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2004

 

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In-mediata

2004: el Año en los Ojos de Neil Postman

 

Por Leonardo Peralta
Número 42

Primero veo, luego pienso
El ojo es testigo prescencial de hechos de corrupción flagrante en el mundo a través de cámaras ocultas que derraman su producto candente sobre poblaciones perplejas. Las miradas nacionales se horrorizan ante el grand-guignol de un linchamiento transmitido en vivo durante la hora de la cena y el tiro de gracia que un soldado norteamericano sorraja a un iraquí inerme que aparece en los noticiarios nocturnos. Somos testigos de honor del cotidiano cadalso iraquí expuesto cotidianamente por las cadenas mundiales de noticias. En Venezuela la televisión llega a disputar con el mismo Presidente de la República el control de la nación durante un motín que llega al conato de golpe de estado.

En Alemania un caníbal sacia su insano apetito, dejando tras de sí el video de su grotesca cena con el fin de protegerse (con éxito sorprendente) de las consecuencias legales que sobrevendrán y las cámaras ocultas en los Estados Unidos revelan de manera casi diaria casos de abuso doméstico, violencia familiar y miles de dramas cotidianos que al trascender se vuelven casos de debate nacional. El video no solamente se ha convertido en herramienta circunstancial; ahora diversos actores en situaciones controversiales buscan de manera consciente que sus actos queden registrados en imágenes, sea para apoyar sus puntos de vista y como elementos de defensa en juicios que (curiosamente) también se llevan a cabo en el espacio de las pantallas caseras.

Ya lo había señalado el crítico de medios Neil Postman desde la década de 1970: la inclusión ubicua de tecnología de video en los espacios de la vida privada alteraría nuestra compresión de la esfera política, modificaría nuestro entendimiento de las relaciones sociales e incluso induciría un cambio en la manera en la que percibimos la realidad. Este 2004 fue el año en que el video pudo por primera vez levantarse de la plataforma del debate para convertirse en verdadera herramienta contundente de acción política.

Las dimensiones de este hecho primero se percibieron en la esfera del espectáculo y el entretenimiento (con la introducción desde la década de 1980 de formatos de televisión basados en la realidad: talk-shows, reality TV) y con el paso del tiempo se trasminaron hacia otros compartimientos de la vida social como la justicia y ahora la política. El hecho es que nuestra civilización crecientemente videoinfluida se dirige (por efecto de la masificación inherente en la imagen de video) hacia un punto donde los hechos de la política, de la justicia e incluso se la vida personal, sólos serán fácticos en el momento en que la imagen los haga evidentes e incontrovertibles.

La televisión como genérico intercambiable
Este proceso de iconización de la vida social lleva al poco racional argumento de que “si no está en video ergo no existe”. La política, que recurre de manera más asidua a la televisión para posicionarse (palabra del agrado de los expertos en mercadotecnia), ha creado relaciones simbióticas en los medios, reemplazando con el alcance masivo e instantáneo de la televisión la ardua tarea de hacer conocer los puntos de vista políticos a través de las formas tradicionales de comunicación política.

Así pues, no es de extrañar que quienes se valieron de las ventajas de la imagen para llegar a la intimidad de los electores, los sigan empleando como escaparate y como herramienta de gobierno. Esta situación per se no debería causar mayor inquietud (de cualquier modo la prevalencia de la televisión por encima de cualquier otro medio de comunicación es incontestable, sin embargo la realidad es que la televisión ejerce con mayor frecuencia funciones que le deberían estar reservados a otras instancias como el sistema judicial y los organismos de protección social (por no mencionar la queja de Postman sobre la intromisión de la tecnología en las aulas y las mismas bilbiotecas.

