Por Miguel
Angel Sánchez de Armas
Número
58
“Agenda
pública” es uno de esos términos
con los que los académicos apantallan
al hombre de la calle. Se refiere a la percepción
que la sociedad tiene de ciertos hechos. Se dice
que la agenda pública influencia a la
“agenda política”. Es decir,
cuando hay una corriente de opinión de
suficiente peso específico respecto a
un tema, la autoridad reacciona y toma medidas.
Al inicio del conflicto en Oaxaca, el entonces
presidente Fox y todos sus voceros tuvieron como
mantra que era un “asunto local”
y competencia del gobierno de Ulises Ruiz. Pero
llegó el momento en que la opinión
pública nacional se crispó y los
operadores políticos reaccionaron a los
focos rojos: al día siguiente la PFP entraba
a la ciudad capital del estado. La agenda pública
se hizo agenda política.
Algo semejante
comenzamos a ver en el caso del chinomexicano
Zhenli Ye Gon. Mediante una compleja y hábil
estrategia, sus operadores pretenden impulsar
una “agenda social” que ponga a la
defensiva al Estado. Conocen a la perfección
el imaginario colectivo mexicano y la lógica
interna de los medios nacionales. En particular
se han montado en los espacios informativos de
una televisión que después de las
modificaciones a la ley de medios no se encuentra
en el mejor momento de su relación con
el régimen. El efecto logrado ha hecho
sonar alarmas en los más altos niveles.
Los estrategas de Ye Gon apostaron a que el gobierno
carece de una estrategia unificada de control
de daños para embestidas de esta naturaleza
y la insólita e innecesaria referencia
del propio Presidente de la República
a un asunto que nunca debió rebasar la
competencia del ministerio público, parece
darles la razón.
La capacidad
de movilización de la pantalla chica es
algo muy estudiado, aunque en México hasta
hace menos de diez años la militancia
priista de los más poderosos empresarios
del ramo la contuvo dentro del corporativismo
oficial. Parece tiempo de que los diseñadores
de las políticas de comunicación
relean las teorías y los estudios a la
luz de las características de una sociedad
afortunadamente más abierta. Para ellos
comparto porciones de un texto que escribí
hace tiempo.
A principios
de los sesenta, en Estados Unidos se inauguraron
los debates políticos ante cámaras
y micrófonos. El más conocido,
y que dio lugar a toda una escuela de estudio,
fue el de John F. Kennedy y Richard M. Nixon,
candidatos a la Presidencia de su país.
Los contendientes y sus propuestas estaban bastante
equilibrados, tanto así que quienes atendieron
por radio al encuentro le dieron el triunfo a
Nixon. Pero los 70 millones de teleauditorio
vieron a un Nixon demacrado e incómodo
frente a la seguridad y carisma de Kennedy y
este ganó por amplio margen. Estudios
posteriores confirmaron que la imagen había
sido decisiva para su triunfo.
Los debates
tuvieron un impacto muy significativo en el electorado
en 1960 y en todas las elecciones desde entonces,
aunque no fueron, como se llegó a pensar,
el punto de inflexión de la contienda.
Más que cambiar la decisión de
los electores, la televisión reforzó
una percepción previa. Hay quien sostiene
que Kennedy hubiera ganado la Presidencia con
o sin debate por televisión, aunque las
encuestas de salida reportaron que más
de la mitad de los electores tomó en consideración
el debate y un seis por ciento dijo que su voto
había sido decidido en el debate.
La televisión
llegó a las elecciones para quedarse.
Después de los encuentros Kennedy –
Nixon, diversos países adoptaron el formato,
entre ellos Alemania, Suecia, Finlandia, Italia
y Japón. En México, aunque el formato
se hizo común más de 30 años
después, el primer antecedente fue en
1961, un año después del encuentro
Kennedy – Nixon. En Monterrey, un licenciado
Calvi, candidato del PAN a la diputación
federal, retó al del PRI y se acordaron
los términos del debate, pero el priista
no se presentó. Poco después, en
el Distrito Federal, otros dos candidatos, Antonio
Vargas McDonald del PRI y Tomás Carmona
del PAN, discutieron frente a las cámaras
de televisión. En los años siguientes
los códigos electorales comenzaron a incorporar
disposiciones para regular este instrumento.
Quizá
lo más importante es que los debates televisados
obligaron a la ciudadanía a repensar cómo
la democracia funcionaría en tiempos de
la televisión. ¿En qué medida
la televisión cambia el debate y la manera
de hacer campaña? ¿Cuál
es la diferencia entre un debate “accidental”
frente a las cámaras y otro específicamente
preparado con ese propósito? ¿Qué
se pierde o se gana en uno y otro? ¿Los
debates realmente ayudan a evaluar las cualidades
de los candidatos, las opciones políticas
e incrementan la participación del electorado
en las urnas?
Las capacidades de la televisión como
“fijadora de agenda” se hicieron
verdaderamente evidentes durante el conflicto
en Vietnam.
En el inicio
de la intervención norteamericana en la
Península Indochina, la televisión
desplegó una cobertura “patriótica”
en el conflicto. Era “justa” la causa
de la democracia en aquel pequeño país
amenazado por la “ola roja” del marxismo.
Uno de los más convencidos fue Walter
Cronkite, el “gran padre blanco”
de la pantalla, siempre dispuesto a aceptar la
sabiduría de los generales que después
de todo habían salido victoriosos de la
Gran Guerra unos pocos años antes.
Pero llegó
el momento inevitable en que incluso la televisión
puso en duda la veracidad del escenario de victoria
que el gobierno se empeñaba en dibujar.
Durante la ofensiva del Tet, Cronkite viajó
a Vietnam y cambió de partido. Las cámaras
de televisión orientaron sus lentes a
la verdad no oficial y captaron la calidad especial
de esta guerra, magnificaron su brutalidad, acentuaron
lo terrible que era la capacidad de fuego que
se estaba utilizando contra civiles y se magnificó
la extensión de la guerra.
El conflicto
se trasladó a los hogares norteamericanos
y ocupó un tiempo demasiado prolongado
en sus pantallas. Hizo que la participación
norteamericana allá pareciera interminable,
que lo fue. Durante la ofensiva del Tet las cámaras
filmaron la fuerza, la resistencia y la dureza
del enemigo. Cada día que seguía
la batalla por la televisión –mostrando
el valor del enemigo en el campo de batalla-
reducía la credibilidad del liderazgo
de Washington. La primera víctima de la
batalla fue la maquinaria propagandística
de Washington. El impacto real de la ofensiva
de Tet fue sobre los editores y muchos de los
lectores en la patria.
La presencia de Cronkite –el hombre con
mayor credibilidad en los Estados Unidos- en
Vietnam y el contenido de sus transmisiones,
se considera como una de las gotas que derramó
el vaso y abrió el camino a la retirada
norteamericana de Vietnam. En Washington, el
presidente Lyndon Johnson le dijo a su secretario
de prensa que si había perdido a Walter
Cronkite había perdido al Ciudadano Medio.
Esto terminó por reforzar su decisión
de no presentarse a una reelección.
Lic.
Miguel Angel Sánchez de Armas
Escritor
y periodista. |