Por
Leonardo Peralta
Número 42
Primero veo, luego pienso
El ojo es testigo prescencial de hechos de corrupción flagrante
en el mundo a través de cámaras ocultas que derraman
su producto candente sobre poblaciones perplejas. Las miradas nacionales
se horrorizan ante el grand-guignol de un linchamiento transmitido
en vivo durante la hora de la cena y el tiro de gracia que un soldado
norteamericano sorraja a un iraquí inerme que aparece en
los noticiarios nocturnos. Somos testigos de honor del cotidiano
cadalso iraquí expuesto cotidianamente por las cadenas mundiales
de noticias. En Venezuela la televisión llega a disputar
con el mismo Presidente de la República el control de la
nación durante un motín que llega al conato de golpe
de estado.
En Alemania un caníbal sacia
su insano apetito, dejando tras de sí el video de su grotesca
cena con el fin de protegerse (con éxito sorprendente) de
las consecuencias legales que sobrevendrán y las cámaras
ocultas en los Estados Unidos revelan de manera casi diaria casos
de abuso doméstico, violencia familiar y miles de dramas
cotidianos que al trascender se vuelven casos de debate nacional.
El video no solamente se ha convertido en herramienta circunstancial;
ahora diversos actores en situaciones controversiales buscan de
manera consciente que sus actos queden registrados en imágenes,
sea para apoyar sus puntos de vista y como elementos de defensa
en juicios que (curiosamente) también se llevan a cabo en
el espacio de las pantallas caseras.
Ya lo había señalado
el crítico de medios Neil Postman desde la década
de 1970: la inclusión ubicua de tecnología de video
en los espacios de la vida privada alteraría nuestra compresión
de la esfera política, modificaría nuestro entendimiento
de las relaciones sociales e incluso induciría un cambio
en la manera en la que percibimos la realidad. Este 2004 fue el
año en que el video pudo por primera vez levantarse de la
plataforma del debate para convertirse en verdadera herramienta
contundente de acción política.
Las dimensiones de este hecho primero
se percibieron en la esfera del espectáculo y el entretenimiento
(con la introducción desde la década de 1980 de formatos
de televisión basados en la realidad: talk-shows, reality
TV) y con el paso del tiempo se trasminaron hacia otros compartimientos
de la vida social como la justicia y ahora la política. El
hecho es que nuestra civilización crecientemente videoinfluida
se dirige (por efecto de la masificación inherente en la
imagen de video) hacia un punto donde los hechos de la política,
de la justicia e incluso se la vida personal, sólos serán
fácticos en el momento en que la imagen los haga evidentes
e incontrovertibles.
La televisión como genérico
intercambiable
Este proceso de iconización de la vida social lleva al poco
racional argumento de que “si no está en video ergo
no existe”. La política, que recurre de manera más
asidua a la televisión para posicionarse (palabra del agrado
de los expertos en mercadotecnia), ha creado relaciones simbióticas
en los medios, reemplazando con el alcance masivo e instantáneo
de la televisión la ardua tarea de hacer conocer los puntos
de vista políticos a través de las formas tradicionales
de comunicación política.
Así pues, no es de extrañar
que quienes se valieron de las ventajas de la imagen para llegar
a la intimidad de los electores, los sigan empleando como escaparate
y como herramienta de gobierno. Esta situación per se no
debería causar mayor inquietud (de cualquier modo la prevalencia
de la televisión por encima de cualquier otro medio de comunicación
es incontestable, sin embargo la realidad es que la televisión
ejerce con mayor frecuencia funciones que le deberían estar
reservados a otras instancias como el sistema judicial y los organismos
de protección social (por no mencionar la queja de Postman
sobre la intromisión de la tecnología en las aulas
y las mismas bilbiotecas.
