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      NOTAS SOBRE LAS MUJERES Y LO POPULAR

Por Renata Piola
Número 63

Resumen

Este trabajo tiene como objetivo realizar un seguimiento del lugar de las mujeres en las teorizaciones clásicas sobre las culturas populares.

Partimos de la hipótesis de que existe una dificultad inherente a la visibilidad de la articulación entre subordinación de clase y de género.

El trabajo realizado es de índole teórica y apunta al desbrozamiento conceptual y la elaboración de herramientas para pensar la escritura de la experiencia de  las mujeres de sectores populares en la prensa.

El recorrido –un seguimiento de los aportes de los autores considerados clásicos- ha permitido, a la vez que corroborar la ausencia de teorizaciones sensibles a la perspectiva de género, retomar algunos conceptos capaces de aprehender la especificidad de la subalternidad de las mujeres de sectores populares.

El texto contiene además, referencias a la problemática de la oralidad y a la distancia entre la experiencia y su escritura.

Se podría concluir que existe una tensión inherente a la posibilidad de nombrar las prácticas y experiencias de las mujeres de sectores populares. Ello exige una vigilancia crítica respecto del ejercicio de la palabra escrita, la elaboración de una perspectiva que evite caer en la usurpación de la palabra de la otra, o en la imposición de los puntos de vista de quienes ocupan espacios culturales y políticos de dominación, tanto de clase como de género.

Introducción:

Nos interesa en este trabajo procurar una aproximación para pensar las formas como las mujeres de sectores populares son percibidas en el discurso del otro, materializado en la prensa gráfica. El problema teórico de las formas de registro de la doble subordinación (de clase y género) de las mujeres de sectores populares, está vinculado con el interés por describir y explicar el modo como están construidos los discursos de la prensa que hablan sobre/de estas mujeres realizando un seguimiento de las formas de teorización de la cuestión de las mujeres en la bibliografía especializada sobre culturas populares. Entendemos -de modo amplio- por culturas populares las actividades, la producción y las formas que presentan las actitudes, valores y creencias de los sectores de la sociedad que se encuentran en una posición subalterna respecto de otros que constituyen las clases dominantes y hegemónicas.

Iniciaré la pesquisa realizando un estado del arte, que supone examinar los estudios sobre culturas populares a partir de preguntas procedentes de dos perspectivas: por un lado el interés por el modo como se construyen imágenes de mujeres de sectores populares en la prensa, y por el otro, un punto de vista feminista que se apoya en una anticipación de sentido respecto del carácter ineludiblemente situado de la mirada (Haraway, 1993). Dicho de otro modo, desde la convicción de que el conocimiento acumulado por nuestra cultura ha sido construido desde una posición sexuada –la correspondiente al varón- que sin embargo ha sido presentada como si fuera neutral y equivalente sin más al universal. La perspectiva androcéntrica dominante constituye una forma de ver y representar el mundo caracterizada por confundir ese (su) punto de visión, tan centralmente marcado por una posición sexuada, de clase, de etnia, ideológica y geográfica, con un punto de mira universalmente válido, tanto para las ciencias como para las artes, las teologías, la filosofía, etc.

Se trata, una vez más, de tematizar la cuestión de la imposible transparencia en el modo de conocer, más aún tratándose del abordaje de una cultura en gran medida “otra” tanto para quienes producen mayoritariamente el conocimiento considerado como legítimo en nuestras sociedades como para quienes producen y reproducen los discursos hegemónicos. Desde la puesta en cuestión de la ilusión de transparencia revisaremos una serie de autores preocupados por el estudio de las culturas populares.

En La cultura plural, el intelectual francés Michel de Certeau señala, en referencia al estudio de las culturas populares que “en el comienzo hay un muerto”, en el sentido de que un asunto se convierte en un tema de investigación una vez censurada su peligrosidad social. Si retomamos el sentido de su proposición, podemos agregar: un muerto y mujeres invisibles. A lo que el autor de La belleza del muerto se refiere es a lo que considera como una operación que no se confiesa, ligada al nacimiento de los estudios consagrados a la literatura de cordel en la Francia de mediados del siglo XIX: “ha sido necesario censurarla para poder estudiarla …. por tanto el nacimiento de estos estudios está, en efecto, ligado a la censura social de su objeto” (De Certeau: 1999: 47). Al agregar y mujeres invisibles hacemos referencia a que, a lo largo de la historia, no se ha considerado a las mujeres como sujetas sociales de relevancia, portadoras o parte constitutiva y constructora de una cultura susceptible de estudio. Más concretamente, la referencia señala la constante que atraviesa la producción de conocimiento en nuestras sociedades y sistemas científicos: una fuerte dificultad para teorizar la cuestión de la diferencia y una aún mayor para advertir /señalar /revertir la correlación entre diferencia y desigualdad. Por decirlo en los términos de las feministas negras estadounidenses: “All The Women Are White, All The Blacks Are Men, But Some Of Us Are Brave (Hull, Bell-Scott, & Smith, 1982).  Es decir: ‘todas las mujeres son blancas, todos los negros son hombres, pero algunas de nosotras somos bravas’. En este libro, ya clásico, las negras, lesbianas, comprometidas con el movimiento negro y con una perspectiva clasista respecto de las reivindicaciones feministas, ponían irónicamente en palabras la doble (o aún triple, en razón de la raza y la orientación sexual) exclusión de la que eran objeto. Sin duda, nombraban una cuestión difícil de percibir y articular: la intersección de subordinaciones, la pluralidad de posiciones subalternas que un sujeto puede ocupar, profundamente entrelazadas en su experiencia subjetiva pero difíciles de conceptualizar sin incurrir en reduccionismos de diverso tipo (de clase, te etnia, de género).

Aunque los estudios sobre las culturas populares revelan distintas motivaciones, procedencias y estrategias de conocimiento por parte de los distintos autores, el elemento común radica en que el conocimiento de la cultura de los sectores populares implica siempre una relación de tensión/ dominación con la cultura letrada. Se trata de una cultura “otra”, que ocupa una posición subalterna en las relaciones sociales de poder, marcada por relaciones de dominación y por la oralidad, sin duda uno de sus componentes centrales.

