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Por José
Manuel de Pablos
Número
43
El
papel del fotógrafo de prensa es básico
para que haya fotoperiodismo. Pero no es el único.
El fotógrafo capta las imágenes
y después hay un proceso de selección
de las copias, para su inserción en planas.
La senda que transita esta foto es sencilla:
la capta el fotógrafo, llega a la redacción
por distintas vías, se revela y la copia
llega a manos del editor. Éste será
quien decida sobre su publicación o no
y las condiciones de esa aparición pública
de la imagen captada.
Ésta
tampoco es la única vía que da
pie a la inserción de fotos en prensa.
En otras ocasiones, la foto no es una imagen
fresca, como en el primer caso: se trata de una
copia que se ha tomado en una fecha anterior,
ha estado custodiada en el archivo del diario
y ahora se saca para ilustrar un texto. El problema
se presenta cuando ese archivo, lejos de ser
tal, es un simple depósito o almacén
de fotos ya publicadas, muchas de ellas inservibles
y sin utilidad periodística, pero que
se guardan “por si acaso”. Ese “por
si acaso” muchas veces origina el error.
Fotos
con orígenes diferentes
Son dos, como se aprecia, las vías de
llegada de las fotos a las páginas de
los periódicos:
- En la primera,
el papel del fotógrafo se limita a captar
las imágenes. En muy pocas ocasiones
tiene audiencia en la toma de decisión
antes de publicarla. Como la foto hace poco
que se ha realizado, el fotógrafo puede
estar al tanto de su publicación e interesarse
por el mejor trato dado a su foto. Es aconsejable
que sea así y es respetuoso aceptar el
criterio del autor de la imagen captada.
- En la segunda
ocasión, el fotógrafo no tiene
oportunidad de conocer que su foto archivada
se va a publicar y se entera de esa decisión
cuando la imagen aparece publicada. Entonces,
a veces, pasa lo que pasa.
En los dos casos
se producen fallos serios que dañan la
imagen que el fotoperiodismo tiene ante el público.
Trataremos de
explicar los vicios existentes y las fórmulas
posibles para evitar semejantes defectos profesionales.
Un día
de viento en Barcelona, la cornisa que cayó
de un edificio acabó con la vida de una
persona que pasaba, una mujer. Al quedar esta
persona sin vida en el suelo, el viento le levantó
la falda, dejó al descubierto sus muslos
y hasta las bragas. El fotógrafo de prensa
que llegó al lugar sacó las imágenes
que su profesionalidad le indicó que eran
oportunas. Este fotógrafo ha de captar
el mayor número de instantáneas,
de todo tipo, limitado por detalles éticos
o morales; para empezar, ha de imperar el respeto
debido a la víctima, que nada puede hacer
para que no la fotografíen o para que
se publique una foto sin su consentimiento, foto
de la que tal vez ni está enterada de
su existencia.
El fotógrafo
capta lo que tiene delante de sus ojos y, en
principio, por hacerlo no incumple ninguna pauta
deontológico, siempre que respete ese
momento singular de intimidad de la persona accidentada.
Él no ha montado la escena ni ha perseguido
a la mujer sobre quien iba a caer un trozo de
cornisa. Se limita a cumplir con su deber si
se atiene a las pautas profesionales indicadas.
El problema, no obstante, se podrá presentar
en la mesa de edición, en las decisiones
que pueda tomar el editor fotográfico,
quien decida qué se publica y cómo.
Esta actuación
nada tiene que ver con los paparazzi que persiguieron
a Diana de Gales por las calles de París
una madrugada. Son dos actuaciones radicalmente
diferentes: la segunda, afectada por el amarillismo
de la prensa, nada que ver con la profesión
periodística, aunque así se denominen
quienes ejerzan esa actividad. También
se llaman periodistas quienes hacían un
programa de televisión titulado ‘Tómbola’
y ya me dirán qué tenía
de relación con los presentadores de un
telediario o de ‘Informe Semanal’,
por exponer dos ejemplos de ejercicio periodístico
claro, frente a una actuación amarillista
mediática.