Como resultado (también obra del crecimiento poblacional y la reducción de las funciones del Estado), en países como los nuestros (cuyas experiencias de trato con los organismos del Estado suelen discurrir en términos poco agradables), la televisión es ya parte de nuestras opciones en la resolución de conflictos y quienes en ella aparecn se vuelven en paladines de la obra social y la redención de las masas olvidadas. Esto que comento no es nuevo, desde la misma década de 1970 multitud de estudios sobre la televisión (tanto como contenido, como industria y como actor social) ya señalaban que por su naturaleza, la televisión tiende a crear una esfera de influencia que fácilmente puede trocarse en poder político que podría ser puesto a la venta al mejor postor, o en un estadio más avanzado, podría convertirse en un poder autónomo fuera del dominio del Estado.

Sin embargo, en este 2004 el público pudo atestiguar el poder de las imágenes en todo su apogeo sin que la normatividad vigente ni códigos de ética de los medios de comunicación lo hubieran podido detener. Incluso países tan escrupulosos con el manejo ético de contenidos en sus medios como el Reino Unido han tenido que confrontarse (con poco éxito) ante la necesidad de emitir contenidos que en condiciones normales hubieran rechazado. Ante un panorama extremadamente competitivo y el imperativo del tiempo, las televisoras terminaron por echar por la borda consideraciones éticas y bajo el argumento de las necesidades del rating, emitieron contenidos que crearon polémicas encendidas e incluso conflictos políticos.

El uso de la imagen televisiva no es novedad alguna: desde 1960 (cuando se realiza el primer debate político televisado entre Richard Nixon y John F. Kennedy), la política y la televisión inician una relación que habría de perdurar aún décadas más adelante. El problema que señalo es que, más allá del uso de la televisión como medio, ahora ha ocurrido que la televisión verdaderamente ha tomado el control de la opinión pública a medida que su poder no halla contrapeso alguno y de manera decisiva. La llegada al poder de magnates de medios como Silvio Berlusconi (montados en el imperio mediático de su propiedad) abrió la puerta para que la política y la televisión entren en una simbiosis de consecuencias poco esclarecidas (pero lamentablemente poco esperanzadoras).

Sin embargo, la gravedad de esta situación no radica en las consecuencias de este fenómeno en la política partidista; ni siquiera en el entorno de los sistemas de gobierno y control social. El problema radica en que esta dependencia de la imagen ha permeado en las sociedades, creando un entorno de ignorancia donde la imagen lo domina todo y las ideas abstractas (así como las reflexiones que de ellas derivan) quedan marginadas del espacio de los debates.

Postman señalaba precisamente que la tecnología ubicua creaba sociedades dominadas por la primacía de lo sensible y en cuyo seno las emociones y lo instantáneo del torrente incesante de imágenes terminaría por acabar con los procesos de razonamiento que dan origen y sustento a las sociedades. Irónicamente la tecnología (creada para extender las capacidades humanas) terminaría por cercenar el factor que nos diferencía del resto de los seres vivos: el pensamiento.

Dejar de ver, comenzar a pensar
En su libro The End of Education, Postman señala que el camino para remediar estas situaciones (que al cabo del tiempo crearán círculos interminables de irracinalidad inmediatista) se encuentra en la educación, regresando a los orígenes del proceso educativo, justo en el proceso donde los griegos de la Academia comenzaron: en la educación como adquisición de herramientas para ejercer el razonamiento independiente.

Para Postman el secreto está en hacer que las personas adquieran (antes que cualquier conocimiento tecnológico), las herramientas de comprensión que permitan a la persona entender las diferencias entre el mundo del razonamiento abstracto y de discernimiento entre la realidad fáctica y la realidad emulada creada por los medios de comunicación. En la educación (y en su atrevida e iconoclasta idea de regresar a los orígenes de la educación) estaría la herramienta adecuada (aunque en modo alguno de fácil implantación) para remediar la inmediatez que la política refleja en el dominio de la televisión.

Y mientras llegan las soluciones de largo aliento que puedan paliar el proceso interminable de deterioro de la política a manos de los medios electrónicos, el único remedio que queda es regresar a la reflexión de los libros, al ejercicio de la imaginación y demás habilidades aparentemente perdidas en el mar de las imágenes efímeras.


Lic. Leonardo Peralta
Escritor, colaborador del Grupo Editorial Expansión

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