Por Miguel
Angel Sánchez de Armas
Número
51
El
camino al infierno del colaborador de un semanario
está empedrado de tiempo. Analiza uno
los hechos con toda seriedad y cuidado, se allega
información privilegiada, consulta a los
oráculos, establece sus predicciones,
redacta el artículo, lo entrega dentro
del plazo impuesto por la fría dictadura
de la mesa de redacción y… ¡zaz!:
justo cuando la publicación entra a prensas
la situación da un giro de 180 grados
y entonces se la pasa uno los siguientes siete
días dando explicaciones de por qué
las cosas no sucedieron como uno dijo que iban
a suceder. Por esa y otras razones no compartiré
con mis lectores mis juicios sobre el camino
que seguirá nuestro país después
de la jornada electoral del domingo pasado. En
lugar de ello hablaré de robots y de cucarachas.
Durante la llamada
“guerra del Golfo” atestiguamos el
resultado del desarrollo tecnológico bélico.
Vimos cómo desde la seguridad de un cuartel
de mando unos atildados militares maniobraban
misiles “inteligentes” y efectuaban
operaciones “quirúrgicas”
para eliminar a otros seres humanos sin que sus
gemidos llegaran a perturbar a los operarios
del terror tecnológico. Se cumplía
así el vaticinio anticipado en 1977 por
Orson Scott Card en Ender’s Game: en un
futuro lejano, los humanos libran una guerra
contra una civilización extraterrestre
en los confines del Universo. Se elige a los
niños mejor dotados y durante años
se les entrena en la operación de una
suerte de nintendo que en realidad controla a
las naves que se baten con el enemigo, a años
luz de distancia. La Humanidad triunfa gracias
a las habilidades de juego de algunos chamacos.
Ya ni en México
son novedad las máquinas robot que ensamblan
autos y otros productos en las modernas plantas
industriales. En la bioquímica, en la
ingeniería y en otras ramas de la ciencia,
muchos procesos son llevados a cabo por herramientas
programadas. Es decir, por robots.
Ahora mismo,
mientras usted lee este artículo que nada
tiene que ver con la política (¿o
sí?), un equipo científico del
Laboratorio de Inteligencia Artificial del Instituto
Tecnológico de Massachusetts, EUA, perfecciona
lo que se ha descrito como un “robot humano,
con capacidades similares a las de una persona”.
Esta máquina
posee un “cerebro” integrado por
239 procesadores, puede “ver” gracias
a cuatro cámaras de vídeo digital
y distingue las facciones de sus creadores; mueve
tronco, cabeza y brazos con la precisión
de un humano (no tiene piernas aún) y,
gracias a su complejidad, es capaz de “aprender”
de su medio ambiente. Se llama Cog. Según
los tecnólogos, los descendientes de este
robot podrán estar a cargo de tareas peligrosas
para el hombre, como apagar fuegos o pilotear
naves espaciales en misiones a otros mundos.
Y, digo yo, podrían también operar
las máquinas de muerte que en las guerras
futuras lancen las potencias contra los pueblos
más atrasados, hasta que un día
una de esas máquinas cobre conciencia
de sí misma y decida que los humanos son
demasiado estúpidos como para tenerlos
alrededor.
En Estados Unidos,
un aparato llamado Hazbot III es el prototipo
del “Agente 007” del futuro. Se trata
de un robot equipado para analizar el interior
de una habitación, detectar materiales
peligrosos, sustancias tóxicas y la presencia
de seres vivos por muy escondidos que estén.
Hace poco se
publicó un reportaje sobre los microsensores
que se están desarrollando en Japón
para ser montados a lomo de cucarachas gigantes
(previamente aligeradas de alas y antenas). Estos
dispositivos “maniobran” al insecto
mediante impulsos eléctricos controlados
desde un centro de mando. El insecto podrá
transportar minicámaras y explorar, por
ejemplo, zonas de accidentes o derrumbes para
guiar a cuadrillas de rescate. Y puede uno suponer
que también podrían infiltrar zonas
enemigas y eventualmente colocar cargas explosivas
o lanzar emisiones de gases tóxicos en
una guerra.
Imaginémonos
la escena: una reunión del estado mayor
de un país enemigo de una potencia tecnológica.
Aparece bajo la puerta una extraña cucaracha
que llama la atención de los presentes
unos segundos, antes de caer fulminados por gas
tóxico. O a un ejército de estos
insectos con sus cámaras sirviendo de
“ojos” y “oídos”
a los técnicos encargados de programar
las coordenadas para el impacto de bombas autopropulsadas
en la capital de un país contestatario.
El límite es la imaginación. Y
algunos la tenemos en exceso.
Lic.
Miguel Angel Sánchez de Armas
Escritor
y periodista. |