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JUEGO DE OJOS

EN DEFENSA DEL PERIODISMO

Por Miguel Ángel Sánchez de Armas
Número 62

Nada hay tan poderoso como una idea cuyo tiempo ha llegado, dice la sentencia. En un memorable ensayo de 1938, Archibald MacLeish habla de cómo la poesía y la revolución política encuentran terreno común en un mundo cambiante. En 1949, Peter Hinzen inició su ensayo sobre el rearme moral con la reflexión de que “el mundo nunca conoció un ritmo tan acelerado como el actual. Y este ritmo se vuelve cada año más veloz. No conseguimos mantenernos al tanto. A menudo queremos escapar del exceso de impresiones que continuamente nos causan impacto, pero no es posible. Tampoco logramos protegernos de las contradicciones del mundo moderno. Todo esto nos hace sentirnos inseguros y amenazados.”

Ante el cambio, espíritu abierto. Las líneas Maginot (mentales) del status quo, las murallas chinas (mentales) del establisment y los muros de Berlín (mentales) del no se vale, sólo tranquilizan a la clase política que tan bien caracterizó Jesús Hernández Toyo. Entiéndase por “clase política” a la que tiene un grado de representación: la empresarial, la eclesiástica, la sindical, la electoral y la burocrática.

Uno de los “muros” edificados por esa clase tiene que ver con el rol de los medios de comunicación. Culpar al mensajero es un cómodo ejercicio. Preocupa registrar que con creciente frecuencia, en el discurso público hay un lavamanos de fallas propias y un traslado de responsabilidad a los medios que no ayudan, que no están con los buenos. “Si lo que publico es información de la carpa es porque el circo, con pésimos actores, está ahí en la realidad”, dice un personaje de Gore Vidal en Los años dorados. A fines de los treinta, Rotofoto publicó en portada una imagen de Vicente Lombardo Toledano (el demócrata) con el brazo derecho extendido, la palma hacia la cámara, y la leyenda: “El licenciado Lombardo Toledano intenta detener la circulación de Rotofoto”. Unos días después, huestes de la CTM, en legítima defensa de la clase trabajadora, destruyeron el taller en donde se imprimía la revista.

No hablo exclusivamente de México, ni de los tiempos que corren. En Rusia -antigua URSS- hoy la prensa y la televisión son chivos expiatorios. En los EUA la clase política cree que no ha logrado instaurar la felicidad universal a causa de las injustas críticas impresas y radiadas. John F. Kennedy (el demócrata), exigió a una convención de editores en 1961 una mayor dosis de patriotismo a la hora de ir a prensas. Hace 300 años el Parlamento inglés prohibió a los gacetilleros transcribir sus sesiones. A mediados del siglo XVIII, en la naciente república del norte, las tensiones entre la política y la prensa eran de tal magnitud que Benjamín Franklin publicó en The Pennsylvania Gazette el 27 de mayo de 1731, An Apology for Printers (En defensa de los impresores -hoy periodistas), proclama que a continuación reproduzco en sus partes centrales:

“Por ser frecuentemente censurado y condenado por diferentes personas al imprimir cosas que según ellos no deben ser impresas, he considerado en algunas ocasiones ofrecer una disculpa, y publicarla una vez al año para que se lea en todas esas ocasiones. […] Les pido a todos los que están enojados conmigo por los impresos que no les agradan, que consideren detenidamente estos detalles:

Las opiniones de los hombres son tan variadas como sus rostros;  una observación bastante general como para ser un proverbio: hay tantos hombres como ideas.

El negocio del impresor tiene que ver sobre todo con la opinión de los hombres; la mayoría de las cosas impresas tienden a promover a algunos y oponerse a otros.

He ahí la peculiar desdicha de este negocio. Los impresores apenas pueden ganarse la vida con una actividad que probablemente no ofenda a algunos o quizás ofenda a muchos, mientras que el herrero, el zapatero, el carpintero, o el hombre de cualquier otro oficio puede trabajar de modo indiferente para personas de cualquier religión sin provocar ofensa alguna: el comerciante puede comprar y vender a los judíos, a los turcos, a los herejes e infieles de todo tipo y obtener dinero de ellos, sin ofender de modo alguno al más ortodoxo, o sufrir censuras u hostilidades.

Es tan ilógico para cualquier hombre o  grupo de hombres, esperar sentirse satisfecho con todo lo que se publica, como pensar que nadie debe sentirse satisfecho sino el que lo imprime.

Los impresores son formados en la creencia que cuando los hombres difieren en sus opiniones, ambas partes deben tener la misma oportunidad de ser escuchados, y que cuando la verdad y el error están en igualdad de condiciones, la primera es siempre superior al segundo […].

