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Por Arnulfo Eduardo Velasco
Número 28
El arte cinematográfico
es una forma particular de creatividad, muy anclada en la tecnología
y en el desarrollo científico, y que sin embargo ha logrado,
en su tiempo de existir, obtener las cartas de nobleza necesarias
para ser aceptado por todos los interesados en la creatividad humana.
Todo acercamiento a cualquier forma
de expresión conviene iniciarlo con una serie de consideraciones
básicas de tipo formal y metodológico. Sobre todo
si, pretendemos fincar nuestra visión sobre una concepción
en la cual se combina una metodología de origen semiótico
con una posición sociológica en la cual se privilegia
el estudio de la ideología. Desde esta postura es indispensable
partir de definiciones más o menos estrictas que nos permitan
establecer con claridad el alcance de nuestros propósitos
como analistas del hecho fílmico.
La primera pregunta básica
es, por supuesto, ¿qué cosa se entiende con la palabra
"cine"? ¿Cómo entendemos y cómo utilizamos
ese término y en concreto qué estamos nombrando y
definiendo con él? Partiendo de la idea de que es fundamental
definir los términos antes de iniciar cualquier tipo de discusión,
nos conviene comenzar analizando las palabras mismas utilizados
para nombrar a este medio de comunicación. El término
técnico "cinematógrafo" está compuesto
de las raíces griegas "kínema, -atos", movimiento,
de "kineo", mover, y "grapho", dibujar (Moliner,
1984). Desde esta etimología se percibe que el concepto de
movimiento es un hecho básico de la concepción misma
de lo cinematográfico, y sirve como una posible definición
básica de esta forma de expresión. El "cine",
como se le conoce popularmente, es una forma de creatividad basada
en la posibilidad de producir un efecto de imágenes en movimiento.
En inglés esto resulta todavía más evidente,
pues el término de uso común para referirse a este
género, "movies", implica en sí mismo y
en forma evidente para el angloparlante la idea del movimiento.
Por su parte, otras expresiones
utilizadas a menudo en relación a este género, como
"cinta", "filme" o "película"
connotan la toma de conciencia del soporte físico tradicionalmente
utilizado por esta forma de expresión, habitualmente conformado
por una serie de fotogramas impresos sobre una cinta transparente
(originalmente de celuloide) a través de la cual se hace
pasar un haz de luz que permite la proyección de esos fotogramas
en una pantalla.
Actualmente existen nuevas tecnologías
que amenazan con volver obsoleto este sistema tradicional de proyección
(sobre todo con el uso de cintas magnéticas y discos cuyo
registro es leído por medio de un rayo láser), pero
de cualquier forma nos seguimos refiriendo a las obras concretas
del arte cinematográfico con los nombres de película,
cinta o filme (este último término, de origen inglés,
está sin embargo incluido en el Diccionario de la lengua
española de la Real Academia3
).
Como a menudo ocurre, la etimología
nos da así una primera base de conocimiento del hecho que
estamos tratando de entender. Por supuesto, más importantes
que las palabras utilizadas para definir esta forma de expresión
son los hechos de su desarrollo histórico y los procesos
sociológicos que determinan su relación con nosotros
como seres humanos. Sin embargo, tenemos ya una serie de ideas básicas
para iniciar, referidas tanto al hecho de la simulación del
movimiento del arte cinematográfico como a las formas tecnológicas
que le dieron origen y permitieron su existencia.
Por otro lado, el cine es, de entre
todas las artes, probablemente la que tiene el mayor nivel de aceptación
popular. Incluso ésta ha sido una de las razones principales
que han llevado a ciertas personas a negarle su categoría
de arte. A la vista de la gran cantidad de productos puramente comerciales
que se le ofrecen al consumidor en la cartelera, muchos de los cuales
debemos reconocer están muy alejados de cualquier tipo de
calidad artística, es natural que algunos espectadores hastiados
se pregunten dónde se encuentra la pretensión artística
en esta forma de expresión.
