunciando
las “nobles palabras” que, además
de promover un beneficio colectivo, les atraían
la gloria personal, la trascendencia. Participar
en el ágora tenía una doble motivación,
política y religiosa: el poder de la palabra
servía tanto para generar acciones de
la sociedad como para la búsqueda de la
inmortalidad. No existía una motivación
económica directa, como pueden serlo actualmente
los estratosféricos sueldos de diputados,
senadores y funcionarios públicos de alto
nivel, aunque el prestigio social siempre proporcionó
un clima propicio para el enriquecimiento. La
economía pertenecía al dominio
privado. El amo de la casa disponía a
su voluntad de las personas y recursos bajo su
dominio. El sustento familiar no era asunto público,
sino que cada dueño de casa se organizaba
con su mujer, sus hijos, sus esclavos y esclavas
para hacer próspera su hacienda. Su participación
en la esfera pública era su vinculación
política, su derecho y su responsabilidad
social. Y en este sentido, el espacio público
estaba abierto a todos los ciudadanos que
desearan participar activamente en las decisiones
sociales.
El otro modelo
reconocido es el espacio público burgués.
Pero para ubicar su importancia histórica,
es necesario recordar las relaciones políticas
que le precedieron, la Edad Media, cuando la
responsabilidad social dejó de ser un
asunto público y pasó a ser un
asunto privado gracias a la religión católica:
por un lado los siervos debían enfrentar
su suerte como un asunto propio de su conciencia,
y por el otro lado, los soberanos sólo
tendrían que responder de sus acciones
ante su dios. En otras palabras, la religión
delegaba en los monarcas la responsabilidad divina
de ver por su pueblo, según su propia
visión de las cosas, pero no como una
obligación frente a dicho pueblo. Es así
que el soberano decidía como asuntos privados
las disposiciones que luego hacía públicas,
en el sentido de difusión, para
el cumplimiento por parte del pueblo (Habermas,
1981).
El siervo, el
artesano, el comerciante, el soldado o los funcionarios
de palacio, y las familias de todos, no tenían
voz pública. Como hasta la fecha lo maneja
la iglesia, cualquier abuso social era un asunto
privado del infractor con Dios (ejemplo actual:
el caso de los curas pederastas que los obispos
se niegan a señalar como delincuentes).
La plaza pública medieval, además
de ser un espacio de divulgación de las
decisiones del soberano, era un sitio de escarmiento
para los delincuentes señalados por el
poderoso, para la quema de brujas o la horca
de rebeldes. Pero, igual que en la iglesia, los
receptores no tenían derecho
de réplica. Las decisiones políticas,
eran, pues, un asunto que se manejaba en privado.
Así acordó Fox, por ejemplo, con
los empresarios de los medios electrónicos,
la reducción del impuesto de 12:5 % a
4 % del tiempo de antena, sin discusión
pública de tal medida.
Con el advenimiento
de la Ilustración y el nacimiento del
capitalismo mercantil (siglos XVI y XVII), el
estado se vio en la necesidad de apoyarse financieramente
en los comerciantes a través de impuestos,
y junto con la circulación de mercancías
empezaron a circular también las noticias
dentro y fuera de los países. La economía
ya no era entonces un asunto privado como en
la polis griega, sino de interés
gubernamental. Y en este ambiente de compraventa,
como uno más de los negocios, surgen los
periódicos, que por su cobertura de un
sector escolarizado, también interesa
al estado. Es a finales del siglo XVII y principios
del XVIII que los periódicos comienzan
a circular regularmente con noticias secundarias,
sobre catástrofes y curas milagrosas,
pero los gobernantes también encuentran
en este medio la oportunidad para enviar sus
disposiciones a la población. Sin embargo,
los ciudadanos afectados por ciertas ordenanzas
y situaciones de la economía empiezan
a hacer comentarios desde su propia perspectiva,
primero en los cafés y luego en los periódicos
(en Francia e Inglaterra, principalmente). Es
así que tanto el espacio privado de los
cafés y el medio privado del periódico
(en tanto negocio) empiezan a ser aprovechados
como espacios de opinión pública;
aunque, una vez más, sólo se manifiestan
los ciudadanos ilustrados pertenecientes a la
burguesía (Habermas:1981:60-61). De modo
que el periódico, más que ser un
espacio perteneciente a todo el pueblo,
es una tribuna donde las élites intercambian
puntos de vista.
El llamado
nuevo espacio público.