El problema
con la foto de la mujer muerta por la caída
de un fragmento de cornisa no se presenta en
el momento de la captura de la imagen (un instante
no trascendente), sino en el momento posterior
de su edición, de su inclusión
en plana (el momento de su transcendencia). Quien
comete la falta última de respeto no habrá
sido el fotógrafo, sino quien decide publicar
la imagen de la señora en el suelo con
la falda levantada y su ropa interior al aire.
Hablamos de dos papeles profesionales muy distintos:
el fotógrafo ha de captar todo con la
limitación indicada, pero su responsabilidad
queda ahí, tras hacer clic con su cámara.
La responsabilidad final y única será
de quien elige una foto y no otra, quien estima
que la foto irrespetuosa hacia la persona fallecida
es la mejor para su diario, para sus lectores.
Este editor gráfico es el único
y último responsable de la calidad de
las imágenes que se van a divulgar desde
las páginas de su periódico, a
partir de la serie o colección que haya
captado su fotógrafo. No tiene éste
mayor responsabilidad, aunque menor tendría
si no hubiera tomado tal imagen, si también
él hubiera sido respetuoso con la persona
caída, visto que nadie le podrá
exigir semejante estampa en su diario. Su misión
es captar todo lo captable, sea lo que sea, sí,
pero sin ir más allá de la falta
primera de respeto a la persona fotografiada
que nada puede hacer por evitar ser fotografiada
y aunque la decisión última no
sea suya, sino de quien tiene tal misión
en la redacción del diario o revista.
El editor gráfico
habrá atentado contra el momento último
de intimidad de la víctima de ese suceso:
lo ha hecho sin autorización profesional
y basado en el sentimiento de sensacionalismo
que afecta a algunos periodistas. El fotógrafo,
por el contrario, se limitó a cumplir
con su obligación y lo habrá hecho
llevando a su redacción la serie más
completa de lo acontecido. No obstante, habrá
colaborado con la mala práctica si sus
imágenes captadas vulneran el respeto
que se mece todo ciudadano.
El relatado
es un ejemplo de malas prácticas periodísticas,
donde el fotógrafo no ha tenido responsabilidad
por lo que se publica: su misión acaba
con la entrega de su trabajo, si acaso, con la
selección y primera edición de
las copias en laboratorio, mediante la selección
de las mejores o haciendo en ellas cortes pertinentes
que destaquen las imágenes captadas. La
responsabilidad es sólo del editor final
y definitivo de las fotografías: éste
habrá actuado con el espíritu de
los paparazzi en episodios como el de la mujer
muerta al caerla la cornisa.
El archivo,
como problema
En la segunda de las formas de llegada de fotos
a las páginas del diario presentada al
principio de este texto, las que se encuentran
en el archivo del medio, vuelve a ser el editor
gráfico el responsable del desaguisado
cuando hay tal. En algunos diarios, incluso autotitulados
como ‘de referencia’, se presenta
este problema, que suele tener una causa única:
la falta de cultura visual del responsable de
la edición fotográfica, anclado
en el mensaje mal interpretado de la era gutenberguiana.
En algunos de estos diarios, provistos de libro
de estilo para evitar el desaguisado, se hace
hincapié en la necesidad de cuidar, de
tener mucho cuidado, con el uso de fotos de archivo.
Pero no se tiene tal cuidado.
A los diarios
les cuesta dinero las copias fotográficas
analógicas tomadas en su momento, de ahí
que en muchas ocasiones se decide archivar todo
ese material, sin selección previa. Como
esa selección previa implica la destrucción
o desprecio de copias que han costado un dinero,
pues se decide archivar todo lo existente, sin
seleccionar antes de archivar. Por esa vía,
algunos archivos crecen de forma desmesurada,
mientras en ocasiones acaban transformados en
meros almacenes de fotografías, sin mayor
orden para una mejor gestión.
