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SÁTIRA O ATAQUE: LA PORTADA DE
THE NEW YORKER SOBRE BARACK OBAMA

Por María Helena Barrera-Agarwal
Número 63

Resumen

La reciente publicación de una caricatura de Barack Obama y de su esposa Michelle,  en la portada de The New Yorker, ha sido objeto de un escándalo internacional en sus alcances. Obedece ello no solo a la naturaleza del medio – The New Yorker es, posiblemente, la revista de mayor prestigio de los Estados Unidos -  sino también al carácter satírico de la viñeta. La confluencia de esos elementos con el volátil ámbito electoral de la nación ha creado un fenómeno digno de analizarse desde un punto de vista de la comunicación.

  1. Las ilustraciones como referente

En el saturado mercado estadounidense de revistas, The New Yorker se destaca por la longevidad y la profundidad de su éxito. Creada en 1925, se ha mantenido en la vanguardia del interés del público, influenciando estilos periodísticos y literarios. La lista de escritores que han pasado por sus páginas es extensa e ilustre: en ellas Truman Capote publicó la totalidad de A Sangre Fría; A.J. Liebling dio cátedra de periodismo por décadas y Paulina Kael forjó un legado de crítica cinematográfica sin parangón.

Gran parte del atractivo de The New Yorker reside en una sagaz conjugación de materiales gráficos y escritos. Esa ágil combinación ha estado presente desde  su primer número, publicado el 25 de febrero de 1925. Se incluyen en la revista, como es habitual, ilustraciones destinadas a complementar los artículos. Otras, por el contrario, aparecen por sí mismas. Caricaturas y tiras cómicas cortas, son imágenes de una complejidad y una sofisticación que va del tono más ligero a aquel que vuelve su significado impenetrable.

En su primer año de existencia, las portadas de The New Yorker correspondían al ambiente optimista y despreocupado de los años veinte: la primera presentaba a Eustace Tilley, un personaje ficcional aderezado a manera de un dandy, que observa, con elegante dejo, a una mariposa a través de un monóculo. Otras aludían a la ópera, al golf, al circo, al teatro musical, el mundo que se vendría abajo con la crisis financiera de 1929.

Su singularidad se resume muy bien en el clásico análisis de Ben Bagdikian: “En una era en la que los editores de revista miraban las portadas llenas de titulares escandalosos y gráficos de impacto como imperativos de sobrevivencia, las portadas de The New Yorker fueron típicamente sutiles acuarelas de escenas idílicas.”1

Con los años, tanto el tono de los artículos de la revista como el de sus ilustraciones fueron cambiando, reflejando las preocupaciones e intereses de sucesivas generaciones.  La calidad no varió, sin embargo, cultivada por  editores de la talla de Harold Ross, William Shawn y, desde hace una década, David Remnick, quienes han atraído y conservado los servicios de artistas de talento poco común como Charles Addams, Peter Arno o Saul Steinberg.

Las mejores de sus ilustraciones constituyen verdaderos editoriales visuales, capaces de condensar un evento o una política en unos pocos trazos. Acerbos o tiernos, sin concesiones para con las modas o las políticas de turno, las imágenes de The New Yorker son referente cultural imprescindible. El humor se mezcla en ellas con una medida de comentario, abierta a causar malestar e incluso enojo en su intención de develar lo que se oculta detrás de apariencias y vacuos discursos.

La importancia de la portada de The New Yorker  es reiterada por la ausencia de títulos de artículos que anticipen los contenidos de cada número. Un comentador ha resaltado ese rasgo, poniéndolo en contexto con la naturaleza de la publicación: “La política de llevar una portada hecha de una sola, especialmente comisionada ilustración, sin el embellecimiento de ningún texto que se refiera a lo que está dentro, es una apropiada reflexión de la naturaleza heterodoxa de los temas de la revista, que cubren todas las preocupaciones concebibles de la élite metropolitana, desde reseñas de restaurantes hasta sátiras políticas.”2

  1. Historia e imagen

Es precisamente en el campo de la sátira política que la historia de ciertas ilustraciones de The New Yorker puede ser considerada como una de las más brillantes de la comunicación visual de este tipo. En los últimos años, su contexto político es claro: la revista jamás ha ocultado su oposición al gobierno de George W. Bush, a su ideología de guerra o a sus posiciones frente a las libertades civiles. De esa oposición y de la publicación de artículos brillantísimos de investigación, han emergido portadas excepcionales.

