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Por Miguel
Angel Sánchez de Armas
Número
54
Los más
letales instrumentos de exterminio no están
en los arsenales nucleares de las grandes potencias
sino en las calles de las ciudades, en las zonas
de conflicto de “baja intensidad”
y en los feudos de los señores de la guerra:
550 millones de armas “ligeras”,
una por cada 12 habitantes del planeta.
Medio millón de seres humanos muere cada
año víctima de balas de calibre
que va de pequeño a moderado. La inmensa
mayoría de estas víctimas son civiles.
En algunas regiones del mundo quienes disparan
esos proyectiles son niños de entre diez
y 15 años.
El tráfico
de armas es una industria que rivaliza con el
comercio internacional de drogas. Así
como los cárteles no escatiman energía
e imaginación para ampliar su base de
consumidores, los proveedores de armamentos tienen
como meta pertrechar a tantos seres humanos como
sea posible.
El movimiento
de los arsenales es muy complejo. Comienza bajo
la forma de exportaciones legales en los países
productores (Estados Unidos, China, Israel, Rusia
y otras naciones del ex bloque soviético
y casi todos los estados europeos) y se inserta
en una red cuasi legal de comercio que desemboca
en los mercados “legales” y “negros”
del planeta. El mecanismo que abastece a los
talibanes en Asia, a los tutsis y hutus en África
y a los cárteles en México, Centro
y Sudamérica, es el mismo que facilita
un AK47 “cuerno de chivo” en Tepito
a quien pueda entregar mil 500 dólares
en efectivo.
El mercado de
armas representa ingresos de cientos de millones
de dólares para los fabricantes y de miles
de millones para los traficantes. ¿Cómo
creer los encendidos discursos de los representantes
del primer mundo a favor de los derechos humanos
en los foros internacionales cuando son los países
que representan los principales fabricantes de
pistolas, ametralladoras, rifles, escopetas y
otros instrumentos de muerte? Hay estados que
con una mano entregan ayuda a la Cruz Roja Internacional
y al Alto Comisionado de la ONU para los Refugiados,
y con la otra tecnología y licencias de
fabricación de armas a pujantes industrias
del tercer mundo. “Mientras escribo, seres
humanos altamente civilizados vuelan sobre mi
con la intención de matarme”, apuntó
George Orwell en El león y el unicornio.
En el mercado
doméstico de Estados Unidos casi cualquier
persona puede adquirir un arma en tiendas o por
Internet. Y hasta hace poco las balas se vendían
en los supermercados a poca distancia de las
jaleas, la leche y las verduras. Los sicópatas
que masacran a compradores en centros comerciales,
a comensales en locales de venta de hamburguesas,
a estudiantes en escuelas o a creyentes de sectas
religiosas, compraron “legalmente”
las armas y las municiones. Algunos las adquirieron
a crédito y no las terminaron de pagar.
Y mientras la sociedad norteamericana llora a
sus muertos, los asesinos son defendidos por
otros sicópatas agrupados en una llamada
“sociedad nacional del rifle” muy
temida en Washington por su capacidad de cabildeo
y cortejada por una pléyade de políticos
crónicamente necesitados de fondos electorales.
El mercado de
las armas obedece a las mismas leyes económicas
que, digamos, el mercado internacional de chatarra.
Los fabricantes venden su mercancía a
exportadores “legales” (me resisto
a utilizar el término “legítimos”).
Estos los entregan a la red de mayoristas, medio
mayoristas y minoristas que surte tanto a los
clientes “naturales” a quienes se
expedirá factura (ejércitos, corporaciones
de seguridad pública) como a los “pardos”
que recibirán los cargamentos con guías
de aduana falsificadas en recónditos puertos.
Pero llega un momento en que los clientes “naturales”
se encuentran con un exceso de mercancía
en las manos, como sucedió después
de la guerra en los Balcanes, o a la caída
de la cortina de hierro, y entonces esa mercancía
reingresa al circuito económico de la
misma manera que los autos robados y presiona
los precios a la baja. Eso explica que en África
oriental los ejércitos de niños
estén dotados con rifles de asalto Kalashnikov
nuevecitos. Y también explica el surgimiento
de una red de comercio especializada en abastecer
a las pandillas criminales en todo el mundo.
Entiéndase,
no a terroristas o a traficantes de droga o a
movimientos de liberación, que tienen
sus propios marchantes, sino a los asaltabancos,
a los secuestradores y a los piratas.
Y si a usted le parece que esto es diabólico,
permítame decirle que hay otras ramificaciones
de este comercio execrable: la producción
y distribución del “gran”
armamento: aviones, barcos, submarinos, cañones
y misiles, y la fabricación de las “minas
antipersonal” que han desfigurado a cientos
de miles de seres humanos, principalmente niños
y niñas, en muchas partes del mundo. Pero
de eso le platicaré en las siguientes
entregas.
Lic.
Miguel Angel Sánchez de Armas
Escritor
y periodista. |