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TRES RELATOS POSMODERNOS
CONTRA LA TRASCENDENCIA

Por Miguel Ángel Maciel
Número 62

 

“Luchar contra el dolor con dolor”
 
                                                                                                                            Bob Flanagan

 

I. Introducción: las luces apagadas.

Una de las palabras con las que el ser humano ha tenido que batallar dentro de su proceso de autoestima individual y social1 ha sido la de trascendencia, en ese sentido, no es el ánimo de este texto hacer una análisis lingüístico, etimológico y/o filológico de lo que “quiere decir” dicho vocablo.

Más bien pretendemos ubicar los siguientes aspectos. El primero, (y que de hecho va fluyendo a lo largo del texto), la importancia de la trascendencia no sólo como concepto, sino como actitud y forma de vida de las sociedades.

El segundo, observar como desde tres ejes contemporáneos de la condición humana: el dinero, la ciencia y la experiencia cotidiana, lo trascendente va perdiendo cierto y tercer (muy breve) que cosas nos pueden ayudar a restituir la trascendencia y por ende la confianza en nosotros mismos.

La trascendencia, ha significado desde que el hombre pudo erguirse verticalmente, como un “pantano” de sobresaltos, porque implicaba desde esos momentos enfrentarse con lo “fangoso” que resulta comprender y saber- en muchas ocasiones de manera poco clara -qué es lo que significa tal o cual situación, fenómeno o cosa de la realidad.

Esto ha provocado que en nuestra condición de seres para la acción, busquemos no sólo generar interpretación de lo que sucede, sino también tratar de que nuestro pensamiento unifique lo aparentemente terrenal con aquello que sólo se ubica dentro de la conciencia del mundo imaginario, en ese sentido, se entendió por mucho tiempo dentro del cuadro de nuestra prehistoria, que existía una interrelación entre los ríos y los mares con las arterías y vasos sanguíneos que nos constituyen, dicho en otras palabras- como lo describía Platón en su teoría del conocimiento -había una configuración armoniosa del universo, el hombre y la tierra, por lo que si uno de estos participaba del bien, los demás estarían correspondidos en esa misma dimensión.

La trascendencia aquí, no implica la concebida idea común y retórica de que la existencia de estas tres especies se manifiesta dentro de un marco sacro-imaginario, más bien la idea nos lleva en dos sentidos. El primero, en cómo existe un sentido de “saturación positiva”2 dentro de cómo se concibe una realidad. El segundo, de cómo se trata de edificar un fundamento holístico3 en la definición de una determinada naturaleza.

Ambos puntos nos hablan de un esfuerzo de la condición humana por “despegar” más allá de lo que representa el mundo sensible, es un testimonio que implica una lente de aumento de las cosas vistas y tocadas para reproducirlas y extasiarlas de un contenido simbólico que si bien es imaginario, es también, potentemente real ante la capacidad de generarle a los objetos una segunda naturaleza.

II. Tres caminos para extasiar a la nada.

    
     A. La incompletitud del dinero

Si seguimos comprendiendo otros aspectos de la temporalidad humana, encontraremos, otro conjunto de situaciones que “empastan” un modo de trascender y que tienen repercusiones dentro de nuestra propia vida social, me refiero a lo que Celso Sánchez Capdequí4 señala con respecto a la cuestión del dinero y que será uno de los ejes conjuntamente con el de la ciencia, la experiencia cotidiana y la industria mediática que quiero platear acerca de la trascendencia y de la regresión con la que vivimos los tiempos actuales.

Durante mucho tiempo, no existió la capacidad para autoobservar nuestra forma en cómo generamos los procesos de intercambio (en este caso el económico), generalmente se daba por sentado que había un cierto “fin” a nivel de qué y cómo se pasaban las mercancías de uno a otro individuo, las repercusiones en el asunto de pagar de una forma o simplemente de no pagar.

Sin embargo, hace muy poco se inició un estudio no sólo la génesis del asunto de cómo se compra y cómo se vende, sino también a propósito de qué medio o elemento empleamos para corresponder el esfuerzo en la producción de algo con su valor y ofrecerlo a ciertos compradores, en ese nivel tenemos que “las piezas” que sirven como medio para el desarrollo horizontal de la circulación de las mercancías tienen una forma de revestirse culturalmente de acuerdo a cómo se encuadraban en la realidad.

