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RAÍCES HISTÓRICAS DEL PROBLEMA DE LA CORRUPCIÓN EN MÉXICO.

Por David Sarquis
Número 62

La cuestión de la transparencia y la rendición de cuentas en el ejercicio de la función pública se han convertido, desde mediados de la década de los noventa, en preocupación central de diversos gobiernos en tránsito hacia la democracia en diversas partes del mundo.

Es un problema de raíces complejas y de aristas múltiples que difícilmente se puede entender de manera cabal si no se le ubica debidamente en contexto como expresión de un marcado intento por combatir aquello que efectivamente corroe el tejido más fino de las estructuras sociales: la corrupción.

El fomento a la transparencia no ha sido un mero reflejo de la autocrítica o del deseo de superación; tampoco hubo por esas épocas un descubrimiento milagroso respecto de las bondades de la honestidad, ni un despertar oportuno a la conciencia de que la falta de transparencia nos afecta a todos.

No, el fomento a los programas de transparencia y rendición de cuentas vino, en gran medida como respuesta a las exigencias de los países desarrollados, quienes lo demandaron como condición para seguir negociando mecanismos de apoyo al financiamiento para programas de ayuda internacional en términos generales.

Cualquiera que sea el origen de esta preocupación en torno a la transparencia y la rendición de cuentas, es claro que difícilmente se podrán alcanzar resultados sólidos y funcionales mientras no se entienda integralmente la naturaleza estructural del problema de la corrupción (que nos impide actuar con transparencia) y que se busca combatir mediante esos programas de rendición de cuentas en sus múltiples facetas.
Esta breve intervención busca orientar el esfuerzo analítico justamente en esa dirección.

Mi primera observación parte de un juicio comparativo: por regla general, la gente de los países desarrollados se acoge de manera voluntaria y buen ánimo a las disposiciones legales que regulan su vida en sociedad, mientras que en las países en desarrollo, la gente con frecuencia busca “darle la vuelta” hábilmente a los preceptos legales.

En otras palabras, los ciudadanos de los países desarrollados, normalmente aceptan con más facilidad el someterse a la ley (y vivir en un contexto de legalidad) que los ciudadanos de los países en desarrollo, para quienes el concepto mismo de legalidad ofrece claro-oscuros que dificultan su aceptación y, por ende, su aplicación.

Aquellos de ustedes que manejan con agilidad su inglés comprenderán el concepto de “law abiding people” que designaría a quienes se sujetan de buen talante a las disposiciones legales reguladoras de la convivencia social.
Yo sugiero que entre los países en desarrollo impera una tendencia casi natural a burlar la ley, lo cual nos convierte, como colectividad, en “law avoiding people”.

La pregunta clave aquí sería evidentemente por qué. ¿Por qué es que la gente en diversas culturas muestra mayor o menor disposición para ajustarse a la ley?

Tengo la siguiente hipótesis:

Por regla general (aunque ciertamente existen lamentables excepciones) la gente de los países más desarrollados se ajusta a la ley porque encuentra que, en efecto, la ley les facilita la vida.
La ley cumple entre ellos su más primordial función: agilizar la convivencia al institucionalizar la normatividad que la hace posible. La gente sabe que lo dispuesto por las leyes (cuando se cumple) facilita la existencia a todo el mundo porque hace las cosas más predecibles, de tal suerte que los comportamientos buscan, en lo general, mantenerse apegados al espíritu de la ley.

Existe pues entre la población del los países desarrollados una noción bien establecida del bien común y la gente siente por ello plena confianza al cumplir la ley. Un ciudadano de país desarrollado no tiene el menor empacho, por ejemplo, en pagar una multa de tránsito a vuelta de correo.
Y esto es así porque el contenido de la ley en esos países refleja la conciencia del legislador sobre la importancia de su trabajo: de él depende en gran medida el generar condiciones que se traduzcan en un contexto armonioso para la convivencia. Este tipo de conciencia es importante a su vez porque es, al mismo tiempo forjadora de un estilo de vida y por ello, expresión y sustento de la cultura.

En la mayoría de los países en desarrollo, en cambio, la ley ha sido, tradicionalmente concebida como un instrumento de poder y de control. La ley no se hace para facilitar la convivencia social, se hace para facilitar la tarea de los gobernantes y esa tarea se concibe habitualmente desde una perspectiva de dominio en vez de una de gestión del bienestar colectivo.

