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2005

 

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Filosofía, Cultura y Sociedad

Cosmopolitanismo y Tribalismo

 

Por David Sarquís
Número 44

Dada la enorme diversidad de gente que puede uno observar con toda facilidad en nuestro planeta, prácticamente desde siempre, a veces no resulta fácil asimilar la idea de que, en términos genéticos constituimos una sola y única especie, la cual comparte, obviamente un origen común; mucho más difícil es, en consecuencia, pensar en términos de un destino común. De hecho, la evidencia contundente para demostrar nuestra íntima conexión genética fue aportada por la biología molecular en fecha relativamente reciente. Todavía a mediados del siglo XVIII y prácticamente hasta mediados del siglo XX, las teorías sobre las razas se empleaban con un pretendido valor científico para justificar el trato desigual entre grupos humanos e incluso, los procesos de subordinación de algunos sobre otros. El problema, no obstante, tenía poco de novedoso, a mediados del siglo XVI, algunos europeos se preguntaban, aparentemente con toda seriedad si los nativos del recién descubierto continente eran “realmente” hombres con alma, tales que pudieran ser evangelizados.

Del mismo modo y prácticamente desde el inicio del los procesos civilizadores en diversos puntos geográficos, la diversidad en prácticas culturales, costumbres sociales o creencias religiosas se han empleado como justificante del énfasis en las diferencias entre los hombres (y las mujeres), no sólo para distinguirnos del “otro”, sino más bien para permitirnos contemplarlos desde un cierto desnivel moral (generalmente con aire de superioridad). Y es que, a pesar de nuestro origen común, es un hecho que, durante el proceso de dispersión para el poblamiento del planeta, hace cientos de miles de años, los hombres fueron adquiriendo apariencias externas muy variadas y adoptaron prácticas y costumbres acordes con los lugares donde se fueron estableciendo, de tal suerte que, durante mucho tiempo efectivamente, parecíamos tener mucho menos en común de lo que genéticamente nos vincula como miembros de la misma especie.

Las enormes distancias que por siglos separaron a muchos grupos humanos y las escasas posibilidades de comunicación e interacción entre ellos, contribuyeron a que cada una de estas comunidades se fueran desarrollando a su propio ritmo y con características distintivas, lo cual les fue alejando progresivamente de los “otros” en más de un sentido, como si no nos uniera a todos en forma alguna un destino común. Resulta notable observar por ejemplo que, entre muchas tribus primitivas, el nombre local que los miembros se asignaban a sí mismos significaba algo así como “los verdaderos hombres”, “los auténticos seres humanos”, “los elegidos” y cosas por el estilo. La creciente separación y distanciamiento, tanto físico como cultural se fue convirtiendo muy a menudo motivo de un incremento en la desconfianza y la hostilidad entre los hombres, cosa que, por supuesto, normalmente ha tenido resultados funestos para su trato recíproco.

El proceso contemporáneo de globalización, sobre todo en su fase actual, ha contribuido sensiblemente a cambiar esta situación. No sólo se ha hecho “más chico” el planeta gracias a las revoluciones en los medios de transporte y comunicaciones, sino claramente está mucho más interconectado a raíz de la creciente expansión de un mercado “libre” que, al mismo tiempo ha propiciado la difusión mundial de ideales políticos, económicos y sociales, acordes con esa idea del mercado, contribuyendo así al desarrollo, aunque ciertamente de manera gradual y en ocasiones dolorosa, de una especie de conciencia colectiva mundial en torno a nuestra identidad y nuestros retos comunes como seres humanos.

Este asunto no es enteramente nuevo, ya en la Grecia clásica el extravagante Sócrates y el cínico Diógenes se habían proclamado kosmopolitês o ciudadanos del mundo y después de ellos, notablemente los estoicos y los cristianos desarrollaron una filosofía de corte universalista que fustigaba el apego excesivo a las tradiciones y la cultura local, por considerarlos como uno de los principales impedimentos al progreso humano en la construcción de una comunidad universal. Fue sobre la base de esas filosofías que se plantaron los cimientos ideológicos, primero del imperio romano y después de la cristiandad. El mismo espíritu universalista se puede encontrar en la idea musulmana de la Uma o colectividad de los creyentes, así como en el hinduismo de la India y el confucianismo chino. Sin embargo, estas tendencias cosmopolitas se han enfrentado históricamente y de manera recurrente a una visión que sugiere la idea de una mayor importancia para la comunidad inmediata a la que uno pertenece; es decir, una visión tribal.

El tribalismo, como lo denomina Karl Popper es importante por varias razones: es la primera fuente de identidad y certidumbre para el ser humano, reafirma nuestro sentido de pertenencia y permite nuestra realización individual; en otras palabras, otorga sentido al mundo desde una perspectiva de alcance inmediato. El cosmopolitanismo, en cambio puede fácilmente parecer un ideal más lejano, abstracto y en alguna medida inalcanzable. De hecho, bajo cualquiera de sus formas, el riesgo de la denuncia por imperialismo cultural está siempre latente, ya que muchos grupos humanos se sienten amenazados por el avance de las prácticas, costumbres e ideales de las culturas llamadas dominante, las cuales inevitablemente tienden a difundirse, aunque en forma dispareja por el mundo, desequilibrando y en casos extremos eliminando muchos órdenes sociales establecidos que encuentran a su paso, muchas veces incluso propiciando la desaparición física o extinción de las comunidades locales que los practican.

En el contexto de las relaciones internacionales contemporáneas, la cuestión del tribalismo frente al cosmopolitanismo parece estar dejando de ser mera cuestión de preferencia o elección. Las condiciones materiales generadas por la expansión y consolidación creciente de las fuerzas del mercado internacional dificultan, en la misma medida, el que los pueblos y las naciones puedan encontrar refugio seguro en sus propias costumbres y tradiciones o que pretendan aislarse de las corrientes culturales dominantes en el mundo. Independientemente de que ésta vaya a ser o no una condición definitiva, lo cierto es que el mundo hoy es una unidad orgánica y estructural mucho más visible y definida de lo que haya sido en cualquier otro momento de la historia.

Esta situación nos plantea, entre muchos otros, un reto fundamental: el de la convivencia entre seres humanos diferenciados por la cultura, las tradiciones y, en consecuencia, la ideología; lo cual tiende a propiciar severos problemas de tolerancia. Ciertamente no es fácil simplemente aceptar al “otro” tal cual es. Mientras más cercana es la convivencia, más probable la confrontación, a menos que se cuente con las bases mínimas indispensables para volver aceptable la presencia del “otro”.

Esto requiere, inevitablemente alguna forma de homogenización de prácticas, costumbres y creencias a nivel mundial: el cosmopolitanismo es una perspectiva antigua desde la cual se pueden considerar las relaciones humanas; es a la vez un modelo de construcción social que ha aportado interesantes resultados históricos que definitivamente nos conviene repensar, sobre todo a la luz del tribalismo miope que guía la práctica de muchos estados nacionales contemporáneos y que tiende a ser particularmente peligrosa cuando éstos tienen el estatus de potencia mundial.


David J. Sarquís Ramírez
Profesor del Departamento de Estudios Sociales y Relaciones Internacionales del Tecnológico de Monterrey, Campus Estado de México, México.

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