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2004

 

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Olimpiadas 2004: la Mañana Siguiente

 

Por Leonardo Peralta
Número 40

Ahora que los Juegos Olímpicos han llegado a su final, es momento conveniente para analizar el significado de los juegos a la luz de la situación del (todavía) naciente siglo XXI, sus conflictos y sobre todo, proponer una visión crítica sobre uno de los eventos más importantes en el acontecer mundial.

Significados olímpicos
Los Juegos Olímpicos de la era moderna comenzaron como una expresión del espíritu de la humanidad en el naciente siglo XX (era aún la época del positivismo y también el momento del surgimiento de una sociedad de masas interesada en el deporte), además de un intento de recuperar los valores democráticos y de igualdad en una sociedad (la europea) que era en ese momento presa de gobiernos tiránicos, imperios desgastados y bajo la sombra ominosa de la antesala de la Primera Guerra Mundial (que se percibía desde la consolidación de los imperios europeos en el último cuarto del siglo XIX).

Con el paso del tiempo y la llegada de un nuevo siglo, los Juegos Olímpicos adquirieron un aura de prestigio que los convirtió después de la Primera Guerra Mundial en una ceremonia que, en cierta medida, compensaba los horrores del conflicto armado y que en buena medida reflejaba el deseo de crear ceremonias que al mismo tiempo sirvieran para representar a la humanidad y para dirimir de una manera más amable los conflictos que habían arrasado a Europa de 1914 hasta 1918.

A partir de las entreguerras (y especialmente a partir de la Olimpiada de Berlín en 1936), los juegos cobraron una dimensión que quizá el Barón Pierre de Coubertin jamás pudo imaginar: convertirse en escaparate donde el poderío político mostraría la superioridad de una ideología. Así lo hicieron los nazis en 1936 y así lo haría la Unión Soviética y los Estados Unidos durante las cuatro décadas de la Guerra Fría. Durante décadas los juegos se convirtieron en campos de batalla (afortunadamente incruentos) donde los bloques comunista y capitalista trataban de demostrar que su país era el mejor a través del número de medallas obtenidas.

En este contexto de Juegos Olímpicos como confrontación ideológica es que viene el crecimiento del evento en dimensiones y en importancia simbólica. A medida que el tiempo pasa (y que una mayor cantidad de naciones se independiza y comienza a asistir a los juegos) los juegos reciben a una mayor cantidad de países (el Comité Olímpico Internacional actualmente registra 202 comités olímpicos nacionales) y dada su importancia política, los países organizadores se empeñan en hacer de sus ciudades sede el escenario de los juegos olímpicos más fastuosos y espectaculares.

Así llegamos a la década de 1980 cuando en los Juegos Olímpicos de Los Angeles de 1984 aparece por primera vez el concepto de juego espectáculo; una combinación de entretenimiento hollywoodense (no por nada esos juegos se llevaron a cabo en la ciudad meca del cine) con una cobertura mediática abrumadora que atrae la atención mundial hacia el sitio donde se realizan las Olimpiadas y genera un efecto amplificador en la influencia del país organizador, de los países victoriosos y de los países participantes.

Con el fin de la Guerra Fría y el colapso de los países socialistas del Este de Europa, los Juegos Olímpicos (a partir de Seúl 1988) pierden buena parte de su carga política, pero reinicia el ánimo de confrontación ya no entre bloques unidos por la ideología, sino por zonas de influencia geoeconómica: el sureste asiático, Europa, Norteamérica y el resto del mundo subdesarrollado. Una vez ida la confrontación política, quedaron las Olimpiadas como un evento altamente rentable en términos de imagen y cuya importancia trasciende lo deportivo y se proyecta hacia lo comercial, lo tecnológico y de nuevo lo político.

El siguiente parteaguas en el desarrollo simbólico de los Juegos Olímpicos sucede en la edicición de la 26ª Olimpiada en1996, cuando después de una disputa en momentos agria, la ciudad norteamericana de Atlanta se quedó con la sede olímpica de los juegos del centenario de la primera Olimpiada, por encima de la ciudad de Atenas, misma que reclamaba su derecho por haber sido sede de la primera edición de los juegos. Y aunque nunca hubo una acusación fundada en la superioridad de económica de los Estados Unidos por encima de Grecia, el patrocionio abrumador de empresas como CNN y Coca-Cola (que celebraba ese mismo año su 110 aniversario) que tienen su sede en dicha ciudad y el estallido de escándalos de tráfico de influencias al interior del Comité Olímpico Internacional dejaron muchas dudas sembradas.

