Por Leonardo Peralta
Número 25
Para Caleb y Beatriz,
culpables de todo esto
Confieso
que veo animación japonesa desde hace ya más de veinte
años. Siendo muy pequeño me encontré con el
televisor y me declaré adicto a él, mirándolo
desde los tres años de edad una media de ocho horas al día.
En aquellos años era un consimidor voraz de imágenes
que iban de los noticiarios a las telenovelas y las caricaturas,
pasando por los comics del Pato Donald, denostados ampliamente por
Armand Mattelart en su libro "Para leer al Pato Donald".
De todo ese mar de imágenes que transitaron por mis ojos
aparecieron personajes de ojos grandes, muy grandes; con tramas
que iban de lo brutal a lo tierno y de lo bello a lo más
grotesco. Todo ello en dosis de media hora en la televisión
marca K2 que tenía mi familia en la sala de la casa.
Eran caricaturas de títulos
como Candy, La Princesa de los Mil Años, Belle
y Sebastian y José Miel. Todas ellas trataban
temas que rebasaban lo que cualquier telenovela hubiera expuesto:
niños abandonados por sus padres o sujetos al abuso de brutales
tutores, historias de amor enmedio de un Apocalipsis provocado por
la aproximación de un planeta desconocido o de la Primera
Guerra Mundial y la búsqueda de la felicidad de personas
que han perdido irremediablemente familia y amor. Todo esto rebasaba
sin duda las tramas sencillas de las caricaturas americanas donde
los buenos y los malos peleaban permanentemente por dominar el universo
o el corazón del ser amado. Era un mundo nuevo de ojos grandes
y acciones mágicas.
Pasaron los años y me convertí
en adulto, pero supe de muchas personas que, como yo, habían
sido tocadas por la estética y la narrativa de la animación
japonesa (mejor conocida como anime). Este fenómeno artístico
y mediático nacido en Japón pocos años depués
del fin de la Segunda Guerra Mundial ha tomado por asalto al mundo
en las últimas décadas, no parece detenerse ante nada
y en su avance promete modificar el sentido de la estética
prevaleciente en Occidente desde los tiempos del Renacimiento.
Lo que comenzó como el intento
desesperado del doctor Osamu Tezuka por sacar adelante a su familia
se convirtió en una industria que mueven miles de millones
de dólares al año alrededor del mundo por medio de
historietas (manga) o de videos y películas animadas (anime)
que tratan temas tan disímbolos que van del golf al matrimonio
sin problema alguno.
Sin embargo, pese a su creciente
importancia e impacto en la sociedad de occidente, su análisis
serio se ve limitado por estereotipos que lo hacen ver como un medio
de expresión menor y banal. Nada más equivocado, y
a continuación menciono algunos de dichos estereotipos:
- La animación japonesa
es infantil y/o violenta: a pesar de lo que se suele ver en la
televisión abierta, los temas que trata dicho género
son tan variados que van de la novela histórica (Samurai
X, Only Yesterday) a las reflexiones más profundas del
papel de la tecnología en la cosmovisión del ser
humano (Robot Carnival y Akira). Además de que existen
recreaciones de novelas en animación (Mujercitas) y las
paradojas entre el machismo y la condición femenina (Ranma
1/2). Todo esto sin olvidar tramas mágicas y tecnológicas
como Dragon Ball Z y Macross.
- La animación japonesa
es de mala calidad: a pesar de que uno de los fundamentos de la
animación japonesa es la reducción de la velocidad
de cuadro de 16 fotogramas por segundo a sólo 6, la calidad
de los trazos y del dibujo pueden ser tan exquisitos como los
de Disney en su película Fantasía. La mencionada
película Akira de Katsushiro Otomo es muestra de la calidad
potencial de la calidad artística del género.
- La animación japonesa
no aporta nada nuevo en la estética moderna: considerando
que las raíces de este fenómeno tienen su origen
en el pintor del siglo XVIII, Hokusai, podemos decir que su estética
se nutre de la tradición nipona más rancia y que
su adopción para consumo masivo ha sido tan bien aceptado
que millones de personas en todas partes lo consideran tan expresivo
y rico visualmente como cualquier obra gráfica moderna.
Ya Umberto Eco señala en
su obra Apocalípticos e Integrados el desdén con el
que la crítica trata a los comics, y por ende a sus primos
orientales. Al ser producto de consumo masivo, se supone de inmediato
que es un producto pobre y de baja calidad. Sin embargo, la fuerza
de la globalización ha ayudado a romper con este tipo de
esquemas y a darle a la obra gráfica de consumo masivo el
lugar que se merece, al menos en ojos de su público.
Quizá el cambio generacional
de comunicólogos que viene en camino pueda abordar este y
otros fenómenos considerados de baja estofa (como la música
grupera, tropical y norteña) con menos prejuicios y más
ánimo de conocer los fermentos de la verdadera y cotidiana
cultura popular, a la manera en que hoy se rehabilita la obra del
otrora considerado cantante de prostitutas e infieles; Agustín
Lara.
Lic.
Leonardo Peralta
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