La cuestión de la oralidad es señalada por Carlo Ginzburg como una de las dificultades principales para el estudio de las clases subalternas en el pasado. Componente de relevancia mayor en relación a la cultura de las mujeres de sectores populares: pensemos que, respecto de las mujeres, la dificultad es aún más fuerte, pues la cuestión del acceso de las mujeres al saber y la cultura letrada, de la misma manera que las posibilidades de ejercicio de poder, fue siempre un asunto de disputa. Desde la antigüedad clásica, en la cultura europea, la educación y los saberes consagrados como tales han sido monopolio de varones. En el caso de la filosofía, en Grecia, no sólo se trataba de un asunto de varones, sino incluso de un elemento de homosociabilidad masculina. Las femmes savantes han sido siempre la excepción a la regla. Desde luego las hay, desde Aspasia hasta Christine de Pisan, y en tiempos de la ilustración mujeres como Mme.

Emilie de Châtelet, la traductora de Newton al francés y compañera de vida de Voltaire, o Germaine de Staël (De Martino, Bruzzesse, 1994). Sin embargo siempre a título de excepción.

La genial Virginia Woolf decía, en su conferencia de 1929, Una habitación propia, que si Shakespeare hubiera tenido una hermana, ella se hubiera quedado embarazada, y:

encinta por obra de este caballero y -¿quién puede medir el calor y la violencia de un corazón de poeta apresado en un cuerpo de mujer?- se mató en una noche de invierno y yace enterrada en una encrucijada donde ahora paran los autobuses, junto a la taberna del “Elephant and Castle”. Esta vendría a ser, creo, la historia de una mujer que en la época de Shakespeare hubiera tenido el genio de Shakespeare. Pero… es impensable que una mujer hubiera podido tener el genio de Shakespeare en la época de Shakespeare. Porque genios como el de Shakespeare no florecen entre los trabajadores, los incultos, los sirvientes… ¿Cómo, pues, hubieran podido florecer entre las mujeres…? (Woolf, 1984 (1928): 69. El destacado es mío).

Sin embargo no sólo de oralidad se trata. El tardío interés por el estudio de las culturas populares también se explica, para Ginzburg, por la persistencia difusa de una concepción aristocrática de la cultura.

Es decir: los modos de circulación del poder que atraviesan nuestras sociedades deben ser especialmente tenidos en cuenta para poder trazar una composición de los hilos centrales de esa trama en la que se sitúan dominantes y dominadas / dominados.

El recorrido que nos proponemos toma como referencias fundamentales a aquellos autores considerados clásicos en el campo de los estudios sobre culturas populares, a saber: el italiano Antonio Gramsci; los ingleses Richard Hoggart, Edward P. Thompson, Raymond Williams, Stuart Hall. Agregaremos referencias a los historiadores Carlo Ginzburg y Michel de Certeau en procura de advertir coincidencias y divergencias en sus posiciones.

A propósito de Gramsci

Una historia, cualquier historia, se construye en base a silenciamientos, y este acto de dejar en las sombras una parte, resulta constitutivo de cualquier relato. La Historia –con mayúsculas- ha olvidado pensar en quienes la construyeron con sus propias manos. Señala Carlo Ginzburg que antes, era válido acusar a quienes historiaban el pasado de consignar únicamente la ‘gesta de los reyes’, pero hoy en día ya no lo es, dado que cada vez se investiga más sobre lo que ellos callaron, expurgaron o simplemente ignoraron. Dice Ginzburg, si tomamos la pregunta que el lector obrero de Brecht hacía acerca de quién construyó Tebas, la de las siete puertas, la respuesta es que “las fuentes nada nos dicen de aquellos albañiles anónimos, pero la pregunta conserva toda su carga” (Ginzburg: 1981: 9). Semejante a la carga que posee la interrogación acerca de las construcciones hechas por las mujeres, pues la historia se ha enfocado preferentemente en narrar e interesarse por aquello que han hecho los varones, en una clara identificación de lo universal con lo masculino.

En cuanto a la referencia que hacíamos respecto de la producción de ciertos autores que se han convertido en clásicos de los estudios sobre culturas populares, es Antonio Gramsci, uno de los autores más relevantes. Dice sobre el italiano Emilio Corbière:

Gramsci, que había nacido en 1891, fue el organizador del Partido Comunista Italiano, fue el secretario general de esa organización y diputado. Colaboró con El Grito del Pueblo (1915) y el diario socialista Avanti (1916). Fundó La Ciudad Futuray el legendario L'Ordine Nuovo.

Impulsó los consejos de fábrica en Turín (1919) y fue uno de los políticos fundamentales de la resistencia antifascista, hasta que fue encarcelado en 1927, muriendo trágicamente tras largo cautiverio el 27 de abril de 1937. El fiscal mussoliniano que contribuyó a su condena dijo durante el proceso: ‘Tenemos que impedir durante veinte años que este cerebro funcione’. Durante su prisión logró escribir los famosos Cuadernos de la cárcel que, en una primera versión fueron desglosados por Palmiro Togliatti, su compañero y amigo, en seis volúmenes titulados: El materialismo histórico y la filosofía de Benedetto Croce; Los intelectuales y la organización de la cultura; Il Risorgimento; Notas sobre Maquiavelo, sobre política y sobre el Estado Moderno; Literatura y vida nacional y Pasado y Presente. Valentino Gerratano editó luego los Cuadernos de manera cronológica, como habían sido escritos originalmente, restaurando así la unidad filológica y teórica del pensador y político italiano” (Corbière, 2008).

Su interés en el estudio del folclore, en conocer la cultura de las clases subalternas, tenía como trasfondo una profunda crítica de la cultura dominante, ligada a sus intereses políticos. En la Italia de su tiempo, en pleno ascenso del fascismo, la búsqueda de herramientas para comprender la cultura de los sectores subalternos constituía una necesidad política urgente. Particularmente para quien, como Gramsci, en un conflictivo contexto político, había logrado una profunda articulación entre teoría y praxis1.

