Dimensiones Internacionales
de la Comunicación
Número 7, Año 2, junio - agosto 1997


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Quejus

por: Lorena Campos

Quejus vivía como yo; habitando el silencio de su mundo secreto. Eramos como almas gemelas. Nuestra amistad era perfecta: compartíamos cada pensamiento, cada juego. Nunca me dijo su edad, pero ahora sé que tenía más de mil años al momento de conocerlo. Una puerta de cristal separaba su cuerpo del mío. Entonces no sabía que era esa finísima barrera la que lo protegía de la maldad.

Yo era un niño solitario. Vivíamos en una casa grande y llena de ecos; con techos muy altos y barandales eternos. Un lugar donde los espejos se obscurecían y las flores se congelaban.

Recuerdo que, en cierta ocasión, al arrojar mis canicas desde la parte más alta de las escaleras, éstas cayeron tres pisos abajo con un llanto melancólico. Tal vez llegaron al infierno, porque jamás volví a verlas.

Me habían enviado a esa casa tras la muerte de mis padres. Creo que fue aquel lugar el que me convirtió en un viejo de cinco años, en una sombra prematura. No tenía hermanos ni amigos, sólo unos abuelos cansados de jugar. Entonces apareció Quejus.

Era una mañana nublada. Yo me paseaba por la cocina con mi camioncito rojo. De pronto, escuché una voz ronca y extraña. Esta, se hacía cada vez más clara. Quería llamar a mi abuela pero la pequeña voz me lo impidió. Tardé más de diez minutos en localizar el origen del sonido. En el interior del horno, distinguí una pequeña silueta. Al principio lo confundí con un niño, pero después comprendí que era todo menos eso.

Su nombre era Quejus. Me dijo que se sentía solo en ese mundo obscuro y solitario. Así iniciamos nuestra insólita amistad. Cada mañana, me sentaba frente al horno y conversaba con él. A veces, me narraba cuentos fantásticos que ahora ya no recuerdo. Quejus conocía duendes y hadas que habitaban en armarios, cajas, baúles y áticos. Un día, intenté abrir la puerta del horno para que jugara conmigo a las canicas, pero él se aterrorizó y se refugió en las sombras por dos semanas.

Mi abuela estaba preocupada por mí. Creía que yo estaba loco porque lloraba frente al horno y me asomaba entre lágrimas a su interior. El abuelo estuvo de acuerdo: un niño necesita amigos de su edad.

Me inscribieron, por fin, en una escuela. La directora regañó a mi abuelo por no haberme metido antes. Aunque entré en desventaja con mis compañeros, logré sobrevivir la primer semana y hacer un par de amigos. Quejus seguía triste, en algún lugar del horno. Yo no podía olvidar su mirada de cristal. Así que fui al jardín de la abuela y corté las flores más grandes y bonitas. Luego me planté frente al horno y acerqué los pétalos al cristal. Quejus surgió de las sombras y balanceó su cabecita de un lado a otro. Después, lanzó una exclamación de felicidad y se pegó al vidrio con las manos extendidas. Fue la primera vez que lo vi llorar.

De esta forma, prometimos no volver a separarnos. Jamás se me ocurrió que todo terminaría; no pude prever lo obvio.

Pasaron los meses sin que ningún cariño pudiera reemplazar a Quejus. Empecé a considerarlo parte de mi ser. Llegaba de la escuela ansiando el momento de escuchar su extraña risa. El me ayudaba con la tarea; le gustaba la aritmética pero se dormía con las planas de letras que debía llenar. Quejus no cambiaba, nunca crecía. Yo, no podía adapatarme del todo a los demás niños a causa de mi pequeño amigo. Pero no importaba, nada importaba.

Entonces llegó aquel día terrible: mi cumpleaños. Al entrar a casa encontré un mantel de colores sobre la mesa y la cocina llena de dulces y globos. Un grupo de amigos me esperaba en el jardín. Un pastel se cocinaba en el horno. En cuanto me di cuenta, corrí desesperado a apagarlo pero mi abuela me detuvo. El solo hecho de abrir la puerta de su mundo podía matarlo. Escuché unos gritos lejanos; una voz que agonizaba. Yo gritaba y empujaba a mi abuela, de modo que tuvo que llegar un tío para detenerme. Me regañaron, me arrastraron al jardín y me sentaron con los demás niños. Mientras, Quejus se moría y, con él, moría yo.

No pude comer ese pastel, ni ningún otro jamás. Esa noche, me acerqué al horno con una linterna y busqué a Quejus por varias horas. Un sonido frío recorría su interior. Traje flores para él, pero tampoco apareció. Finalmente, abrí el horno y lo busqué. Encontré pedazos de pastel, rastros de vapor y los diminutos cristales de sus lágrimas.

La última cena Lola Álvarez Bravo.


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