Así pues, luego de más de un siglo de Juegos Olímpicos hemos llegado al punto donde el evento tiene más implicaciones y significados adheridos que los propios de un evento deportivo. Hemos llegado al punto en que las Olimpiadas tienen más peso como evento mediático y como arena para disputas de otras índoles que un mero ejercicio de competiciones deportivas. Y este cambio es el que ha modificado de manera irreversible la misma idea conceptual y la realización de este evento.

Magna fastuosidad
La realización de los Juegos Olímpicos se ha vuelto tan grande en el último medio siglo que su organización requiere la modificación de ciudades y la creación de áreas deportivas que, generalmente, no existen previamente. Los gastos en infraestructura se disparan ya que además del requerimiento de al menos una docena de estadios y campos deportivos, existe la necesidad de construir unidades habitacionales y nuevo equipamiento urbano (desde calles hasta macetas) que pide inversiones de centenares (cuando no millares) de millones de dólares.

Y no solamente se tienen que construir nuevas instalaciones; con la llegada de nuevas tecnologías de información también se requiere la creación de sistemas informáticos que incluyen redes de cómputo de alta velocidad, miles de puntos de conexión y la creación de una enorme infraestructura de datos para manejar sistemas de identificación de personal, participantes y jueces; control estadístico de marcas y puntajes deportivos; sistemas de control de venta de boletos y de logística varia. Esto sin contar la maquinaria requerida para colocar muchos de estos servicios en línea y en tiempo real, así como los ahora indispensables mecanismos de seguridad cibernética que protejan la infraestructura en caso de ataques de hackers.

Y hablando de logística, es conveniente señalar que, después de los atentados del 9/11, los requerimientos de seguridad (costosos por naturaleza) crecen considerablemente y exigen el empleo de tecnología de vigilancia y la colaboración de las fuerzas armadas del país y hasta de organismos internacionales (en las recientes Olimpíadas de Atenas se pidió la colaboración de tropas de la OTAN). Todos estos gastos requieren inversiones masivas de capital invertidos en un período relativamente corto de tiempo. De hecho, los gastos de los Juegos Olímpicos en Atenas consumieron más de 5 mil millones de dólares del presupuesto griego, suma que alteró el balance de las cuentas nacionales y obligó al país a aumentar su nivel de deuda por encima de los estándares de la Unión Europea.

Y dado que los gastos relacionados con la organización de los juegos son sufragados casi en su totalidad por la ciudad sede, se ha vuelto imperativo generar ingresos que compensen (aunque sea sólo en parte) la enorme inversión, que para decirlo de una vez, no genera más que ganancias marginales y las más de las veces pérdidas económicas. Es en esta coyuntura donde medios de comunicación y empresas patrocinadoras entran colocando centenares de millones de dólares en el patrocinio de los juegos y pago de derechos de transmisión; aunque el patrocinio no es un acto desinteresado de amor, sino que al tiempo que se ofrecen recursos (para los juegos de Atenas un grupo de patrocinadores agrupados en el consorcio TOP V aportó aproximadamente 272 millones de euros) demandan prescencia de marca y buena parte de la atención mediática, lo que irremediablemente cambia el perfil de los juegos hacia una tónica de promoción de la imagen corporativa de las empresas participantes.

Con estas fuerzas tan poderosas detrás de la organización de los Juegos Olímpicos (fruto en buena parte de su éxito como evento mediático global) su significado como gesta deportiva queda erosionado y en ocasiones oculto tras los intereses de todos los actores involucrados. Así pues, la gesta deportiva demanda tantos requerimientos de organización que queda condenada por los intereses comerciales y geopolíticos que ahora la dominan. Por ello, si analizamos las ciudades sede de los Juegos Olímpicos queda claro que la tendencia es que se lleven a cabo en países con el suficiente poder económico para sufragar el gasto o que por intereses políticos tengan la voluntad de asumir las responsabilidades de la organización (como parece fue la motivación detrás de China para organizar los juegos del año 2008).

Y las consecuencias de la alteración del significado de los juegos no solamente quedan en el lado de los organizadores, los competidores también han cambiado el significado de su participación.

