Número 10, Año 3, Abril-Junio 1998

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La Pregunta del Dios del Odio

Por: E. Scheffler Zawadzki

Como un Dios, así es como lo recuerdo. No un Dios misericordioso ni compasivo, sino que uno envidioso, siempre al acecho de mi vida. Vigilándome, como los antiguos Dioses griegos vigilaban y castigaban a los mortales desde el Olimpo. Mi padre se sentaba en su enorme sillón de cuero negro para ver el televisor, en una mano sostenía el control remoto y en la otra una lata de cerveza helada para saciar su sed eterna e inflar su inmensa barriga. Eructaba y nos condenaba, a Mamá y a mí, a ver algo que sólo él disfrutaba. Mamá nunca decía nada, se sentaba en una incómoda silla de bejuco y con ojos vacíos miraba la pantalla. Yo me acostaba sobre el frío suelo y esperaba ansiosamente a que el Dios con el control deseara ver las aventuras de Don Gato y su pandilla. Eso nunca sucedía, lo único que le interesaba eran esos aburridos partidos de tenis que duraban horas. Algunas veces los jugadores gritaban, se enojaban y aventaban sus raquetas al suelo. Eso sí era divertido, pero no ocurría muy seguido. Al instante en que me levantaba mi padre gritaba:

-- ¡¡¿Adónde vas?!!

Una vez no le hice caso y como castigo me aventó una lata de cerveza bañándome con aquel asqueroso líquido que a él tanto le gustaba.

Cuando apagaba el televisor nadie lo podía volver a prender. Con la barriga llena de alcohol comenzaba a gritarle a Mamá. Al principio yo no entendía las palabras que decía, pero poco a poco me di cuenta de que eran insultos que, por lo general, terminaban en una agresión física. La golpeaba una y otra vez frente a mí. Yo me hacía pequeño y sentía miedo de la fuerza del Dios.

Ella ni siquiera gritaba,  sus ojos se llenaban de lágrimas mientras él descargaba su ira golpeándola con todas sus fuerzas. A veces pienso que Papá le robó la voz a Mamá, impidiéndole gritar para pedir ayuda.

Al principio a mí no me golpeaba, pero un día tiré el agua durante la comida. La pesada palma de su mano se estrelló de lleno contra uno de mis cachetes haciéndome escupir la comida. El golpe produjo una incómoda sensación de hormigueo en mi rostro. Me le quedé viendo y Papá se incomodó.

--¡¡¿Qué me ves?!!

Recibí otra cachetada y la sangre brotó por mi nariz. Esos dos golpes bastaron para que, al igual que Mamá, perdiera mi voz. Hubiera querido gritar, decirle que lo odiaba, que esperaba que se pudriera, que se largara para no volver nunca más.

Sus agresiones se hicieron más frecuentes, el Dios bebía cada día un poco más y permanecía más tiempo en casa. Caminaba sudando alcohol y vestía tan sólo unos calzones sucios, su poder crecía al igual que mi odio hacia él. En las noches me escondía debajo de las cobijas y escuchaba la manera en que castigaba a Mamá. Entre gritos y lamentos imaginaba poder despertar en un sitio lejano, tal vez en donde existieran Dioses capaces de hacer reír a la gente, Dioses como los que daban vida a las caricaturas y a la alegría.

Una mañana desperté y me puse a dibujar a mi familia con crayolas. El Dios ocupaba más de la mitad de la hoja y sus lonjas se asomaban por debajo de una camiseta sucia y percudida. Mamá lloraba, su cuerpo era frágil y su rostro connotaba una especie de muda desesperación. Yo estaba en el rincón inferior izquierdo de la hoja escondido entre las sábanas. Mamá entró a la habitación sin que yo me diera cuenta. Imagino que miró, por un par de minutos, lo que yo hacía. En silencio me abrazó y escuché el latido de un corazón con miedo. Cuando Papá entró en la habitación seguíamos abrazados.

 -- ¡¡¿Qué hacen?!!

 Mamá tomó lo que yo había dibujado y se lo mostró a Papá. Sus ojos negros recorrieron cada rincón de la hoja. De pronto se puso serio, me miró y, por primera vez, descubrí algo humano en él. En lo más profundo de sus ojos entreví, por un segundo, a un niño que tenía más miedo que yo. Después tomó el dibujo y lo rompió, empujó a Mamá y me golpeó más fuerte que nunca.

Encontré mi voz y grité, pero el odio del Dios era demasiado. Me castigó por haberme atrevido a dibujar su rostro lleno de odio en el papel. Cuando se fue, Mamá me abrazó una vez más...

 A partir de ese día todo cambió. El Dios seguía golpeándome, pero había dejado ver su vulnerabilidad. Mi dibujo le había afectado, le había causado temor. A partir de entonces no pasó un solo día sin que yo tomara un papel para dibujar a mi padre. Me golpeó varias veces más, pero ya no me importaba. Mis dibujos lo lastimaban más de lo que sus manos regordetas me podían lastimar a mí. Escondía los dibujos en sitios en donde, tarde o temprano, él los encontraba: en el refrigerador, en los cajones donde guardaba su ropa, en la guantera del auto, hasta en el espejo del baño. Lo espiaba para ver su reacción al descubrirlos y me sentía orgulloso al ver su duro rostro llenarse de tristeza. Algunas veces gritaba y rompía los dibujos en mil pedazos, otras simplemente los tomaba y los guardaba en un cajón.

 Cuando cumplí 15 años me fui de casa. Ni siquiera me despedí de mis padres, ambos me parecían insoportables y juré que nunca más los volvería a ver. Comencé a trabajar como mesero y a dibujar caricaturas en mis tiempos libres. Vivía con un par de amigos en un sucio departamento que una señora nos rentaba por unos cuantos pesos al mes. Fueron años difíciles, pero mucho mejores que los que había tenido que pasar en compañía de aquel Dios que controlaba la televisión desde su sillón y que caminaba por la casa con su asquerosa ropa interior sucia.

 Una tarde, al regresar al departamento, me encontré con un agente del ministerio público. Me informó que un hombre había sido encontrado muerto en un sucio callejón. Habían tratado de localizar a mi madre, pero no la había podido encontrar. Necesitaban de mi ayuda para identificar el cadáver, pues suponían que era mi padre. Acompañé al hombre hasta un cuarto frío y sobre una plancha de metal lo vi. El Dios había dejado de respirar.

 -- Sí, es él.

 El agente se acercó a mí y me entregó una caja de zapatos. "Pertenencias personales" dijo y yo salí de ahí sin sentir pena ni tristeza por aquel desconocido que alguna vez había sido mi padre. Aquel que me había golpeado hasta hacerme sangrar. Aquel que ahora no era más que el recuerdo de una especie de Dios del odio en mi memoria.

 Cuando llegué al departamento abrí la caja de zapatos y mis manos empezaron a temblar. Contenía al menos cincuenta de los dibujos de mi padre que alguna vez yo había hecho. En todos ellos aparecía su rostro duro desfigurado por el odio. En el fondo de la caja encontré una nota amarillenta y en ella reconocí la letra de mi padre. ¿Por qué? decía, ¿Por qué? y nada más. Esa tarde lloré las lágrimas reprimidas de mi vida en soledad; lloré por aquel que se había encargado de hacerme sufrir; porque había sido el responsable de acabar con la familia. Lloré, más que nada, porque el Dios, antes de morir, todavía había tenido el cinismo de preguntarse ¿Por qué?
 

"Ratas Comiendo Lombriz"
Rafael Coronel, 1973
 

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