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Entre lo Público y lo Privado.
Un espacio para la convivencia social a través de la comunicación

 

Por María de la Luz Casas
Número 55

Introducción
Una de las áreas más interesantes en la teoría política es la teoría sobre el consenso. La teoría del consenso surge ante todo de la reflexión filosófica, pero se relaciona sobre todo con la posibilidad de la praxis y los acuerdos políticos.

¿Qué significa obtener consenso? ¿Cómo obtener consensos? ¿Qué significado tiene esta palabrita tan difícil de definir y de obtener en los últimos tiempos? ¿Se trata de ceder? ¿Convencer al otro? ¿Articular posiciones diametralmente opuestas que en un momento dado puedan ser defendidas y respondan a las expectativas del otro? ¿Convencer al otro que desde luego pensamos y deseamos lo mismo, pero que los caminos a través de los cuales se puede llegar al objetivo pueden ser distintos?

Se nos olvida que la vida en sociedad requiere mucho más que la articulación de intereses diversos y el respeto a las garantías individuales, y que el liberalismo político, al que responden de alguna manera las libertades de expresión, asociación, prensa y otras, es solamente uno de los aspectos de la política emanados de una concepción específica acerca del papel que debe jugar el Estado en la vida social.

La democracia, que tanto pregonamos como uno de los valores fundamentales de la vida moderna, emanó directamente de una concepción de hombre que reposa sobre la organización efectiva de la vida en sociedad y sobre la institucionalidad. En ese sentido, la construcción de consensos depende del reconocimiento de la alteridad, y de la necesidad de encontrar un “lugar común” sobre el cual basar la convivencia humana.
Sobra decir entonces la importancia radical de la comunicación para el encuentro con el otro, para la construcción de consensos y, por ende, para el desarrollo de una sociedad democrática.

No obstante todo lo anterior, es importante recordar que, la construcción de consensos ha encontrado numerosas interpretaciones desde la filosofía política, y que cada una de ellas implica una visión distinta de lo que es el hombre, de su papel en la vida social y del papel del Estado como mediador en la construcción de una sociedad armónica en la que pueda desarrollarse la actividad humana.

Cuando construimos consensos buscando no encontrarlos, no solamente ignoramos la libertad del otro a poseer una independencia de pensamiento y de expresión, sino que estamos negándole su derecho a optar por un lugar común para la convivencia humana. Por tanto, la búsqueda de consensos debe iniciar por el reconocimiento de la diferencia entre los ámbitos de lo público y de lo privado, y de que buscar mecanismos para la articulación social implica acerarse al otro con una actitud tolerante, salir del espacio privado para encontrarse en un ámbito intermedio en donde pueda construirse una auténtica noción de lo público; es decir, aquella en donde sea factible la construcción conjunta de mundos posibles.

En busca de un espacio para la convivencia
La democracia requiere de la búsqueda de consensos, pero además, la democracia implica encontrar un espacio para la convivencia. Ser democrático, por definición, implica ser tolerante, aceptar que el conflicto y que el disenso es parte de la actividad política, pero también implica saber tender “puentes” para la construcción de una vida en común.

El mundo moderno se está enfrentando a problemáticas cada vez más complejas en la búsqueda de ese lugar en común. Es evidente que, tanto desde el terreno de lo nacional como de lo internacional, los seres humanos estamos teniendo problemas en reconocer que el planeta que tenemos es uno solo y que no podemos mudarnos a otro.

En ese sentido, la democracia en un contexto nacional o un contexto internacional implica la discusión, la generación de alternativas comunes y el reconocimiento de responsabilidades compartidas. No obstante, la posición que cada uno de nosotros, como sujetos esgrima en función de dichos acuerdos, será completamente distinta en la medida que nuestras soluciones emanen de posiciones ideológicas diversas.

Así por ejemplo, la construcción de espacios de relación se deriva necesariamente de una concepción distinta de los ámbitos de lo público y de lo privado, en el sentido de que privado es aquello que responde a lo individual y frente a lo cual el poder de decisión emana directamente de la constitución propia del sujeto, mientras que lo público implicaría una noción de conjunto, una referencia a lo que es de todos, pero sobre todo una construcción abstracta que no existe por sí sola, sino que requiere de la civilidad y de los acuerdos.

Para su existencia, incluso lo privado requiere de la existencia de lo público, es decir del reconocimiento de aquellos que viven en sociedad de que los bienes pueden es de naturaleza privada, pero también de naturaleza pública. Y es que los sujetos únicamente se constituyen en individuos públicos en tanto que se convierten en ciudadanos y en tanto que son capaces de tomar decisiones como tales.

Por lo mismo, tanto la idea de sociedad civil como las características propias del comportamiento ciudadano, son claves para entender la vida en sociedad, al menos dentro de un sistema democrático.

