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Agosto 2002

 

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Filosofía, Cultura y Sociedad

Entendimiento y voluntad

 
Por Miguel Martínez
Número 28

Grande y hermoso espectáculo es ver al hombre salir en cierto modo de la nada por sus propios esfuerzos; disipar, por las luces de su razón, las tinieblas en que la naturaleza le había envuelto; elevarse por encima de sí mismo; lanzarse por el espíritu hasta las celestes regiones; recorrer a paso de gigante, como el sol, la vasta extensión del universo; y, lo que es todavía más colosal y más difícil, entrar en sí, para en sí estudiar al hombre en general y conocer su naturaleza, sus deberes y su fin
(Rousseau)

Si dentro de la ética personal los deberes para con el cuerpo tienen por objeto asegurar la integridad física del organismo, no menos imperiosos y primordiales son los deberes para con el espíritu. "Señal evidente de un espíritu torpe es consagrar un tiempo excesivo al cuidado del cuerpo, al ejercicio, a la comida y a la bebida, o a cualquiera otra de las necesidades corporales -escribe Epicteto (1980, 59)-. Todos estos cuidados no deben constituir lo principal, sino lo secundario de nuestra vida, y hay que tenerlos, por tanto, como de paso. Porque nuestra grande y activa e incesante preocupación debemos consagrarla al espíritu" (cf. Platón, 1979, 10). El objetivo del presente escrito es invitar al lector a contestar seriamente las siguientes preguntas formuladas por Marco Aurelio (1980, 105): "En cada una de tus acciones particulares deberías preguntarte: ¿En qué empleo ahora mi alma? Y también examinarte de este modo: ¿En qué estado tengo presentemente mi alma? ¿Acaso en el de un niño, de un mancebo o de una mujercilla? ¿Por ventura en el de un tirano, de un jumento o de una fiera?".

Tradicionalmente (cf. Tomás de Aquino, 1977, 328) se ha dicho que los movimientos del espíritu son de dos maneras: unos del entendimiento, y otros de la voluntad. En entendimiento se ocupa en la investigación de la verdad y la voluntad impele a obrar. Es, pues, necesario expresar unas cuantas palabras sobre estas dos facultades.

Si la gran norma moral es vivir conforme a lo que somos y en un esfuerzo constante por realizar la perfección inherente a nuestra dignidad de seres humanos, es obvio que al entendimiento incumbe orientar la existencia en este sentido, al imponer la luz de la razón por sobre los movimientos instintivos y muchas veces ciegos del apetito y la sensibilidad. Al respecto escribe Blaise Pascal (1996, 230): "Todos los cuerpos, el firmamento, las estrellas, la tierra y sus reinos, no valen lo que el menor de los entendimientos; porque el entendimiento conoce todo eso en sí mismo, y los cuerpos no conocen nada". Este es el ojo del espíritu; por lo mismo, si no está bien dispuesto, todo se desordena.

Dentro de esta idea, es posible reducir nuestros deberes para con el entendimiento a estos fundamentales:

a) Educación de la mente por el cultivo de los hábitos o virtudes intelectuales de la reflexión, la deliberación, la atención, el recto juicio, espíritu de observación y de crítica, la sana curiosidad, el gusto estético, etc. De entre ellos es primordial el buen juicio, que es la mejor defensa del hombre contra las opiniones espontáneas y sin fundamento, impuestas por la moda, el capricho, el interés o los prejuicios de clase, de secta o de partido. Ya lo decía Nietzsche (1984, 50): "Una vez tomada una decisión, hay que cerrar los oídos a los mejores argumentos en contrario. Éste es el indicio de un carácter fuerte. En ocasiones, hay que hacer triunfar la propia voluntad hasta la estupidez".