Gramsci estaba convencido de que en cambio de estudiar el folklore como un elemento “pintoresco” -tal era el modo habitual de concebirlo- había que abordarlo entendiéndolo como “concepción del mundo y de la vida” de determinados sectores de la sociedad en contraposición con las concepciones “oficiales” del mundo. Dado que su propósito político era que las clases oprimidas rompieran las cadenas que las mantenían sujetas a la dominación y a la explotación, estaba particularmente preocupado por algunas dificultades que, desde su punto de vista, impedirían el ascenso del “pueblo” al poder. De allí su visión ambivalente sobre el sentido común de la clase trabajadora, concebido como “una concepción del mundo no elaborada y asistemática” (Gramsci, 1972: 488). Para Gramsci el conjunto de las clases subalternas e instrumentales de toda forma de sociedad, no pueden tener concepciones elaboradas, sistemáticas y coherentes, pues su desarrollo ha sido contradictorio y se ha producido siempre en condiciones de dominación. Él concebía el sentido común como:  “una aglomeración indigesta de fragmentos de todas las concepciones del mundo y de la vida que se han sucedido en la historia, de la mayor parte de los cuales no se encuentran documentos -mutilados y contaminados- más que en el folklore”(Gramsci: 1970: 489).

Pensaba que existía tanto una “religión del pueblo” como una “moral del pueblo”, que él entendía como un conjunto determinado de máximas de conducta práctica y de costumbres que se derivan de ellas, íntimamente relacionadas, como la superstición, con las creencias religiosas.

Aparece en Gramsci, al igual que en el conjunto de los debates sobre las culturas populares, el señalamiento de la existencia de estratos fosilizados que reflejan condiciones de vida pasadas y son por ello conservadores y reaccionarios, y otros que suponen una serie de innovaciones, a menudo creadoras y progresivas, determinadas espontáneamente por formas y condiciones de vida en proceso de desarrollo (Gramsci, 1970). Al igual que en el conjunto de los debates en relación a las culturas populares, en Gramsci aparece la tensión entre una valoración positiva de los sectores subalternos, sujetos que habrían de hacerse cargo de transformar el mundo y una perspectiva que ve en ellos a los portadores de concepciones del mundo “indigestas” que era preciso sustituir por concepciones más avanzadas que permitan producir una crítica de las condiciones de vida y dominación establecidas y cambiarlas.

Si bien en los escritos de Gramsci no aparecen observaciones específicas sobre las mujeres de sectores populares, sí aparecen preocupaciones relativas a la cuestión de la sexualidad2. Sus referencias a las dificultades que plantea el trazar una historia sistemática de los sectores subalternos contribuyen a iluminar la historia y las particularidades del sentido común de las mujeres de sectores populares, su cultura, sus adaptaciones y resistencias. En ambos casos, se trata de lo que el autor señala como una historia marcada por las discontinuidades y las rupturas.

Las clases subalternas en general, como las mujeres dentro de ellas- “más bien actúan por reacción a las iniciativas de la clase dominante” - hecho que es lógico dado que son éstas quienes concentran el saber/poder económico, político-, pero también, en el conflicto con la clase dominante, se constituyen (Gramsci, 1970). Es decir que las culturas populares no son un efecto pasivo de la reproducción social, sino de una lucha contra la imposición de hegemonía por parte de los sectores dominantes en la sociedad.

La perspectiva gramsciana ilumina de manera indirecta la situación de las mujeres. Si la historia de los sectores subalternos es fragmentaria, la de las mujeres lo es doblemente:

pareciera que las mujeres debiéramos caracterizar gramscianamente nuestra historia, sin embargo, su carácter episódico y fragmentario, como la de todo grupo social subalterno no habla de nuestra no historicidad sino de nuestra ausencia en el control del mercado simbólico. No somos las mujeres quienes hemos escrito la historia y la historia nos ha olvidado a través de la inevitable selección que toda memoria implica (Ciriza, 1993: 142s).

La Escuela Inglesa como un clásico

Hoggart y la cultura obrera en la sociedad de masas


El autor, un marxista nacido dentro de la propia clase obrera inglesa, analiza los procesos de cambio en la cultura de la clase alrededor de los años 50. Su análisis está atravesado por un ir hacia el pasado, allí donde se encuentra con su propia experiencia de esa cultura que fue campesina y se transformó en obrera, y un venir hacia su presente, que sin embargo, lo ubica en una posición particular: un estar dentro y fuera a la vez por haber desarrollado una formación intelectual.

El señalamiento de su propia posición es central en sus escritos, dado que es ésta la que permite algo que es para él un punto de partida básico para el estudio de la cultura obrera: “evitar el romanticismo en el que se cae al hablar del pueblo” (Hoggart, 1990: 25). Su planteo continúa en este sentido cuando señala, en relación a lo que él llama las “fantasías baratas” de ciertos escritores contemporáneos: “creo que habría que rechazar abiertamente estas caricaturas, ya que encierran cierta verdad en tono de burla” (Hoggart, 1990: 27). A la vez, tampoco le es posible colocarse por fuera del peligro pues:
la visión que un marxista de clase media tiene de la clase obrera a menudo incluye estos errores antes mencionados. Siente compasión por el obrero, traicionado y degradado, de cuyos errores culpa casi en su totalidad al aplastante sistema que lo controla… y, a menudo, el resultado es una actitud un tanto lastimera y paternalista (Hoggrat, R. 1990: 28).

Por tanto, él mismo, al escribir tuvo que reprimir el impulso de hacer parecer mucho más admirable lo antiguo que lo nuevo y de condenar esto último.

En relación a la pregunta que nos interesa –el lugar de las mujeres en las culturas populares-, no realiza un planteo específico, ni parece especialmente preocupado por la cuestión de las mujeres, en su descripción de la vida cotidiana, ideales y hábitos familiares de la clase obrera (en la cual la mayoría percibe un jornal y no un sueldo, algunos trabajan por cuenta propia, otros prestan servicios, la mayoría se educó hasta la “escuela elemental” menciona a los “muchachos y muchachas que realizan trabajos rutinarios en fábricas” (Hoggart,1999: 31) y hace una larga descripción del lugar de un “paisaje con figuras”, por el que desfilan la madre, las jóvenes, el padre, el vecindario, la vida diaria de la clase obrera tal como había discurrido en su infancia, en la Inglaterra de los años 30:

En muchos aspectos la vida del obrero es una vida agradable y buena, basada en el cuidado, el afecto, la sensación de grupo pequeño más que individual: es compleja y desordenada y, sin embargo, sobria. No es ridícula, ni caprichosa, ni ‘afeminada’ (SIC). El padre es  parte de la vida del hogar; no alguien que pasa la mayor parte del tiempo a cientos de kilómetros para ganar el dinero que permita seguir sosteniendo el nivel de vida. La madre es el centro del trabajo; siempre tiene mucho que hacer, y su mente gira casi exclusivamente alrededor de la vida del salón de estar (las recámaras son simplemente lugares para dormir). Su ‘única esperanza’, tal como dice, es que sus hijas e hijos encuentren un buen muchacho o una buena muchacha para que formen su propio hogar (Hoggart, 1990: 51).