Ahora bien, esta noción de lo público por contraposición a lo privado no existió siempre. Según Weber, la separación entre el patrimonio público y la hacienda personal fue un proceso gradual cuyo propósito fundamental fue la separación de los bienes domésticos de los del presupuesto público, la formación de la burocracia estatal y el ejército (Weber, 1969). En ese sentido, como también lo señala Bockelmann (1983), la estructura social y especialmente las clases burguesas fueron las que determinaron la noción de lo público con referencia clara a la naturaleza de su propiedad privada, pero además en relación directa a su poder de clase. Como bien señala Locke entonces, el concepto de propiedad privada aparece asociado al de sociedad civil (Locke, 1997).

Posteriormente, la idea de lo privado va a desarrollarse junto con toda una construcción cívica y ciudadana hasta evolucionar en una progresiva diferenciación entre la sociedad civil y el Estado. Así, el concepto de lo público va ir adquiriendo una de sus connotaciones actuales, vinculándolo más con la noción de lo estatal. (Rabotnikoff, 2005).

Por otra parte está la noción del mercado. Su aparición tiene que ver por supuesto con el liberalismo pero también con el origen del capitalismo como derecho fundamental a la acumulación de la riqueza.

En realidad, como conceptos el origen del Estado y el desarrollo del mercado son paralelos. Ambos se vinculan en el momento en el poder aparece sustentado en un valor de cambio acordado. Resulta por tanto natural, que los límites entre la sociedad civil y el Estado, o entre lo privado y lo público se entiendan de manera diferente, ya que sus límites están en función de una definición o redefinición de aquello que es de la competencia del ámbito privado, y de aquello que es de naturaleza pública. Desde luego cualquier definición en ese sentido implica la construcción de consensos.

Existen, sin embargo, diversas perspectivas respecto de cuáles son las mejores formas de alcanzar consensos. Por su parte, la búsqueda de consensos requiere de una articulación particular entre el Estado y la sociedad civil, y la participación que cada uno de ellos tenga en la vida social dependerá en mayor o menor medida de la asignación que se le haga, ya sea al Estado o a la sociedad civil, en la responsabilidad de llegar a acuerdos y ponerlos en práctica.

Así por ejemplo, desde la teoría política el funcionalismo abogaría por la aplicación de procesos de socialización que serían en un momento dado los responsables de aminorar el conflicto y asegurar los consensos; el historicismo retomaría el problema de la legitimidad en términos de garantizar la convivencia entre los sujetos, así como la necesidad de lograr la legitimidad en la toma de decisiones a través de la elección libre; mientras que el materialismo histórico nos recordaría la eterna tensión entre las clases dominantes y las subalternas indicando que, de manera inevitable, los consensos son impuestos a través de los aparatos ideológicos del Estado con propósitos claramente hegemónicos. En esta reflexión desde luego estaría presente la discusión filosófica acerca de la moralidad y del papel del sujeto en la búsqueda por un espacio de relación con otros.

Las formas de alcanzar el consenso dependen, por tanto, de visiones diferentes de la sociedad civil y del Estado.

Para unos, desde el liberalismo político y desde la teoría democrática, el sujeto es capaz de tomar decisiones libres y racionales; de manera que la discusión racional y libre con otros, le llevará necesariamente a los consensos. El consenso por tanto, es alcanzable solo y en la medida en que se privilegien la lógica, el diálogo, la argumentación y la discusión racional. La discusión racional no puede sino emanar de una argumentación libre. (Habermas, 1989).

Para otros, en cambio, el diálogo no es posible porque el sujeto no es libre, sino que su racionalidad se encuentra limitada por la manipulación y la extorsión de la que ha sido históricamente ha sido víctima. En este sentido, el hombre entonces es incapaz de tomar decisiones por sí mismo. Su racionalidad está impedida por tanto de una argumentación sólida, ha sido víctima de la manipulación y la propaganda y por tanto no es capaz de alcanzar consensos con otros hombres. El Estado, por tanto, debe tomar las riendas de la actividad social y decidir en conjunto lo que conviene a todos los hombres dentro del marco de la convivencia social. (Schmitt, 1999).

Así por ejemplo, para Schmitt el liberalismo es la expresión teórica de los intereses del capitalismo, que pretende controlar y dividir al Estado al punto de convertirlo en un instrumento de su dominación. Por eso, el Estado debe ser fuerte y suprimir las garantías individuales, de manera que no exista la posibilidad de crecimiento de la actividad del capital. El Estado para Schmitt, por tanto, debe ser capaz de ejercer el monopolio de lo político a fin de implantar el orden social. No obstante, una actividad estatal fuerte en busca de una esfera pública sólida, suprimiría todos los vestigios de una esfera privada libre.