No es razonable pensar que los impresores deban aprobar cada cosa que imprimen, y por lo tanto censurarlos por cualquiera de esas cosas […] Del mismo modo es ilógico lo que algunas personas afirman, que los impresores sólo deberían  imprimir lo que ellos aprueban, ya que si se tomara tal resolución, y se pusiera en práctica, sería el fin a la libertad de escribir y el mundo no tendría nada que leer, salvo la opinión del impresor […].

[Sin embargo] los impresores continuamente rechazan buen número de cosas malas […]. Yo mismo me he negado a imprimir lo que justifique el vicio o promueva la inmoralidad, aunque dando satisfacción al gusto corrupto de la mayoría, pude haber ganado mucho dinero. También me he negado a publicar algo que pueda causar daño real a cualquier persona, sin importar cuánto me hayan tentado con ofertas de buena paga, y sin importar cuánta enemistad me he ganado con aquellos que me hubieran podido emplear. Muchos hoy me ven con resentimiento por haberme negado a publicar sus reflexiones personales o partidistas. En este asunto he hecho muchos enemigos, y la fatiga constante de negarme a sus peticiones es casi insoportable. Sin embargo el público que no está al tanto de todo esto, cuando el pobre impresor llega a hacer algo, ya sea por  ignorancia o persuasión, que amerite ser culpado, no lo recibe con solidaridad o aceptación, como si no hubiera mérito alguno en su trabajo.

Concluyo con una fábula: Un hombre justo y su hijo viajaban al mercado de la ciudad para vender un asno. El camino estaba en malas condiciones, por lo que el señor iba montado en el asno pero su hijo marchaba a pie. El primer viajero que encontraron en el camino le preguntó al señor si no se avergonzaba de ir cabalgando y hacer sufrir al pobre chico caminando en el lodo; esto lo hizo subir al chico en la montura con él. No habían andado mucho cuando se encontraron con otro viajero que les dijo que eran dos tontos malagradecidos por montarse sobre aquel pobre asno en un camino tan malo. Después de esto el señor se bajó y dejó a su hijo cabalgar solo. El siguiente viajero que encontraron le dijo al chico que era un desvergonzado ventajoso por cabalgar de ese modo, y dejar a su padre andar a pie, y dijo además que el señor era un tonto por permitirlo. Entonces el señor le pidió a su hijo que se bajara y que caminaran juntos, y así continuaron hasta que encontraron a otro viajero que los llamó imbéciles por ir los dos caminando en un camino tan malo cuando llevaban con ellos un asno que podían montar. El señor ya no pudo más y le dijo a su hijo: ‘Hijo, siento mucho que no podamos complacer a todas estas personas. Lanzaremos al asno por el próximo puente y ya no nos causará más problemas.’

Si el señor hubiera llevado a cabo su decisión, probablemente lo hubieran llamado tonto por molestarse con las diferentes opiniones de aquellos que alegremente lo criticaban. Por tanto, aunque creo tener un carácter tan amable como el suyo, no pretendo imitarlo. Si bien respeto la variedad de temperamentos entre los hombres, y lejos estoy de tener la esperanza de complacer a todo mundo, aún así no dejaré de publicar. Continuaré mi negocio. No quemaré mi imprenta ni fundiré mis tipos.

Molcajeteando…

En la primera plana de The New York Times del pasado 3 de junio aparece, a dos columnas, una noticia que me retrocedió a las épocas doradas del periodismo de Estado -Pravda, Granma, El Nacional, The New York Times y muchos otros que por falta de espacio no consigno. Fechada en Moscú y firmada por Clifford J. Levy, la cabeza lee: “No es magia: los opositores de Putin son desaparecidos de la TV”.

Resulta que el otoño pasado, el analista político Delyagin se permitió criticar al camarada Putin en un programa de televisión grabado. Cuando la pieza fue transmitida, ¡milagro!, Delyagin (más bien su efigie) había desaparecido. Y si no fuera porque al borrador de pixeles se le escapó una toma en donde claramente se ven las piernas sin torso del analista, la nota podría haber sido plagiada de un capítulo del orwelliano 1984.
Por cierto, en la misma idea: cuando yo era un reportero joven, con alguna frecuencia me enteraba de que los ejemplares de tal o cual periódico o revista habían sido “comprados” (vulgo: confiscados con pago de daños) ya en el local del distribuidor, ya en el puesto callejero, para evitar la divulgación de alguna noticia incómoda. Eso era una estupidez a fines de los sesenta y hoy es conducta cuyo título la Ley de Imprenta me impide reproducir. Por ello me asombra la denuncia de que los ejemplares de El Universal del 9 de junio enviados a Durango nomás no llegaron, aparentemente para evitar que se supiera que dos señoras de la farándula se hospedaron en la mansión de un narco, quizá con el visto bueno del Gobernador.

¡Ay, Jesús Hernández Toyo, cómo te extrañamos!


Miguel Ángel Sanchez de Armas
Profesor - investigador en el Departamento de Ciencias de la Comunicación de la UPAEP Puebla.


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