Sin embargo, y al lado de este hecho
evidente, tenemos también el testimonio de una serie de grandes
obras cinematográficas que se ubican a nivel de las más
grandes obras artísticas producto de nuestro siglo XX. Resultaría
imbécil intentar negar el valor de estos productos, cintas
de la calidad del Citizen Kane de Orson Welles, El acorazado
Potiomkin de Serge Eisenstein, La Grande illusion de
Jean Renoir, Intollerance de Griffith, Los siete samurais
de Akira Kurosawa y un largo etcétera. Por supuesto,
las películas mencionadas no pretenden ser, desde nuestro
punto de vista, las mejores que se han filmado, pero indudablemente
se trata de obras que han demostrado, a pesar del paso del tiempo
y de algunos absurdos intentos revisionistas (siempre existen críticos
que intentan sustentar su prestigio en negar la calidad de las grandes
obras), ser lo que habitualmente llamamos "obras de arte",
al mismo nivel que productos surgidos de otras formas de expresión.
De todo ello se deriva la constatación
que la expresión "arte cinematográfico",
de la cual partimos y hacia la cual se refiere toda nuestra reflexión,
tiene un significado y una razón de ser particular. El arte
cinematográfico es una forma particular de creatividad, muy
anclada en la tecnología y en el desarrollo científico,
y que sin embargo ha logrado, en su tiempo de existir, obtener las
cartas de nobleza necesarias para ser aceptado por todos los interesados
en la creatividad humana.
Por otro lado y como todos sabemos
(si alguien no lo sabe vive en otro planeta, pues el hecho se comentó
en los medios de comunicación hasta la saciedad) el cine
cumplió a finales del siglo XX sus cien años de existencia.
Consecuencia de ello es la ya enorme cantidad de películas
que, en este siglo de existencia de lo cinematográfico, han
sido producidas a todo lo ancho de este mundo nuestro. Lo cual significa,
entre otras cosas, que el cine, a causa del uso, el abuso y la costumbre,
ha terminado por convertirse en algo totalmente integrado en nuestro
paisaje cotidiano, un elemento tan inscrito en nuestra realidad
que incluso por momentos perdemos total conciencia de su estar allí.
Simplemente lo consumimos, sin plantearnos
interrogante alguno sobre su razón de ser y su influencia
sobre nosotros.
Estamos tan acostumbrados a las formas de la comunicación
cinematográfica que la mayoría de nosotros hemos llegado
a perder total conciencia de hasta qué punto se trata de
procesos artificiales, totalmente ajenos a la realidad cotidiana.
El cine es, quizá más que otras formas de arte, una
maravillosa mentira. Ciertamente puede servir para comunicar ciertas
formas de verdad, pero nunca debemos llegar hasta el punto de olvidar
que lo visto en una pantalla (cinematográfica o de televisión,
para el caso es lo mismo), no es la realidad misma, sino una sofisticada
representación de la misma. Todos recordamos la famosa frase
de Jean-Luc Godard, quien afirmaba que el cine es "la verdad
veinticuatro cuadros por segundo", pero también la respuesta
que dio otro realizador, Stanley Donen, quien afirmó que
el cine era "una mentira veinticuatro cuadros por segundo".
En este debate resulta evidente que Godard y Donen se están,
en realidad, refiriendo a dos cosas diferentes. Para el realizador
francés se trata de señalar la profunda "verdad"
que existe en el concepto mismo de arte, una verdad que incluso
trasciende a la realidad misma, tal como la conocemos, y que, como
en toda forma creativa, es mucho más funcional y satisfactoria
que la caótica realidad vivida. En cambio, Donen se refiere
a la fundamental artificialidad del hecho fílmico, a la diferencia
fundamental que existe entre el mundo real y el universo recreado
por el arte. La propuesta de Magritte de recordarle al espectador
que la imagen pintada de una pipa no es una pipa en realidad, tiene
también su aplicación en lo cinematográfico,
pues una pipa vista en una película es también simplemente
una imagen de una pipa y no es posible tocarla o utilizarla para
fumar en ella.
Por otro lado, el cine parte de
una artificialidad esencial y definitoria. Lo que vemos, aparentemente,
en la pantalla es una sucesión de imágenes en movimiento.
Pero ese movimiento es una falsedad en sí mismo, pues como
todos sabemos las imágenes cinematográficas son en
realidad una serie de imágenes fijas. El cine deriva su efectividad
de un defecto o característica de nuestra visión:
la llamada "persistencia retiniana". Todos conocemos este
fenómeno, pues es utilizado desde tiempo inmemorial y existen
una multitud de juguetes y elementos que lo aprovechan. Consiste
en el hecho de que nuestra retina tiene la curiosa característica
de guardar "impresas" en ella durante una fracción
de segundo las imágenes recientemente vistas. Técnicamente
esto podría considerarse como un defecto de nuestra visión.