En la actualidad,
con el desarrollo acelerado de la tecnología
y la expansión del capitalismo neoliberal
que busca la máxima ganancia en el menor
tiempo posible, como en la época del capitalismo
mercantil surgen los negocios dedicados a la
circulación y difusión de mensajes
que por su amplia cobertura ciudadana atraen
el interés, no sólo de los empresarios
más poderosos, sino también de
los gobernantes y actores políticos en
general, aunque del ámbito público
sólo los políticos poderosos pueden
acceder a ellos en calidad de actores. Estos
medios, especialmente la televisión, debido
a su gran impacto en la construcción de
una visión social del mundo (Martín
Serrano, 1985), se convierten a su vez en actores
sociales y comienzan a definirse como actores
políticos en alianza con los poderes político
y financiero.
En las circunstancias
anteriores, se empieza a hablar tanto en círculos
políticos como académicos del “nuevo
espacio público”, refiriéndose
a los medios de difusión masiva con especial
énfasis en la televisión, dada
la capacidad de estos mecanismos para incidir
lo mismo en el conformismo social en
general que en los procesos electorales en particular.
De esta manera, atendiendo a los efectos publicitarios
de los medios masivos más que a cualquier
posibilidad de participación política
real de la ciudadanía, los funcionarios
públicos poderosos y los partidos políticos
invierten en campañas publicitarias sumas
millonarias con el afán de conseguir una
popularidad mediática (frente a consumidores
de mensajes con temática política)
que ellos presentan como una especie de legitimidad
democrática. Los sondeos recogen
opiniones atomizadas de individuos-masa igual
que si se tratarse de la aceptación o
no de un producto o servicio comercial, sólo
para mejorar la estrategia de “venta”
de la campaña publicitaria, pero a esta
práctica mercadotécnica le empiezan
a llamar “comunicación política”
(de la cual trataremos en un trabajo posterior).
Jean-Marc Ferry,
en su aportación al libro El nuevo
espacio público (1998) parece resumir
la visión de muchos académicos
respecto de este modelo en discusión.
Es importante señalar que Ferry distingue
el “espacio público” del “espacio
público político”, aunque
no por ello deja de trastocar los sentidos de
la palabra público que antes
hemos analizado. En cuanto al espacio público,
Ferry afirma que:
El “espacio
público” es el “marco mediático”,
dispositivo
institucional y tecnológico donde se
presentan a un público los múltiples
aspectos de la vida social.
Por “mediático”
entiendo lo que mediatiza la comunicación
de las sociedades consigo mismas y entre sí:
un grupo que discute asuntos de interés
colectivo, pero sólo los participantes
se enteran, no participa de un espacio público.
La misma opinión, difundida a un público
más amplio a través de un medio
(electrónico o impreso) sí participa
de un espacio público (Ferry, 1998: 19).
Como puede observarse
en el primer párrafo, Ferry califica de
“público” al espacio constituido
por los medios; es decir, atendiendo a su carácter
divulgador o su función difusora (primer
sentido de la palabra público
analizada), donde se presentan a un público
(grupo receptor, tercer sentido de la
palabra) los múltiples aspectos de
la vida social. En otras palabras, Ferry
emplea en su espacio público dos sentidos
de la palabra que no tienen que ver con su sentido
jurídico y sociopolítico, sino
con el de divulgación.
En el segundo
párrafo la idea de lo público
como función difusora es reforzada: no
importa quiénes discutan incluso un asunto
de interés colectivo, si esta conversación
no es difundida a un público más
amplio a través de un medio (electrónico
o impreso)… no participa de un espacio
público.
De acuerdo
con esta concepción, la plaza pública
(en sentido político) de San Pablo Guelatao
(Oaxaca, México), por ejemplo, donde se
llevan a cabo las elecciones municipales en forma
directa y presencial según sus usos y
costumbres, no sería considerada como
espacio público si no se transmite
por medios masivos, aun cuando hace clara referencia
jurídica y política al segundo
sentido de la palabra analizada. Es decir, lo
que la haría pública según
Ferry no sería la acción política
que ahí se desarrolla, sino la transmisión
mediática. De esta manera, el sentido
político del término es eliminado
y sustituido por el de difusión. Por lo
tanto, el concepto de “espacio público”
propuesto por Ferry es, cuando menos, pobre y
empobrecedor en sus significados.
En cuanto al
“espacio público político”,
Jean-Marc Ferry (Ferry, 1998:21-27) afirma que
en la actualidad se ha subvertido el “reino
de la crítica” (creado por los burgueses
ilustrados) por un “reino de la opinión”
(de las masas), lo cual significa que:
• El
funcionamiento democrático del espacio
público político ya no está
regulado exclusivamente, como en tiempos del
ideal de la Ilustración, por los principios
universalistas de la ética y el derecho.
