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Por Gerardo Blas
Número 43
Los países
de Oriente se han puesto nuevamente en la mira de los medios y de
los organismos internacionales. Los tsunamis de diciembre pasado
han revelado otra vez las grandes carencias y desigualdades que
pesan sobre amplios sectores de la población de países
como Tailandia, Indonesia, India. Carencias que se han vuelto más
graves por la destrucción provocada por estos fenómenos
naturales. Tal pareciera que la naturaleza se ensaña con
los que ya de por sí padecen problemas añejos. La
ayuda organizada está fluyendo para aliviar en algo este
gran golpe a la población de esa región del planeta.
Y ante esto surgen varias preguntas. Una de ellas gira en torno
al porqué la solidaridad internacional sólo se expresa
en situaciones de desastre evidente. No quiero decir con esto que
no debiera solidarizarse el mundo ante países que sufren
una desgracia de este tipo. Lo que quiero transmitir es ¿por
qué no se buscan mecanismos de solidaridad más amplios
que no sólo incluyan ayuda de emergencia ante grandes desastres
sino también a paliar situaciones de atraso y miseria que
parecieran inherentes a los proyectos de desarrollo capitalista?
¿Quién ayuda a los damnificados del desarrollo?
Precisamente, a partir de esta inquietud
es que quiero realizar algunos comentarios tomando como pretexto
una novela de Dominique Lapierre, La Ciudad de la Alegría,
la cual, como sucede con toda buena novela-documento, puede ser
comentada desde distintos puntos de vista. Desde un enfoque humano
y filosófico es una obra que nos llama la atención
acerca de la solidaridad humana en tiempos críticos y acerca
de la búsqueda de la felicidad más allá del
éxito económico y la posesión de bienes materiales.
La gente que Dominique Lapierre
describe en esta obra es gente pobre –pobrísima–
pero feliz en un sentido que no se encuentra fácilmente en
los barrios altos o medios de otros países más prósperos.
La supervivencia se convierte en una hazaña cotidiana para
los pobladores de los numerosos barrios pobres de la India, protagonistas
múltiples de este texto de Lapierre. Pero la hazaña
de la supervivencia en lugares como los slum de Calcuta, es compartida
por personas que, debido a nobles sentimientos e ideales elevados,
elige vivir entre los desheredados del mundo y compartir con ellos
sus dichas e infortunios, aun teniendo la posibilidad de vivir cómodamente
en sus lugares de origen. Tales son los casos del médico
norteamericano (Max Loeb) originario de Miami, del sacerdote Paul
Lambert que llegó de Francia, así como de la figura
magna e increíble de la Madre Teresa.
Desde un punto de vista sociológico
e histórico el ambiente que describe el autor es el de un
país tercermundista (la India de los años posteriores
a la segunda guerra mundial) que intenta adaptarse al mundo moderno
y paga caro el intento, tal como ha sucedido a otros países
pobres, que además han padecido la explotación colonialista
en su suelo.
Lapierre nos cuenta del gradual
empobrecimiento de las familias rurales indias y su consecuente
emigración a las grandes ciudades, en donde hace tiempo ya
se ha terminado el sueño de la riqueza posible. Con este
proceso se da también la desarticulación de los grandes
núcleos familiares, rurales y tradicionales, que pasan a
convertirse sólo en una referencia nostálgica de los
individuos, envueltos en las relaciones sociales y laborales del
mundo moderno. Describe, pues, la trágica e inevitable confrontación
entre el campo y la ciudad, en donde el eterno perdedor es el campo
atrasado, arrastrando a gran parte de la sociedad en este proceso.
En este mundo que transita entre
la tradición y la modernidad, que vive simultáneamente
entre el progreso y el atraso, es fácil encontrar situaciones
de drama humano que representa esta lucha entre diversas maneras
de concebir la economía y las relaciones sociales, como cuando
nos narra la llegada de los productos de plástico a una aldea
hindú, hecho que asesta un golpe mortal al alfarero del pueblo,
y destruye tanto una economía familiar, como una serie de
relaciones entre los habitantes de un pueblo y su alfarero, pues
hay que recordar que en la sociedad tradicional hindú un
determinado oficio se practica hereditariamente, de acuerdo a la
casta, y así un oficio importante deja de existir por la
competencia de los productos elaborados en serie en las fábricas
de las ciudades.
El recuento de los horrores del
capitalismo salvaje puesto a la práctica en este país
alcanza niveles de barbarie, como el trabajo infantil, mal pagado
y sobreexplotado; la venta de la propia sangre para malcomer unos
cuantos días, o la comercialización clandestina de
infantes, órganos humanos y placeres sensuales, cuya cuota
más alta es aportada por las clases más míseras
y depauperadas. Sumado a esto tenemos la corrupción policíaca
y burocrática, el estancamiento económico y los desastres
naturales –monzones, sequías, agréguense tsunamis
– que hacen que la sociedad india se vea atrapada ocasionalmente
por problemas que parecen no tener solución.
La convivencia entre grupos sociales
que practican credos diferentes, con costumbres diversas y cosmovisiones
distintas, es otra pincelada del mundo de la India que brinda el
autor. A pesar del gran trauma de la partición –y quizá
por eso mismo– la sociedad hindú ha aprendido, al menos
en los barrios bajos donde vive la gente común, a ser tolerante
con su vecino próximo, sea musulmán, hindú,
budista, judío o cristiano.
Son también dignos de analizarse
los altos contrastes existentes en este país. Uno no deja
de sorprenderse ante el hecho de que mientras gran cantidad de personas
pasan hambre y carecen de servicios básicos, el gobierno
sea capaz de gastar fuertes sumas de dinero para obtener una bomba
nuclear, o que en lujosos hospitales se afanen por obtener niños
de probeta, mientras que en las calles de las grandes urbes la realidad
pareciera indicar que si hay algo que sobra son, precisamente, los
niños, en un país asolado por la sobrepoblación,
en el cual los infantes mueren cada día por problemas de
desnutrición o la carencia de un buen sistema de salud.
En estos inicios de año se
realizaron las reuniones globales de Davos, Suiza, y de Porto Alegre,
Brasil. No deben olvidarse las ventajas del capitalismo global,
pero no hay que olvidar su lado salvaje, sobre todo en los países
que continúan formando parte de lo que alguna vez se consideró
la periferia.
Mtro.
Gerardo Blas Segura
Profesor del Departamento de
Estudios Sociales y Relaciones Internacionales del Tecnológico
de Monterrey, Campus Estado de México, México. |