A Hoggart le ha interesado la mayoría, las y los que toman la vida tal como viene, el sentido real de lo concreto en la clase trabajadora, sus costumbres cotidianas, lo espontáneo, y no tanto las personas politizadas. Esos y esas que, aún así se perciben como pertenecientes a un grupo (nosotros, por contrapartida a ellos). Es interesante en este punto la reflexión de Hoggart:

En Inglaterra las autoridades han actuado con mucha violencia, especialmente durante la primera mitad del siglo XIX, no obstante en este siglo “ellos” ya no tiene una connotación violenta. No es el “ellos” del proletariado de algunos países europeos, de la policía secreta, de la brutalidad manifiesta y de las desapariciones repentinas. Sin embargo existe, con cierta razón, el sentimiento entre la clase obrera de que a menudo están en desventaja; de que la ley está más bien en su contra y que pesa más sobre ellos que sobre otros grupos (Hoggart, 1990: 80).

‘Ellos y nosotros’, esta percepción primaria de que el mundo está dividido de esta manera, permite describir el modo particular en que se da la relación entre la clase obrera y ‘ellos’, “los que están arriba, la crema y nata, quienes… te multan, te mandan a la guerra, pueden más que tu” (Hoggart,R. , 1990: 79)3. La cuestión con las mujeres de sectores populares es que el modo como pesa esta distinción y separación entre “ellos” –en tanto que género sexual y clase que gozan de los privilegios de la dominación- y ‘nosotras’ en tanto género y clase subordinados, no es en absoluto clara, por el mismo hecho de que la pertenencia de clase puede tender a acentuar u ocultar la dominación masculina intraclasista tras la naturalización de los destinos de mujer propios de la clase.

Un elemento más en el que Hoggart se aproxima a Gramsci es su cuidado en la relación entre lo viejo y lo nuevo. El autor señala que no puede trazarse una estricta división entre actitudes ‘nuevas’ y ‘viejas’, y en este sentido, afirma que: no es que una generación atrás había en Inglaterra una cultura urbana ‘auténticamente popular’, que en la actualidad ha sido sustituida por una cultura urbana de masas, sino que los estímulos de quienes controlan los medios masivos de comunicación son ahora, por muchas razones, más insistentes, eficaces, globales y centralizados que antes; que estamos yendo hacia la creación de una cultura de masas; que los residuos de lo que era, por lo menos parcialmente, una cultura urbana popular, están siendo destruidos; y que la nueva cultura urbana de masas es en muchos aspectos menos sana que la cultura primitiva a la que intenta reemplazar (Hoggart: 1990: 34).

Si bien no se puede afirmar que haya en Hoggart una contraposición maniquea entre cultura popular y cultura de masas, donde la cultura popular es el bien absoluto y la cultura de masas la total negatividad, el autor inglés tiene claro que el proceso de sustitución que estaba teniendo lugar en los años `50 se producía de un modo conflictivo.

Thompson y la formación de la clase obrera inglesa


Otro de los marxistas de relevancia en la producción de conocimiento en relación a la clase trabajadora inglesa, Edward Thompson, destaca el carácter histórico del proceso  empleando el término ‘formación’ de la clase obrera, una formación que él entiende como un proceso activo. A su vez, considera que lo apropiado es el uso de ‘clase’ en lugar de ‘clases’, y por ésta entiende “un fenómeno histórico que unifica una serie de sucesos dispares aparentemente, tanto por que se refiere a la materia prima de la experiencia, como a la conciencia” (Thompson, 1989: 64). Mientras destaca que no ve a la clase como una ‘estructura’ ni como una categoría, sino como algo que tiene lugar de hecho en las relaciones humanas –también históricas- siempre encarnadas en gente real y en un contexto real.

La conciencia de clase es, para él, “la forma en que se expresan estas experiencias en términos culturales: encarnadas en tradiciones, sistemas de valores, ideas y formas institucionales” (Thompson, 1989: 65)

Thompson plantea sus estudios en torno del tema central de la costumbre, tal como se expresaba en la cultura de los trabajadores del siglo XVIII y bien entrado el XIX en debate con el ‘reformismo’. Los reformistas pensaban que se podía impulsar una reforma de la ‘cultura popular’ desde arriba, desplazando la transmisión oral por el conocimiento de las letras, sobre la base del supuesto de que la ilustración se filtraba de las clases superiores a las subordinadas. Para Thompson los plebeyos presentaban una “resistencia empecinada y se creaba una distancia profunda entre la cultura de los patricios y la de los plebeyos”, al tiempo que señala al folclore como la tradición que surge con el afán de “inspeccionar la pequeña tradición de los plebeyos, tomar nota de sus extrañas prácticas y rituales” (Thompson,1990:13). Por tanto, “desde su mismo origen, el folklore llevó consigo esta sensación de distanciamiento condescendiente, de subordinación y de las costumbres como reliquias” (Thompson: 1990: 14).

Como en un juego de polaridades, Thompson señala que si bien esas costumbres podían calificarse de ‘visibles’, cuando la cultura plebeya se hizo más opaca a la inspección de las clases altas, también otras costumbres se hicieron menos visibles, resultando sintomático de la disociación –difícil de no leer en términos clasistas- entre las culturas patricia y plebeya.

Mientras que la palabra ‘tradición’ sugería una permanencia fija, la ‘costumbre’ –al referir al uso, la práctica o el derecho exigido- estaba en constante flujo y se planteaba como un campo de contienda en el que intereses opuestos hacían reclamaciones contrarias. Es centralmente por este motivo que Thompson plantea la necesidad de tener cuidado con las generalizaciones al hablar de ‘cultura popular’ (Thompson, 1990: 19). Uno de los aportes fundamentales de Thompson es su rechazo de las visiones demasiado consensuales, dado que para el historiador británico
 una cultura también es un fondo de recursos diversos en el cual el tráfico tiene lugar entre lo escrito y lo oral, lo superior y lo subordinado, el pueblo y la metrópoli: es una palestra de elementos conflictivos que requiere un poco de presión para cobrar forma de ‘sistema’ –e incluso el uso del término cultura- con su agradable invocación de consenso, puede servir para distraer la atención de las contradicciones sociales, de las fracturas y las oposiciones dentro del conjunto (Thompson, 1990: 19).