• El
espacio público político de Francia
ha dejado de ser fundamentalmente “jurídico”
en sentido lato y regulado por el imperativo
categórico del
+ Respeto por
la integridad personal
+ La libertad individual y
+ La soberanía del ciudadano
En vez de eso,
los responsables políticos se inspiran
en las reacciones de la opinión difusa
de las “sociedades civiles” (que
carecen de poder).
Esto legitima
cierto poder de la prensa (y sobre todo de la
TV), pues ésta es la que puede representar,
en calidad de “opinión pública”
(mediante sondeos) un aspecto de la
sociedad civil, sociológica y políticamente
distinta del “cuerpo electoral”.
+ La prensa
también puede mediatizar el impacto político
de los políticos, y ritualizar los debates.
Los actores políticos ya no dominan
la escena, sino los directores de medios.
La descripción
que hasta aquí hace Jean-Marc Ferry de
lo que él concibe como “espacio
público político”, congruente
con su limitación conceptual de “espacio
público”, se concentra al detalle
en la dinámica de mediación de
las actividades políticas que se difunden
a través de los medios masivos, y la sujeción
de algunos personajes políticos (que él
llama “actores políticos”),
como los candidatos a puestos de elección
popular, al manejo del lenguaje, tiempo y forma
de los mensajes masivos. Decir que “Los
actores políticos ya no dominan la escena,
sino los directores de medios”, es cierto
hasta un punto muy limitado respecto de la presentación
de algunos contenidos políticos en forma
y número. Pero pensar que los verdaderos
actores políticos, entre los
cuales están los propios dueños
de los medios, además de los altos mandos
políticos y los magnates financieros,
por un lado, y los grupos guerrilleros en el
otro, por mencionar algunos grupos significativos,
van a estar sometidos a los dictámenes
de los directores de medios que funcionan como
gatekeepers de la información,
es poco menos que ingenuo.
Por otra parte,
afirmar que el funcionamiento democrático
del “espacio público político”
ha dejado de ser jurídico y respetuoso
de la integridad, la libertad y la soberanía
del ciudadano debido a la mecánica empresarial
privada del funcionamiento de los medios, es
incurrir en una doble confusión o un doble
sesgo: La primera consiste en considerar que
los medios por el simple hecho de ser difusores
masivos son “democráticos”,
olvidando o desconociendo el magnífico
manejo fascista de medios que Hitler y Mussolini
hicieron en su tiempo. La segunda confusión
es reducir el concepto de “democracia”
a la opinión prescindible de los consumidores
de mensajes políticos. Es verdad que los
medios como organización son un actor
político sumamente importante, pero reducir
los procesos democráticos al funcionamiento
de éstos resulta un abuso intelectual.
Es verdad que
puede hablarse de la reducción de la democracia
en el mundo, sobre todo por el sometimiento pragmático
de las decisiones políticas de gobernantes
nacionales a los intereses económicos
de los centros financieros internacionales y
las empresas transnacionales. Igualmente, puede
observarse que los procedimientos administrativos
gubernamentales y las políticas “públicas”
(en el sentido de disposiciones emitidas para
ser obedecidas por la población) son manejadas
dentro de la lógica de los negocios corporativos
(privatizaciones de bienes públicos, despido
de personal y contratación de servicios
privados en toda la estructura gubernamental,
etc.) más que en función del bienestar
real de los ciudadanos. Pero esta reducción
de la democracia tiene que ver directamente con
la reestructuración económica del
estado en función del sistema económico
neoliberal de cobertura mundial que, entre otros
efectos negativos para la población, genera
actitudes cada vez menos solidarias en la cultura
política y menos responsabilidad social
en el aparato gubernamental.
Sin embargo,
una cosa es la reducción de la democracia
(acciones unilaterales del gobierno, lucha por
el poder político y económico para
obtener beneficios personales y de pequeños
grupos, privatización del patrimonio nacional,
descalificación de actores sociales críticos,
etc.), y otra cosa es cambiar el contenido del
concepto de democracia por su contrario: las
decisiones autoritarias en los medios con todo
y sus campañas de conformismo social
(Gramsci).
Es así
que, afirmar que la democracia “ya no se
funda en elementos jurídicos ni en la
soberanía del ciudadano” porque
los medios masivos no son manejados así,
es trastocar la forma por el fondo y el efecto
por la causa, puesto que si la mayoría
de los políticos emplean el lenguaje unilateral
de los medios y no generan un intercambio real
de puntos de vista diferentes, es porque estratégicamente
no les interesan los procesos democráticos,
no porque la democracia haya cambiado de naturaleza
por su contraria.