Según Hanna Arendt, la esfera pública está basada en la igualdad y en la universalidad de la ley; la esfera privada está basada en la particularidad. No todos nacemos iguales, pero nos volvemos iguales la ley y ante los demás. La vida política se basa sobre la idea de que podemos “construir igualdad”, pero que esa construcción requiere de organización reconociendo nuestras diferencias y nuestras limitaciones (Arendt, 2005).
No obstante estas posibilidades de relación, el contractualismo originario en el pensamiento de Hobbes, o de Rousseau ha cambiado.

Asistimos a un resurgimiento de un individualismo, que requiere la revisión del papel del Estado como garante de las libertades y los derechos entre aquellos sujetos que son parte del todo social.

El nuevo contractualismo implica entonces definir con claridad los derechos y las responsabilidades del sujeto y del Estado para la resolución de aspectos específicos de la relación social.

Está claro que ante el repliegue de los Estados nacionales y las nuevas tendencias de la política es necesario una mayor participación de la sociedad civil, pero dicha participación requiere, de manera fundamental la capacidad de organización y de articulación de consensos.

El pensamiento liberal y el ideal democrático que se instalaron a últimas fechas de manera hegemónica en buena parte de los Estados modernos, se han consolidado en lo que Dahl llamó “poliarquía” (Dahl, 1993). Así esta relación estructural hizo posible que se equipararan los postulados del liberalismo económico junto con los del liberalismo político, confundiendo de esta manera los derechos democráticos con los derechos a la generación de riqueza y al establecimiento del capital.

No obstante, es bien sabido que aún cuando en una sociedad se estableciera un proceso eficiente de generación de riqueza, esto no garantizaría una distribución equitativa de los bienes y los recursos. De hecho, dado que la generación de riqueza aparece fundamentalmente como parte de los derechos individuales, es muy difícil que los ciudadanos busquen distribuir los beneficios adquiridos de manera individual entre los miembros más desprotegidos de la sociedad. Por ello, es común que la ciudadanía conciba al Estado como el único garante de su seguridad, felicidad y bienestar económico.

En su actividad económica el sujeto normalmente se remite a la búsqueda individual de su bienestar y felicidad, mientras que como ciudadano espera que el Estado garantice un mínimo de condiciones sociales para que dicha actividad se lleve a cabo. No existe por tanto una concepción integral del individuo en tanto que ente político y ente económico.

El sujeto se encuentra pues escindido entre su naturaleza como ente político y como ente económico.

Como ente económico, el sujeto se reconoce como generador de riqueza y como consumidor de bienes. Sus derechos y libertades individuales se encuentran articulados alrededor de su satisfacción personal e inmediata como consumidor. Los consumidores asumen que esas libertades no necesariamente deben ser coincidentes con las libertades de los demás, porque los mercados generalmente son lo suficientemente grandes como para garantizar una oferta amplia para todos. Ahora bien, las libertades y los derechos individuales son la piedra angular del liberalismo, pero también es necesario el reconocimiento de las libertades y derechos individuales de los otros. Solo así es que es posible trascender de nuestra dimensión económica individual a nuestra dimensión pública o política, esto es, solamente pensando en términos del otro es que podemos construir una verdadera noción de comunidad.

Así, la convivencia social implica la construcción de un espacio público, y la conducta cívica no existe desde el punto de vista de la esfera privada. El sujeto requiere pues hacer un esfuerzo, un sacrificio para pensar en el bienestar público antes que en el propio, a fin de arribar a la construcción de consensos.

El problema es que, con un Estado reducido, rehén de los grupos económicos y de interés, la conducción de los asuntos políticos queda en manos de la sociedad civil. Y con una ciudadanía poco entrenada en la construcción del espacio público y acostumbrada al ejercicio de las libertades en busca de la satisfacción individual, la problemática es inevitable1.

Como consumidores el mercado nos ha entrenado en los mecanismos necesarios para obtener la satisfacción inmediata, mientras que como ciudadanos, la política requiere de diálogo y tolerancia, procesos que no necesariamente se logran de manera rápida sino que requieren de voluntad y de paciencia.

La esfera privada ha sido por tanto irremediablemente trasladada a la vida pública, pero sin un proceso de transición de por medio. Los sujetos exigen soluciones inmediatas a problemáticas que involucran procesos complejos y de largo alcance. La construcción de consensos a través del diálogo se ha eclipsado dejando asomar únicamente a una colección de intereses individuales que poco o nada tienen que ver con la voluntad general. Al no encontrar solución rápida, la ciudadanía se desespera; y es que cuando la pluralidad de opiniones colapsa con la generación de un espacio público, lo que sobreviene es el conflicto.