Su interés tiene que ver con que la cultura plebeya se convierta en un concepto más concreto y utilizable, situada en un equilibrio determinado de relaciones sociales, un entorno laboral de explotación y resistencia a la explotación, de relaciones de poder que se ocultan detrás de los rituales del paternalismo.

Dentro de este mismo trazado de ambivalencias en el que Thompson ubica a la cultura popular en relación con la cultura de la clase dominante, señala como una de las paradojas características de este siglo el tener “una cultura tradicional rebelde y una cultura conservadora de la plebe que se resiste, en nombre de la costumbre, a las racionalizaciones e innovaciones económicas que pretenden imponer los gobernantes, los comerciantes o los patronos” (Thompson, 1990: 22). El historiador inglés retoma a Grasmsci en su señalamiento de la existencia del contraste entre una ‘moralidad popular’ de la tradición folclórica y la ‘moralidad oficial’, y una conciencia contradictoria del  ‘hombre en la masa’: una de praxis y otra ‘heredada del pasado sin espíritu crítico’, para subrayar su visión respecto de la cultura popular como centralmente ambivalente y más que ‘tradicional’, picaresca.

Por último, nos interesa tomar de este autor inglés la advertencia respecto de que no deberíamos olvidar que ‘cultura’ es un término agrupador que junta en un solo conjunto tanto actividades y atributos como ritos, formas simbólicas, elementos culturales de la hegemonía, transmisión de la costumbre y su evolución dentro de formas históricas específicas, de relaciones de trabajo y sociales, que merecen ser analizados con más cuidado. También, la idea de que tras el término cultura existen tensiones y conflictos, a contrapelo de la forma en la cual esta idea ha sido asumida en los últimos años.

La contribución de Thompson incluye un planteo interesante en lo relativo a las dificultades que encierra el ser mujer y el hallarse ubicada en posiciones subalternas. Señala a propósito de Mary Wollstonecraft:

Ella creía que ‘la mente no tiene sexo’, se medía como una igual en la república del intelecto. Pero desde otro punto de vista, a Wollstonecraft se le recordaba con cada hecho de la naturaleza y la sociedad que era una mujer (Thompson, 2000: 89).

La tensión señalada por Thompson, claramente ejemplificada en las dificultades para tratar la vida y la obra de Mary Wollstonecraft repite cuando se trata de trabajar en el campo de problemática en el que se
cruzan género y clase social.

Raymond Williams: la materialidad de la cultura y la persistencia de lo residual


La pertenencia de Raymond Williams a la Escuela de Birmingham –caracterizada por su posición crítica respecto de los análisis tradicionales de la cultura- lo coloca en un lugar de originalidad sobre el cual resulta importante hacer algunas puntuaciones. El enfoque establecido por la academia soviética sobre la cultura, estableció la idea de la determinación mecánica de la superestructura por la base. La cultura cada vez más tiende a ser concebida como mero reflejo.

Williams piensa que la historia y la cultura son procesos mucho más densos y complejos de lo que a menudo suponemos. Señala la convivencia de elementos arcaicos, residuales y emergentes que, en cada momento y situación específicos, establecen los límites y presiones para la producción  cultural. Esta resulta una herramienta interesante para pensar la convivencia de estos elementos en la cultura de las mujeres de sectores populares, así como también las tensiones que derivan de las relaciones con la clase dominante y con los discursos patriarcales, que tienden a sostener significaciones arcaicas o residuales respectos de las mujeres y sus roles.

Williams se propone repensar las relaciones entre condiciones materiales de existencia y formas culturales, retomando el célebre aserto de Marx según el cual “el ser social determina la conciencia” (Williams, 1980: 93).
Si se toma la utilización de “superestructura” entendida como toda la “ideología” de la clase, es decir, como su ‘forma de conciencia’, y sus modos constitutivos de comprenderse dentro del mundo, es posible, según plantea Williams, considerar la emergencia de tres sentidos:

a) Las formas legales y políticas que expresan verdaderas relaciones de producción existentes; b) las formas de conciencia que expresan una particular concepción clasista del mundo; c) un proceso en el cual, respecto de toda una serie de actividades, los hombres tomen conciencia de un conflicto económico fundamental y lo combatan. Estos tres sentidos plantean, a su vez para el autor, dirigir la atención hacia: a) las instituciones; b) las formas de conciencia; c) las prácticas políticas y culturales (Williams, 1980: 94).

Para el inglés resulta irónico recordar que la fuerza de la crítica originaria de Marx se hubiera dirigido principalmente contra la separación de las ‘áreas’ de pensamiento y actividad (como en la separación de conciencia y producción material) y contra la evacuación consiguiente del contenido específico –las verdaderas actividades humanas-  por la imposición de categorías abstractas. Por lo tanto, “la abstracción habitual de ‘la base’ y ‘la superestructura’ es la persistencia radical de los modos de pensamiento que él atacaba” (Williams, 1980: 97).

El autor plantea que, de acuerdo con la concepción materialista de la historia, el último elemento determinante es la producción y reproducción de la vida real: “la situación económica es la base, pero los numerosos elementos de la superestructura también ejercen su influencia sobre el curso de las luchas históricas y en muchos casos prevalecen en la determinación de la forma que asumen” (Williams, 1980: 98). Esto, resulta para el autor, “un reconocimiento fundamental de las complejidades verdaderas y metodológicas de particular importancia en relación con la idea ‘determinación’, que pondrá en discusión en relación con el problema decisivo de la conciencia considerada como ‘reflejo’ o ‘reflexión’” (Williams: 1980: 99).

Williams, de la misma manera que Thompson acentúa la importancia de pensar la cultura de los sectores populares como profundamente articulada a las condiciones materiales de existencia, a los intereses y conflictos surgidos de la lucha política en el terreno mismo de la historia, a la vez que proporciona elementos para pensar los nexos entre pasado y presente, las secretas continuidades que sostienen en el presente formas por así decir ‘residuales’ de consideración del lugar de las mujeres en la sociedad.

Stuart Hall y la deconstrucción de ‘lo popular’


De este autor, además de sus consideraciones generales en torno de ‘lo popular’ y de lo que se entiende por ‘cultura’, nos interesan particularmente algunas de sus observaciones en relación a la prensa.