Sin embargo, el resultado es que nos permite ver una continuidad
entre imágenes aisladas, con tal que sean presentadas con
suficiente rapidez ante nuestros ojos. Por ello, entre dos imágenes
similares creamos un efecto de ilación, como si en lugar
de dos instantes separados se tratara de un movimiento continuo.
Ya los griegos utilizaban esta característica de nuestra
forma de ver al, por ejemplo, pintar una serie de imágenes
en columnas de modo que cuando un hombre pasaba en un carro a toda
velocidad entre ellas podía ir viendo las distintas representaciones
como si formaran una sola figura en movimiento. Varios aparatos
fueron construidos en tiempos pasados utilizando este mismo efecto,
como el fenaquistiscopio de Joseph Plateau, el zootropo
de Horner o el praxinoscopio de Emile Reynaud2.
Sin embargo, en la mayoría de estos aparatos todavía
se utilizaban dibujos para crear el efecto del movimiento. El proceso,
por tanto, ya era ampliamente conocido cuando el descubrimiento
y la difusión de la fotografía plantearon la posibilidad
de dar el siguiente paso lógico: en el zootropo, los dibujos
ya habían sido sustituidos por daguerrotipos3.
Lo que hacía falta a continuación
era llegar a obtener una emulsión fotográfica lo suficiente
sensible como para captar las instancias de un movimiento real.
Debemos recordar que las fotografías primitivas requerían
largos periodos de exposición, con el resultado de que cualquier
movimiento aparecía como un simple borrón en la imagen.
Fue a partir de que se logró bajar el tiempo de exposición
a un dieciseisavo de segundo que la posibilidad de filmar y reproducir
el movimiento quedó abierta.
En efecto, bastan ahora un soporte
transparente, una fuente de luz, y se crea un sistema para obtener
fotografías en movimiento proyectadas en una pantalla. Las
imágenes fijas pasan en rápida sucesión ante
la vista (en un principio eran 16 imágenes por segundo; posteriormente
fueron 24) y el espectador cree estar viendo una forma directa de
realidad, imbuido por el realismo del efecto fotográfico.
Incluso la televisión recurre a un sistema similar, si bien
en este caso se trata de una pantalla de puntos luminosos que cambian
con rapidez, produciendo una impresión de formas y de movilidad.
El efecto de real de lo fílmico
vino siendo muy fuerte desde el inicio. Oficialmente el cine da
inicio con las películas de los hermanos Lumière,
y la primera función cinematográfica se habría
llevado a cabo el 28 de diciembre de 1895 en el número 14
del Boulevard des Capucines, en los sótanos del Gran Café
de París. Hubo 33 espectádores en esa función,
en la cual se proyectaron una serie de filmes cortos realizados
por los Lumière, en los cuales éstos se habían
limitado a reproducir eventos de la vida cotidiana, como la salida
de los obreros de la fábrica que los hermanos tenían
en Lyon-Mont-Plaisir4. Se cuenta
que los espectadores de estas primeras sesiones se espantaron al
ver (en la cinta "La llegada del tren") la imagen de un
ferrocarril que parecía venir sobre ellos. Como señala
César Santos Fontela:
No fue la llegada del tren, la
quema de hierbas o la demolición del muro, hechos vistos
mil veces, los que asombraron a los espectadores parisinos, sino
su fidelísima duplicación óptica sobre una
pantalla, duplicación que aún desprovista de cromatismo
y tridimensionalidad, poseía la condición dinámica
definidora de la vida y de la realidad, que sesenta siglos de
pintura y sesenta años de fotografía no habían
conseguido recrear. Es notable cómo algunos cronistas de
aquel acontecimiento, alucinados por la sorpresa, exaltaron la
veracidad de los colores o del relieve de las proyecciones
de Lumière. (Santos Fontela, 1972)
Este efecto ha continuado actuando
sobre los espectadores fílmicos. Pocas cosas son tan propensas
a producir "alucinaciones" en el espectador como el cine.
Mucha gente ve en una película mucho más de lo que
en realidad es posible ver o realmente existe en ella. Como si el
cine tuviera la propiedad de exaltar la subjetividad del vidente,
llevándolo irónicamente a proyectarse a sí
mismo en la proyección. Los críticos mismos no son
inmunes a ello. Todos podemos recordar casos en los cuales, al volver
a ver una película, descubrimos que en ella no había
cierto momento que nosotros recordábamos con claridad, o
éste era mostrado en forma distinta.