Participar, ¿es ganar?
Con la evolución de las disciplinas deportivas que participan en cada edición de las Olimpiadas, el nivel de competitividad se ha incrementado al punto en que ahora los ganadores en disciplinas como el atletismo destacan por apenas milésimas de segundo. esto impulsa a los atletas a conseguir ventajas echando mano de todos los recursos a su alcance: desde el uso de la última tecnología para mejorar el desempeño deportivo (como es el caso de los nadadores que recurren a estudios de dinámica de fluidos para mejorar sus movimientos en la alberca) hasta el dopaje para aumentar de manera artificial las capacidades físicas de los atletas.

Todo esto implica un enorme costo monetario en investigación y desarrollo científico de varias disciplinas científicas que van de la física de materiales hasta la medicina y la ingeniería genética. Sólo países con alto desarrollo económico o entidades deportivas apoyadas por empresas dispuestas a invertir millones de dólares en el desarrollo de tecnología deportiva pueden llevar a los atletas a la cima. Esto deja a la vera del camino a los países que no poseen los recursos económicos para invertir en sus deportistas, por lo que las medallas y reconocimientos se concentran en unos cuantos países (tendencia observada desde el inicio de la Guerra Fría) mientras que en otros, simplemente las victorias quedan reducidas a uno que otro milagro del empeño humano.

En países con escasos recursos económicos (como es el caso de México y el resto de América Latina) la situación se hace más comprometida ya que consistentemente los atletas (con toda la voluntad, pero sin apoyos de ningún tipo o con raquítico soporte en comparación de los millones de dólares invertidos en atletas de alto rendimiento en los países desarrollados) quedan alejados de las medallas y expuestos a una opinión pública adversa que reclama que los escasos recursos económicos de un país se inviertan en entrenar atletas que no llegan a la cima y a los que se acusa de realizar lo que se denomina “turismo deportivo”.

Además, debido a la intromisión del espectáculo como elemento influyente en el desarrollo de los Juegos Olímpicos y a las coberturas deficientes (pese a su abrumadora prescencia), sólo algunos deportes atraen la atención del público mientras que otros quedan fuera de la atención de los medios y de una contextualización sobre los esfuerzos previos realizados por los atletas y que termina en una opinión desequilibrada y generalmente negativa ante la práctica de los deportistas que no llegaron al podium.

Antes esta situación, la práctica deportiva queda afectada y el deporte como actividad positiva se contierte en slogan publicitario para vender más calzado deportivo, estimular el consumo de alguna bebida refrescante o la exposición de la imagen pública de alguna empresa como patrocinadora de los mejores sentimientos de humanidad. Ante esta situación, el deporte a través de los Juegos Olímpicos merece replantearse seriamente sus propósitos y objetivos.

A la luz de la antorcha: vislumbrando el fenómeno olímpico

  • Juegos monetarios: ante las crecientes necesidades de los Juegos Olímpicos, el papel de patrocinadores y medios de comunicación se acentuará, llegando al punto (como ya se considera hoy en día) donde disciplinas deportivas sean eliminadas de los juegos y otras incluidas en pos de mayor atención mediática y patrocinios comerciales.
  • Doping perenne: La tecnología del dopaje ha llegado a niveles insospechados, rozando incluso los linderos de la ciencia ficción (ya se habla de la posibilidad de modificar la estructura genética de los atletas, insertando genes alterados en sus cuerpos), por lo que las autoridades deportivas quizá tengan en los próximos 20 años que tomar una decisión definitiva sobre el dopaje: prohibirlo de manera tajante (y eliminando así la espectacularidad de los deportes y ralentizando la obtención de récords) o permitiéndola abiertamente incluyendo a deportistas dopados en las competencias o creando una edición especial de juegos para quienes hayan mejorado artificialmente sus cuerpos.
  • Espíritu reducido: Es un hecho, el espíritu olímpico ha pasado de ser una aspiración simple y sencilla a una demanda de triunfo y a una exigencia para que los participantes lleguen al límite de sus capacidades en pos de una medalla que les asegura el siguiente nivel de patrocinios y regalías económicas por su exposición mercadotécnica.
  • Sólo para poderosos: El dinero lo condiciona todo; ante la abrumadora prescencia de los países más desarrollados, es posible que al final de la primera mitad del siglo XXI nos encontremos con juegos donde la mayoría de los países solamente tengan una prescencia simbólica (la cantidad de medallas que América Latina gana en cada Olimpiada disminuy constantemente), mientras que los países más poderosos son lo que realmente rivalizan y compiten con aspiraciones reales contra sus semejantes.

Lic. Leonardo Peralta
Escritor, colaborador del Grupo Editorial Expansión

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