Suplemento Especial, Año 3, Enero-Marzo 1998

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Virtualmente Hablando
A Iyali, porque se perdió en la nada
Por: Leonardo Peralta C.
 
Ir al café Internet a pasar un rato navegando con un buen capuchino al lado era uno de mis pasatiempos favoritos, luego de horas sentado frente a otra computadora alimentándola de datos como un horrible ídolo que exige sacrificios binarios. De diez de la mañana a seis de la tarde ese era mi trabajo, mi aburrida ocupación rutinaria y circular que encontraba la mejor compensación después, en la esquina de mi casa mientras navegaba tranquilamente por los océanos de bytes del Internet.

Era hermoso visitar lugares virtuales donde resposaban poemas encendidos, cuentos imaginarios e imágenes fractales que desfilaban ante mis ojos durante toda una hora, de siete a ocho de la noche de lunes a sábado. Viajar por los mares de la Red era hermoso y tranquilo, claro, cuando el mar estaba de buen humor y las líneas de transmisión eran favorables a mi travesía por el universo virtual. Era en resumen un hombre "conectado".

Durante esas travesías, como quien navega hacia puertos lejanos, uno puede hallarse con personas extrañas, inquietantes y hasta peligrosas: detrás de cada voz reflejada en letras en el monitor que reclamaba ser una mujer de veinte años pelirroja y de ojos azules podía esconderse un hombre obeso de cuarenta años, una solterona de cincuenta o un aficionado a la simulación de género y edad, todo puede ser una incógnita o una certeza mortalmente existente.

Mi afición al mundo virtual se terminó abruptamente un atardecer de sábado, mientras platicaba con una novia virtual, antropóloga de la Universidad de Bolonia, al otro lado del mundo. Eso lo recuerdo como si estuviese grabado en el disco duro apenas ayer porque fue ese el día en que decidí dejarla ya que me había cansado de ver a diario mi correo electrónico atestado de sus mensajes amorosos y de sus largos alegatos en el nombre del amor a larga distancia, en resumen estaba yo harto.

Al mismo tiempo observaba con interés al hombre de la computadora de al lado, quien vestía un traje de cuadritos, medio calvo y denotando algunos dientes amarillos. Llevaba ya un largo rato allí manipulando temblorosamente el ratón de la computadora, a veces riéndose, otras veces entristeciéndose ante el brillo catódico del monitor, sin faltar el tic nervioso que denota a quienes suelen morderse el labio inferior en situaciones de tensión. Tecleaba con frenesí a la vez que su rostro pasaba de un rictus de alegría a uno de ira o felicidad, era una marioneta grotesca y al mismo tiempo conmovedora.

Yo seguí charlando a larga distancia, clausurando mi relación virtual y al mismo tiempo atento a los gestos del hombre a mi lado hasta que éste dejó de simular rostros extraños y sacó de entre sus ropas una pistola y se pegó un tiro en la cabeza, así nomás. Su sangre salpicó el monitor y el teclado frente a él, un agujero coronaba su sien y todo estaba teñido en rojo.

Mientras los demás quedábamos estupefactos ante el espectáculo tan abrupto, inesperado y violento, el monitor repetía incesantemente el siguiente mensaje que tapizaba el monitor de arriba hacia abajo.

Hemos terminado
Jano
Hemos terminado
Jano
Hemos terminado
Nunca se pudo saber si era Jano quien envió el mensaje o si fue el pobre diablo que yacía frente a nosotros, difunto y ensangrentado.

Todo fue cosa de que el Ministerio Público levantara el muerto y el negocio cerró sus puertas definitivamente por los remordimientos que el dueño sintió le pertenecieran. Ahora ya no me conecto más que para lo necesario; la red puede ser mucho más sorpresiva e incluso peligrosa de lo que pensamos, más de lo que piensas, sobre todo si consideramos que el seudónimo de un servidor es Jano.
 

Ciudad de México / enero de 1998
 

 


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