En ese sentido en la época previa a la modernidad, el oro, era la clave para prestar esos servicios de intercambio, su uso no estaba caracterizado sobre la comprensión del valor de cambio que se definían en la economía de la formación social capitalista, sino que su utilización estaba fundamentada en lo que significaba este metal para los cambistas, es decir, en algunas ocasiones podía figurar ética y estéticamente como fuego, en otras como dador de vida, y en otras más como divinidad extasiada.

En tal caso, no era un asunto de cómo se podían lograr tasas de ganancia o de acumulación, sino el hecho de cómo se encarnaban ciertos poderes suprasensibles en cualquier tipo de actividad comercial, es decir, lo que se pretendía como dinámica aspiracional y trascendental, es que el mismo acto de adquirir y vender fuera en sí mismo una forma de bautizar y bendecir a todo un conjunto de relaciones mercantiles, de las cuales lo más relevante no era la moneda y la mercancía como satisfactores materiales, sino como escenificaciones ritualísticas donde había espacio para el ascetismo y el misticismo.

Este aspecto que duró por mucho tiempo, se transformó con la llegada de la era la razón autónoma y autosuficiente, en ese marco, el poder ultraterrenal con el que se identificaba tanto el sentido como el medio de intercambio en los mercados, se fue diluyendo quedando el papel de las compras y de las monedas en cálculo indeleble y frío, en ese caso, se sustituyó al oro por un medio más asequible que fuera menos costoso y más manejable en términos del valor y de su misma estandarización, de ahí el surgimiento del papel-moneda que se le conoce como dinero, la trascendencia-intrascendencia de éste, es que se declararía como artefacto pulcro, medio de deshabilitación de pasiones dionisiacas, dicho en otras palabras, el hedor que acompañaba al oro en tiempos medievales sufrió un proceso de asfixiamiento, y convirtió aquel metal precioso en un monumento a la “insensibilidad”, el dinero dejaba de oler para que los intercambios fueran lo más ordenados y racionales que se requerían, para una incipiente civilización que no sólo creía en un principio inmanente para las cosas y los procesos naturales, sino también que dicho procedimiento mantenía un discurrir evolutivo de perfeccionamiento sin los “altavoces de la alteración y/o la desdicha”.

El dinero, por lo tanto se comportaba no en los entretelones de los paisajes modernos, sino que se encarna para sí como actor y escenario principal de una metafísica áspera y gris que mantenía a raya, los intentos por demostrar y practicar la existencia de cualquier otra metafísica que no invoque el crudo manifiesto de: tanto pagas, tanto vale y viceversa tanto vales, tanto pagas. Esta crudeza por más limitada que pudiera verse desde el punto de vista de los mismos apasionamientos humanos, era necesaria, porque destruía aquella raíz que pudiera desviar y descentrar el proceso de comercialización y el proceso de industrialización.

El dinero finalmente se afirmaba (claro aunque no se reconocía así), como un ángel salvador ante las ambigüedades infernales de del color y la ambición. No obstante y como lo sabemos, el dinero también manifiesta su parte demoníaca observada directamente en: la ambición, el acrecentamiento de la ganancia a toda costa, la corrupción, etcétera por lo que la contención impulsiva de ciertas sentimientos apostados hacia el dinero se vuelve una tarea muy difícil de controlar, pues se puede cubrir un agujero, pero al hacerlo ya se viene otra necesidad, y así sucesivamente, por lo que el dinero sigue demostrando que si huele y más en los tiempos posmodernos.

La gula del dinero, es el apetito voraz que se cierne en la humanidad actual desde dos terrenos: la gula por su posesión y la gula por su gasto, mientras se tiene, se quiere obtener más, sin detenimiento ni consentimiento de los otros, por tal motivo, la avaricia (que no es un valor posmoderno, pero si un sitio donde puede florecer sin problema), no se observa sólo en el atesoramiento y robo a los otros, sino en un conjunto de medidas sociales en un contexto globalizador unipolar como por ejemplo: los despidos a causa de la tecnologización del trabajo, la reducción de seguridades sociales, el derribo de ciertas prestaciones, la inhabilitación por falta de conocimiento, entre otras.

Estos aspectos esconden la avaricia y descargan la ambición del dinero en esa parte malévola en que lo poseemos y nos posee. A nivel del gasto, se encuentra: el consumo de bienes y servicios, la compra a crédito, el gasto desmedido que pone en alertas rojas a nuestras tarjetas de crédito y en alertas de holocausto a los bufetes jurídicos. Todos estos factores confluyen en las brillantes y opacidad de eso que se llama dinero.

