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Por Issa Luna Pla
Especial Big Brother
Uno puede pensar que no
hay tanto de nuevo en el programa del Big Brother en cuanto a la
materia de regulación de contenidos se refiere; es el mismo
dilema de siempre: ¿se debe prohibir por medio de una ley
o regular a través de normas éticas? Sí, en
el fondo del problema encontramos este dilema tan común hoy
en
día sobre todo cuando se trata de derechos fundamentales
como el derecho a la vida privada, a la intimidad, o incluso, el
derecho a la propia imagen. Pero hay algunos aspectos que no dejan
de definir al programa del Big Brother como algo distinto de lo
que estamos acostumbrados a ver en la TV; es una polémica
diferente a aquella que despiertan los Talk Shows o las telenovelas
con relaciones homosexuales o "sacrílegas". Creo
que una palabra hace la diferencia entre estos casos: hiperrealismo.
Sabemos que existen personas por las calles que -según algunos-
hacen cosas aberrantes por dinero, que su autoestima es definitivamente
baja o nula, que no tienen pudor, o que demuestran su falta de moral
y una formación alejada de las "buenas costumbres".
Pero cuando se trata de un programa en los medios de comunicación
lo que no podemos admitir es que
directamente estas aberraciones sean expresadas y difundidas por
los mismos que las poseen, y no por unos actores profesionales que
se piensa que en la vida real, no son tan ridículos como
sus personajes.
El programa de Big Brother no nos
permite el beneficio de la duda, no deja nada a la imaginación,
no mitiga el sentimiento de "pena ajena" que nos provoca
ver a personas de carne y hueso siendo ellos mismos en circunstancias
de casi absoluto
monitoreo. Este hiperrealismo en un programa de TV es lo que molesta
a varios sectores de la sociedad, especialmente aquellos conservadores.
Sin embargo, para el análisis del derecho éste aspecto
se refleja de manera distinta.
Sabemos que el derecho a la vida
privada, a la intimidad y a la propia imagen son derechos humanos
que protegen un ámbito de la personalidad humana en el que
se asegura la estabilidad, tranquilidad psicológica, la dignidad
moral y el honor de una persona. Pero, ¿qué pasa cuando
un individuo renuncia
voluntariamente a todo o parte de ese ámbito del derecho
humano a la vida privada, intimidad e imagen?, es decir, ¿qué
pasa cuando el individuo dice convencido: "qué tanto
es tantito cuando ganaré dinero y fama"? Aquí
la pregunta principal, y adelantando el trasfondo de la discusión
es la siguiente: ¿hasta
qué punto el derecho puede y debe reglamentar éstos
derechos fundamentales cuando se encuentran voluntariamente cedidos
por el sujeto de derecho a las fuerzas del mercado, del poder económico
o político?
Imaginemos un poco esta situación
en otro caso. Pensemos en un ciudadano estadounidense, precavido
y asustado después del 11 de septiembre. Éste ciudadano
necesita sentirse seguro y protegido por las autoridades estatales
y exige seguridad pública para él y su familia. Para
lograr esto, el gobierno de los Estados Unidos adopta una ley llamada
"Patriot Act" donde, en nombre de su propia seguridad,
los ciudadanos estadounidenses han cedido una parte de su derecho
a la vida privada y a la autodeterminación informativa sobre
las bases de datos para que el gobierno controle, manipule su información
personal en
función del detectar intentos o intenciones de ataques terroristas.
Esto está sucediendo actualmente en aquel país; cada
ciudadano ha dado al gobierno el beneficio de la duda para que éste
último levante cualquier tipo de investigación sobre
aquel que invoque o no la sospecha de delincuente o
terrorista. Bueno, este es un ejemplo de cuando un individuo renuncia
a una parte del territorio de su vida privada cediéndolo
a una autoridad estatal. En Big Brother no necesariamente los participantes
lo ceden al gobierno, sino quizás, a sus propios intereses
que pueden ser desde el arte hasta lucrar con su
vida privada -o sea, con sus pasiones y contradicciones más
íntimas. Esto último es innegable porque si los productores
del programa reclutan a participantes que llevan una vida estable,
sistemática, monótona, que tienen un carácter
pacífico,
aburrido o flemático, desde luego que no obtendrán
el drama hiperrealista que vende millones entre los anunciantes
y alimenta el morbo del espectador. ¿A qué tipo de
normas corresponde regular el comportamiento de este individuo "ridículo
y dramático"? ¿debe hacerlo una ley o un código
de ética? Es más, pregunto aún con más
atrevimiento, ¿se debe regular el comportamiento de este
"exhibicionista"; o mejor, su difusión en los medios
de comunicación? Si es así, ¿con qué
propósitos?
Pensemos en un político ahora.
Por su condición de figura pública, el político
en un Estado de Derecho se considera que tiene un ámbito
de vida privada más reducido que un ciudadano común,
mismo que es cedido voluntariamente en nombre del interés
público y el derecho a la información de las personas.
Sin embargo, los actos relacionados con su vida privada son publicados
en los medios a manera de noticia y no de programa de entretenimiento
-aunque a veces los dramatismos de alguno que otro se convierte
en materia de divertimento. Estos límites que determinan
hasta dónde un individuo puede y debe ceder su derecho a
la vida privada, a la intimidad y a la propia imagen no solamente
dependen hoy en día del principio de derecho en el que prevalece
el interés público; esto ya es poco para las necesidades
de nuestra sociedades actuales. El límite en cuestión
depende también de la propia voluntad y responsabilidad del
individuo sobre su persona; es decir, de su propia decisión
sobre el uso o desuso de su autoestima,
sus intereses personales, su tranquilidad psicológica y su
formación moral y religiosa. Este es un dilema sociológico
y cultural para la diciplina del derecho a la vida privada, la intimidad
y la propia imagen.
Mientras los estudiosos del derecho
resuelven sus dilemas y mejoran los vínculos de esta ciencia
abstracta con las ciencias sociales, o mejor dicho, mientras un
análisis cultural del derecho no sea incluido dentro de las
teorías y métodologías del derecho, se sugiere
solucionar los conflictos del contenido de los medios y la programación
de éstos a través de la ética. El hecho de
que en una sociedad exista una fuerte corriente de pensamiento conservadora
o liberal que busque influir en el contenido transmitido por los
medios de comunicación no es un mal de nuestro tiempo; al
contrario, es un beneficio que permite dar una
referencia entre los extremos y límites que existen en algún
problema social o político, de manera que se trabaje por
ubicar la solución dentro de lo más céntrico
posible. El programa de Big Brother puede programarse o no en la
barra familiar, puede no salir al aire o simplemente controlar las
exageraciones, pero
hoy en México, ésto depende de la sociedad civil y
su capacidad de convocatoria y movilización. Estas acciones
se basan en la ética y no pueden ser sujetas a decisiones
maniqueas o extremistas, más bien a solucionar un problema
de la
mejor manera posible sin causar otro mayor. La sociedad civil de
México no puede darse ya el lujo de permanecer silente y
ausente ante lo que no está dispuesta a aceptar; sin su participación
organizada se corre el riesgo de seguir perdiendo
la visión de los extremos y los límites en derechos
fundamentales que urgen delimitar de acuerdo a las necesidades de
sus poseedores contemporáneos.
Lic.
Issa Luna Pla
Columnista especializada
en derecho a la información en el periódico La
Crónica de Hoy y colaboradora
de Le Monde Diplomatique edición
México. Directora ejecutiva de la Cátedra Konrad Adenauer
de Derecho de la Información e investigadora de tiempo completo
en la Universidad Iberoamericana Santa Fe,
México |