Se nos olvida que el ser humano puede transformar la realidad, pero solamente de manera consensuada. El mundo es pues, el resultado de nuestros esfuerzos coordinados para llevar a cabo una vida en común, pero también de la necesidad de luchar contra las inequidades y la destrucción que el hombre mismo ha creado en todo este proceso2.

La construcción del nuevo espacio público en el contexto de la globalidad
En un mundo globalizado las demandas de la sociedad civil, anteriormente articuladas a mecanismos de eficientización de la administración pública estatal, aparecen como dependientes de la imposibilidad de los Estados nacionales para responder a las demandas y a las expectativas globales. Y es que hoy en día los gobiernos estatales tienen que responder a presiones internacionales que poco o nulo margen les dejan para la satisfacción de sus necesidades internas.

El sujeto postmoderno de la sociedad global si bien no ha aprendido todavía a ejercer sus competencias ciudadanas en términos de la construcción de los consensos a nivel nacional, mucho menos lo ha hecho para constituirse como ciudadano de la globalidad.

Las necesidades y los derechos individuales se han extendido al resto del mundo, ya que los consumidores locales son ahora consumidores globales, pero los derechos y las obligaciones ciudadanas poco o nada han logrado trasladarse a las responsabilidades globales para cuidar a un mundo que nos pertenece a todos.

Las nuevas instituciones reguladoras de la totalidad son las grandes corporaciones empresariales. Los Estados nacionales han cedido espacio a la participación de sectores de la población encaminados a la acumulación del capital, y han dejado fuera de su órbita a los sectores menos desprotegidos.

El gasto social se ha convertido no en la inversión de un espacio público mejor para todos, sino en la dádiva que se otorga a los sectores que no han accedido a la riqueza, o en el seguro de cobertura que se paga para garantizar la inmovilidad entre sectores potenciales de conflicto y que representan un peligro para la estabilidad social.

Entre otras cosas, el énfasis en la esfera de lo privado, en la maximización de los satisfactores sociales o la eficiencia de los recursos para la satisfacción del individuo, así como la imposibilidad del sujeto para construir la noción del nosotros, o la noción de lo público, son responsables de que el gasto social sea interpretado precisamente como un gasto y no como una inversión.

La reproducción de la nueva individualidad difundida ampliamente entre las nuevas estructuras sociales, y cortada transversalmente a través de los medios de comunicación contribuye de manera sustantiva a enfatizar el espacio privado por encima de la construcción del espacio público. En ese sentido, los mensajes de los medios de comunicación se muestran como inconexos, totalmente desvinculados de un mundo interconectado habitado por todos, y en el que debieran privilegiarse la convivencia y los consensos.

No es de extrañarse entonces la imposibilidad de construir discursos del nosotros colectivo, basado en la solidaridad, pero no por la caridad, sino como vía de la construcción conjunta de un proyecto de nación.

Y es que la construcción de un proyecto de nación se juzga como una responsabilidad del ámbito del político y del Estado, de quien elige por voluntad contribuir al ejercicio público, como parte de un espacio público totalmente desvinculado del espacio privado y no como una precondición de ejercicio de éste. Así, lo que regularmente sucede, como precondición propia de una estructura política estatizante en la cual el sujeto tiene poca o ninguna participación en la solución de los problemas sociales, es que se deja en manos del Estado la responsabilidad de definir el rumbo de la actividad social y pública.

La pérdida de libertad y racionalidad se convierte de esta manera, en uno de los subproductos de los sistemas políticos castrantes de la libertad y de la racionalidad de los ciudadanos3.

¿Cuál puede ser entonces la posible solución a esta pérdida del sujeto? ¿En qué medida puede el sujeto reencontrar su autonomía?

Los sujetos recuperan su individualidad solamente en tanto que eligen libremente usar esa libertad y esa racionalidad para conocer y trabajar hombro con hombro con otros ciudadanos a fin de eliminar las inequidades y las injusticias de las nuevas condiciones de competencia global. Como bien dice Arendt4, el mundo solo puede ser el resultado de nuestros esfuerzos coordinados para llevar a cabo una vida en común, pero también de la necesidad de luchar contra las inequidades y la destrucción que el hombre mismo ha creado en todo este proceso.

Así por ejemplo Alain Touraine (2000), sugiere que la única forma de volver a reencontrarnos con el otro consiste precisamente en llegar al reconocimiento de todo ser humano en tanto que Sujeto (así, con S mayúscula), es decir como un ser humano capaz de expresar sus diferencias, pero también de reconocer los derechos del otro. Sólo la idea de Sujeto puede crear no sólo un campo de acción personal sino, sobre todo, un espacio de libertad pública5. Y es que para Touraine, al unirse con el liberalismo económico, el liberalismo político ha trastocado sus principios fundamentales básicos. La acción utilitaria e instrumental de los mercados se ha constituido en la nueva piedra angular que media las relaciones sociales, cuando que los seres humanos no tenemos a las diferencias individuales o culturales, la eficiencia de nuestros sistemas o a la utilidad de los bienes o servicios que producimos, intercambiamos o consumimos como común denominador, sino que es precisamente vivir en comunión con otros, lo que nos hace trascender en nuestras debilidades y convertirlas en virtudes.

