Dimensiones Internacionales
de la Comunicación
Número 7, Año 2, junio - agosto 1997


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Fábula para un cumpleaños

por: Sergio Inestrosa
sinestrosa@macluhan.aul.uia.mx


A Gabo, por la lluvia

El viernes, 23 de julio, amaneció lloviznando en la ciudad de México. Gracias a la bonanza económica de los primeros años de la década de los ochenta, pude construir una pequeña casa en la sierra del Ajusco. Esa mañana la lluvia caía suave, ancestral. Una lluvia que parecía estar allí desde siempre. Una lluvia eterna. "Un chipi-chipi chingaquedito", como dice mi mujer cada vez que ve llover con esta parsimonia que da más bien tristeza y que provoca en los corazones de los enamorados un desasosiego inquietante. La pobre claridad de esta mañana lluviosa y gris se filtró triste por el amplio ventanal de mi recámara que daba al bosque de pinos. "Mal presagio para iniciar un año más de vida, y justo cuando se llega a la fatídica edad de los cuarenta", pensé mientras escuchaba el molesto buzzer del reloj de mesa regalo de mi madre, la última vez que estuve de paso por su departamento en Santa Mónica. Las seis cuarenta y ocho, leí en los números rojos de la pequeña pantalla eléctrica mientras activaba la tecla del sleep. "Un cuarto para las siete", repetí mentalmente sabiendo que mi mujer había decidido adelantar en tres minutos el reloj para asegurarse un colchón de tiempo; luego me froté los ojos más por costumbre que por terminar de despertarme (lo estaba desde hacía algunos instantes). Sin embargo y pese a lo coercitivo de las rutinas que nos imponen las condiciones sociales actual, que algunos llaman elegantemente posmoderna, no salí de la cama como en otras tantas ocasiones en que el imperio de la responsabilidad se me ha impuesto irremediablemente. NO, pronuncié mentalmente saboreando, poco a poco, la fuerza de esa sencilla y breve palabra, la cual puede ser tan afirmativa en algunas ocasiones; como lo fue en la campaña desplegada por la oposición para que Pinochet dejara la presidencia en Chile. NO, repetí, esta vez debe ser diferente y, entonces, dije casi como felicitándome: "se trata de mi cumpleaños número cuarenta". Y claro está que ésta no es una ocasión para despreciarse. No todos los días se cumplen cuarenta años. Se dice rápido y fácil pero cuesta mucho trabajo llegar a esa edad en plenitud de facultades y en buenas condiciones corporales y mentales, pensé mientras me palpaba el abdomen. Cero grasa, comprobé con un dejo de orgullo, gracias al gimnasio y a la vanidad masculina. Un abdomen fuerte y firme todo lo contrario a la gran mayoría de hombres cuarentones a quienes les ha ganado el sedentarismo y la apatía. De modo que me quedé tendido mirando al techo y crucé los brazos por debajo de mi cabeza tratando de pensar sólo en mí... Quería y deseaba simplemente estar allí supino rostro arriba en una actitud más bien contemplativa; quizá sería mejor llamarla por su verdadero nombre y decir que estaba lleno de vanidad. ¿De vulgaridad? de estupidez? pues ni siquiera me había dignado a buscar a mi compañera que dormía a mi lado. A las siete, perecía mentira que hubieran pasado quince minutos de mi vida, el reloj programado de la televisión se activó, como todas las mañanas, pues funciona como un segundo mecanismo en caso de una eventualidad (precaución por demás innecesaria pues mi reloj biológico me despierta, siempre, con anticipación a cualquiera de los aparatos que he destinado para tal fin) y, en la pantalla apareció, puntual, Guillermo Ortega leyendo los titulares del día. "Un día muy, pero muy normal según se desprendía de aquellos encabezados. Más masacres en Haití, rebelión en un desconocido país del centro de Africa, cuyo nombre no terminé de escuchar pues accioné el control remoto para borrar aquellas imágenes de muertes, una vez más, endemoniadamente anónimas. Este día tan especial merecía un inicio diferente, muy diferente", pensé. ¿Qué me importaba, a mí, el mundo esta mañana si el mundo era yo y mis circunstancias (Ortega y Gasset, dixit), o lo que es lo mismo, mis cuarenta abriles bien vividos y su saldo favorable en la balanza de eso que llamamos ego! Lu-ego existo. En aquella situación de reafirmación existencial sentía que mi cuerpo y mi espíritu se amoldaban progresivamente a mi nueva edad. Y para redondear la situación, tenía el presentimiento de que, a partir de este día, se comenzaba a operar dentro de mi ser un progresivo deterioro de mi pasión empresarial, de mi feroz espíritu emprendedor y de competencia que me había llevado a ser uno de los más empeñosos creyentes del proyecto de nación. Una nación que creía, ciegamente, en el neoliberalismo como la mejor opción para competir entre nosotros y con los demás habitantes del mundo. Esta mañana lluviosa y gris me iba a dejar una importante lección: el hecho de saber que ya no me importaba ser el mejor, el más aguerrido de todo el mercado bursátil. Esta mañana NO me interesaba conocer las primicias de los mercados financieros mundiales; tan es así que ni siquiera accioné la televisión para sintonizar el canal especializado en finanzas que me permitía el estar suscrito a Sky. No me interesaba conocer el comportamiento de la Bolsa de Nueva York ni cómo había evolucionado el mercado Nipón ni deseaba saber acerca de las fluctuaciones que se estimaba iba a tener nuestra pobre y anémica moneda frente al billete verde del vecino país. Por un momento hasta llegué a pensar que sería interesante irse de misionero a algún país del Africa, como lo había hecho mi compañero de banca en el Patria, Jorge Salazar. O quizá podría valer la pena el irse a vivir al campo, olvidado de todo y de todos, como un anacoreta. O mejor aún tal vez valdría la pena, hacer un retiro espiritual con Raúl Mora, que me permitiera un alto en el camino y el hacer un balance de mi vida. Sumar y restar para saber cuánto gané, cuánto perdí. Bien podría invertir el monto total del bono semestral, por mi eficiencia en la Bolsa de Valores, en cuarenta días de soledad en el desierto. Tal vez allí lograría encontrar mi verdadera vocación o, en términos más actuales ya que sobre esta palabra pesa un notable desprestigio pues está irremediablemente vinculada a los asuntos religiosos, descubriría mi única pasión verdadera. Una pasión cuyo centro está constituido por el ansia de vivir y ser feliz. Quizá también podría pensar en dedicarme a escribir y a la vuelta de los años y a fuerza de un trabajo arduo y constante pudiera llegar a construir una obra magnífica como la de Carlos Fuentes o la de Octavio Paz. Pensando en Paz recordé aquel poema que dedicó a sus amigos surrealistas, André Bretón y el Benja Péret: afuera el paso húmedo del otoño pasos de ciego gigante pasos de bosque llegando a la ciudad Con mil brazos con mil pies de niebla cara de humo hombre sin cara el otoño marchaba hacia el centro de París con seguros pasos de ciego