La edición del 17 de marzo de 2003, por ejemplo, puso la invasión de Iraq en contexto con simplicidad y sin ambages: en su portada dos cortinas rojas de teatro se elevaban para dejar ver una parte del Guernica de Picasso. De autoría de Harry Bliss, la ilustración se intitulaba “Setting the Stage” (“Preparando el Escenario). Pocas publicaciones y menos políticos tuvieron el valor de presentar las posibles consecuencias de la acción bélica decidida por Bush y sus acólitos con tanta certitud.

Otra portada histórica se presentó en la edición del 10 de mayo de 2004. En un fondo negro y gris, las siluetas también grises de cuatro pozos petroleros se dibujaban fantasmales. De aquel más cercano al observador, en vez de petróleo emergía sangre a borbotones. Titulada “Open Wound” (“La Herida Abierta”), la imagen había sido creada por la artista Ana Juan.

La metáfora que encerraba no podía ser más accesible en su terrible veracidad. Coincidía la misma además con un reportaje que aparecía en la página 42, el famoso artículo en el que Seymour Hersh develaba por vez primera la existencia de los horrores de Abu Ghraib, junto con las fotografías que los corroboraban.

La edición del 27 de Febrero de 2006 presentaba la otra cara de las portadas de The New Yorker, aquella de la sátira sin límites o temores. En ella aparecía un trabajo de Mark Ulriksen intitulado “Watch your Back Mountain” (“Atiende el Dorso de tu Montaña”).  Dick Cheney – soplando el cañón de un rifle humeante - y George W. Bush, vestidos de cowboys, eran presentados en una pose y con gestos que reproducían aquellos de la publicidad de la película Brokeback Mountain. La ilustración no sólo aludía al incidente en el que Cheney le disparó por error a un compañero de caza, sino a un universo de prejuicios republicanos entronizados por la administración como verdades reveladas.

  1. Obama y The New Yorker

Barack Obama ha sido el sujeto de múltiples notas, artículos y comentarios en The New Yorker. El tono de los mismos ha sido consistentemente admirativo. En una revista en la que se evita, con un cuidado que a veces parece excesivo, el caer en entusiasmos,  la cobertura de la personalidad de Obama, de sus antecedentes y de sus aspiraciones presidenciales ha alcanzado, en ciertas ediciones, una nota de poco característico lirismo.

Buen ejemplo de ello es un comentario publicado el 31 de marzo del 2008.

En el mismo, George Packer analizaba el ya famoso discurso que, sobre raza,  Obama diera en Filadelfia el 18 de marzo. La descripción de la pieza oratoria da la medida de la admiración de Packer: “El discurso parece haber sido concebido en intensa soledad, y posee el drama personal, la amplia estructura, la complejidad moral e intelectual de un gran ensayo.”3 

Luego de analizar argumentos de Obama, Packer no pudo evitar una calificación verdaderamente poco frecuente dentro del mesurado The New Yorker: consideró que el discurso de Obama era “una gloriosa muestra de magnanimidad y de sutileza.”4

Obama no era en modo alguno un desconocido  para los lectores de The New Yorker. Ya en 2004, edición del 31 de marzo, un sustancial artículo de fondo, escrito por William Finnegan, los había familiarizado con sus aspiraciones. Titulado “The Candidate” (“El Candidato”), proponía una investigación de las raíces tanto familiares como políticas del en ese entonces senador estatal por Illinois.

El artículo se iniciaba con un conmovedor pasaje tomado de la autobiografía de Obama, aquel que recoge su reacción durante la visita a la tumba de su padre y de su abuelo en Kenia. La clave del texto, sin embargo, era esencialmente política: Finnegan presentaba a Obama como una figura de excepción. Serenidad, simpleza, y carisma parecían fluir de sus interacciones con aliados y oponentes, referidas en detalle.

Concordantemente, la impresión de la esposa de Obama era directa y halagadora: Michelle es descrita como “alta y elegante y franca”.5

Analizando dos poemas juveniles de autoría de Obama (edición del 2 de julio de 2007), o anticipando con precisión su ascenso frente a la campaña de Hillary Clinton (edición del 26 de septiembre de 2007), la actitud de The New Yorker puede considerarse como abierta y positiva para el senador. Es importante considerar esos antecedentes cuando se analiza la fuente del escándalo que parecería haber cambiado las relaciones entre el medio y el candidato: la portada de la edición del 21 de julio de 2008.

