Género y comunicación
Número 9, Año 2, Noviembre - Enero 1997-98


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Adoratrices

por: Lorena Campos

En este lugar no hay espacio para el sonido. Los pasillos se extienden hasta el infinito en un silencio sepulcral. Cada paso crea un eco solemne y amenazante. Las cortinas están cerradas perpetuamente, de modo que no es posible percibir el principio o el fin del convento.

Hay una capilla muy pequeña en un ala del edificio. Es el único lugar donde llega la luz ; ésta se filtra con libertad a través de los ventanales. Nunca ha tenido agua bendita ni flores de ningún tipo; en cambio, las bancas están llenas de telarañas. Muy rara vez se nos permitió ir a rezar a esta capilla; cuando lo hicimos, las monjas nos dejaron solas; entonces nos dedicamos a jugar (tengo catorce años, odio rezar) .

Está prohibido entrar al convento sin la autorización de alguna monja. Éste, junto con el colegio, abarca toda una cuadra. Una puerta de hierro conecta a ambos. Ésta se abre sólo una hora, cuando don José se ocupa del jardín que rodea al convento; él es viejo y sordo, por lo que me fue fácil cruzar el jardín sin que él se diera cuenta. Eran las seis de la tarde.

Las monjas siempre andan de colores obscuros, como de luto. Usan lentes verdes y caminan entre las sombras. Se hacen llamar Adoratrices Perpetuas de la Sangre de Cristo. Las más jóvenes se dedican a hacernos la vida imposible en el colegio; las más viejas, no salen nunca del convento. Se rumora que rezan el día entero sin ver la luz del sol. Subí en silencio las escaleras de piedra. Tenía curiosidad por conocer los corredores, con sus techos altos y sus pinturas llenas de demonios. Esperaba no toparme con alguna monja; si me veían me iba a ir muy mal. Obscurecía. Tenía poco tiempo para regresar al jardín. No podía dar con el pasillo principal, ¿dónde estaba la capilla? Un sentimiento de angustia me invadía sin razón. Las puertas negras parecían amenazarme. El silencio se transformaba en una serie de ecos y chirridos. Creí escuchar ruidos tras las paredes.

Finalmente, encontré una ventana abierta. Me asomé a tiempo para contemplar a don José cerrando la puerta del jardín. No tenía caso gritarle, jamás me escucharía. El cielo se transformaba en un remolino de tonos obscuros. ¿Cuál sería mi castigo?

Tenía que buscar a alguna monja para que me permitiera salir, aunque de ese modo me delatara. Parecía increíble el no haberme topado con ninguna en todo ese tiempo. Tiempo, esa palabra no significa nada aquí. La obscuridad se fue devorando todos los rincones del convento; se introdujo como una fuerza seductora y soberbia. Yo seguía de pie junto a la ventana, con mis dedos rozando el vidrio. Recordé los ojos negros de cada una de ellas; ese brillo sucio en su mirada. ¿Qué estaba haciendo ahí?

Entonces, escuché un sonido extraño que se acercaba, podía percibir el eco de unas pisadas cada vez más fuerte. Sin quererlo, me fui alejando del sonido . Finalmente distinguí la silueta de una de las monjas; era enorme y se movía muy despacio. Empecé a inventarle toda clase de excusas y pretextos, pero no respondía; seguía caminando en silencio hacia mí. Cuando la tuve a tres metros noté que era una de las viejas, de las que no salían nunca. Me miraba fijamente, sin mostrar ninguna emoción. En su pecho llevaba un símbolo, pero no era un crucifijo. Alzó su brazo y vi cómo sus garras trataban de asirme.

Empecé a correr sin preocuparme de hacer ruido. Me sentía muy estúpida huyendo de una anciana...sin embargo, no podía detenerme. Choqué con una puerta entreabierta . Lo que vi me hizo gritar.

Sigo corriendo, siento cómo me abandonan las fuerzas. Ahora están despertando; una a una se van levantando. Sangre, adoratrices de la sangre. Debo encontrar la capilla, ahí no pueden alcanzarme.


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