Más aún,
los medios impresos y electrónicos, como
instrumentos tecnológicos y mecanismos
de socialización, podrían ser empleados
de otra manera en una organización política
diferente para facilitar el intercambio de visiones
del mundo de los distintos actores sociales,
elevar el nivel de conciencia democrática,
así como pluralizar las decisiones de
interés público, entre otras acciones
políticas democratizadoras. La radio,
por ejemplo, ha sido empleada con éxito
en la alfabetización (Radio Sutatenza,
Colombia), en la organización campesina
para la producción y el rescate cultural
(Radio Mezquital, México) y en la autoinformación
de la comunidad (Radio Teocelo, México),
por mencionar algunas tareas sociales. Y en cada
uno de los medios de difusión hay registro
de experiencias a favor del desarrollo social
y democrático, aunque el gobierno casi
siempre termina oponiéndose a ello. Si
hoy día la Internet fuera empleada para
vincular estrechamente a los diputados y senadores
con sus representados para discutir abiertamente
las iniciativas de ley y todo tipo de políticas
realmente públicas, otro sería
el sustento realmente plural y democrático
de las mismas.
Pero esta no
es la lógica que les interesa a los representantes
formales ni a los funcionarios integrados al
poder político (recordar la cerrazón
gubernamental a la larga y fructífera
discusión plural que se venía dando
en México en torno a la Ley Federal de
Comunicación Social y que el presidente
Zedillo anuló de un plumazo en reunión
con los empresarios que la llamaban “Ley
mordaza”, y cómo antes cargó
la gigantesca deuda privada del FOBAPROA sobre
los ciudadanos), sino beneficiarse económicamente
en lo personal con los menores contratiempos
posible. Si los medios masivos no se emplean
en prácticas de participación política
real como parte del espacio público político,
no se debe a las características tecnológicas
de cada medio, como se pretende hacer ver, sino
a la lógica social con la que se manejan:
en función del lucro y la desmovilización
política democrática.
En pocas palabras:
una cosa es que desde el poder se reduzcan las
prácticas democráticas reales,
y otra que llamemos “democracia”,
y “espacio público político”,
a la las actividades mediadoras y difusoras de
los medios masivos. Circunscribir el concepto
de espacio público político
al ámbito mediático de los negocios,
es una manera de privatizar simbólicamente
el verdadero espacio público político
donde los ciudadanos tienen derecho a expresarse
libremente y a incidir en las decisiones sobre
“los asuntos de todos”.
Como bien reconoce
Ferry:
El acceso a
los medios es un “principio selectivo”
del valor social; o más bien selecciona
a quienes tendrán acceso de acuerdo a
criterios de utilidad para sus fines.
Existe una “gramática impuesta”,
a veces muy defectuosa y estereotipada, realmente
refractaria a la complejidad del pensamiento
vivo y no trivial. Este principio de selección
ejerce su poder de modo dogmático a través
de los medios (Ferry, 1998:24).
Por supuesto,
los “criterios de utilidad para sus fines”
y su ejercicio “de modo dogmático”,
nada tienen que ver con las prácticas
democráticas ni “los asuntos de
todos”. Por ello, la concepción
del ámbito mediático lucrativo
como “espacio público político”,
termina por borrar su propio sentido político
y, por supuesto, democrático. Así
lo manifiesta Ferry al concluir que:
La actual constitución
del espacio público contiene un potencial
innovador: El espacio público político
podría quedar superado o suprimido (ídem.).
Donde superado
o suprimido representa lo mismo: desaparecer.
La lógica de Ferry que podemos extraer
de sus razonamientos es impecable: Si el espacio
público lo es por su capacidad de difusión
masiva y su función mediadora, y el espacio
público político consiste difundir
mensajes de contenido político que han
sido seleccionados y legitimados por los medios
con su “gramática impuesta”,
¿para qué buscar otros espacio
y otros actores? Igualmente, si en la lógica
empresarial de los medios se promueve del mismo
modo una bebida gaseosa que un candidato o una
colecta social, y si a fin de cuentas lo que
importa socialmente es legitimar la existencia
mediática de personajes políticos
frente a un público consumidor de dichos
mensajes, ¿para qué complicarse
la existencia con discusiones plurales entre
actores conflictivos? Lo mejor es hacer caso
omiso de otros espacios y otros actores sociales.
