Por Leonardo
Peralta
Número
48
Para
los partidarios de la guerra de las civilizaciones,
el conflicto entre el oriente islámico
y el occidente cristiano se daría por
la posesión de recursos naturales, el
dominio de zonas geoestratégicas o la
destrucción e invasión de grandes
templos religiosos, es decir, centros de peregrinación
que representaran infamias e insultos directos
contra la fe. Pero ha ocurrido que el último
capítulo de este conflicto se ha originado
en un asunto aparentemente irrelevante, es decir,
por la publicación de caricaturas que
retratan a la divinidad islámica y que
incluso se toman la libertad de satirizarla,
al igual que se ha hecho desde hace siglos con
las imágenes de la divinidad cristiana,
budista y de otras religiones no occidentales.
El problema,
surgido a partir de la aparición de los
dibujos heréticos en medios impresos de
Dinamarca y su posterior reproducción
en medios impresos de Europa ha generado no sólo
respuestas hostiles, sino acciones violentas
que han pasado de las demostraciones de repudio
al incendio de locales de embajadas en el Oriente
Medio, de secuestros y de bien visibles amenazas
a la integridad de occidentales en esa zona geográfica.
Por su parte, Occidente se ha mostrado sorprendida
de la violencia desatada y se ha abierto un debate
a dos frentes donde algunos pretenden la defensa
de las libertades y que incluyen la publicación
de imágenes potencialmente consideradas
como ofensivas, mientras que por el otro lado
aparecen voces que piden el cese de las ofensas
hacia el Islam, tanto como para promover el respeto
para otras culturas como (y en esto viene la
mayor carga) para evitar una escalada de violencia
que pueda acarrear destrucción de bienes
y la muerte de personas.
¿La
imagen sagrada?
Desde hace siglos se ha discutido sobre la validez
teológica de plasmar imágenes divinas.
De hecho, buena parte del cisma entre católicos
romanos y ortodoxos en el primer milenio de nuestra
era tuvo que ver con la negativa de buena parte
de los ortodoxos (denominados iconoclastas) de
reconocer la validez de aquellas imágenes
que mostraran a alguno de los miembros de la
Santísima Trinidad. Fruto de este debate
fue que el cristianismo romano tuvo que realizar
una suerte de malabarismo teológico donde
se establecía que imágenes y esculturas
no eran en sí divinas, pero que las unía
cierto lazo simbólico con la divinidad,
por lo que su veneración era permitida,
siempre y cuando se reconociera que las imágenes
por si mismas no contenían divinad per
se.
Con el paso
de los siglos (y especialmente con el movimiento
de la Reforma, lidereado por Martín Lutero
a mediados del milenio pasado), otras corrientes
del cristianismo volvieron a la crítica
hacia la práctica de la veneración
de las imágenes por inferencia interpósita,
que para los críticos del cristianismo
romano, involucraba prácticas peligrosamente
cercanas de la idolatría y que se prestaban
al juego de los negocios desde el mismo Vaticano.
Hoy día prevalece esta observación
en la práctica de la fe católica,
aunque a decir verdad, esto no ha impedido todo
tipo de prácticas de veneración
a las imágenes, como es la adoración
a las advocaciones de la Virgen María
plasmadas en todo el mundo y a prácticas
que van desde los nacimientos navideños
hasta las imágenes realizadas en la Capilla
Sixtina del Vaticano por Miguel Angel Buonarotti.
Tanto la fe
judaica como el Islam han sostenido desde el
principio la prohibición de realizar imágenes
que puedan ser interpretadas como representaciones
de la divinidad, resolviendo de tajo la controversia
que por milenios ha permeado la teología
católica. En el espectro de las religiones
no occidentales, debido a la ausencia de abstracción
de la divinidad, casi todas las formas de animismo
aceptan y promueven la fetichización de
objetos y su concepción como receptáculos
de lo sagrado. Lo mismo desde los ritos de la
santería americana y africana, pasando
por el viejo culto divino de los aztecas y las
prácticas religiosas de buena parte del
hinduísmo.
La libertad,
¿indeclinable?
Uno de los valuartes que resumen la escencia
de la civilización occidental es la libertad
de expresión que permite a los ciudadanos
expresar sus puntos de vista a través
de los medios que cada persona considera adecuados
a su capacidad y su preferencia estética.
Esto ha conducido a la creación de los
géneros de la sátira, la parodia
y la crítica simbólica. Desde la
época de los griegos ya se hacía
burla de los gobernantes, y desde la implantación
de la laicidad en el Estado y la salvaguarda
de los derechos ciudadanos, la divinidad no ha
estado alejada del cuestionamiento, sea desde
su vertiente reflexiva como de su parte más
iconográfica. La caricatura (amplificada
por su difusión a través de los
medios de comunicación) es el reflejo
quizá más evidente (y para algunos
sangriento) de esta libertad ejercida en todos
los rincones del mundo con y sin la venia de
las autoridades.
Sin embargo,
hasta hace poco tiempo la crítica de Occidente
era irredenta en tanto sus textos e imágenes
se quedaban dentro de los límites culturales
y geográficos del espacio occidental.