Por tanto, únicamente lograremos vivir juntos si reconocemos que nuestra tarea común estriba en combinar acción instrumental e identidad cultural, es decir, si cada uno de nosotros se construye como Sujeto y si nos damos leyes, instituciones y formas de organización social cuyo objetivo principal sea proteger nuestra exigencia de vivir como Sujetos de nuestra propia existencia.

Debemos aprender a vivir juntos. Y aprender significa des-recorrer el camino y volver a emprender la marcha; por tanto, debemos aprender a con-vivir sobre la base de la tolerancia, en un espacio común.

La comunicación, eje de la vida social
Una vez definido el espacio privado como el ámbito de ejercicio individual y autónomo del sujeto, y el espacio público como el ámbito de la construcción de consensos, es menester aclarar que el tránsito entre uno y otro no es posible sin la comunicación.

Por definición comunicar significa hacer común, encontrarnos con el otro en un espacio de relación en el que una alternativa viable de mundo sea posible para ambos.

En ese sentido la comunicación, como bien ha mencionado Luhmann se convierte en el eje de la vida social, y el poder político, característica del sistema jerárquico que privilegia la división de funciones, debería ser sustituido por un poder comunicativo, característico de la persuasión y la búsqueda de consensos (Luhmann, 1998). Ya otros autores como Habermas (1989) y Koselleck (1988), habían hecho énfasis en la venida de este hombre postmoderno y en la crisis de la racionalidad. No obstante, la premisa sigue siendo la misma: si no se recupera la posibilidad de la comunicación y de la búsqueda de los consensos, tendremos poca probabilidad de recuperar una debilitada voluntad para la convivencia y una elemental capacidad para la resolución de conflictos.

Dos problemáticas resultan fundamentales para el ejercicio de la pluralidad y la comunicación en el siglo XXI: La primera de ellas: la tolerancia. La segunda: el respeto a la diversidad cultural.

El final del siglo XX y el principio del siglo XXI han registrado movimientos geopolíticos fundamentales y la reconstrucción del mapa internacional. El número de naciones independientes se ha multiplicado; los grandes núcleos ideológicos concentradores de poder se han pulverizado y ello ha dado por resultado una fragmentación de los discursos unificadores que anteriormente daban cohesión a los grupos humanos.

Como hemos dicho anteriormente, los Estados nacionales han cedido poder y se han plegado ante los grandes consorcios industriales y comerciales dando origen a un nuevo tipo de imperialismo (Hardt y Negri, 2002).

Los medios de comunicación se han vuelto mundiales pero aún cuando los mensajes circulan, poco o nada tienen que ver con los millares de receptores que acuden a ellos mayoritariamente en busca de una satisfacción personal y poco o nada contribuyen a zanjar las distancias entre sus propias intersubjetividades (Wolton, 2006).

Parte de la problemática es entonces la multiplicación de los Estados Nación (sobre todo la presencia de Estados nuevos que surgen de diferencias lingüísticas y culturales), la pérdida de poder y de capacidad para instrumentar soluciones para satisfacer necesidades sociales, su empequeñecimiento en términos institucionales, su pérdida de legitimidad y por último, ante los discursos que pregonan la libertad y el derecho a la expresión cultural en la democracia, su incapacidad para resolver las problemáticas de la intolerancia gestada al interior de sus sociedades.

Para Wolton, la intolerancia es el peor de los peligros para este siglo (Wolton, 2006).

Los vientos de la democracia, impulsada como la visión política de occidente, nos han obligado a defender los derechos y libertades individuales, pero poco hemos entendido que las libertades individuales deben ser trasladadas al ámbito de lo social. Por otro lado, la globalidad y los nuevos medios de comunicación nos han interconectado de manera tal que tenemos acceso a una multiplicidad de mensajes y de formas de expresión múltiple; sin embargo, de manera irónica hoy en día somos más individualistas y estamos más aislados que nunca.

En la recuperación de nuestra individualidad y de nuestras libertades políticas los sujetos somos ahora más incapaces que nunca de encontrarnos con nuestros congéneres y descubrir en el otro las mismas capacidades y cualidades humanas. Por otro lado, en el afán de defender nuestra individualidad y nuestras preferencias hemos llegado al punto de los enfrentamientos, mientras que frente al empequeñecimiento y pérdida de poder de los Estados hemos perdido también la capacidad de construir los grandes discursos unificadores generadores de consensos. Antes bien, queriendo recuperar la legitimidad de sus gobiernos o de sus propuestas políticas, algunos líderes y algunos Estados nacionales están queriendo recuperar liderazgo buscando los enfrentamientos o las diferencias, y es que como bien decía Schmidtt (1999), no hay mejor forma de unificar al pueblo que articulando el consenso a través del combate con un enemigo común, y no hay mejor aglutinador que buscar la cohesión atacando al otro por sus diferencias de religión, raza o lengua.
Irónicamente, por tanto, el mundo está buscando separarse en lugar de unirse.