En el recuento inmediato de estos tres escenarios históricos ubicamos la trascendencia de lo premoderno en la figuras invisibles e ideales que se juntan en el contrato de posesión y circulación del dinero, va más allá de intercambio, la trascendencia de lo moderno está en esa pasión desapasionada, en la consideración en un reino de posesión sólo del mismo hombre, en lo posmoderno en las dos gulas descritas.

La cuestión de la carencia de lo trascendente de la figura dineraria no radica en los simbolismos tratados en cada época, al final de cuentas hay extractos de superar al dinero como dinero (incluyendo a la obcecada razón cartesiana), más bien la cuestión de la trascendencia con el dinero se establece dentro de nuestra época en el tipo no relaciones que se pueden ejercitar dentro de lo que compramos y lo que vendemos, sino más bien en la centralidad con la que opera no el dinero hoy en día, sino en la lógica por la cual se está inundando el quehacer social.

En ese sentido, no es el dinero (porque este se mantiene invisible), sino la estructura paradigmática que lo vuelve de una manera que se va haciendo imprescindible, en ese caso, se considera lo siguiente.

En lo social, el dinero y el conjunto de relaciones que convergen y divergen de ellos se vuelven “nada”. ¿Qué quiere decir esto de nada? implica el hecho de que tanto los objetos del mundo real, como las redes de socialización y los productos simbólicos emanados de los dos aspectos anteriores, funcionan sólo a partir de uno de los equivalente generales del valor desde la impronta propia del capitalismo, es decir, no son dinero en sí, sino mercancías, es decir, signos cuyos significantes y significaciones portan en su estructura y función una perspectiva de promoción y venta para ser reconvertidos en “revestimientos” de consumo de acuerdo a la lógica de la oferta y la demanda que en ese momento impere y sea dominante.

Bajo esa perspectiva, cualquier fundamento de la vida natural y humana puede emerger, sólo si representa una oportunidad para ofertarse desde ciertas coordenadas de mercado. En ese caso, si aquello que se inmola y se le disfraza de mercancía alcanza niveles altos en su aceptación, su condena de extinción se posterga para tiempo futuros, pero si empieza a decaer en el ánimo de las personas, los días de sus éxitos comienzan a ser cada vez más lejanos.

Sin el destino de ser mercancía, los objetos se vuelven nada, el proceso de decantarlos, convierte a lo vivo y a lo no vivo en intrascendente, en la paradoja sólido-líquido, sólido porque la concepción del mundo deviene en una realidad dura, cruda y petrificada, pero las fuerzas que representan y hacer circular las cosas son líquidos que se evaporan cuando cesa su capacidad para hacerse moda y por lo tanto encantar. “La vida líquida es una vida devoradora. Asigna al mundo y a todos sus fragmentos animados e inanimados el papel de objetos de consumo: es decir, de objetos  que pierden su utilidad (y, por consiguiente, su lustre, su atracción, su poder seductivo y su valor) en el transcurso mismo del acto de ser usados. Condiciona además, el juicio y la evaluación de todos los fragmentos animados e inanimados del mundo ajustándolos al patrón de tales objetos de consumo”5.

En esencia no es que únicamente exista saturación de un solo valor y por tanto haya habido degradabilidad de otros principios como: la religiosidad, el temor, la sorpresa, la lucha, la esperanza entre otros, sino que además todo fenómeno de nuestra misma cotidianidad sólo es identificado por estar patrocinado por marcas o si el mismo evento se vuelve marca que cubre otras marcas y así indefinidamente, es decir, cuando los paisajes naturales de Australia ya no son sitios de conservación y/o disfrute orgánico, sino pretexto para ser territorio telcel, o el juego del hombre llamado fútbol, no es más una competencia para contribuir a la convivencia o a la hermandad, sino se vuelve LG.

El marcaje comercial y utilitario es lo único que hace territorialidad a los fenómenos humanos u no humanos, pero no lo define por siempre, sino cuando a época para llevar a cabo algo está en plena efervescencia, en ese caso cuando concluye los “cuervos de las marcas” depositan sus patas” en otro aspecto de ser susceptible de ser arropado mercadológicamente.