  1. “Las Políticas del Miedo”

Los lectores del internacional diario The Financial Times usualmente esperan con anticipación su edición del fin de semana. En ella, una sección especial dedicada a las artes y a las letras aparece, llena de interesante material y entrevistas. El 11 de julio del 2008, el entrevistado de fondo era David Remnick. La ocasión era el décimo aniversario de su nombramiento como editor de The New Yorker.

Su trabajo durante esa década se había demostrado óptimo:  “la circulación de The New Yorker se incrementó un 32% a más de un millón de copias mensuales; los niveles de renovaciones de suscripción, 85%, son los más altos de la industria; y, a pesar de la sabiduría convencional que pretende que los jóvenes lectores no tienen un nivel de atención que vaya más allá de los blogs, texting y twittering, la revista ha visto crecer las suscripciones de lectores de 18 a 24 años en un 24% y aquellos de 25 a 34 en un 52%. 24 de los 47 National Magazine Awards han sido ganados bajo el mando de Remnick.”6 Dos días más tarde, cuando la edición del 21 de julio de 2008 se hacía pública, ese brillante record parecía quedar eclipsado por el escándalo.

La portada llevaba una ilustración de Barry Blitt. En la misma aparecía Barack Obama junto con su esposa, Michelle Obama, en la Oficina Oval de la Casa Blanca. Barack está ataviado con lo que parece ser un traje árabe de una pieza, pantalones sandalias y turbante. Michelle lleva un peinado afro, y viste a la moda de una guerrillera en ciernes – pantalones de camuflaje, un fusil de asalto AK47 al hombro. Los dos entrechocan sus puños en gesto de triunfo. Cerca, en la chimenea se encuentra una bandera de los Estados Unidos ha sido echada al fuego. En el muro, un retrato enmarcado de Osama Bin Laden parece observar complacido.

El trabajo de Blitt se intitulaba “The Politics of Fear” (“Las Políticas del Miedo”). El título, desde luego no aparecía en la portada. Los suscriptores y lectores frecuentes de The New Yorker saben dónde buscarlo, al final de la página del índice. Allí es parte de un parágrafo que cita los nombres de los autores de ilustraciones. Para quien no esté familiarizado con tal detalle, la portada se presenta por sí sola, sin otro referente más que su contenido.

Justo antes de que cada edición de The New Yorker salga al mercado, un comunicado de prensa describiendo sus más importantes contenidos es redactado por el equipo de la revista. Publicado en el sitio Internet de la misma, ese texto constituye un elemento clave respecto  de la apreciación de la portada. Fechado 13 de julio de 2008, su primer párrafo va directamente al meollo del asunto: “En la portada de la edición del 21 de Julio de 2008 de The New Yorker, “Las Políticas del Miedo”, el artista Barry Blitt formula una sátira sobre las tácticas del temor y desinformación que se están usando en la elección presidencial para descarrilar la campaña de Barack Obama.”7

El comunicado puntualizaba también un detalle clave, el hecho de que la edición también incluía dos textos dedicados a Obama. El primero era un comentario de Hendrick Hertzberg, destinado a corregir la impresión creada por los republicanos sobre la presunta volubilidad de Obama en temas electorales claves. El segundo, escrito por Ryan Lizza, el corresponsal en Washington de The New Yorker, era un reportaje de dieciocho páginas y más de catorce mil palabras titulado “Making It” (“Lográndolo”).

El artículo de Lizza contenía una investigación profunda y bien documentada de la ascensión política de Obama en Chicago. El tono de la pieza era en general positivo, aunque algunas de sus conclusiones pueden interpretarse como contrastantes con la imagen proyectada por Obama y su campaña: “cada etapa de su carrera política ha estado marcada por un ansia de acomodarse a las instituciones ya existentes en vez de destruirlas o reemplazarlas. […] En vez de enfrentarse a la vieja guardia del partido Demócrata, Obama creó una relación mutualmente beneficiosa con ella.”8  Ciertos comentarios de antiguos partidarios de Obama incluidos en el reportaje  lo muestran como un político de razonamiento frío y calculador.