Lo más
adecuado es realizar esa selección previa;
como primera medida, no copiar todas las imágenes
captadas (en el caso de que se siga trabajando
con copias analógicas) y hacer una primera
selección justo en el momento de hacer
clic con la cámara; en segundo lugar,
hacer una selección posterior en el estadio
de la copia de imágenes, para acabar de
hacer tal selección antes de archivar,
después de haber decidido qué se
publica. Aunque la foto digital se imponga día
a día, los antiguos archivos fotográficos
de prensa siguen siendo principalmente analógicos,
de modo que los problemas derivados de tal situación
se mantienen en el tiempo digital.
Como resultado
de lo anterior, muchos archivos están
sobresaturados y con una enorme cantidad de fotos
innecesarias, que nunca se van a publicar o que
se publican de forma errónea. Son archivos
supuestos, más cercanos al concepto de
un almacén de fotos, sin mayor idea de
orden y control sobre lo que allí se custodia.
Después viene la falta de cultura visual
del responsable de la inserción de fotos
en página, que no es un fotógrafo
por lo general. Parece existir la idea de que
todo vale, que cualquier fotografía por
ser de archivo tiene algún valor añadido
para servir de modo casi universal. Otra teoría
habla de que el lector nunca se entera de los
atropellos que se cometen desde las planas del
diario, que no se entera de la mala práctica
profesional que se hace a través de la
fotografía. Hay algo de cierto en esto
último o al menos no se manifiesta el
malestar que la situación puede originar
entre lectores tan poco críticos como
meros lectores.
A partir de
tales supuestos, que no son tales, se construye
el edificio del mal trato dado a la imagen fotográfica
en prensa cuando procede de un archivo que no
respeta los principios de la archivística,
referido a pertinencia entre la foto archivada
y el texto al que va a complementar. Si la foto
archivada no complementa un texto, deja de ser
pertinente y pasa a ser un chirrido dentro de
la página que la contiene. Esto sucede
con demasiada frecuencia.
El problema
aparece a partir de uno de los principios del
diseño periodístico, que aconseja
que en toda página al menos debe ir una
foto en la información de mayor tamaño,
que suele ser la más importante. Hay quien
entiende que si no hay foto, ésta ha de
aparecer donde sea y se recurre al archivo. Las
fotos de archivo suelen ser de tres tipos:
- fotos transmitidas
en su día por una agencia de prensa:
todas las telefotos llevan un pie de foto con
una breve leyenda que incluye todos los datos
de la imagen.
- fotos que
no se publicaron cuando se hicieron: suelen
ir sin información detallada de lo que
significan o a qué corresponden; en ocasiones,
el fotógrafo hace una breve anotación
al dorso.
- fotos que
se publicaron en su día y se guardan
ante la posibilidad de que se vuelvan a reproducir.
Lo correcto en estos casos es que al dorso se
ponga la fecha y página de su publicación,
más el pie de foto que levaron, recortado
del diario y fijado a la foto por detrás.
En ninguno de
los tres casos tendría que haber problema
para la selección de la foto de archivo.
Siempre hay o ha de haber una pista para evitar
la confusión. Entra en juego, no obstante,
la prepotencia del mal profesional que estima
que nadie se va a dar cuenta de su jugarreta
a la profesionalidad. No puede haber otra explicación
a los descalabros que se ven con harta frecuencia.
La cuestión es que parece haber una ley
periodística que indica que todo lo que
aparece en los medios llegará tarde o
temprano al conocimiento de la persona afectada
o incluida en la información de forma
errónea. Aunque sea un convento de clausura
perdido en una sierra lejana, si una información,
gráfica o literaria, afecta a las personas
recluidas entre aquellos muros, tarde o temprano
la información llegará y la verdad
de lo acontecido saldrá a la luz.