        B. La ciencia y su súbita muerte (que no muerte súbita).

Este campo semántico de las trascendencia como capacidad de hacer el ejercicio simbólico de qué, cómo, por qué y para qué es, también se ha estado socavando en el campo de la ciencia, pero de aquella cientificidad manejada en los albores de la modernidad y aderezada con algunos de los cimientos del pensamiento complejo actual, es decir, aquella actividad donde la condición social humana trataba de indagar “los mecanismos” por lo cuales la mente y la naturaleza tenían un derteminado comportamiento, sus características, el andamiaje de sus relaciones, el papel de la intuición y la creencia en ella y las formas por las cuales el saber reflexivo tenía ciertas implicaciones en las formas de vida y cómo orientarlo de la mejor manera posible. Si se observa esta descripción muy suscinta de este proyecto moderno-complejo, se notan dos situaciones.

La primera es que la ciencia intenta contribuir a un entendiendo global de las cosas que nos llegan a suceder en el binomio ser humano-mundo, la segunda, que en ese ir pensando y repensando la realidad existe un componente ético desde el punto de vista de comprometerse respetuosamente por incorporar aquello que la ciencia y la técnica del Renacimiento olvidaron, es decir, nosotros mismos, y a parte de ello un fundamento de carácter político, es decir, un principio de dialogar y legislar para hacer una ciencia auto-reflexiva que pudiera no sólo enriquecer el conocimiento y la vida de los demás, sino autorevisarse para construir opciones diferentes.

Sin embargo, esta posibilidad de reafirmarse como una actividad y una voluntad eminentemente ecológicas6, fue expulsando esta circunstancia y orientando el campo de la ciencia sobre un modelo de existir y pensar la realidad, caracterizado por un grado de tecnificación emanado de un interés “aparentemente” natural (nos referimos a la idea establecida por la ilustración y el industrialismo de que la ascendencia de y para la humanidad se logra mediante la instauración de una raíz histórica basada en el progreso racional) que, sin embargo, representa la estructura ideológica del capitalismo avanzado, es decir, el control y la dominación.

Como lo explica Herbert Marcuse. “El método científico que lleva a la dominación cada vez más efectiva del hombre por el hombre a través de la dominación, permaneciendo pura y neutral, entra al servicio de la razón práctica. La unión resulta benéfica para ambas. Hoy la dominación se perpetua y se difunde no sólo por medio de la tecnología, sino como tecnología, y la última provee la gran legitimación del poder político en expansión, que absorbe todas las esferas de la cultura”7.

La racionalidad echada a andar como motor técnico, se manifiesta en una doble tendencia que ha seguido esta forma de ciencia, por un lado, algo ya comentado, los grados de desarrollo construidos desde el racionalismo y el empirismo moderno conjuntamente con el modelo económico y cultural de esas épocas fueron transfundiéndose a estándares y expectativas hasta generar un concepto de ciencia cuyo eje es el saber-hacer con fines comerciales y que se refleja en la noción de dinero y mercado descrita con anterioridad y, por el otro, una idea de ciencia que quiere desmantelar la diferencia y qué actué en nombre de la pulcritud, el orden y la desintegración de las disimilitudes y la hegemonía de la rutinización, atacando con el himno justificado del bienestar general (léase seguridad), lo que podía poner en peligro esto, es decir, la naturaleza y sus múltiples escondrijos. “El aturdimiento de la Naturaleza y la locuacidad  de la ciencia se encadenan en un eslabón inquebrantable  de legitimación recíproca. Al ser lo Otro de lo humano, lo natural es lo contrario del sujeto con voluntad  y capacidad moral. La poderosa voluntad del hombre ‘como amo del universo’, y el ejercicio de su derecho  único para legislar acerca de los significados  de y parámetros de la bondad convierte a los objetos de dominio y legislación en ‘Naturaleza’. Los objetos pueden ser ríos que fluyen insensatamente en la dirección equivocada ‘donde no se les necesita’…”8.

Tanto la circunstancia comercial como el deseo purista de reconvertir la condición ser-mundo, se direccionan precisamente a lo que he manifestado como falta de trascendencia, es decir, una forma de ciencia que reduce la vida a condiciones objetivables y  fragmentarias, que rompe la articulación de aquello que nunca estuvo separado, cuerpo-espíritu, razón-pasión, objetividad-subjetividad, ciencia-religión, sujeto-objeto. Al caer la dimensión de la totalidad y al diseñar un marco de referencia de dominio-mercantil. La ciencia ya no habla con las palabras y las esperanzas de todos, ya no puede brindarnos sabiduría, ni mucho menos ir reflexionando sobre lo qué somos.

