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JUEGO DE OJOS
AdiÓs, Robert, adiÓs
Por Miguel Ángel Sánchez de Armas
En ti se cumplió la profecía de Charles Harrison. Aunque no fuiste
general sino apenas teniente coronel, moriste en cama, con los tuyos y quizá
entre recuerdos de aquellos años cuando el arrogante apellido McNamara era
sinónimo de campos arrasados con napalm, comarcas enteras ahogadas en el fuego
vomitado por los Skyhawk, los B-52, los Thunderchief, los Aardvark, los
Destroyer y los Phantom. También representó el sufrimiento de cientos de miles
de jóvenes que se desangraron en los arrozales de Vietnam, unos sin saber por
qué estaban ahí, otros en defensa de su patria.
La noticia de tu muerte, Robert, no ocupó grandes titulares sino
modestos espacios. Muy pocos se enteraron. Los jóvenes no te recuerdan y quienes
militaron en contra de tu guerra te creían muerto ya. Quizá se deba a que
tenías 93 años y nadie reconocía en el solitario anciano en que te convertirse
al acerado Secretario de la Defensa que gastó 457 mil millones de dólares en
una guerra no declarada que no pudo democratizar al pueblo de Ho Chi Minh.
En tus últimos minutos, Robert, ¿recordaste lo que el general LeMay
dijo después del bombardeo atómico que incineró a 900 mil japoneses?: “Si
perdemos la guerra seremos juzgados como criminales”. ¿Ganar justifica
moralmente y perder no? Al dejar tu puesto en 1968 ¿temiste ser enjuiciado por
el conflicto que no ganaste pese a la colosal maquinaria bélica a tu
disposición?
Fuiste el más poderoso secretario de la Defensa y primus inter pares entre “los mejores y
más brillantes” de aquel Washington. Barbara Tuchman te representó como un
profeta del antiguo testamento: puro, firme y obstinado; para Johnson semejabas
“un martillo hidráulico” y Kennedy confesó que eras “el hombre más inteligente”
que había conocido.
¿Qué sucedió? Tú mismo revelaste que en las pláticas de paz de París,
cuando ya no eras Secretario, el
Primer Ministro de Vietnam te dijo, sin rencor ni odio y mirándote a los ojos,
que la guerra fue porque ni tú ni el Presidente habían leído nunca un libro de
historia. ¡Brutal juicio, Robert! Ustedes encarnaron la sentencia de Tácito:
“Hicieron un desierto y le llamaron paz”. Se consumían en su propia
inteligencia, Robert, pero eran incapaces de ver más allá de un mapa militar y
su discernimiento estaba embotado por la teoría
del dominó. Se creyeron capaces de controlar a la sociedad: con un modelo
macroeconómico regularían el crecimiento; la planeación tecnocrática les
permitiría detonar el desarrollo del mundo postcolonial; con el desarrollo
urbano aliviarían los cinturones de miseria; la lógica y la tecnología les
darían el triunfo sobre la Unión Soviética... Pero las cosas no resultaron así.
Robert, en las páginas de Herodoto habrías sabido por qué hace dos
mil 500 años todo el poder de Persia no pudo contra un puñado de griegos mal
armados. Si hubieras leído tu propia historia tal vez, sólo tal vez, te habrías
preguntado cómo fue que una mal organizada y peor pertrechada milicia colonial
puso en fuga al mejor ejército del mundo en 1776. ¿Escuchaste la risa maliciosa
de Santayana? En el lugar en que se encuentra, y que no sé si tú hoy compartes,
el viejo filósofo debe meditar sobre por qué el hombre más inteligente de su
generación tampoco aprendió del pasado.
Hoy sabemos, Robert, que ya desde aquel entonces tu alma y tu conciencia
estaban en una ciénaga moral. En conferencias y frente a la cámara de Errol
Morris reconociste que todo pudo haber sido diferente. Que se habían
equivocado. Tu hijo, lleno de compasión, reveló que vivías atormentado por el
recuerdo de la guerra. ¿Escuchabas el gemir de los muchachos heridos en los
campos de Vietnam? Tus compatriotas dijeron que tu arrogancia te ganó la eterna
condena moral de tu país. Y ya ves, Robert, tu muerte, a diferencia de la de Whitman,
pasó desapercibida. Quizá en la soledad en que ahora habitas encuentres
respuesta a tu pregunta eterna: ¿Qué pasó?
Miguel Ángel Sanchez de Armas
Profesor - investigador en el Departamento de Ciencias de la Comunicación de la UPAEP Puebla.
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