No entendemos que los problemas mundiales son ahora más grandes que todos los individualismos y todas las nacionalidades y que solamente unificando las voluntades podremos resolverlos de una manera efectiva.

¿Qué posibles soluciones hay frente a todo esto?

Los Estados nacionales tendrán que admitir sus identidades culturales y políticas diversas y aprender a trabajar con ellas, mientras que los sujetos tendremos que trabajar muy duro para recuperar la posibilidad de pensar no sólo en la diferencia, sino también en la integración.

Medios de comunicación y espacio público
En sus orígenes, los medios de comunicación fueron concebidos como articuladores del espacio público.

Por definición, ya fuera que se distribuyeran a través de ondas hertzianas, o bien a través de vehículos físicos, las comunicaciones masivas transitaban a través de canales concebidos como parte del patrimonio de una sociedad. Paralelamente, el nacimiento de la mayor parte de las instituciones de medios fue albergado por instituciones políticas en las cuales el Estado cubría bajo su manto a la actividad de la comunicación social. En la mayoría de los países los medios de comunicación masiva nacieron a principios del siglo XX y alcanzaron su desarrollo y difusión masiva hacia la mitad de ese mismo siglo. Eran los tiempos del Estado benefactor. Por tanto, la comunicación masiva era considerada como un campo de atribución natural del Estado.

No obstante, el fenómeno de expansionismo del capital llevó a la comunicación y a las instituciones de medios mucho más allá del ámbito de operación de los Estados nacionales. La multiplicación de organizaciones internacionales de medios además de la estructuración de un campo simbólico de difusión internacional, permitió la reproducción del capitalismo a través de medios y canales de comunicación de alcance global.

Paralelamente la tecnología de medios comenzó a transformarse de manera que la actividad pública de los medios comenzó a invadir poco a poco más al espacio privado.

Los mensajes de los medios dejaron de ser auténticamente masivos para convertirse en mensajes personalizados que compartían poca o nula coincidencia con los que se envían a la mayor parte de los consumidores de medios en el planeta.

Los espacios de reproducción masiva de contenidos simbólicos sufrieron un proceso esquizofrénico: por un lado coinciden con el resto de los mensajes que circulan en el entorno global, debido a que comparten el mismo discurso unificador global de reproducción del sistema capitalista; pero por otro lado se distinguen de los demás en tanto que fragmentan los contenidos e impiden la construcción de representaciones conjuntas y la generación del consenso.

Los medios de comunicación han dejando de ser considerados instituciones con responsabilidad pública para asumir, cada vez más, su carácter de instituciones de interés privado. En ese sentido, su responsabilidad social ha sido subsumida en aras de la búsqueda de utilidad privada.

Ambos procesos, el de individualización de los contenidos de los medios y el de la privatización definitiva de las instituciones encargadas de producir los mensajes, han sido grandemente responsables de la imposibilidad de los medios de contribuir a la creación de un auténtico espacio público.

Por su parte, en la mayoría de los países el Estado se ha replegado en la definición de políticas públicas para la comunicación; en parte porque lo hace de manera coincidente con el resto de la actividad económica, y en parte porque ante la incapacidad de competir ha dejado hacer y deshacer a la iniciativa privada. Como dice Offe, como resultado de fuerzas económicas del mercado mundial, y ante la absoluta hegemonía de las políticas neoliberales, la globalización ha logrado que la política se declare incapaz de responsabilidades (Offe, 1995).

Por otra parte, los Estados nacionales han justificado la concepción pragmático-política que orienta su actividad, sobre la base de un liberalismo extendido y cobijados por un aura de democracia que respalda la libertad de las instituciones de medios para abastecer a los mercados con mensajes diversos, y a los consumidores para garantizar su libertad de elección en el consumo.

Es así que el comportamiento divergente entre el comportamiento del Estado, las instituciones de medios y los consumidores de mensaje convierte en algo prácticamente imposible la generación del consenso.

Si bien respetar las libertades y los derechos individuales resulta garantía de la existencia de una democracia, no es su precondición única. Es necesario también el diálogo, la tolerancia, el reconocimiento de aspectos de beneficio común sobre los cuales es imprescindible poner en acción una constelación de libertades y de voluntades. No es posible por tanto, articular un espacio público a partir del afianzamiento de los espacios privados, como tampoco es posible transitar más allá del individualismo y del relativismo a menos de que se haga un esfuerzo real de comunicación para ello.