b) Ciencia o instrucción. "Después del egoísmo, la principal causa de insatisfacción ante la vida es la falta de cultivo intelectual" (Stuart Mill, 1974, 39). Desde éste punto de vista, puede hablarse de la influencia moralizadora del estudio el cual, al convertirse en verdadero amor de la ciencia, es una ocupación que dignifica la vida al liberar la mente de pensamientos bajos y vulgares y asegurar la primacía del intelecto sobre los movimientos y caprichos de la sensibilidad. Al respecto vale la pena recordar algunas ideas de Platón (1979, 719): "El que se abandona a las pasiones y a las querellas sin preocuparse del resto no da a luz más que opiniones mortales y se vuelve él mismo tan mortal como es posible, y ¿cómo podría ser de otro modo si trabaja sin cesar en el desarrollo de esta parte de su naturaleza? Pero aquel que dedica su espíritu al estudio de la ciencia y a la investigación de la verdad y dirige a este fin todos sus esfuerzos, no tendrá necesariamente más que pensamientos inmortales y divinos; y si llega al término de sus aspiraciones participará de la inmortalidad en la medida permitida a la naturaleza humana. Y como consagra todos sus desvelos a la parte divina de él mismo y honra al genio que reside en su seno, disfrutará del colmo de la felicidad" (cf. Aristóteles, 1981, 140).
c) Respeto y veneración de la verdad. Esto es, sin lugar a dudas, el deber fundamental del hombre para con su entendimiento y la base y condición de todos los demás. "Especialmente es propia del hombre la averiguación de la verdad -señala Cicerón (1993, 7)-; y así cuando nos hallamos desocupados de los cuidados y negocios precisos, deseamos ver, oír y aprender alguna cosa, y juzgamos que contribuye muchísimo para vivir dichosos el conocimiento de lo más oculto y admirable; de donde se colige que lo verdadero, simple y sincero es lo más conforme a la naturaleza del hombre". La veracidad, o sea el constante respeto a la verdad, ora se trate de su aceptación tal cual es, sin prejuicios ni prevenciones, o nuestro continuo orientar por ella la conducta, nos enaltece ante nuestra propia conciencia y ante la estima de los demás. El calificativo de hombre veraz es uno de los que más pueden honrar al individuo. La mentira es, por el contrario, despreciable y degradante. En sentir de Aristóteles (1981, 55), "la mentira es en sí misma ruin y reprochable" (cf. Pascal, 1996, 219); pues la mentira siembra la duda, esparce la desconfianza entre los hombres y rodea de una atmósfera de sospecha a la misma virtud. En resumen: "¡Dejémos estas hueras vanidades! Dediquémonos únicamente a la búsqueda de la verdad. La vida es miserable, la muerte incierta. Si nos sorprendiera de repente, ¿en qué estado saldríamos de este mundo? Y ¿dónde aprenderíamos lo que aquí descuidamos de aprender? ¿No tendremos, más bien, que pagar esta negligencia con castigos?" (San Agustín, 1970, 91).

No es exagerado decir que en el terreno meramente humano, el hombre como ser racional, vale aquello que signifique el poder de su voluntad. Razón tiene San Agustín al decir que "los hombres son voluntades". En el orden moral, la voluntad es la fuente principal del mérito y el demérito, como principio que es del libre albedrío. Escribe Vasconcelos (1950, 263): "en el sentido ético, la voluntad es superior a la razón. Un hombre de buena voluntad es más profundo y más de fiar que el ingenioso y el listo. Un talento brillante gana admiración, nunca afectos. Por eso, con justicia, todas las religiones ofrecen recompensa por excelencias del corazón o sea de la voluntad, no por excelencias de comprensión o de inteligencia. Todos los movimientos que presenciamos en el exterior, son obra de la voluntad; ella sostiene el pulso en las venas y desarrolla toda la vida de las especies. La acción del cuerpo es un resultado de la objetivación de la voluntad. El intelecto se fatiga, la voluntad nunca se cansa. El intelecto necesita del sueño, la voluntad trabaja aún en el sueño".