En cierta ocasión,
el periódico El País1
publicó una noticia presentada en
modo reportaje de esas que huelen a chamusquina.
El titular2
hablaba de tráfico de jóvenes indias
hacia... conventos de clausura. Es una de esas
‘noticias’ que cuestan creer, que
manifiestan una evidente falta de credibilidad
al primer vistazo. Es evidente que todo texto
informativo que va acompañado de foto
relacionada con el mismo muestra una manifiesta
verosimilitud, porque la imagen, si es pertinente,
subraya la realidad de lo que se narra. Este
caso se da en esta ocasión: si hablan
de algo relacionado con jóvenes indias
y aparece un monja india fotografiada, la primera
impresión es que esa persona de la fotografía
tiene relación con el texto, que a partir
de ahí empezará a ser creíble.
El pie de foto se limitaba a este texto anodino:
“Monjas jerónimas de clausura de
Santa María de Jesús (Cáceres)”.
En el texto del reportaje no aparecía
mención alguna a las monjas jerónimas
de Cáceres.
Lo que parece
haber sucedido en la redacción es que
alguien recibió el encargo de preparar
un texto largo para su edición, que iba
sin fotos. De acuerdo con la ley del diseño
antes señalada, esa persona pensó
en la necesidad de una foto y se dirigió
al archivo para encontrarla. La realidad profesional
de casos como éste es bastante diferente:
si no hay foto, no hay foto. Si un texto no lleva
foto, ese texto no tiene foto y se publica sin
ella, a pesar de contravenir la aparente ley
del diseño ya señalada. Lo que
también ha de decir esa ley no escrita
es que sí, todo texto ha de ir con foto
si el texto es importante en plana, mas si no
hay foto que concuerde con el mensaje, ese texto
se tendrá que publicar sin foto.
En el caso que
nos ocupa, hemos de ver a alguien de redacción
que se presenta en el archivo y pide “la
foto de una monja india”. No se explica
de otra manera. A pesar de que se trataba de
un texto de denuncia, esa persona no lo piensa
dos veces cuando encuentra en alguna carpeta
de monjas una joven con facciones indias. Con
la foto en mano se maqueta la página y
así sale publicada. Los lectores ven un
caso de denuncia con una foto y han de entender
que la imagen publicada subraya la verdad contenida
en el texto. Así las cosas, poco después
el periódico recibe la carta de la superiora
de un convento de monjas de clausura perdido
en una serranía y se lamenta por lo sucedido:
la monjita que aparece fotografiada nada tiene
que ver con el texto de la página. La
mala práctica habida queda al descubierto,
porque el defensor del lector, en este caso,
se hace eco de la carta que le envía la
superiora del monasterio cacereño3.
Asegura esta monja que la foto fue tomada meses
atrás, con motivo de un reportaje realizado
por un redactor del periódico en el convento.
La foto ahora publicada es una de las fotos sobrantes
que no se publicó en el primer momento
y se envió al archivo, ante la posibilidad
de que fuera útil más adelante.
Lejos de ser útil, ha servido para resolver
aparentemente un problema de cierre de una plana,
pero ha servido igualmente para mostrar a los
lectores la mala práctica habida en este
caso, reflejo de tantos otros que se repiten
con más frecuencia de lo que puede soportar
un diario de calidad y de referencia.
Notas:
1
El País, sábado 21 de
octubre de 1995, página 20 / Sociedad.
2 El Vaticano
denuncia el tráfico de jóvenes
indias a conventos de clausura españoles,
con el despiece: “Los monasterios me piden
novicias”.
3 Perdón
a las monjas jerónimas de Cáceres.
Juan Arias, defensor del lector, El País,
domingo 29 de octubre de 1995, página
14 / Opinión.
Dr.
José Manuel de Pablos Coello
Catedrático
de Periodismo, Universidad
de La Laguna, España. director del
Laboratorio de Tecnologías de la Información
y Nuevos Análisis, LATINA |