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Por Miguel
Angel Sánchez de Armas
Número
49
“Janet
Cooke es una hermosa y vital negra con aire dramático
y un extraordinario talento para escribir. También
es la cruz que el periodismo -especialmente el
Washington Post y en particular Benjamin C. Bradlee-
llevará a cuestas para siempre. A los
26 años escribió una vívida
y dolorosa historia sobre un heroinómano
de ocho años a quien el concubino de la
madre inyectaba periódicamente. La información
se publicó en primera plana el domingo
28 de septiembre de 1980 y tuvo en vilo a la
ciudad durante semanas. El 13 de abril de 1981
ganó para Cooke el Premio Pulitzer.
“En las
primeras horas del 15 de abril de 1981, Janet
Cooke confesó que era una invención:
Jimmy no existía, y tampoco el concubino.
Desde ese momento la expresión ‘Janet
Cooke’ se hizo sinónimo de lo peor
en el periodismo norteamericano, tal como la
palabra ‘Watergate’ significó
lo mejor.”
Así inicia
Ben Bradlee, el legendario director del Washington
Post, el capítulo de su autobiografía
dedicado a otro de los grandes escándalos
periodísticos del siglo, antecedente en
línea directa del “caso Jason Blair”
aquí abordado hace unas semanas. Bradlee
fue uno de los héroes de mi generación.
Después del estreno de Todos los hombres
del Presidente pedíamos a la Virgen un
director como él, bajo cuya batuta pudiéramos
emular, así fuera un poquito, a Woodward
y Bernstein. Pero ese director nunca nos llegó.
Y luego supimos de Janet Cooke.
William Faulkner
dijo que el novelista puede ser amoral y no vacilar
ante nada que le impida completar su obra, pues
en la literatura el fin justifica los medios.
Mas en el periodismo ni el mejor de los fines
justifica la inmoralidad de los medios. Evidentemente,
la Cooke no sabía de Faulkner, como tampoco
el Blair. Y, para ser justos, muy pocos de quienes
hoy leemos en la prensa local.
Janet fue, en
palabras de Bradlee, “el sueño del
periódico”. Una negra con inigualables
credenciales académicas, políglota,
vital, elegante y, por si fuera poco, gran escritora.
A mediados de los setenta el Washington Post
estaba rezagado en su meta de aumentar el porcentaje
femenino y de minorías raciales en la
redacción y ella sola llenaba dos huecos.
Una bendición. “¡Contratémosla
antes de que la ganen el Times o Newsday!”,
fue la consigna entre los mandos que la entrevistaron.
En sus primeros ocho meses en el Post firmó
55 notas, hazaña no menor. Proporcionalmente,
cuando su falsificación fue descubierta
apareció un rosario de mentiras: no se
había graduado en Vassar, no había
estudiado en La Sorbona, no hablaba más
que inglés, no... vaya, aparentemente
lo único cierto de su currículo
es que era negra, y que escribía muy bien.
¿Qué
sucedió? En 1982 en una entrevista de
televisión dijo que había inventado
a Jimmy como consecuencia de la terrible presión
interna del Washington Post, en cuya redacción
se seguía viviendo el ambiente de competencia
generado a principios de la década anterior
con los éxitos periodísticos del
affaire Watergate. Al parecer algunos informadores
le habían insinuado la existencia de niños
drogadictos, pero al no dar con ninguno decidió
inventar a Jimmy para aplacar a los editores
del periódico que la presionaban para
escribir sobre esos casos. Janet se equivocó.
El dramático artículo sí
merecía el Pulitzer, pero de literatura.
Tiempo después de que la verdad quedara
al descubierto para la eterna vergüenza
del diario y de su director, Janet se casó
con un diplomático y se mudó a
París. En 1996 vendió su historia
a la revista GQ y los derechos cinematográficos
por un millón y medio de dólares.
Como lo haría
el Times 15 años después con su
propio tropiezo, el “caso Blair”,
el Post ordenó una investigación
interna que se publicó con entrada en
primera y cuatro planas interiores. En su libro,
Bradlee recuerda que tomó la decisión
de que nadie revelaría más del
asunto que el propio periódico. “De
mis años en la marina aprendí que
para salvar a un buque lo más importante
es el control de daños.” Y el único
control de daños era decir la verdad,
toda la verdad y nada más que la verdad.
Cooke y Blair
nos dejan una gran enseñanza a todos los
periodistas. Y a los cuentistas que se sienten
reporteros.
Lic.
Miguel Angel Sánchez de Armas
Escritor
y periodista. |