Ahora bien,
a pesar de lo opuesta que resulta la actual lógica
empresarial de los medios a las prácticas
democráticas, parece que dicha contradicción
no importa o pasa desapercibida aun entre investigadores
académicos. En un seminario sobre “Ciudadanía
y procesos electorales” organizado por
el Consejo Nacional para la Enseñanza
y la Investigación en Ciencias de la Comunicación
un investigador afirmó:
El espacio
público es aquél donde actúan
los actores sociales.
Hoy en día los actores sociales actúan
en los medios. Por lo tanto ahí está
el espacio público.
La gente
ya no actúa cara a cara ni en las plazas
públicas. Por lo mismo no hay que pensar
como en el pasado. Si los políticos y
actores sociales no actúan en un lugar,
ese lugar no es espacio público (CONEICC,
2002).
Independientemente
de que habrá que discutir el concepto
de actores sociales para saber quiénes
de ellos están presentes en los medios
y quiénes no están y de qué
manera aparecen, e igualmente se tendría
que discutir qué significa actuar
en los medios, sobre todo en términos
políticos, afirmar que “La gente
ya no actúa cara a cara ni en las plazas
públicas” es realmente sorprendente.
¿Será entonces que los diez años
durante los cuales los indígenas zapatistas
de Chiapas prepararon su levantamiento no actuaron
cara a cara? ¿O no hay que considerarlos
un actor político? ¿O la preparación
colectiva y la organización de las manifestaciones
públicas de los campesinos de Atenco en
contra del proyecto de Aeropuerto en sus tierras
(antes de salir a las calles donde los captaron
las cámaras de televisión), así
como las reuniones que hasta la fecha siguen
teniendo en sus espacios comunitarios, entre
ellos y con otros grupos de acción política,
no son acciones sociales? ¿O las reuniones
de Bush con su consejo militar para decidir la
guerra contra Irak no son acciones cara a cara
ni ellos son un actor social? ¿Y todas
las manifestaciones masivas en calles y plazas
públicas que se hicieron en el mundo contra
la decisión bélica de Bush y que
los medios no reportaron, no se deben considerar
acciones políticas de actores sociales
en espacios públicos? ¿La marcha
de un millón doscientas mil personas contra
el desafuero de Andrés Manuel López
Obrador no es una acción política
si no la difunde la televisión? Pensar
estas manifestaciones no difundidas en la televisión
como acciones políticas de actores sociales
en espacios públicos ¿será
“pensar como en el pasado”?
Estamos de acuerdo
en que Si los políticos y actores
sociales no actúan en un lugar, ese lugar
no es espacio público, como se afirma,
pero considerar que Hoy en día los actores
sociales actúan en los medios, sin tomar
en cuenta los condicionamientos de ese ámbito
privado, los actores específicos, la forma
y el sentido social de “actuar” en
los medios, y la descalificación de los
espacios públicos “no mediáticos”
es, otra vez, un sesgo reduccionista. Peor todavía,
afirmar que La gente ya no actúa cara
a cara ni en las plazas públicas,
cuando en el mundo entero actores diversos se
ha manifestado contra la guerra precisamente
en calles parques y plazas públicas, aún
sin ser televisados, resulta incomprensible.
Una forma de
entender las afirmaciones anteriores podría
consistir en considerarlas como expresiones construidas
desde la óptica de quienes detentan el
poder (grupos de la clase dirigente y la
sociedad política, según Gramsci),
y para quienes las opiniones y decisiones de
los ciudadanos comunes no son relevantes en tanto
no logren un consenso amplio que genere acciones
políticas multitudinarias. Pero sí
importan las expresiones políticas de
otros actores sociales poderosos que buscan el
consenso social (Portelli, 1997) para
ciertas decisiones, lo cual obliga a los grupos
políticos a diseñar estrategias
de alianza, confrontación o desgaste.
Y como un instrumento importante para lograr
consensos amplios son precisamente los medios,
éstos representan para el poder una especie
de “termómetro” de la conformidad
o inconformidad social que hay que tomar en cuenta
para no correr ningún riesgo de perder
la dirección y el control sobre la población
(la hegemonía, Gramsci). Lo que
no es masivo puede ser controlado de otras maneras.
Concebir, pues,
los medios de difusión masiva como “espacio
público político” es comprensible
y coherente por parte de quienes los controlan,
porque les conviene, pero no desde quienes analizan
a la sociedad en su conjunto como científicos
sociales, porque olvidan o sesgan la mirada sobre
la complejidad de las relaciones políticas
y el espesor de las prácticas democráticas,
además de reducir a la trivialidad publicitaria
los procesos de comunicación política.