Como resultado (también obra
del crecimiento poblacional y la reducción de las funciones
del Estado), en países como los nuestros (cuyas experiencias
de trato con los organismos del Estado suelen discurrir en términos
poco agradables), la televisión es ya parte de nuestras opciones
en la resolución de conflictos y quienes en ella aparecn
se vuelven en paladines de la obra social y la redención
de las masas olvidadas. Esto que comento no es nuevo, desde la misma
década de 1970 multitud de estudios sobre la televisión
(tanto como contenido, como industria y como actor social) ya señalaban
que por su naturaleza, la televisión tiende a crear una esfera
de influencia que fácilmente puede trocarse en poder político
que podría ser puesto a la venta al mejor postor, o en un
estadio más avanzado, podría convertirse en un poder
autónomo fuera del dominio del Estado.
Sin embargo, en este 2004 el público
pudo atestiguar el poder de las imágenes en todo su apogeo
sin que la normatividad vigente ni códigos de ética
de los medios de comunicación lo hubieran podido detener.
Incluso países tan escrupulosos con el manejo ético
de contenidos en sus medios como el Reino Unido han tenido que confrontarse
(con poco éxito) ante la necesidad de emitir contenidos que
en condiciones normales hubieran rechazado. Ante un panorama extremadamente
competitivo y el imperativo del tiempo, las televisoras terminaron
por echar por la borda consideraciones éticas y bajo el argumento
de las necesidades del rating, emitieron contenidos que crearon
polémicas encendidas e incluso conflictos políticos.
El uso de la imagen televisiva no
es novedad alguna: desde 1960 (cuando se realiza el primer debate
político televisado entre Richard Nixon y John F. Kennedy),
la política y la televisión inician una relación
que habría de perdurar aún décadas más
adelante. El problema que señalo es que, más allá
del uso de la televisión como medio, ahora ha ocurrido que
la televisión verdaderamente ha tomado el control de la opinión
pública a medida que su poder no halla contrapeso alguno
y de manera decisiva. La llegada al poder de magnates de medios
como Silvio Berlusconi (montados en el imperio mediático
de su propiedad) abrió la puerta para que la política
y la televisión entren en una simbiosis de consecuencias
poco esclarecidas (pero lamentablemente poco esperanzadoras).
Sin embargo, la gravedad de esta
situación no radica en las consecuencias de este fenómeno
en la política partidista; ni siquiera en el entorno de los
sistemas de gobierno y control social. El problema radica en que
esta dependencia de la imagen ha permeado en las sociedades, creando
un entorno de ignorancia donde la imagen lo domina todo y las ideas
abstractas (así como las reflexiones que de ellas derivan)
quedan marginadas del espacio de los debates.
Postman señalaba precisamente
que la tecnología ubicua creaba sociedades dominadas por
la primacía de lo sensible y en cuyo seno las emociones y
lo instantáneo del torrente incesante de imágenes
terminaría por acabar con los procesos de razonamiento que
dan origen y sustento a las sociedades. Irónicamente la tecnología
(creada para extender las capacidades humanas) terminaría
por cercenar el factor que nos diferencía del resto de los
seres vivos: el pensamiento.
Dejar de ver, comenzar a
pensar
En su libro The End of Education, Postman señala que el camino
para remediar estas situaciones (que al cabo del tiempo crearán
círculos interminables de irracinalidad inmediatista) se
encuentra en la educación, regresando a los orígenes
del proceso educativo, justo en el proceso donde los griegos de
la Academia comenzaron: en la educación como adquisición
de herramientas para ejercer el razonamiento independiente.
Para Postman el secreto está
en hacer que las personas adquieran (antes que cualquier conocimiento
tecnológico), las herramientas de comprensión que
permitan a la persona entender las diferencias entre el mundo del
razonamiento abstracto y de discernimiento entre la realidad fáctica
y la realidad emulada creada por los medios de comunicación.
En la educación (y en su atrevida e iconoclasta idea de regresar
a los orígenes de la educación) estaría la
herramienta adecuada (aunque en modo alguno de fácil implantación)
para remediar la inmediatez que la política refleja en el
dominio de la televisión.
Y mientras llegan las soluciones
de largo aliento que puedan paliar el proceso interminable de deterioro
de la política a manos de los medios electrónicos,
el único remedio que queda es regresar a la reflexión
de los libros, al ejercicio de la imaginación y demás
habilidades aparentemente perdidas en el mar de las imágenes
efímeras.
Lic.
Leonardo Peralta
Escritor, colaborador del Grupo
Editorial Expansión |