En este sentido, la ley en el mundo en desarrollo se siente, antes que otra cosa, como una imposición abusiva. Adicionalmente, la ley en nuestros países es casi intencionalmente ambigua y complicada. De este modo se pueden crear márgenes para un ejercicio de interpretación que permite aplicar los preceptos de manera discrecional y así favorecer o castigar a la gente según su condición social y sus méritos frente a la autoridad.
Esto es, en gran medida reflejo de la experiencia colonial que tiene en su base una conquista militar y una subordinación cultural condicionantes de una estructura social fuertemente jerarquizada (incluso, con frecuencia, de manera velada) en la que el ingenio se vuelve un instrumento de sobrevivencia tan importante como la riqueza a la que forzadamente tiene que sustituir.

El dominado tiene que aprender, en tales condiciones a encontrar fórmulas para circunnavegar a la ley. Es mucho más fácil dar una propina que confrontar todas las engorrosas implicaciones implícitas en su cumplimiento.

Evidentemente que, cuando esto se vuelve un estilo de vida se genera una cultura de la corrupción en la que el principio que señala “el que no tranza no avanza” se convierte en clara expresión de una muy sui generis sabiduría popular.

En estas condiciones, la corrupción misma deja de percibirse como un mal social; se vuelve endémica porque ingresa como mecanismo de defensa al imaginario colectivo, en donde se incluso se reconoce y se celebra a quien tiene  mayor habilidad para las artimañas.

La propia colectividad empieza entonces a asumir los actos de corrupción como parte “natural” del entramado social. Es natural (y por lo tanto aceptable) que la gente robe, que los funcionarios mientan y engañen, que la gente busque “sacar el mejor provecho”  de todas sus circunstancias.

En el contexto de una cultura de la corrupción, el funcionario que no roba es visto simplemente como un tonto. La gente se conforma con que el monto de lo robado no sea tan desmedido.

La ley, en tales contextos confronta serios problemas. Cuesta trabajo traducir en normas legales prácticas sociales que tienen vicios de origen. A pesar de las buenas intenciones de conformar un orden legal ético, la naturaleza misma del contexto social en el que se inscribe frecuentemente lo convierte en un ejercicio contaminado por la hipocresía.
Cuando a nivel social se entroniza una visión en la que “todo mundo busca sacar provecho de los demás”, casi cualquier forma de corrupción se auto-justifica. Quizá por ello nuestro país regularmente califica entre los últimos lugares en las evaluaciones de transparencia y rendición de cuentas que hacen los organismos internacionales.

Venimos de una cultura que está permeada por prácticas de corrupción y resulta tremendamente difícil que la ley cambie esta circunstancia. Si es cierto que los mejores sistemas legales sólo son expresión de sistemas culturales equilibrados, es decir, que la ley sólo recoge e institucionaliza lo mejor de la cultura, entonces tenemos serios problemas en México.
Aún con las mejores intenciones del espíritu de la ley, es prácticamente imposible cambiar a la sociedad por decreto. Los múltiples intentos fallidos de cambiar la conducta del mexicano a través de ordenamientos que no representan su mentalidad son prueba fehaciente de ello.

Necesitamos entonces reeducar al pueblo de México para propiciar primero un cambio de mentalidad que luego permita la creación de un orden jurídico moderno y funcional y si no antes, por lo menos en paralelo.
De otra suerte, los preceptos legales sólo se convierten en pruebas más difíciles para el ingenio, pero no en sustento de mejores cimientos sociales.

La tarea, aunque titánica no resulta imposible. Me consta personalmente el notable cambio de actitud que tienen muchos compatriotas en el extranjero. Basta cruzar la línea fronteriza para constatar admirables cambios de actitud de nuestros connacionales ante la ley. Obviamente se trata de una tarea en la que los juristas van a requerir todo el apoyo que el análisis sociológico pueda brindarles, pero que en las condiciones del mundo globalizado se ha vuelto impostergable.


David Sarquis Ramírez
Profesor de Planta. Dirección de Ciencias Sociales y Humanidades. Departamento de Estudios Sociales y Relaciones Internacionales. Tecnológico de Monterrey, Campus Estado de México.


 

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