En esa dimensión, la trascendencia se dinamita así misma, dejando como trasfondo una sub-humanidad que es inocua y gris.

        C. Experiencia sin esperanza.

Finalmente, el último campo que intento dilucidar y en donde también la trascendencia sufre ciertas inconsistencias anímicas, es decir, el ámbito de la experiencia del mundo que “es visto y tocado”, el de la experiencia con objetos y personas, es decir, el de la socialización presencial en pleno. Este nicho de oportunidades me interesa tocarlo porque con el advenimiento de los medios de comunicación de primera generación (radio, cine, pero sobretodo TV) y de segunda generación (Internet), ha habido un cambio con respecto a lo que entendemos y practicamos como experiencia sensible. Estas modificaciones van en dos sentidos y cada una corresponde a un ejercicio mediático de cada generación.

En primer lugar, la televisión, en este caso, no interesará establecer los pormenores de lo qué es la televisión, sino más bien una explicación sobre ella, en el terreno de una de sus repercusiones cotidianas. Como se sabrá una de las condiciones por las cuales la iglesia judeo-cristiana, se autoexplicaba a sí misma y con ello trataba de medir a los otros para lograr poder e influencia, era la concepción de ser humano que manejaba.

En ella, no había más que un individuo que asolado por sus pecados capitales tenía la obligación de inflingirse privaciones (las de la carne, pero aquellas que tuvieran que vincularse con las circunstancias del mundo externo, es decir, el deseo de lo otro y por lo otro, sea humano y/o natural), para evitar que se sancionara y que toda la vida tuviera que estar en autovigilancia y en vigilancia extrema de los demás.    Esta situación, tenía como consecuencia tener que renunciar a todo aquello que en un momento le prometiera tropiezos para una vida dedicada al ascetismo divino.

Si esto lo vemos en el mundo pos-medieval de la modernidad, hay un correlato muy parecido en el caso de la existencia, en tanto la vida en ese momento ya no estaba consagrada a Dios, pero si a la Razón, la operación sacrifical era inédita, se tenía que censurar no sólo al espíritu emocional que habitaba toda estirpe humana, sino que de igual manera, no había tiempo para entretenerse con todas las argucias que el mundo de la socialización se tenía enfrente, en ese caso se gesta la visión unilateral de la ciencia descrita arriba y la cosmovisión del uso del dinero.

En ambos casos, el de la perspectiva religiosa y la secular, se observa algo singular que afecta la potenciación de los sentidos y se refiere a la inhibición, castración y clausura de los cinco sentidos humanos postrados hacia el mundo “exterior”, dicho enclaustramiento, representa, no sólo el ánimo para que en el siglo XIX salga a relucir la existencia de un inconsciente estudiado por Freud, sino también, el hecho de que todas las formas de convivencia y cercanía cara a cara sufran de cierta parálisis ante una humanidad que para sujetarse a unos controles imaginarios ha tenido que desustancializarse de la energía cotidiana de los demás y se ha sustituido por un privacidad e intimidad sin sentido.

Pues bien, se considera que ese hacerse un nudo en la conciencia encuentra su continuidad en la capacidad técnico-axiológica que ofrece la televisión.

En efecto, qué se requiere para contribuir y hacerse parte de esta “nueva” e “insalubre” trascendentalidad, se necesita que la voluntad colectiva pueda ser convencida de que las condiciones de vida son de un modo y no de otro, que los problemas pueden ser solucionados, que los conflictos pueden dirimirse por vía pacífica, que la vida tiene sólo una cara y que el triunfo le pertenece a la era del mcworld de acuerdo al discurso monolítico sobretodo el de la televisión.

 

Teniendo esas consideraciones valorativas empotradas en los circuitos de comunicación electrónica, se puede generar un contexto en dónde las cosas se valgan por quien las presenta, de tal forma esa experiencia de la pantalla va siendo la única experiencia posible, en se caso, ya no hay calle, ya no hay vecinos, ya no hay amigos, ya no hay cosas físicas, porque todo está “horneado” y sintetizado en la pantalla, lo real (tangible, experencial y social), toma estilo y forma, decolorando los relatos no visuales que pueden aparecer en otras alternativas, el discurso mediático confecciona un punto de vista para el mundo y ese es el mundo desde la dinámica televisiva.