Como dice Humberto
Maturana:
Hemos confundido
la democracia con la elección de
presidentes, parlamentarios y administradores,
muchos de los cuales apenas tienen un respaldo
mayoritario porcentual.
La democracia
es un proyecto común (…) Es muy
difícil la convivencia democrática
si uno no aprende a vivir en el respeto por
el otro, si no aprende a colaborar. La colaboración
solamente es posible entre iguales (...) No
se apoya ni se funda en la mentira (Maturana:
1995,26-83).
Pero esta democracia
igualitaria lógicamente no interesa a
quienes poseen los medios, sino el concepto de
espacio público planteado por
Ferry y que nadie se pregunte más allá
de los medios por otros espacios ni por las acciones
políticas de otros actores sociales. Sin
embargo, las propias contradicciones de los conceptos
mediáticos del “nuevo espacio público”
y el “nuevo espacio público político”,
obligan a buscar otros enfoques.
Javier Esteinou,
por ejemplo, considera que “Es necesario
reconstruir el espacio público como
un territorio libre, abierto y
autónomo” (CONEICC, 2002),
puesto que en los medios los asuntos públicos
se convierten en cosa de unos cuantos con acceso
al medio, es decir, en asuntos privados (como
en la Edad Media).
Esta preocupación
de Esteinou resulta congruente con el sentido
jurídico y sociopolítico del término
público que hemos analizado al
principio, pues en tal sentido, el espacio
público político tendría
que ser un lugar donde pueda concurrir libremente
todo tipo de actores sociales, sin exclusiones,
para expresar su propio pensamiento e incidir
realmente en las decisiones que les afectan y
que puedan contribuir al bienestar o desarrollo
de la sociedad en su conjunto.
Un lugar con
acceso restringido, o peor aún, excluyente,
no puede considerarse como espacio público
político, aun cuando se argumente que
las decisiones se toman por el bien de la sociedad,
como ha ocurrido en el discurso televisado de
George Bush en el que declara la guerra a Irak
para la “liberación” de este
pueblo del régimen de Hussein y para “ayudarle”
a administrar su petróleo.
Un espacio donde
concurren todo tipo de actores sociales, pero
cuyas propuestas no son consideradas efectivamente
a la hora de tomar las decisiones que sólo
benefician al poder, tampoco cumple con los objetivos
de un espacio público. Se convierte en
un espacio para la demagogia, como ocurrió
en México con las mesas de trabajo sobre
la reforma de la Ley de radio y televisión
en la Secretaría de Gobernación.
En ellas participaron grupos de diferentes intereses,
incluyendo a los académicos y a la sociedad
civil, pero el presidente Fox hizo caso omiso
de estas aportaciones y decidió ceder
a los concesionarios el 12.5% del tiempo de antena
que pertenecía al estado.
Nadie niega
la existencia de un espacio social poderosísimo
como son los medios de difusión, y en
especial la televisión, y que, como se
ha señalado, puede impactar de manera
profunda en la visión que tiene del mundo
una sociedad. Pero es semejante a decir que nadie
puede negar la potencia bélica de Estados
Unidos. Sin embargo, la existencia de estas fuerzas
en manos de grupos de poder no implica necesariamente
que estén al servicio de la democracia,
y menos que sean un instrumento manejado para
la participación abierta de los actores
sociales. Lo que en los medios se quiere es una
masa de “receptores” previsibles,
un “público” compuesto por
consumidores de mensajes que a lo sumo puedan
expresar, cuando se les pregunte, opiniones mínimas
para que los emisores ajusten sus mensajes y
estrategias de difusión. Los medios no
convocan actores sociales con capacidad de pensamiento
propio y decisión autónoma, como
lo requiere la democracia. No requieren un público
pensante y activo, como el que desde hace más
de cuarenta años definió Wright
Mills:
PÚBLICO:
En un público, tal como podemos
entender el término:
(1) El número de personas que expresa
opiniones es virtualmente igual al número
de personas que las recibe.
(2) Las comunicaciones públicas están
organizadas de manera que exista una posibilidad
eficaz e inmediata de replicar cualquier opinión
expresada en público. La opinión
formada por una tal discusión,
(3) se traduce enseguida en una actuación
eficaz, aún contra –si fuera necesario-
el sistema de autoridad imperante. Y
(4) las instituciones autorizadas no penetran
en el público que, goza por ello, en
mayor o menor grado, de autonomía en
sus actuaciones.