Sin embargo, se debe insistir de
nueva cuenta en la base artificial de esta situación. Santos
Fontela menciona la falta de color y de tridimensionalidad de las
películas de los Lumière. En la actualidad el primero
de esos dos aspectos ha sido subsanado, si bien se siguen filmando
películas en blanco y negro (a menudo con mejores efectos
estéticos que las películas en color) y el uso del
cromatismo en el cine puede ser muy estilizado y no estar en relación
directa con los colores de la realidad. Por el contrario, y a pesar
de algunos intentos no muy exitosos, la visión fílmica
sigue siendo en dos dimensiones. Tenemos ante nosotros una imagen
plana, aplastada sobre la una superficie sin profundidad alguna.
Pero, de alguna forma, nuestros ojos se niegan a reconocer ese hecho.
Vemos una película y percibimos una tridimensionalidad que
en realidad no está allí, sentimos literalmente el
movimiento hacia el interior de la imagen y aceptamos que los personajes
no están estampados en la pantalla, sino que se mueven en
un espacio ficticio abierto que abre una especie de ventana hacia
dimensiones distintas. Sin embargo, y de nueva cuenta, esto nos
sirve de recordatorio de la total irrealidad del proceso. Vemos
lo que no existe, aceptamos lo totalmente falso, nos sumergimos
en la artificialidad y la confundimos con lo real. Cuando vemos
una película llegamos a afirmar haber visto a un determinado
actor en ella, y nos olvidamos totalmente que nuestra visión
percibió únicamente una serie de fotografías
de ese actor pasando a gran velocidad ante nuestros ojos.
A eso debemos agregar otros elementos.
El cine tiene un lenguaje particular que consiste en poner en relación
una serie de tomas cortas entre sí. Por medio del montaje
se crea una impresión de continuidad y la costumbre nos hace
aceptar cosas tan totalmente impausibles como el hecho de que si
vemos alternativamente a dos personajes de frente, estos dos individuos
están hablando uno con el otro y no están en realidad
mirando hacia nosotros. Igualmente aceptamos que unas manos y un
rostro vistos aisladamente corresponden a un mismo cuerpo. Una técnica
muy refinada ha permitido que el trabajo del editor cree estos efectos
narrativos por medio de imágenes aisladas, siendo uno de
los mejores ejemplos la magnífica secuencia de la escalinata
de El acorazado Potiomkin (1925) de Eisenstein. A ello contribuye
una tendencia humana muy conocida: nuestra necesidad de buscar o
establecer sentido en cualquier relación de elementos. El
significado surge en gran parte de la relación entre los
signos. Es ampliamente conocido el llamado "efecto Kulechov",
definido a partir de un supuesto experimento realizado por el cineasta
soviético Lev Kulechov, en el cual ponía en relación
por medio de sucesivos efectos de montaje la misma imagen del rostro
de un actor con varias tomas distintas (un plato de sopa, un niño,
una mujer), produciendo en el espectador la impresión de
que el hombre estaba contemplando y reaccionando ante esos estímulos
sucesivos, cuando en realidad se trataba, una y otra vez, del mismo
rostro inexpresivo5.
La artificialidad del lenguaje fílmico
no se altera por el hecho de que algunos realizadores recurran al
"plano-secuencia", es decir a largas tomas sin corte ni
interrupción alguna, en las cuales la cámara se mueve
para seguir la acción. El mismo hecho de existir una mirada
determinada y determinante de una cámara establece una visión
particular que no corresponde a la realidad. Para comenzar, la realidad
no tiene un encuadre, una artificial delimitación
de la imagen que encierra dentro de un rectángulo los elementos
seleccionados por el realizador, eliminando el resto. Tan acostumbrados
estamos a este proceso que nuestra imaginación se encarga
de completar la fragmentación propuesta. Cuando vemos a un
personaje de la cintura para arriba, nunca nos problematizamos por
su ausencia de piernas; asumimos que su cuerpo continúa más
allá del encuadre. Igualmente, aceptamos que el paisaje mostrado
en una imagen no se limita a la dimensión propuesta por el
artista, sino que se expande más allá, sobre el mundo
en su totalidad. Vemos salir a un personaje de cuadro y aceptamos
acaba de ingresar a una dimensión espacial que, si bien nosotros
no vemos, existe más allá del marco de la pantalla.
No es casualidad que el cine haya excitado, en un momento determinado,
la imaginación de muchos filósofos neo-idealistas.