Así, las caricaturas sangrientas de salvajes
en regiones de Africa, la narración gráfica
de atrocidades realizadas por aborígenes
americanos y el desprecio gráfico hacia
chinos e indios nunca suscitaron controversias,
pues su acceso se hallaba vedado hacia las poblaciones
aludidas.
Sin embargo,
con la llegada de la globalidad tecnológica
en los medios de comunicación desde la
segunda mitad del siglo XX ha permitido un tráfico
cuasi ilimitado de símbolos que cruzan
mares y montañas y llegan hacia los públicos
más inesperados. Los símbolos antaño
reducidos a una geografía o cultura determinada
han salido de sus límites para trascender
los diversos ámbitos sociales y en muy
poco tiempo. Una imagen ofensiva o una noticia
inquietante que antaño tomaban meses para
llegar a regiones apartadas (donde es más
posible la reacción violenta) ahora en
cuestión de horas pueden ser difundidas
en las cuatro esquinas del mundo.
Choque
de trazos
Debido a la complejidad de las relaciones con
el Islam, sobre todo a partir de la década
de 1990 (cuando fuerzas americanas hicieron acto
de prescencia militar en la nación más
sagrada para los musulmanes: Arabia Saudita)
y potenciada por los hechos del 11 de septiembre
de 2001, la comunicación entre ambas culturas
se encuentra permeada de todo tipo de susceptibilidades
e hipersensibilidades. La incómoda prescencia
norteamericana en regiones de Oriente Medio,
el espacio cultural negativo en el que son concebidos
(como lugar de pecados, de enormes ofensas hacia
el Islam y un predominio militar y económico
condenado) y la existencia real de regímenes
nacionales y fuerzas terroristas dispuestas a
confrontar directamente el predominio de los
Estados Unidos y de Occidente, es que tenemos
un caldo de cultivo especialmente propicio para
las respuestas extremas ante lo que se considera
ofensa de los occidentales.
Desafortunadamente,
las fuerzas culturales y políticas en
la región de influencia del Islam no son
en modo alguno alentadoras: con regímenes
políticos sangientos y opresores por un
lado, el contrapeso lo representan fuerzas fundamentalistas
que pugnan por el retorno de los desaparecidos
califatos que puedan poner orden a un mundo concebido
como una ensaladera de incertidumbres mangoneadas
desde Occidente, que se presenta como el elemento
(desgraciadamente en ocasiones con certeza) que
promueve la opresión de las fuerzas progresistas
en esa región del mundo.
El debate en
Occidente respecto de estas ofensas con un ambiente
de comunicación intercultural tan enrarecido,
ha sido dispar. Ante la respuesta violenta del
Islam a hechos simbólicos considerados
como heréticos (la fatwa decretada contra
el escritor Salman Rushdie, el asesinato del
cineasta holandés Teo Van Gogh por parte
de un joven islámico y de la controversia
francesa en contra del uso de velos por parte
de niñas y jóvenes musulmanas en
las escuelas) se han planteado dos vías
de acción: por un lado quienes pretenden
el establecimiento de "no fly zones"
simbólicas (áreas donde ni lo medios
ni el stablishment cultural deben introducirse)
para evitar reacciones violentas o de controversias
incómodas. Por el otro lado, los defensores
de las libertades que sostienen la necesidad
imperiosa de defender las libertades tan difícilmente
ganadas y que el deber de los estados occidentales
es la defensa de estas libertades que constituyen
parte del núcleo duro de la cultura occidental.
Los estados
nacionales oscilan entre ambos polos. En Europa
algunos países han establecido directrices
para evitar este choque de culturas, mientras
que por el otro lado otras naciones se muestran
dispuestas a defender la libertad de prensa hasta
las últimas circunstancias. El problema
radica en que a medida que la violencia recrudece,
que esta defensa cada vez con mayor asiduidad
implica la muerte de ciudadanos o el incremento
de las medidas de seguridad, por no mencionar
el elemento posmoderno que trata al discurso
simbólico occidental como una suerte de
hegemón imperialista, las naciones se
encuentran menos dispuestas a jugarse lo material
para defender lo abstracto. Inglaterra ha establecido
incluso políticas por medio de las cuales
se obliga a los medios a contenerse para evitar
choques inesperados, mientras que en Holanda
y Francia se ha recrudecido el debate en cuanto
a la forma en la que se debe asimilar una cultura
y una religión que presenta aristas de
choque frente al sistema cultural bajo el cual
se basan.
Mientras tanto,
en los Estados Unidos (blanco primigenio de todos
estos ataques en tanto exponentes preponderantes
de la cultura occidental) el debate no se ha
establecido aún y se mantiene dentro de
los límites de la guerra contra el terrorismo.
Es pues, que en Europa (región del mundo
que al menos dos veces estuvo en el riesgo de
pasar al dominio muslmán) el debate se
acrecienta, pero no exclusivamente allí:
Australia se ha convertido en el centro de otra
discusión de índole cultural, derivada
de otro asunto aparentemente banal: los conflictos
entre miembros de la comunidad anglosajona y
descendientes de ciudadanos del Medio Oriente
por la posesión de playas durante este
verano austral.
Lic.
Leonardo Peralta
Escritor,
colaborador del Grupo Editorial
Expansión México. |