Por Leonardo
Peralta
Número
46
Para
Alí: que las tormentas no te acompañen
Todas las naciones
necesitan para existir ejes simbólicos
que representen de manera clara y precisa la
naturaleza singular del país. La heráldica
proporcionó junto a la épica los
bloques constructores de las nacionalidades alrededor
del mundo. Relatos como el Cantar de Mío
Cid, las gestas de Juana de Arco y la gesta fundacional
de México – Tenochtitlán
fueron pilares fundamentales en la génesis
de nacionalidades. En otros casos, un corpus
de tradiciones, lenguaje, creencias y lazos étnicos
tejieron identidades colectivas que con el paso
del tiempo fueron convirtiéndose en identidades
nacionales.
Con la llegada
del binomio Estado – nación en el
siglo XVI (cuando comienzan a emerger los primeros
imperios europeos), el papel de la construcción
de la nacionalidad se convierte en una prioridad,
sobre todo ante la perspectiva de crear un nuevo
espacio cultural, unido ya no sólo por
creencias religiosas o animadversiones políticas,
sino estructurado alrededor de una entidad a
la que sus miembros no sólo debían
someterse (como sucedió en los tiempos
del vasallaje medieval), sino de la que debían
formar parte como un acción consciente
y deliberada.
Un marco
de interpretación
Esta relación simbiótica entre
cultura y nacionalidad (estudiada con gran minuciosidad
en el caso mexicano por Enrique Florescano) operó
durante casi medio milenio echando mano de las
artes y en los últimos 100 años
de ciencias como la antropología y la
sociología. Las iconografías nacionales
(el Tío Sam, la imagen novocentista de
la patria mexicana, la Marianne francesa, entre
otras), así como el uso de herramientas
como la instrucción pública en
materia de cultura e identidad nacional, sirvieron
para crear identidades que se terminaron de fraguar
durante el siglo XIX con luchas en diversas regiones
del mundo (Italia, México, Japón)
por construirse como naciones y eliminar las
fuerzas centrífugas del regionalismo.
Para inicios
del siglo XX, aún con la escasez de naciones
independientes (un puñado de ellas sometían
a más de dos terceras partes de la población
humana) ya estaba trazado el camino que, junto
con la libertad política habría
de acompañar el surgimiento de más
de un centenar de naciones en el período
comprendido entre el final de la Segunda Guerra
Mundial y el derrumbe de la Unión Soviética
a inicios de la década de 1990. Sin embargo,
en el trasiego del último siglo, la idea
de la nación comenzó a cambiar
irremediablemente.
Crisis
nacionalista
Durante el pasado siglo más de un centenar
de millones de personas perdieron la vida en
guerras mundiales, de independencia o de integración
nacional. Horrores como los campos de concentración
en Europa, los genocidios patrióticos
en China y la Unión Soviética;
las carnicerías ideoleogicas de Camboya
y Ruanda, así como la destrucción
causada por bloqueos y otros tipos de confrontación
durante la Guerra Fría establecieron las
bases de un profundo cuestionamiento del significado
conceptual de nacionalidad.
Al mismo tiempo,
un fenómeno económico, social y
cultural potenciado por nuevas tecnologías
(la globalización) comenzaba a colocar
en tela de juicio la validez de establecer diferenciaciones
entre un grupo humano y otro ante un proceso
inexorable de absorción y estandarización.
Finalmente, la posmodernidad trajo otro severo
cuestionamiento del pensamiento nacional: si
la etnicidad era un elemento irrelevante por
el igualitarismo cultural, luego entonces la
nacionalidad era algo que no tenía mayor
repercusión en la identidad de los individuos
más allá de ciertos razgos sociales.
Mientras tanto
México atraviesa una de las transiciones
políticas más importantes en su
historia. Transición que no sólo
involucra la esfera de lo político, sino
que afecta el propio imaginario cultural.