  1. La reacción a la portada

De modo inmediato a la publicación – que generalmente ocurre ocho días antes de la fecha identifica la edición - la controversia sobre la portada  entró en auge, en los Estados Unidos e internacionalmente. Tanto el portavoz de Barack Obama como aquel de su contendor republicano, John McCain, condenaron la ilustración.9 El representante de Obama, William Burton, fue directo en su reproche: "The New Yorker puede pensar que la portada es una crítica satírica de la imagen caricaturesca que los opositores de derecha del Senador Obama han intentado crear, pero la mayoría de los lectores la verán como de mal gusto y ofensiva. Y estamos de acuerdo con ello."10

La reacción mediática fue instantánea y avasalladora. Por algunos días la portada permaneció  omnipresente en todo programa de noticias y comentario. La vasta mayoría de los medios de tendencia demócrata desaprobó la publicación del trabajo de Blitt. Escribiendo en  The Washington Post, Philip Kennicott resumió la razón de la generalizada censura: “… si la sátira no se calibra cuidadosamente hacia la audiencia que se busca, se la recordará casi seguramente por su contenido ofensivo en lugar de su supuesto efecto paliativo en el cuerpo político.”11 El consenso parecía ser que, cualquiera que hubiese sido la intención de la revista, su errada ejecución afectaba a Obama y podía muy bien restarle votos.

Una de las pocas voces que se elevó en defensa de The New Yorker fue la del connotado Jon Stewart, presentador del programa satírico The Daily Show. El 15 de julio del 2008, dedicó buena parte de su comentario a burlarse de la intensidad del frenesí mediático suscitado por la portada: “Es una trivialidad, es una nadería. Hay tantas otras cosas de que hablar: Iraq, el colapso de algunas de nuestras más prestigiosas instituciones financieras… ¿cierto?” Respecto de la réplica de la campaña de Obama, Stewart criticó la misma ofreciendo un pronunciamiento alternativo: “¿Saben cual debió ser su respuesta? Barack Obama no está molesto en lo absoluto por la caricatura que lo muestra como un extremista musulmán.

Porque, ¿saben ustedes quienes se molestan por caricaturas? Los extremistas musulmanes! Entre los que no se cuenta Barack Obama!” 12

La reacción de The New Yorker ante el vendaval de ataques fue típica de la naturaleza poco amiga de alardes de la revista. Ningún comunicado oficial se hizo público en su sitio Internet. Ningún artículo o nota de explicación se imprimió en la siguiente edición – aquella del 28 de julio de 2008. En la misma cinco cartas de lectores fueron impresas en la página habitualmente dedicada para el efecto, dos negativas, dos positivas y una nerviosamente neutral. Esas misivas aparecían sin comentario o contestación editorial.

Las primeras  acotaciones directamente dirigidas al tema por parte de David Remnick se formularon el mismo día en que la portada se hizo pública, el 13 de julio. Brindadas al influyente medio electrónico The Huffington Post, dejan entrever una cierta sorpresa junto con la marcada certitud de haber hecho lo correcto al elegir el trabajo de Blitt como portada. Remnick declara que lo hizo “porque pensé que era una imagen que tenía algo que decir. Pienso que pone un espejo frente a los prejudicios y las oscuras imaginerías sobre el pasado y la política de Barack Obama – de ambos Obama.” 13

Luego de insistir en la importancia de apreciar la portada tomando en cuenta su título – “la imagen trata de ser tan clara como sea posible y el título trata de asegurarse de ello”14 - Remnick apunta a la esencia de la cuestión: “Estoy solo intentando, tan calmada y tan claramente como sea posible, de hablar sobre lo que esta imagen significa y sobre la intención de su significado y lo que pienso que la mayoría de gente va a ver cuando piensen sobre lo que significa. El hecho es que no se trata de una sátira sobre Obama sino sobre las distorsiones y prejuicios dirigidos contra Obama.”15

A medida que los días transcurren la polvareda mediática parece haberse calmado. La portada se ha convertido en un ícono de ésta campaña – infinitamente interpretada, alabada y vilipendiada. Uno de sus efectos parece haber sido más real que un supuesto impacto en los votantes: cuando Barack Obama partió de gira internacional a finales de julio de 2008, cuarenta periodistas adscritos a diferentes medios lo acompañaban.

Entre ellos no se encontraba Ryan Lizza, el corresponsal de The New Yorker. Su pedido de ser incluido había sido rechazado por “falta de espacio”.16 Ello constituía una novedad, visto el amplio acceso que, con anterioridad, se le había otorgado dentro del círculo cercano al senador.