Stuart Hall plantea que la lucha en torno de la ‘cultura del pueblo’ se inicia durante la larga transición hacia el capitalismo agrario y continúa durante la formación y evolución del capitalismo. Señala en relación a este asunto que:

El capital tenía interés en la cultura de las clases populares porque la constitución de todo un orden social nuevo alrededor del capital requería de un proceso de reeducación, y en la tradición popular estaba uno de los principales focos de resistencia a las formas por medio de las cuales se pretendía llevar a término esta ‘reforma’ del pueblo (Hall, 1984: 94)

Para Hall escribir seriamente la historia de la cultura popular supone atender a la monopolización de las industrias culturales, a los efectos de las revoluciones tecnológicas y a la constante relación que los sectores populares tienen con las instituciones de la producción cultural dominante (Hall, 1984: 99).

Si los estudios sobre las culturas populares han oscilado de uno a otro extremo del eje contención / resistencia, Hall señalará que “no existe ningún estrato independiente, autónomo, ‘auténtico’ de cultura de la clase obrera” (Hall, 1984: 96). Propone pensar el lugar de la prensa planteando la existencia de desplazamientos y superposiciones que muestran que la inserción activa y en masa de un público obrero, desarrollado y maduro, en un nuevo tipo de prensa comercial y popular, supone una reconstitución de las relaciones políticas y culturales entre la clase dominante y la clase dominada. Del mismo modo que durante el siglo XIX se produjeron una serie de procesos de cambio en relación a la construcción de un público y una prensa destinada a las clases populares, la cuestión de las mujeres ha requerido también de procesos conflictivos y tensiones, de estrategias para la reconstitución de relaciones culturales de dominación, una vez resquebrajado el sentido común que establecía un destino ‘natural’ para las mujeres, sobre todo las de sectores populares.

Entre los años `30 y los años ’60, las madres de clase obrera, tal como Hoggart señalara en su libro, eran el centro de la vida del hogar (Hoggart, 1994). Las mujeres se habían convertido en público de los novelines, relatos impregnados de sentimentalismo romántico. Como señala Sarlo: “…la novela semanal (o la entrega) llegaba a una joven, ésta la circulaba entre hermanas y amigas del barrio, pero también entre los varones, ya que el sentimentalismo del cine y la canción popular, era aceptado por ambos sexos” (Sarlo, 1985: 27s.). Es compleja la relación entre las formas de dominación cultural dirigidas a los sectores populares y aquellas que involucran a las mujeres de sectores subalternos.

Por otra parte, el autor realiza un recorrido por la significación del adjetivo ‘popular’, y distingue tres sentidos: el primero más bien se corresponde con la definición de ‘mercado’: algo es popular porque masas de personas lo escuchan, lo compran, lo leen, lo consumen y se lo asocia -acertadamente para Hall- con la manipulación y el envilecimiento de la cultura del pueblo. Este modo de ver ‘lo popular’ supone un concepto del pueblo como fuerza puramente pasiva y no puede sobrevivir mucho tiempo como explicación de las relaciones culturales (Hall, 1984: 100). Desde su punto de vista:

No hay ninguna cultura popular autónoma, auténtica, que esté fuera del campo de fuerza de las relaciones de poder cultural y dominación. El estudio de la cultura popular oscila constantemente entre dos polos … ‘autonomía’ pura o encapsulamiento total: la dominación cultural surte efectos reales, aunque estos no sean omnipotentes ni exhaustivos, pero lo que se da es una lucha continua y necesariamente irregular y desigual, en una dialéctica que plantea tanto puntos de resistencia como momentos de inhibición (Hall, 1984: 100).

Respecto de la segunda definición de popular, que señala que la cultura popular son todas aquellas cosas que el pueblo hace o ha hecho, encuentra dos dificultades: una es que virtualmente, cualquier cosa que ‘el pueblo’ haya hecho alguna vez, tiene cabida en la lista y el problema estriba en cómo distinguir esta lista infinita de lo que no es la cultura popular. Es entonces que el autor se queda con una tercera definición de lo ‘popular’ que contempla aquellas formas y actividades cuyas raíces estén en las condiciones sociales y materiales de determinadas clases; que hayan quedado incorporadas a sus tradiciones y prácticas (Hall, 1984: 103).

Hall plantea que los términos ‘clase’ y ‘popular’ están profundamente relacionados pero no son absolutamente intercambiables y que el término ‘popular’ indica esta relación un tanto desplazada entre la cultura y la clase. Más exactamente, alude a esa alianza de clases y fuerzas que constituyen las clases populares, a las que se opone, no una clase entera, sino esa alianza particular que conforma el bloque en el poder. La cultura popular es uno de los escenarios de esta lucha a favor y en contra de una cultura de los poderosos, también es el ruedo del consentimiento y la resistencia, el sitio donde la hegemonía surge y se afianza y uno de los lugares donde podría producirse una transformación de las relaciones de dominación de clase, etnia y género. 

El terreno de la cultura es pues un terreno desigual, más de conflictos y tensiones que de acuerdos y consensos, un terreno inapresable de experiencias que a menudo los sujetos de sectores populares no escriben por sí mismos. Entre la experiencia y su escritura, entre aquello que alcanza el estatuto digno de memoria y lo vivido, entre la forma como la prensa dice sobre los sujetos populares y sus historia efectivas y sus prácticas, hay una distancia que está dada, tal como Hall señala, por el desarrollo de los medios técnicos, la educación, las instituciones, las formas legales y políticas.

Escribir la experiencia de los sectores populares: Michel de Certeau y la belleza del muerto


De Certeau relaciona la escritura de la historia con un gesto de dominio, como un texto que se escribe sobre el cuerpo del otro (lo diferente, lo exótico, el pasado). En este sentido se podría tomar su punto de vista  para pensar la historiografía (en cuanto una práctica de escritura que implica un ejercicio de violencia respecto del pasado) como  una herramienta para pensar la escritura del cuerpo y las vidas de las mujeres.

De Certeau toma herramientas del campo del psicoanálisis,  y la deconstrucción derrideana y a partir de ellas  señala que  se han producido una serie de oposiciones metafísicas  que  tienen como referencia un sentido, por así decir, originario.  En la historiografía occidental ve una operación de ruptura que separa al sujeto de la enunciación (deseo de escritura) y al objeto del enunciado (cuerpo escrito). El otro (la otra) no es sino una página en blanco donde se escribe el deseo y la voluntad de poder occidental, clasista, etnocéntrica y patriarcal, agregaríamos nosotras. El objeto (de conocimiento) se vuelve una invención del sujeto donde éste inscribe su deseo, su voluntad y sus fantasmas.