MASA: En una
masa:
(1) El número de personas que expresan
opiniones es mucho menor que el que las reciben;
la comunidad de públicos se convierte
en un conjunto abstracto de individuos que reciben
impresiones de los medios de comunicación
de masas.
(2) La comunicación imperante está
organizada de tal modo que es difícil
o imposible para el individuo replicar inmediatamente
o con alguna eficacia.
(3) La transformación de la opinión
en actuación está controlada por
las autoridades que organizan y controlan los
canales de esa actuación.
(4) La masa no goza de autonomía frente
a las instituciones; antes al contrario, agentes
de instituciones autorizadas penetran en esa
masa, eliminando cualquier autonomía
que pudiera existir en la formación de
opinión mediante la discusión
(Wrigth Mills, 1959: 303-304).
El espacio
público, y sobre todo el espacio
público político es donde
se expresa el “público” definido
por Wrigt Mills, que aquí hemos venido
considerando como actores sociales, no aquel
donde una masa asiste como espectadora. Por algo
a los medios de difusión hoy día
se les llama medios masivos.
El
espacio público, y por supuesto el espacio
público político, más allá
de su delimitación física, es una
estructura de relaciones establecidas entre diferentes
actores sociales con intereses diversos, e incluso
opuestos, que reconocen la necesidad de decidir
juntos sobre asuntos que los afectan, y que por
tanto acuden a expresar sus respectivas propuestas
y visiones del mundo con el ánimo de confrontarlas,
complementarlas o incluso desarticular la del
adversario, pero con la disposición para
llegar a algún tipo de acuerdo que les
permita seguir conviviendo con respeto y dignidad.
Participar
en un espacio público implica reconocer
el derecho del otro, diferente, a participar
abiertamente con sus propios intereses y sustentos.
Las reglas del encuentro en un espacio público
las han de proponer y/o aceptar los propios protagonistas
de la participación. El espacio físico
puede en un momento dado pertenecer a un grupo
o individuo inclusive, como es el caso de los
medios de difusión, pero no la estructura
democrática de relaciones políticas.
Actualmente
en los medios de difusión los grupos de
poder se expresan protagónicamente, tanto
en su dimensión política como económica,
pero no necesariamente se da cabida a otros actores
distintos u opuestos con sus propios intereses
y mensajes. Incluso con frecuencia a estos grupos
se les disfraza, descalifica o sustituye. Lo
que sí se hace es hablar de los otros
actores sociales, pero construyendo la imagen
de ellos que conviene a los intereses de quienes
controlan los medios. Es muy conocido el patético
caso de la televisora mexicana TV Azteca,
que a propósito del asesinato de un cómico
por sus relaciones con la mafia de la droga,
empleó toda su fuerza para linchar
políticamente a un jefe de gobierno del
Distrito Federal perteneciente a un partido político
de oposición (PRD), y en gran parte lo
logró. Esto comprueba el peso político
que un medio puede ejercer, pero también
su incapacidad para fungir per se como espacio
público real.
En México
a principios de 1994 se empezó a construir
un espacio público político real,
paradigmático, incluso difundido mundialmente
por los medios, en los diálogos de San
Andrés Larráinzar, Chiapas, entre
el gobierno federal y el Ejército Zapatista
de Liberación Nacional, donde con múltiples
dificultades ideológicas y culturales
pudo llegarse a establecer acuerdos políticos
sancionados por todos los actores sociales involucrados,
la sociedad civil incluida. Sin embargo, esta
oportunidad histórica en el país
fue desmantelada por el propio gobierno federal,
el diálogo se suspendió y los acuerdos
fueron alterados y sustituidos por documentos
unilaterales que en un juego demagógico
de los diputados y senadores se aprobaron como
la Ley Indígena. Fue desconocida, por
supuesto, por los zapatistas, por muchos
intelectuales y por otros grupos de la sociedad
civil. Pero la ficción legislativa sustituyó
a los acuerdos legítimos.
Pensar en un
espacio público político donde
en forma libre y democrática todos los
grupos expresen sus intereses de fondo, diversos
y opuestos, puede considerarse por algunos ingenuo
en tiempos del capitalismo salvaje. Pero incluso
aceptar esta ingenuidad no es razón
suficiente para llamar “espacio público”
o “espacio público político”
a un lugar de discursos unilaterales que sesgan
o trastocan el sentido jurídico-político
del término público. La
privatización del espacio público,
aun con difusión masiva de mensajes, resulta
un contrasentido y obliga entonces a cada actor
social que se ve afectado por los discursos o
las decisiones ahí tomadas, a plantearse
cuando menos dos alternativas: o busca sus propios
espacios físicos (calles, plazas, selvas,
sitios de Internet y medios de difusión
piratas, por ejemplo), o se apropia
momentáneamente de otros (edificios gubernamentales,
carreteras, estaciones de radio, etc.).