Mexican
madness
La nación mexicana de los últimos
tres cuartos de siglo pasó por el tamiz
del régimen posrevolucionario dirigido
por el Partido Revolucionario Institucional.
Con los contenidos de la educación controlados
por el Estado, los medios de comunicación
vinculados a los intereses del gobierno; la vida
cultural y las expresiones sociales mediadas
por la intervención de dependencias estatales;
en el lapso de unas generaciones, más
de cien millones de personas adquirieron de un
modo u otro la imagen nacional mexicana a través
de canales previamente avalados y controlados
por el Estado.
A lo largo de
siete décadas la construcción nacional
fue erigida por medio de la historiografía
oficial, ceremonias y símbolos plasmados
desde la infancia en la población mexicana,
transminando todas las esferas en la vida del
individuo. La nacionalidad mexicana terminó
de construirse en los muros levantados por la
cultura popular y una de las industrias de medios
más poderosas del mundo. Fenómenos
como el cine de la época de oro, la poderosa
industria de las telenovelas e incluso expresiones
contraculturales como el rock nacional terminaron
por redondear un imaginario cultural compartido
en una nación que hasta principios de
la década de 1980 vivió relativamente
aislada del mundo y alejada de influencias “transculturizantes”.
Sin embargo,
con el inicio de la integración económica
de México al mundo (y especialmente a
raíz de la firma de acuerdos con el GATT
y del Tratado de Libre Comercio de América
del Norte), se abrieron las puertas a influencias
internacionales. Además, en uno de los
fenómenos culturales menos estudiados
hasta el momento, la migración masiva
de ciudadanos mexicanos hacia los Estados Unidos
enfrentó a casi una quinta parte de la
población naciona (se estima que más
de 20) con la realidad una cultura donde diferente,
donde moran otros valores y otra forma de vida.
En 1994, el
alzamiento del Ejército Zapatista de Liberación
Nacional produjo una de las crisis más
fuertes en la concepción de la identidad
nacional. Confrontado el stablishment
ante la realidad de culturas ancestrales (que
nominalmente hacemos nuestras) sometidas a procesos
de aculturación y adaptación forzada
dentro del marco del establecimiento de un imaginario
nacional (trabajo iniciado por los liberales
nacionalistas desde la segunda mitad del siglo
XIX), no hubo otra respuesta más adecuada
a la crisis que declarar por primera vez que
la nación mexicana reconocería
su carácter pluricultural y multiétnico
(aunque fuera solamente en el papel).
La llegada de
un gobierno de oposición en el año
2000 al poder representó no solamente
un hito político sino un cambio estructural
de enormes consecuencias. Al perder el PRI en
poder y cederlo a otro partido, la maquinaria
cultural que había operado durante décadas
simplemete perdió su efectividad. Ante
la pérdida del control en los medios de
comunicación, la desintegración
de los vínculos que vertebraban el sistema
educativo nacional y la fragmentación
del poder antes en manos del sistema de gobierno,
es que nos hallamos ante una situación
poco menos que inédita. Una nación
cuya imagen simbólica se encuentra desestructurada
y sin referentes claros a la caída del
antiguo régimen político.
Tejido
electrónico
Los medios electrónicos de comunicación
han fungido desde los inicios del siglo XX como
herramientas de propaganda política y
evolucionado a la par que su desarrollo tecnológico.
La radio durante las dos guerras mundiales, el
cine durante la Segunda Guerra Mundial y la televisión
a lo largo de la Guerra Fría fueron afinándose
como herramientas útiles no sólo
en la creación de espacios para el entretenimiento
sino también para fines de sostenimiento
y expansión de un ideal nacional.
En este proceso,
México formó parte de manera intensiva.
Desde los inicios en las actividades de los medios
de comunicación electrónicos en
nuestro país, los concesionarios siempre
estuvieron dispuestos a participar con los organismos
del Estado en concordancia de aquellas campañas
de utilidad pública que fueran necesarias.