Para de Certeau cuando se trata del estudio de las culturas populares ‘en el comienzo hay un muerto’, en el sentido de que un asunto se convierte en un tema de investigación una vez censurada su peligrosidad social. Es decir: el acercamiento hacia la cultura de los sectores populares (y de las mujeres de sectores populares) no se produce sin la búsqueda, más o menos activa, de su domesticación.

En relación con la pregunta que nos hacíamos al inicio por el lugar de las mujeres en las culturas populares, resulta iluminador el modo en que De Certeau plantea la idealización de lo ‘popular’, en la que es  tanto más fácil caer cuanto más se realiza en forma de monólogo. Sostenemos,  desde una anticipación de sentido fuerte, que en relación a las mujeres de sectores populares se produce una idealización que no sólo se alinea con las idealizaciones de las mujeres en general, construida en base a estereotipos, sino que se   suma a la que les cabe por su pertenencia de clase.

Es interesante retomar una de las observaciones del autor respecto de la idea, a menudo sostenida desde estudiosos ilustrados, según la cual el pueblo es un niño que hay que preservar en su pureza original, resguardándolo de las malas lecturas. De Certeau señala como un obstáculo para el estudio de las culturas populares ese “culto castrador librado a un pueblo que queda constituido de allí en más como objeto de ciencia” (De Certeau, 1999: 52). Si es verdad que las mujeres no han sido objeto de estudio ni de culto alguno, sin embargo, a la manera de los sectores populares, son ‘lo otro’, en general infantilizadas por las clases dominantes, y consideradas recurrentemente como necesitadas de tutela.

Las operaciones de infantilización recorren, desde nuestro punto de vista un doble carril: por una parte el de la clase, por la otra, el del género sexual. La representación de las mujeres en general (y las de sectores populares en particular) en tanto que madres, no presentaría por sí sola dificultad, si no se tratara de un elemento tan ligado a la idea de naturalización y obligatoriedad. Tampoco lo sería si no se vinculara a la idea de tutela sobre la posibilidad de decidir en forma autónoma sobre el propio cuerpo y las capacidades reproductivas. Los discursos infantilizantes tienden a mostrar a las mujeres como niñas incapaces de tomar decisiones propias. Se señala su ‘desobediencia’ cuando osan encarnar otros papeles que los prescriptos, o jugar roles en espacios diferentes del privado, considerado habitualmente como el propio de las mujeres.

El mito del ‘origen perdido’ es otra figura que nos resulta útil en la procura de una lectura respecto del lugar de las mujeres en las culturas populares.

De Certeau lo señala en relación al supuesto que presentaba al pueblo como el lugar que habita un Dios pobre en el cual la sabiduría interior se transformaba a sí misma”4 (De Certeau, M. 1999: 57). Lo ‘perdido’ del origen de las mujeres de sectores populares, estaría ligado a este ‘morder la manzana’ que implicaría la lucha por sus derechos, su constitución como sujetos público, la puesta en crisis de los estereotipos pasivisantes o de las identificaciones masivas entre feminidad y alguna forma de naturaleza (¿biología?) que prescribiría desde siempre sus destinos (de Beauvoir, 1999: 35-59).

“La representación rígida e impuesta desde lo alto que brindaban de la sociedad en el pasado, libros y almanaques”, podría considerarse semejante a la rigidez en las representaciones respecto de las mujeres en nuestra sociedad, podría revelar muy bien “la mirada lanzada por el otro sobre una sociedad –con sus mujeres- que se construye sobre el silencio y la exclusión del otro” (De Certeau, M. 1999: 62).

Para De Certeau el poder escriturario no sólo demarca la distancia entre el antiguo régimen y la modernidad ilustrada, sino que la escritura funciona, en el capitalismo, como una herramienta de producción: "Aquí… Robinson ilustra una condición: el sujeto de la escritura es el amo; el trabajador en posesión de una herramienta que no es el lenguaje será Viernes" (De Certeau: 1996: 152). Toda una provocación para pensar el ejercicio de escritura de la prensa gráfica sobre los cuerpos de las mujeres de sectores populares.

Como ha señalado el historiador italiano Carlo Ginzburg, quien busca en el relato del molinero  Menochio las huellas de las creencias de los sectores subalternos, esos por los cuales las ciencias sociales y las humanidades en general, han manifestado hasta no hace demasiado tiempo, tan escaso interés. Aquellos y aquellas que han sido los brazos ejecutores de la orden de otras cabezas poderosas no han sido tenidos en cuenta, de allí que Ginzburg tome  como protagonista de su relato a Menochio,  con el objeto de  reconstruir un fragmento de lo que se ha dado en llamar ‘cultura de las clases subalternas’ o ‘culturas populares’.

Ginzburg señala que la dificultad con la cultura de los sectores populares es que “aún hoy la cultura de las clases subalternas es una cultura oral en su mayor parte” (Ginzburg, 1981: 11). Hasta no hace mucho tiempo los sectores populares (y aún menos las mujeres de estos sectores) no tenían acceso a la escritura. La oralidad  ha sido y es hoy aún, un componente central de su cultura: sus creencias y esperanzas, sus experiencias históricas y vitales, nos llegan de modo triplemente indirecto: las fuentes escritas, cuando las hay, lo son por representantes de la cultura dominante y por varones, de modo que se tornan por demás ‘deformantes’.

Consideraciones Finales


Existen temas que durante mucho tiempo han sido objeto de actos de censura, condenados a la oscuridad de lo innominado debido a la ceguera implícita en el acto de recortar inadvertidamente los objetos desde un punto de vista particular. A ello se suma el forzamiento sobre las prácticas y experiencias en el intento de hacerlos entrar en el molde de las palabras.

El terreno de lo popular, es un espacio de relaciones complejas y mediadas, en el que las condiciones materiales de existencia se imponen como la base de la construcción de la cultura. Se trata de una relación mucho más compleja que una mera determinación mecánica de una por la otra, pues lo popular se juega como un espacio delimitado por las relaciones de poder marcadas por la dominación y la subordinación. Lo popular es, entonces, el lugar donde habita lo subordinado, el lugar que ocupa lo ‘otro’. Es por esto que al inicio del trabajo distinguíamos el que habitan las mujeres de sectores populares, como un espacio de articulación de al menos dos subordinaciones: la de clase y la de género, que las sitúa en la posición de las ‘otras’ de los ‘otros’. Una tercera subordinación es la ligada a la etnia. Sabemos que tanto en nuestro país (Argentina) como en el resto de Latinoamérica y del mundo, la subordinación de clase coincide bastante ampliamente con la étnica. Las experiencias de clase, etnia y género se halla indisolublemente ligada. Se es una mujer negra de sectores populares y ello marca el cuerpo y la vida.