Si es cosa de toda importancia adquirir una voluntad capaz de seguir sin dilación las directivas del entendimiento o de la conciencia moral y de sobreponerse a las exigencias y movimientos de la pasión, podemos reducir nuestros deberes al respecto a los dos siguientes: la voluntad debe ser educada y fortalecida por el ejercicio e ilustrada y esclarecida por el entendimiento.

a) La voluntad debe ser ilustrada y esclarecida por el entendimiento. La instrucción. Es obvio que todo cuanto contribuye a ejercitarnos en el juicio discursivo y en la reflexión, beneficia de idéntica manera los procesos volitivos de la determinación y el querer. Al respecto dice Jaime Balmes (1981, 123): "¡Cuántas veces una escena, una lectura, una palabra, una indicación, remueve el fondo del alma, y hace brotar de ella inspiraciones misteriosas!… El espíritu se desenvuelve con el trato, con la lectura, con los viajes, con la presencia de grandes espectáculos: no tanto por lo que recibe de fuera como por lo que descubre dentro de sí". Parece acertado afirmar que la educación de la voluntad es, ante todo, una disciplina intelectual.

b) La voluntad debe ser educada y fortalecida por el ejercicio. La práctica y el ejercicio. Como toda capacidad humana, el hábito de querer y de ejecutar no se adquiere y desarrolla sino a fuerza de ejercicio. Algunos moralistas hablan con entusiasmo de la gimnasia de la voluntad, que aparte de los esfuerzos exigidos por el cumplimiento de nuestras diarias obligaciones, nos lleva a la práctica de ciertos ejercicios, destinados a fortalecer la voluntad, como la gimnasia o ejercicio físico da vigor y poder de resistencia al organismo. Sobre el asunto escribe W. James (1948, 38): "Mantened viva en vosotros la facultad del esfuerzo mediante un pequeño ejercicio diario. Esto quiere decir: sed sistemáticamente heroicos todos los días en las pequeñas cosas no necesarias, haced uno o dos días alguna cosa por la sola razón de que es difícil y de que preferiríais no hacerla, y así cuando suene la hora del peligro o de la necesidad os encontrará animosos y dispuestos".

De lo anterior se desprende ser la formación de la voluntad la meta o finalidad suprema de la educación moral. Si dicha educación es, en efecto, la que da la forma definitiva a la personalidad del hombre, ésta será equivalente al desarrollo y perfeccionamiento de la voluntad. "Resumiendo: sólo por el perfeccionamiento radical de mi voluntad, una nueva luz iluminará mi destino y mi existencia; sin esto, por mucho que reflexione y por muchas dotes que en la investigación pueda desplegar, sólo encontraré en mí y alrededor de mí vanas tinieblas" (Fichte).


Bibliografía:

JAristóteles (1981), Ética Nicomaquea. Política, 9a. ed., colección "Sepan cuantos…", México, Porrúa.
Balmes, J. L. (1981), El criterio, 6a. ed., colección "Sepan cuantos…", México, Porrúa.
Cicerón (1993), Los oficios o los deberes. De la vejez. De la amistad, 8a. ed., colección "Sepan cuantos…", México, Porrúa.
Epicteto (1980), Manual y máximas, 2a. ed., colección "Sepan cuantos…", México, Porrúa.
Fichte, J. G. (1976), El destino del hombre, colección Austral, Madrid, Espasa-Calpe.
James, W. (1948), Discursos a los maestros, México, SEP.
Mill, J. S. (1974), El utilitarismo, 5a. ed., Buenos Aires, Aguilar.
Nietzsche, F. (1984), Más allá del bien y del mal. Genealogía de la moral, colección "Sepan cuantos…", México, Porrúa.
Pascal, B. (1996), Pensamientos, Madrid, Planeta-DeAgostini.
Platón (1979), Diálogos, 18a. ed., colección "Sepan cuantos…", México, Porrúa.
Rousseau, J. J. (1993), El contrato social, Bogotá, La Oveja Negra.
San Agustín (1970), Confesiones, colección "Sepan cuantos…", México, Porrúa.
Tomás de Aquino (1977), Suma contra los gentiles, colección "Sepan cuantos…", México, Porrúa.
Vasconcelos, J. (1950), Manual de filosofía, 2a. ed., México, Ediciones Botas.


Mtro. Miguel Martínez
Catedrático de la Universidada Anáhuac, México

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