Por otra parte, tampoco es muy posible que, una vez conquistados los espacios de lo privado y construidos como una ilusión de lo público, las instituciones de medios sean las que se replieguen para dar nuevamente el control al Estado6.

Karl Otto Apel sugiere que esta condición de separación del Estado del bien público, dificulta aún más la posibilidad de alcanzar condiciones de justicia no solamente en el entorno nacional, sino también en el entorno internacional; de manera que una de las formas en que se está intentando generar una concepción política de lo que es la justicia global es precisamente a través de la creación de un “consenso sobrepuesto”.

Ese consenso sobrepuesto, como hemos visto en muchos casos, tiene el peligro de convertirse en un discurso vacío, que no busca precisamente la articulación de todos los intereses presentes en aras de un objetivo social común, sino que simplemente disfraza las verdaderas intenciones de quien lo enuncia.

Por tanto, como instituciones enunciadoras de discursos, tanto los medios de comunicación como las propias instituciones políticas tendrían que cuidar de respetar la esencia de sus propios discursos en tanto que enunciados éticos, ya que, siguiendo a Rawls, un consenso que fuera “político en un sentido falso” no permitiría establecer un orden político justo (Rawls, 1985, 1998). Y es que Apel se pregunta si efectivamente en condiciones de globalidad será posible que el liberalismo logre una situación de justicia, sobre todo cuando en la situación actual, y ante un posible choque entre los diversos grupos o entre las culturas, las consecuencias políticas serían desastrosas.

Por tanto, ante la obvia separación entre el ámbito de lo privado y de lo público, no queda sino buscar la forma de unificar nuevamente ambas esferas, y la alternativa debe estar nuevamente en la comunicación (Apel et al, 1991).

Siguiendo a Rawls, Apel sugiere que la única manera de vincular el discurso del consenso sobre puesto dentro de los márgenes de una democracia liberal de tradicional occidental, es buscar la justicia y a los derechos humanos como la base del consenso político (Apel, 2005). Solamente encontrando un lugar común sobre la base de esas libertades y derechos fundamentales es que se podrá unificar la esfera de lo privado con la esfera de lo público. La reflexión, sin embargo, debe ser en un principio filosófica antes que política; solo de esa manera será posible privilegiar a la razón antes que a la intención7.

Libertad y responsabilidad son dos elementos fundamentales, ejes del liberalismo político y de la democracia, pero la escisión entre ambos no es inmanente sino arbitraria. En esencia, no se puede tener libertad sin responsabilidad, como no se puede clamar la libertad y el aseguramiento de los derechos individuales (privados), sin el reconocimiento a la existencia de tales derechos por parte de los demás o de la autoridad constituida en su representación (públicos).

Tanto el Estado como el mercado representan construcciones artificiales y sustentadas a su vez sobre la base de un acuerdo de orden público ya que, ninguna de ellas existiría de no ser por el designio consensuado de los sujetos. Por tanto, resulta paradójico que hoy en día los sujetos nos sintamos dominados por dos instituciones esencialmente creadas a través de una convención eminentemente artificial.

¿Cuál debe ser entonces el papel del mercado o del Estado en la administración de la riqueza? ¿Cuál el de los sujetos en la definición de aquellos aspectos que constituyen la esencia de su relación con los otros? ¿En qué medida el Estado y el mercado deben operar bajo el principio de autonomía y en qué medida son los ciudadanos quienes deben poner límites a su operación?
Dado que ambas entidades constituyen un subproducto de la interacción entre lo público y lo privado, es menester no solo reflexionar acerca de sus límites, sino también sobre aquellas formas de articulación que permitan una vinculación más justa entre quienes se relacionan en ellas.

Conclusiones
Las esferas de lo público y lo privado han sido poco estudiadas, particularmente en el ámbito de su vinculación con la participación política. Sobre todo porque regularmente se piensa en la participación política como una expresión exclusiva de la esfera pública y no como una resultante de la racionalidad del sujeto en el campo de lo privado.

La filosofía política nos marca que tanto lo público como lo privado son concepciones relativamente recientes en la historia, y que la escisión entre ambos ámbitos tuvo un origen eminentemente pragmático-político, que aparecen para justificar la aparición del Estado por contraposición a la actuación de la sociedad civil, cuando que en realidad ambas dimensiones representan simplemente aspectos de un mismo fenómeno integral en los que se enmarca el sujeto. Por tanto, a fin de comprender con mayor claridad su importancia, es que nos hemos acercado a otros órdenes y dimensiones sociales de su relación y hemos decidido utilizar a la comunicación como el eje de la articulación de nuestro análisis.