Esta industria representa un modelo cerrado porque si bien toma las existencias que se suceden en nuestra cotidianidad, las fabrica sólo, por ella misma, por sus propias mesuras y desmesuras y asimilando endógenamente sus mismos intereses. “En el acto trascendental de elegir una pizza o un presidente se constituye a la vez como sujeto libre de la acción comunicativa y ciudadano democrático, y como su contrario: una partícula transubjetiva  movida por los sistemas de inducción electrónica de sus formas de reconocimiento de la realidad y de programación estadística de sus desiciones últimas. Pero el drama fundamental que atraviesa su actuación tecnológica no reside en esta doble significación moral de una performance libre que al mismo tiempo responde a estímulos programados. No estamos frente a la antinomia de la razón pura. El conflicto que atraviesa este sujeto electrónico ideal es la nulificación de su existencia individual y comunitaria, la reducción electrónica de su ser a consumidor pasivo. El ciudadano mediático es una tabula rasa. Un continente vacío”9.

En ese sentido, las conexiones que se pudieran hacer con algo potencialmente más enriquecedor como una sonrisa de alguien que ve en persona a otro, se tiene que transformar en el cielo más allá de la tierra, en la matemática abstracta y en las imágenes del entorno multimediático.

El segundo sentido, tiene una perspectiva parecida al primero, pero a diferencia de él, la preocupación no estriba en un confinamiento del sujeto en pura objetualidad electrónica, sino más bien con relación al vínculo que el individuo tiene con la ritualidad generada por el sistema de comunicación global llamado Internet y sus repercusiones con un concepto llamado memoria. La memoria es un mecanismo que nos permite como seres humanos no sólo almacenar y guardar lo que vivimos día y día, sino es- incluso me atrevería a decir que es la función más importante –la forma por la cual podemos reconstruir como redundante o novedoso lo que se abre como presente gracias a lo que vemos, tocamos, oímos, olemos y tocamos. En ese caso cada situación que palpamos en una realidad material “llena” de formas, texturas, tonalidades, estilos, nos elabora una plataforma para que en futuras ocasiones nosotros podamos reaperturar las cosas significativas y no significativas que percibimos debido a la existencia de un pasado que nos proveyó de herramientas para experimentar en ese mundo material.

Un niño puede sin más tocar un algodón de azúcar con sus manos, sentir a través de sus terminales sensoriales su consistencia, puede incluso olfatearlo y llevárselo a la boca y con ello establecerá un esquema de representaciones que logrará identificar al objeto porque tiene una determinada extensión, pero a la vez porque es algo con lo que ciertamente le es familiar, está cercano y está horizonte de nuestra sensibilidad directa.

En ese aspecto, qué ocurre cuando las tecnologías de información y comunicación virtual comprimen esa experiencia y nos trasladan a una realidad más líquida, más “hechiza” y menos imperfecta, nos referimos a lo que ofrecen las ciberimágenes, en tal dimensión, qué ocurre con algo que “no existe”, pero está “ahí”, y ocupa el centro donde gravitan nuestras experiencias que hicimos comunes dentro de la materialidad con la que crecimos y vivimos gran parte de nuestras vidas.

Si la memoria puede ser tal, en función de la fijación y transposición de objetos de una escena a otra, pero de cosas que tienen determinada consistencia, entonces, las imágenes que ya se pueden cambiar a voluntad, ¿qué memoria pueden determinar? Si la memoria es vaciada, el mundo físico es cada vez más inutilizado, más pesado y menos gratificante, la pregunta será que relaciones tendremos con el entorno. Dicha reflexión es importante porque desde mi punto de vista la memoria y el recuerdo eran dos formas de acontecer en los trascendente, cuando aniquilamos el último producto donde la conciencia podía mancharse, creamos sensaciones demasiados pulcras y artificiales que van borrando coordenadas de una existencia que si bien es complicada y sólida, nos llena de satisfactores cuando la abrazamos, la besamos, la sentimos con sus aromas, sabores y sin sabores. La no experimentación de estas situaciones discurre como lo que se comentaba anteriormente una “entidad sin atributos”, regresión evolutiva que nos manda directamente al precámbrico de la conciencia humana. “La imagen de video inhabilita un acceso sensorial al mundo de las cosas, ya que la inmaterialidad de la imagen electrónica  nos ofrece una realidad y una experiencia sólo a través de símbolos y signos. El individuo queda proscrito al mundo virtual. Virtual, del latín virtus, es una fuerza a la que se le atribuye un efecto determinado”10.