Aquellos versos del poema "Noche en claro" me revelaron la existencia de una fuerza descomunal que crecía dentro de mí. Yo era, en ese momento, el mismísimo Octavio Paz que departía en el bullicioso café Inglaterra con sus/mis amigos más cercanos.

El tiempo había dejado de fluir o simplemente transcurría más lento que de costumbre. Desde mi refugio, me sentí viajar por laberínticos y remotos parajes de la memoria. Una memoria que atisbaba el porvenir, buscando un lugar en el cual detenerse, para disfrutar del placer de explorar mundos Tríptico de los martirios 3 Lola Álvarez Bravo.desconocidos, sin importar si éstos serían reales o virtuales. ¿Se atrevería alguien a garantizar qué cosa es ahora lo real y qué cosa lo virtual en pleno fin de siglo y con tantos avances cibernéticos? Sólo entonces, y después de un tiempo por demás incalculable, mi mano derecha se recorrió un poco bajo el edredón azul marino y descubrí, con algo de asombro, que a mi lado Teresa dormía su sueño de mujer dichosa y feliz. El descubrimiento de ese cuerpo tan próximo, de los olores que de él emanaban fueron no sólo una razón más, sino la Razón (así con mayúscula, aunque protesten los viejecitos de la real academia de la lengua, así con minúsculas nomás porque se me da la gana), para quedarme definitivamente en la cama y, mandar todo al diablo, abandonándome a las bondades de aquel cuerpo exquisito. De aquella mujer nacida para el amor y el placer. Un reencuentro amoroso tan repentino, en una mañana que se me antojaba fría por la lluvia y lo gris del panorama, fue una iluminación que nació de improviso y se fue tornando en radical urgencia, demencia, mientras más tiempo permanecía tendido al lado de esa mujer tan tremendamente mía. En ese momento recordé otro de los poemas de Paz (todavía no llega a asustarme la recurrencia con que su obra se atraviesa en mi vida) que dice que la mujer: de día, es una piedra al lado del camino; de noche, un río que fluye al costado del hombre