En este trabajo, por tanto, abordamos a lo público y a lo privado desde la perspectiva de la comunicación; porque estamos ciertos de que la comunicación constituye la piedra angular que permite zanjar estas diferencias artificiales desarrolladas entre el ámbito de lo público y el de lo privado.

Así pues nuestra recomendación es que, a fin de encontrar puentes que permitan construir consensos para la convivencia política, la comunicación debe ser el puente que vincule precisamente la expresión en el terreno de lo individual con su manifestación pública. Como hemos dicho anteriormente, no podemos alcanzar puntos de acuerdo si no entendemos que la satisfacción individual debe ser postergada en aras de un beneficio común de mucha mayor trascendencia y largo plazo.
Por tanto, proponemos que la comunicación debe ser reformada desde el sujeto, para convertirlo realmente en Sujeto, es decir, en individuo libre, racional y autónomo, capaz de tomar decisiones y de llegar a consensos.

Por otro lado, en este trabajo también hemos apuntado que en gran medida la transformación de los espacios de lo público y lo privado se debe a la vinculación errónea a la que se ha arribado en los últimos tiempos entre los ideales del liberalismo político, que convierte en equivalentes los derechos y las libertades individuales básicas, con los comportamientos del liberalismo económico, cuya única atribución es conseguir la satisfacción inherente a las necesidades reales o ficticios de los consumidores.

En este sentido, el discurso global de unificación social construido sobre la base de una extensión artificial de la esfera privada, ha eliminado el consenso como necesidad para la articulación del espacio público.

La generación de consensos, por otra parte, es un requisito fundamental para la construcción de condiciones de vida en común: requiere de la comunicación y de la articulación de discursos que busque escuchar antes que enunciar, proponer antes que deslegitimar, convencer antes que manipular. Pero esa comunicación no es posible si el Sujeto no reconoce al otro como Sujeto, es decir, como individuo capaz de construir un espacio público para la convivencia en común.

Lamentablemente, son los medios de comunicación los que inundan al espacio público con un discurso que, más que buscar la articulación de consensos y esgrimiendo a la objetividad como excusa, presentan las distintas posturas individuales como contrarias e irreconciliables.

¿Cómo es posible entonces que los medios aspiren a cumplir con su responsabilidad social, cuando su discurso borda por encima de la pluralidad de discursos inconexos aspirando a generar un consenso superpuesto? ¿Cuando antes que facultar una mejor interpretación del mundo para buscar puntos de convivencia o de reencuentro, oscurecen el panorama y separan a los grupos? Y es que, en la lógica de la dicotomía entre lo público y lo privado y olvidando su responsabilidad pública, la mayor parte de los medios ha recuperado su identidad privada, convirtiéndose con ello en árbitros de conflictos sociales que ellos mismos han contribuido a generar.

Nuestra demanda es pues devolver a la comunicación su verdadero sentido, que es el de la unión y el del diálogo; por ello proponemos como fundamental revisar su papel, no únicamente en el ámbito de la vida privada, sino también en el campo de su actividad social o pública.


Notas:

1 El concepto postmoderno de hombre sugiere un nuevo sujeto individual que vive en apatía y que rechaza generar un compromiso con respecto de otros. Este fenómeno es característico del fin de una era y es acompañado de todo tipo de manifestaciones sociales, desde lo microsocial cuando el individuo carente de voluntad para el compromiso, rechaza a las instituciones como la familia o el matrimonio, e incluso hasta en lo político, cuando el ciudadano toma las riendas de la conducción social rechazando a las instituciones tradicionales.
2 Hanna Arendt (2005). La condición humana. Barcelona: Paidós.
3 En cierta medida, la acción ideologizante de medios de comunicación y de otras instituciones puede inhibir la participación social en lugar de incrementarla. Un medio de comunicación puede inducir a la pasividad presentando situaciones en las cuales se pone de manifiesto que la realidad es inamovible y “no hay nada que hacer al respecto”.
4 Opus. Cit.
5 Alain Touraine (2000). ¿Podemos vivir juntos?: Iguales y diferentes. México: Fondo de Cultura Económica
6 Tendría que ocurrir un movimiento de recomposición de lo político a partir de la propia sociedad civil, que dentro de los propios cauces de la elección popular permita a la sociedad alejarse de las tendencias neoliberales, como ha sucedido en algunos países. No obstante, esos movimientos hacia las izquierdas han tenido que luchar no solamente en contra de las fuerzas de derecha al interior de sus propias naciones, sino también navegar a contracorriente de las fuerzas del capitalismo internacional.
7 Y es que al privilegiar la intención nuevamente emerge el ámbito de lo privado por sobre lo público.


Referencias:

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Dra. María de a Luz Casas Pérez
Tecnológico de Monterrey Campus Cuernavaca, Mor. México.