Algunas de estas campañas sirvieron para
fortalecer entre los ciudadanos nacionales el
sentimiento de pertenencia al país, mientras
que otras se estimulaba la cohesión nacional
en tiempos de crisis.
Es así
como llegamos a las presentes campañas
de responsabilidad social patrocinadas por la
empresa Televisa <http://www.esmas.com/celebremosmexico/>
y en menor medida por su competidora Tv Azteca
<http://www.tvazteca.com/corporativo
/especiales/mexico/>. Con el estandarte
de la promoción de los valores nacionales
y el compromiso de elevar entre el público
televidente los mejores sentimientos nacionalistas,
ambas empresas se han embarcado en la tarea de
promover la nacionalidad mexicana través
de anuncios relacionados con sendas campañas,
eventos especiales, programación con temática
ad hoc y sobre todo, con el empeño de
ambas empresas por elevar la moral pública
y hacer que el país recupere la senda
perdida del nacionalismo mexicano.
Estas campañas
(nacidas al amparo de la temporada de fiestas
patrias) representan un intento de emplear los
viejos símbolos de la cultura mexicana
y restablecer equilibrios perdidos en los últimos
veinticinco años. Aciateados por una situación
política inestable y ante la posibilidad
de ganancias exorbitantes por los ingresos derivados
del gasto publicitario en medios de comunicación
electrónicos, los medios de comunicación,
quizá en una acción preventiva
han decidido recurrir a mensajes patrióticos.
Desafortunadamente,
como señalé renglones atrás,
los símbolos a los que recurren estas
campañas han perdido buena parte de su
efectividad. Las recurrentes imágenes
de la tradición folklórica ya no
tienen fortaleza. El expediente de las riquezas
naturales del país puede ser fácilmente
contrastada con la expoliación, el descuido
y las agresiones a que son sometidos cotidianamente
dichos recursos. Los viejos valores expuestos
en las campañas de marras (la familia,
la estabilidad y la tradición) viven justo
en medio de importantes procesos de erosión
causada, por un lado por más de un cuarto
de siglo de crisis económicas recurrentes
y por el otro lado por la transición cultural
de los mexicanos hacia un país totalmente
sumergido en la globalidad del siglo XXI.
Quizá
el único elemento por destacar de la última
andanada publicitaria lo represente el uso masivo
del talento manejado por los conglomerados mediáticos
de marras. Pese a que campañas anteriores
han echado mano de cantantes, actores y talentos,
la campaña Celebremos México convocó
al unísono a personalidades de ámbitos
tan disímbolos como la ciencia, la política,
el deporte y las artes. Pese a que la recurrencia
a este tipo de expedientes es más que
conocida, su efectividad sigue siendo desconocida,
aunque es de suponer que la acción de
líderes de opinión podría
permear en el resto de la población.
Reconstrucción
necesaria
De cualquier modo, estas campañas más
parecieran responder a necesidades coyunturales
que a un ánimo de fondo por apoyar genuinamente
la creación de un espacio simbólico
común para todos los mexicanos. De hecho,
si en verdad fuera genuino este ánimo
nacionalista, más les valdría iniciar
desde ahora una discusión seria y a todo
lo largo de la pirámide social mexicana
sobre la mejor forma de reconstruir esta identidad
nacional y crear nuevos espacios culturales para
el debate de la nacionalidad mexicana.
Cuando por fin
se comprenda la magnitud de las indefiniciones
simbólicas que afectan al país;
cuando sea posible refundar también los
símbolos nacionales y cuando se vislumbre
la manera de reintegrar una construcción
rectora que le de cuerpo a la mexicanidad, es
que será posible, de manera coherente,
darle a la nación mexicana de nuestra
época una identidad factible y sobre todo,
interpretable por todos, más allá
de la exhibición de los estereotipos tradicionales
y sobre todo, del uso de la nacionalidad mexicana
como estandarte exclusivo de la promoción
empresarial.
Lic.
Leonardo Peralta
Escritor,
colaborador del Grupo Editorial
Expansión. |