Por otro lado, la experiencia fílmica has sido comparada,
con justicia, al famoso mito de la caverna de Platón, pues
el espectador en la sala cinematográfica también contempla
una serie de sombras proyectadas por una pared y a menudo se niega
a escuchar a quien le señala que esas figuras no son los
seres reales6.
Por otro lado, la mirada de la cámara
tiene una calidad de ubicuidad mágica, pues nos permite penetrar
en los sitios más recónditos, entrar en los lugares
más íntimos y en general asumir una posición
de voyeur casi omnipotente, acercándonos a milímetros
del cuerpo de los personajes y viviendo vicarialmente, gracias a
la ficción, las experiencias más increíbles.
Pero eso mismo es un elemento de artificialidad total, pues se trata
de una concretización de una actividad casi onírica,
imposible de vivir en el mundo real.
Podríamos continuar enumerando
más elementos de la fundamental irrealidad del hecho fílmico,
pero me parece que con lo dicho queda clara la idea. Por supuesto,
no se trata de un intento de denigrar el cine. La verdad no es nunca
denigrante. Se trata tan sólo de recordar el hecho, a menudo
olvidado, de que lo fílmico es un proceso de representación
que no reproduce en forma literal la realidad representada, sino
que la modifica y la artificializa al representarla. Es una forma
de creatividad y no un simple reflejo del mundo. Con el agregado
de que, gracias a los trucajes modernos, casi no existe falsedad
que no pueda ser mostrada con total verosimilitud por el cine actual.
Cualquier persona puede ser mostrada haciendo lo que ningún
cuerpo humano sería capaz de resistir, o dialogando con personajes
con los cuales jamás estuvo en contacto.
Partiendo de esta idea básica
(el cine es una representación artificial), la propuesta
de trabajo de cualquier analista se simplifica: se trata de averiguar
la forma como cada película representa lo que representa
y de identificar los determinantes ideológicos y culturales
que se encuentran detrás de cada visión del mundo
particular. Ningún analista serio se puede permitir el confundir
una película con la realidad, e identificar a los personajes
de la misma como seres humanos reales que pueden ser juzgados de
acuerdo con los cánones que nos permiten evaluar el comportamiento
de nuestros conciudadanos. Los personajes del filme, igual que los
de la literatura, son signos en un texto (siguiendo la fórmula
de Hamon7). Los eventos descritos
en una película, incluso cuando la cinta está basada
en hechos reales, son una representación de la realidad
y no la realidad misma. Están determinados menos por lo sucedido
que por la concepción que un grupo de individuos (los responsables
de la cinta, desde el director hasta los productores, pasando por
el guionista, los actores y demás técnicos) tienen
de lo sucedido.
Un trabajo de análisis consistirá, por lo tanto, en
estudiar esos funcionamientos, tratando de entender no las motivaciones
psicológicas de los personajes o los determinantes históricos
de los eventos narrados, sino lo que se encuentra detrás
de esa representación, la forma como una determinada cultura
se retrata en forma indirecta y mediatizada a través de las
obras que produce.
Notas:
1
Madrid, Espasa-Calpe, 1984, vol. I, p. 643.
2 Sadoul, G. (1972). Historia
del cine mundial desde los orígenes hasta nuestros días.
México: Siglo XXI.
3 Acevedo Latorre, E. et al. (1980).
Historia del cine. San Sebastián: Uteha.
4 Ibid.
5 Gubern, R. (1991). Estallido
en el cine soviético. Introducción al lenguaje
audiovisual I. Carlos González Morantes y Guillermo Díaz
Palafox (Eds.) Tlaxcala: Universidad Autónoma de Tlaxcala-SEP.
6 McConnel, F. (1977). El cine
y la imaginación romántica. Barcelona: Gustavo
Gili.
7 Hamon, P. (1977). Pour un statut
sémiologique du personnage. Poétique du récit.
París: Seuil, col. Points 78.
Bibliografía:
Moliner, M. (1984). Diccionario
de uso del español, vol. I. Madrid: Gredos.
Santos Fontela, C. (1972). Cine de aventuras. El Cine: Enciclopedia
del 7° arte. San Sebastián: Buru Lan.
Para la publicación
de escritos en La seducción de la imagen, comunicarse
con Claudia Quintero cquintero@itesm.mx.
Arnulfo
Eduardo Velasco
Profesor-investigador del Centro Universitario
de Arte, Arquitectura y Diseño (CUAAD) de la Universidad
de Guadalajara. |