Dimensiones Internacionales
de la Comunicación
Número 7, Año 2, junio - agosto 1997


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El hombre que no tenía sombra

por: Ernesto Langer Moreno
elanger@interaccess.cl

Se desdibujó en la noche como de costumbre y continuó caminando por su recorrido también habitual, mientras ese mundillo nocturno de la ciudad despertaba estirando los brazos, sacudiéndose la modorra del día anterior. El neón comenzó a reinar en las calles y un ambiente festivo se fue instalando poco a poco.

No hizo ningún movimiento que no hubiese hecho antes una y otra vez. Atravesó las calles, miró indiferente a las personas que se agrupaban en los bares e hizo caso omiso de las palabrotas que al pasar le lanzaron a la cara las mujeres de mala vida que ya lo conocían.

Sus pasos continuaron con el acostumbrado ritmo de cada noche, sin variar un ápice. El mismo recorrido en el mismo tiempo. Todo cronometrado. Diez cuadras en quince minutos. Exactos. Ni un segundo de menos, ni un segundo de más.

Hasta sus gestos eran idénticos a los del día anterior; su manera de mirar de reojo los semáforos y los focos de los autos; el número de los respiros y los movimientos de los brazos.

 Volvió a su habitación. Un cuartucho con una ventana que daba hacia los tejados de las casas colindantes o hacia el patio interior de algún oscuro conventillo. Allí se tendió sobre el catre y encendió un cigarrillo mientras sus ojos se pegaban al techo como para ignorar el tiempo. El tiempo pasó.

La mañana lo encontró ahí mismo tirado sobre su cama medio dormido y medio despierto, pero en todo caso indiferente y desganado con olor a tabaco y humedad. Se preparó un café en una cocinilla a gas y se lo bebió haciendo una mueca de asco. Lo escupió.

Se mojó un poco la cara en el trizado lavatorio mirándose al espejo sin darle mucha importancia tampoco a la imagen ajada que vio reflejarse en él.

Acto seguido se sentó sobre el catre apoyando sus manos en las rodillas y allí se quedó sin pestañar. Debían ser como las diez.

 Como a las tres cerró con llave la maltraída puerta y bajó las quejumbrosas escaleras rumbo a ninguna parte en especial. Afuera el aíre puro lo golpeó haciéndole trastabillar más de una vez. Tomó la vereda sur y debió evitar el estrellarse contra los numerosos transeuntes que a esa hora le daban vida a la ciudad.

No hizo nada por tratar de estirar sus arrugadas prendas y sólo se acomodó la corbata, moviendo el cuello de un lado para otro y utilizando sus dos manos.

Entonces se sintió más en forma, más presentable, y se irguió en un afán de reencontrar la dignidad.

Por el diario se enteró de que era viernes y de una y otra noticia a las que no dio ninguna importancia. Respiró. Y el aíre frio le caló hasta los huesos.

 Luego llegó la tarde y tuvo que soportar esa inquieta calma que se entromete entre el día y la noche como un invitado de piedra al decaer la actividad, cuando las calles, más quietas, se manchan con ese gris que va mutando hasta convertirse en un negro irremediable.

Y ese era, precisamente, el momento más angustiante. El momento en el que todo su cuerpo, como el de un ser obsesivo, sufría los graduales estremecimientos del cambio.

Se pasó la mano por el mentón y sintió la piel como una lija. Le gustó.

No había nada más que pensar. Lo demás ya lo sabía. Cada día era lo mismo. Iba a llegar la noche y con ella el placer de su rutina, de su razón de ser. En todo caso de lo único que sabía realizar con precisión: caminar, atravesar las calles, marcar su terreno con indisimulada exactitud.

Después, de nuevo el cuartucho, el catre, las tablas despintadas del techo y el humo del cigarrillo elevándose hacia el cielo. Hasta el amanecer.

Erotea


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