Efectivamente,
no puede entenderse un espacio público
sin una participación real de los actores
sociales. Y esta participación tampoco
es posible sin un real sistema democrático.
La privatización del espacio público
es ficción de democracia. Reclamar la
existencia de espacios públicos y espacios
públicos políticos de verdad, es
reivindicar las prácticas democráticas,
un derecho al que no se tiene por qué
renunciar si se buscan relaciones sociales sanas.
Existe también,
por otra parte, una tendencia intelectual a llamar
“democracia real” o “política
real” a la facticidad de las decisiones
tomadas por el poder aunque se tomen antidemocráticamente.
Desde luego, este tópico es motivo para
una discusión más amplia que escapa
al alcance de este texto, pero vale la pena mencionar
que en dicha concepción se confunde “democracia”
con “autoridad”, y el hecho de que
quien tiene el poder legal para tomar decisiones
de gobierno pueda hacerlo en forma autoritaria,
ejerciendo los que Habermas (1981) llamaría
la violencia legítima del estado,
no tiene por qué considerarse una decisión
democrática.
Los
actores sociales
Como
parte de este trabajo de análisis, es
necesario abordar aunque sea brevemente la idea
de actor social. Hace tiempo que Rodolfo
Stavenhagen nos propuso que “en los modelos
generales utilizados en los análisis políticos
no son los individuos sino los grupos quienes
constituyen las unidades o los actores del sistema”
(Stavenhagen,1972:183). Esta consideración
obedece principalmente a que son los grupos sociales
los que determinan la participación de
los individuos en los procesos políticos
y no al revés. Incluso, como expresa Don
Julio Scherer (1986) en su libro Los presidentes:
“El presidente de la república no
es un líder político, sino un jefe
burocrático” que responde, por supuesto,
a los intereses de determinados grupos y estructuras
de poder.
En consecuencia
con lo anterior, un actor social puede
considerarse como un grupo o sector de la colectividad
que actúa en defensa o promoción
de sus intereses de grupo, que tiene o comparte
una visión de sí mismo, y que distingue
claramente sus intereses y valores de los de
otros grupos sociales. Una persona o
una personalidad (persona con reconocimiento
público) sólo podría considerarse
actor social en tanto represente y sea aceptado
como representante legítimo de un grupo
o sector social determinado.
¿Qué
diferencia o diferencias podrían entonces
encontrarse entre un “sector social”
y un “actor social”? Más allá
de las clases sociales, y para efectos prácticos,
puede pensarse cuando menos en dos diferencias:
la actividad y la flexibilidad. En cuanto a la
actividad, un sector social puede describirse
de manera pasiva, como una clasificación
nominativa: el sector obrero, el sector campesino,
el sector empresarial, etc. El actor social en
cambio, no puede concebirse sino en un proceso
de acción política o social: la
marcha indígena, el Congreso Agrario,
la rebelión estudiantil, los trabajadores
migrantes, el Foro de Cambio Empresarial, etcétera,
en los cuales se reconoce su participación
en una acción colectiva. Por otra parte,
el actor social puede configurarse flexiblemente
con una parte del sector social o rebasar esta
categoría: La “corriente democrática”
de un partido, o el “frente obrero-campesino-estudiantil”,
por ejemplo.
En pocas palabras,
como actores sociales pueden considerarse aquellos
grupos que inciden en las decisiones de una colectividad
o reaccionan ante ellas de manera abierta. Y
el espacio público político es
uno de los mecanismos concebidos para incidir
en las decisiones políticas. Reivindicar
este espacio real se convierte así en
parte de la lucha por el desarrollo de una sociedad
realmente democrática.
Notas:
*
El presente trabajo es la versión ampliada
del ensayo publicado en el libro, Investigación
de la comunicación. México en los
albores del siglo XXI, coordinado por Norma
Patricia Maldonado y editado por la AMIC, en
México, en el 2003.
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México, 1972.
Wright Mills, Charles. The power elite.
Oxford University Press. Nueva York, 1959.
Dr.
José Cisneros Espinosa
Profesor Titular, Investigador y Coordinador de
las Maestría en Comunicación Pública
en el Departamento de Ciencias de la Comunicación
de la Universidad de las
Américas, Puebla, México. |