Sin embargo, la puesta en discurso de esta vivencia singular tropieza con dificultades. A menudo la visibilización de la clase obtura la del género. El acento en la particularidad de la experiencia en tanto mujer, o lesbiana, o negra, borronea su inscripción en la estructura de clases de la sociedad, hace ininteligibles las relaciones de dominación.

Si en un principio se buscó en las culturas populares el lugar incontaminado representado por el ‘pueblo’ o por la ‘clase obrera’, hoy es difícil determinar un espacio donde lo popular se encuentre.

Al efecto de disolución de las desigualdades, transmutadas por la industria cultural de masas en simples diferencias a celebrar o ‘respetar’, se ha sumado un proceso de despolitización de la sociedad que restringe las posibilidades de nombrar en sentido crítico lo popular, oscurecido el horizonte de construcción de una alternativa a la sociedad tardo-capitalista actualmente existente. Si el horizonte de Hall cuando escribía su artículo sobre culturas populares era el de construcción de una sociedad socialista, el actual es mucho menos nítido.

Bajo las actuales condiciones parece bastante más sencillo poner palabras a la diferencia entre los géneros. Sin embargo, la dificultad repite cuando se trata de mujeres de sectores populares. Ellas, son dichas por el discurso de la prensa. Recurre entonces el dilema: cómo se escribe sobre lo ‘otro’, sobre las ‘otras’, cómo es posible evitar el acto de violencia que implica escribir sobre esas otras cuyos mundos están fuertemente marcados por la oralidad, por la subordinación clasista, por la dominación patriarcal, por la subalternización étnica. Cómo se arroja luz sobre la cultura de las mujeres de sectores populares sin hablar por esas otras a la manera del ventrílocuo.

De lo que se trata, desde una punto de vista feminista, es de disputar el sentido que el nombrar lo popular tiene en relación a la especificidad de las mujeres en el propio terreno de la escritura como posibilidad de aprehensión compleja de la experiencia, sin escribir sobre los cuerpos de las mujeres, sin hablar en lugar de sus voces. Un desafío presente en el punto de partida, en la dificultad para la teorización, a la vez que un horizonte.


Referencias

1 Muchos autores coinciden en señalar que el núcleo de las preocupaciones gramscianas estaba vinculado precisamente a la derrota de la esperada revolución Europea de los años 20 y al ascenso del fascismo. El problema reside en que allí donde el poder de la clase dominante no sólo se sostiene en el estado, sino que descansa sobre una sociedad civil avanzada y compleja, el movimiento revolucionario no puede triunfar mediante un ataque directo al aparato estatal (guerra de movimiento), como había sucedido durante la revolución rusa, sino en la medida en que haya conquistado las “trincheras” de la sociedad civil (guerra de posiciones) (Anderson, 1979, pp. 35-63).

2 Se trata de dos textos muy breves: “Algunos aspectos de la cuestión sexual”, donde señala lo que considera los “peligros ocasionados por esta obsesión”. Para Gramsci todos los autores que ponen en primera línea la cuestión sexual. El otro escrito se titula “Feminismo y machismo” y es en realidad un comentario de Fragmento de la recensión que Pietro Tonelli publicó del libro de Anthony M. Ludovici, Woman. A vindication (Gramsci, 2008a, 2008b).

3 Hoggart destina un capítulo a la descripción de la relación entre la clase obrera y ‘ellos’ (los que mandan). Cfr. el C. III, (Hoggart, R. 1990. C. III: 79-100).

4 El autor analiza el espíritu didáctico, la voluntad de ‘educar al pueblo’, presente en los almanaques, en la ‘literatura de cordel’ (en una Francia todavía analfabeta en un 60 por ciento (80 por ciento en 1685). Un inconfesado tutelaje implícito en la relación entre la cultura letrada y la cultura popular: un escritor profesional que procura interpretar los gustos y necesidades del pueblo, al borde del límite sutil entre saber ver cuáles son este gusto y esta necesidad, y proyectar desde los propios habitus de clase, lo que se cree, son o debieran ser este gusto y esta necesidad de ‘ser instruido’ por parte del pueblo. Los almanaques, captaban, según De Certeau, el interés del pueblo por ‘ser instruido’. Queda explicitada la interpretación de la clase dominante respecto de la cultura del ‘pueblo’, el pueblo como un niño a quien debe suministrársele sólo aquello que esté a la altura de su ‘comprensión’. Las clases dominantes arrogándose y ejerciendo el poder de determinar qué es necesario conocer y de qué modo, para combatir qué aspectos de su moral no aprobados por la cultura de la cultura letrada. Respecto de las mujeres de sectores populares, nos preguntamos cuál se supone son sus gustos, qué se conoce de ellos, qué conocimientos se ponen en circulación en relación a ellas, cuáles son creados y transmitidos entre ellas, desde qué parámetros morales se determina cuáles son sus necesidades. De manera recurrente, se trata de advertir los peligros de la interpretación del ser, vivir, sentir y desear del otro, de la otra. Otros y otras que son hablados, las más de las veces, por otras y otros. Otros y otras marcados por la oralidad que condena sus dichos, su experiencia y su historia, al desdibujamiento de aquello que se escribe sobre la arena, de las palabras arrojadas al viento, nunca recogidas en negro sobre blanco.


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Renata Piola

La autora es licenciada en Comunicación Social por la Universidad Nacional de Cuyo.

Integra la Unidad Sociedad, Política  y Género (INCIHUSA- CCT, CONICET, Mendoza.) y es alumna del Doctorado en Ciencias Sociales de la Facultad  de Ciencias Sociales de la UBA. Es becaria del CONICET y forma parte del proyecto de investigación: “Género, política y memoria: Notas sobre genealogías y tradiciones políticas de los sectores subalternos y las mujeres. Perspectivas desde América Latina” (Consejo de Investigaciones de la Universidad Nacional de Cuyo).

 

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