Así fluía Teresa a mi lado, como un río cantarín y juguetón. Y, como era de esperarse, mi deseo por perderme y renacer en aquel cuerpo fue in crescendo y, terminó natural y felizmente por imponerse a todos los compromisos, que figuraban ese día, en mi ya de por sí recargada agenda. A las 8:00 desayuno con fulano de tal; a las nueve reunión con los asesores de Salomon Brothers; después atender la cartera de clientes para sugerir la compra o venta de acciones... a la una pasar a ver a Matilde y disculparme con ella por... etc. etc. La realidad de su cuerpo y las alas de mi imaginación habían logrado que para ese momento, los demonios de la carne fueran ya irrefrenables y la necesidad de irrumpir en aquella placidez se había vuelto una urgencia básica; primitiva, tal vez. Dentro de mí crecía una fuerza que se tornaba un fuego del alma, una pasión por abandonarme a los múltiples encantos que corrían a mi lado en generosa actitud de ofrecimiento. El irrefrenable deseo por comenzar a disfrutar los placeres gratificantes y secretos que vivían atrapados en aquel cuerpo y que había que liberar con suaves caricias y códigos secretos se impuso al fin y todo dejó de importarme, al fin, excepto el querer ser feliz y hacer feliz a mi compañera. Aquel impulso vivificador (aquel Demiurgo) que despertaba dentro de mí como un torrente volcánico. Aquel dinamismo que me impelía a obtener esa ración de paraíso, antes de toda culpa, me llevó a ser feliz; inmensamente feliz, endemoniadamente feliz, egoístamente feliz. Feliz a pesar de todo, de todos, en contra de todo, de todos. Feliz, sin remilgos y sin tapujos, Feliz al derecho y al revés. Ahora sí, el amanecer dejaba de ser una tentación y se convertía en feliz realidad", pensé mientras me perdía entre los valles, crestas, ríos y montañas de aquel cuerpo prodigioso y generoso. Entonces sí, la vida y la existencia se hicieron una sola carne; y fuimos huesos de nuestros huesos y carne de nuestra carne. El mundo se inundó de energía, de sudor y de placidez infinita; el rictus del derroche y la dicha lo llenaron todo. La entrega, pasión e inteligencia se conjuntaron para construir un diá-logo de cuerpos, de esferas, de mundos... Se produjo, al fin, el milagro eterno... las caricias fueron infinitas... el ritmo cósmico se implantó para siempre... la prolongación del placer fue posible... las promesas... la sensación de felicidad... y más... mucho más... fue todo en uno hasta quedar rendidos por tanta dicha y tanto placer. Sin advertirlo me encontré, de pronto, recitando aquellos hermosos versos que el Eclesiástico le dedica a la belleza de mujer y que yo encontré inmejorables para descubrir la propia belleza de mi mujer: Lámpara que brilla en sagrado candelero es la hermosura de un rostro sobre un cuerpo esbelto. Columnas de oro sobre basas de plata las bellas piernas sobre talones firmes.

Entonces re-surgió la vida pese a la mañana gris y al inicio incierto de una nueva década. Pese al trajín que la vida en este monstruo de ciudad (y de lo cual, frente a las terroríficas estadísticas que nos colocan como la más poblada del mundo, sólo los imbéciles se enorgullecen) cada vez menos habitable y de las rutinas en que nos desdibujamos, día tras día, los burócratas del status quo olvidándonos que el único imperativo categórico y más elemental que pesa sobre el destino humano es la búsqueda de la felicidad (parafraseo a Borges). "¿Qué mejor regalo para un cumpleaños que aquel cuerpo tan propicio para el amor y tan plenamente mío!", pensé mientras me volvía a perder en su espesor geográfico con la certeza, casi absoluta, de ser un animal inmensamente dichoso.


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