III. Retorno a la existencia.

La invisibilidad con la que cada vez más se está edificando el ser humano, nos lleva a considerar que la trascendencia ya no levanta la mano más, sino que se queda quieta y agazapada, va siendo parte de un recuerdo ahora ficticio de lo que fuimos como civilización.

Tal situación que imagina a una cultura como la de nosotros huidiza de las imperfecciones, y emergiendo para una sobrevivencia material, alimenta no sólo lo ingrávido del terreno cotidiano, sino un infarto directo contra, el amor propio, la capacidad de sobresalir, de soñar e imaginar, dicho en otras palabras y como se comentó al principio de tener y contener un nivel alto de autoestima.

Si el uso del dinero como estirpe de la racionalidad única, si el “emparedamiento” humano sobre el televisor y la experiencia digitalizada son el canon elemental de todos los días, los afectos se diluyen en nada, en mortificación. En se caso si queremos reconvertirnos a una condición humana más digna, con esperanza y ante todo con fé (en un sentido religioso pero también poético) requerimos sistemas de convivencia que transformen la indiferencia por lo que nos sucede alrededor, en ganas de vivir, que modifique la percepción que tenemos del entorno y que posibilite en cada momento interrogantes sobre nuestra presencia en la tierra. En ese caso necesitamos volver a practicar el ejercicio de la pregunta hermenéutica, no sólo como oportunidad y aventura para conocer lo otro, sino como forma simbólica de comunicación que: 1) Escuche a los demás y forma otras opciones de existencia; 2) Haga el ejercicio del diálogo continuo para no sólo compenetrarnos, es decir, sentirnos en los demás y viceversa; 3) Que haga expansivo los afectos, mediante signos de cariño hacia lo que está correlacionado con el mi y el yo; 4) Conversar para que el pretexto sean las palabras y el objetivo sea el que se conviva; y 5) Fundar una comunidad de respeto mediante decirnos de frente lo que en ese momento estamos pensando del otro,  sólo con ello podemos hacer que brille la trascendencia y que el futuro pueda verse con mejores oportunidades.


BIBLIOGRAFÍA

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Notas:

1 Nos referimos a como las subjetividades “verdaderas” y las objetividades relacionales construyen una forma de conciencia definida por el binomio fortaleza-debilidad acerca de cómo pueden asentar de la mejor manera posible su estado de ánimo y a partir de ello no sólo enfrentar desafíos, sino producir un imaginario “lleno” y no vacío.

2 Existe un cuerpo, una carne que obtiene placer precisamente porque está vestida y revestida de un simbolismo del que vale la pena hablar y ser escuchado.

3 Lo holístico está representado en este caso como se fusiona la materialidad que tiene determinada funcionalidad en el mundo de lo tangible y la parte mágica que tiene dicha materialidad y que le dota de un componente de misterio e incertidumbre.

4 Sánchez, Capdequí, Celso, (2004), Las máscaras del dinero El simbolismo social de la riqueza, México, Ed. Anthropos-Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Iztapalapa.

5 Bauman, Zygmunt, (2006), Vida líquida, Barcelona, Ed. Paidós, p. 18.

6 La ecología significa capacidad ahorrativa de procesos y con capacidad para ver lo estudiado como totalidad de procesos y con un significado de cooperación y mutualidad que es lo que precisamente le da el carácter de trascendente.

7 Brunet, Icart, Iganasi y Valerio, Iglesias, Luis F., (1998), Epistemología y práctica de la investigación científico-social, Barcelona, Ed. Librería Universitaria, p. 146.

8 Bauman, Zygmunt, (2005), Modernidad y ambivalencia, Ed. Anthropos, Barcelona, p. 67.

9 Subirats, Eduardo, (2006), La existencia sitiada, México, Ed. Fineo, p. 56-57.

10 Kurtnitzky, Horst, (2002), Una civilización incivilizada, México, Ed. Océano, p. 181.Bauman, Zygmunt, (2006), Vida líquida, Barcelona, Ed. Paidós, p. 18.


Miguel Ángel Maciel
Director de posgrado de la Universidad de la Comunicación e investigador adscrito al Centro de Calidad y Competitividad.

 

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