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Por Walter Islas Barajas

 

“Mira y aprende”, diría alguien. Observar en una zona de comida rápida, entre mesas y sillas poco cómodas y muy cercanas entre sí, la forma en que una gran cantidad de personas cada vez lee menos publicaciones impresas debe ser un hecho común en diversas ciudades de Estados Unidos de América y de países latinoamericanos.

Con esto no quiero decir que me opongo a la comodidad y rapidez con la que dispositivos como los smartphones, laptops y tablets permiten que un usuario, conexión a Internet mediante, pueda acceder a periódicos en línea, revistas electrónicas o blogs. Sencillamente digo que uno parece bicho raro si lleva consigo un periódico o una revista impresa, tanto para leerla a la hora de comer como para cubrirse de los rayos solares al caminar fuera del centro comercial.

El gusto de leer en papel es, me parece, insuperable. Sería necio de mi parte minimizar la calidad de imagen y de sonido que ofrecen los gadgets antes referidos, así como su capacidad como medio para contestar, en menos de un segundo, algún concepto preguntado en un motor de búsqueda (Google, Bing o el que se prefiera). Pero la sensación que dejan en las manos las planas o las páginas, producto de una mezcla especial de celulosa, materias primas reciclables y biodegradables y cada vez menos cloro –en algunos casos– es única.

¿El teléfono inteligente se agotó por tanto uso, y se quedó sin batería? Bien. O busca uno algún cibercafé, o enciende la radio en el coche, o busca una lectura en un medio “analógico” (un diario, un volumen). Ese diario o ese volumen no requiere de horas de carga conectado a un enchufe eléctrico. Lo lleva uno y es todo. Uno sabe si lo leerá o no, mas es posible hacerlo sin la ayuda de una batería o de conexión inalámbrica de alta o de baja velocidad a Internet.

¿Y qué decir de la escritura a mano? Ya es más difícil sentirse grafólogo y percibir, o tratar de hacerlo, rasgos de la personalidad de alguien con sólo ver sus trazos escritos en una carta o en una notita adherible (post-it), porque parece que mucha gente cada vez usa menos sus manos para redactar un mensaje, un texto cualquiera, un halago o un insulto. Lo visual manda, lo escrito manualmente y con pluma/lápiz no tanto. 

Rudyard Kipling, escritor inglés nacido en la India hace unos 140 años, alguna vez dijo: “Las palabras constituyen la droga más potente que haya inventado la humanidad." Ignoro si se refería a ellas como medicamento o como sustancia que altera al organismo, pero de que las palabras contienen una energía transformadora, para hacer bien o para dañar, no cabe duda alguna.

Termino de comer mi hamburguesa. Una chica de unos 30 años se altera porque, por lo que pude ver a la distancia, su Blackberry perdió la inteligencia al grado de dejarla incomunicada. “Ese mensaje, chin**, ese mensaje… y me quedé sin pila”, le dice a su compañera de mesa. Sin el afán de ofenderla, pienso: “Y si tomaras una tarjeta telefónica, te comunicaras con el receptor del mensaje, y en lo que terminas tu yakimeshi leyeras el Publimetro que tienes a dos metros de ti?” Un pasatiempo análogo para un infiernito digital.

 

 

Walter Islas Barajas

Comunicólogo egresado del Tecnológico de Monterrey (ITESM), Campus Estado de México. Editor en el despacho Colofón, diseño y comunicación -especializado en diseño editorial y comunicación organizacional-. Ha colaborado como reseñista de álbumes de rock en El Financiero y como reseñista de álbumes de jazz en el suplemento El Ángel (de Reforma). Ha publicado el poemario Lloran los ríos (Ed. Praxis), y publicado un cuento en la antología Entre gozos y rebozos. Nostalgias del campo (Palabras y Plumas Editores).


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