  1. Sátira o Ataque

La conmoción causada por la portada de The New Yorker  ha sido magnificada por una cobertura mediática que se ha referido a la ilustración como si la misma existiese en un vacío. Un número considerable de artículos y reportajes al respecto carecen totalmente de detalles sobre los artículos que la revista le dedicó a Obama en el número del 21 de julio. Es extremadamente raro también encontrar alguna referencia a las piezas que, en sus páginas y a través de los años, han tenido por tema el senador y sus ambiciones presidenciales.

Esos elementos, igual que aquellos que forman parte de la portada en sí, que la complementan y explican antes de que el escándalo se diera – título y comunicado de prensa sobre el número - son fundamentales para la comprensión de lo ocurrido. Cuando se eliminan de la ecuación, la misma se vuelve errónea y puede apuntar a un ataque contra Obama. Un ataque que, en vista de la historia de The New Yorker y de su relación anterior con el candidato, parece difícil de aceptar como cierto o incluso posible.

El que muchas personas, tanto en los Estados Unidos como a lo largo y ancho del orbe, hayan conocido de la portada en medio de un frenesí de batahola mediática, tanto tradicional como salida de blogs y páginas internet independientes, dice mucho del presente estado de la comunicación. Se privilegia en la misma una narrativa rápida y superficial, destinada a crear huella e impacto en vez de a informar o instar a la reflexión. La invectiva fácil contra The New Yorker es mucho más simple que un estudio medianamente profundo de sus razones.

El temor a ser juzgado políticamente incorrecto impide muchas veces el ejercicio de la libertad de expresión. La intención es irrelevante si la percepción de una pieza, escrita o visual, puede ser calificada de inadecuada bajo los estándares de tal limitativa doctrina. Resulta irónico y aleccionador que la más reciente víctima de esa vertiente de las políticas del miedo sea precisamente The New Yorker. ¿Qué medio se atreverá a enfrentarse a esos paradigmas? La respuesta es clara, incluso tristemente obvia.


Anexo

The New Yorker

The New Yorker

The New Yorker

The New Yorker



Referencia

1 Bagdikian, Ben, the New Media Monopoly. Beacon Press, 2004, p. 218

2 Taylor, Steve, 100 Years of Magazine Cover, Black Dog Publishing Limited, 2008, p. 65.

3 Packer, George,  Native Son, The New Yorker, 31 de marzo de 2008, disponible en http://www.newyorker.com/talk/comment/2008/03/31/
080331taco_talk_packer


4 Idem.

5 Finnegan, William, The Candidate, The New Yorker, 31 de marzo de 2008, disponible en http://www.newyorker.com/archive/2004/05/31/
040531fa_fact1


6 Butterworth, Trevor, Lunch with the FT: David Remnick, The Financial Times, Julio 11 de 2008, Life and Arts, p. 3

7 The New Yorker, In This Week’s New Yorker, 13 de Julio de 2008, disponible en  http://www.newyorker.com/services/presscenter/2008/07/21/
080721pr_press_releases

8 Lizza, Ryan, Makin It, The New Yorker, 21 de julio, 2008, p. 48.

9 Anónimo, Obama team decries cartoon Image, BBC News, 14 de julio de 2008, disponible en http://news.bbc.co.uk/1/hi/world/americas/7505953.stm

10 Mooney, Alex, New Yorker Editor Defends Controversial Obama Cover, CNN Politics, 14 de Julio de 2008, disponible en http://www.cnn.com/2008/POLITICS/07/14/obama.cover/index.html

11 Kennicott, Philip, It’s funny how humor is so ticklish, The Washington Post, 15 de Julio de 2008, p. C01.

12 Anónimo, Jon Stewart takes on media, Obama, for overreacting to New Yorker cover: “It’s just a f***ing }cartoon!”, Huffington Post, 16 de Julio de 2008, disponible en http://www.huffingtonpost.com/2008/07/16/
jon-t-taks-on-medi_n_113025.html


13 Sklar, Rachel, David Remnick On That New Yorker Cover: It's Satire, Meant To Target "Distortions And Misconceptions And Prejudices" About Obama, Huffington Post, 13 de Julio de 2008, disponible en http://www.huffingtonpost.com/
2008/07/13/david-remnick-on-emnew-yo_n_112456.html


14 Idem.

15 Idem, ibidem.

16 Weaver, Matthew, New Yorker Plane Snub over Obama “Terrorist” Cartoon. The Guardian Online, 21 de Julio de 2008, disponible en http://www.guardian.co.uk/world/2008/jul/21/usa

María Helena Barrera-Agarwal

 

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