Número 10, Año 3, Abril-Junio 1998

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Entre las Páginas Impresas y las Electrónicas:
los Libros y la Internet

Por: Walter Islas Barajas

Habrá quienes piensen que los libros están condenados a desaparecer. También tienen algo de razón los actuales profetas de la ciencia, glorificando a la Internet y al ciberespacio como alternativas universales de unión entre los hombres. Otros pensarán en las multiopciones que ofrecen estos medios, desde una plática en el Chat hasta ordenar pizza desde una PC. Todo ello aparece como una realidad superior a nuestras no muy arcaicas fantasías.

Con todo, como decía una banda de rock de la que tal vez nadie tiene idea ya, “el futuro es tan brillante que tengo que usar lentes oscuros”. Eso es lo que ocurre precisamente en este presente continuo, alargado y multiforme que modificamos cada segundo: las novedades tecnológicas pareciera que desbordan el control y la capacidad del usuario. Estamos ante el juguete más nuevo a nuestro alcance, y eso que tiene cerca de treinta años.

Mas, volviendo al punto de los libros, no debe olvidarse que la literatura tiene su fuente en las publicaciones, en los libros de pastas, numerados y editados en papel. Está bien contar con paquetes como Folio Views que facilita la consulta por palabras, por temas, por grupos o por actores (dentro de un texto previamente conformado y jerarquizado); y disponer de las maravillosas home pages internetianas como terreno para sembrar nuestra propia planta en una novela colectiva intangible, inédita y sólo existente en la red de redes. Lo que no está bien del todo es mandar al camposanto a los libros, pues aún contando cada ser humano con una laptop, no podrá llevarla a todas partes para beber de las vastas aguas de la poesía, o para distraer sus preocupaciones en un pasquín de vaqueros o de infidelidades accesible por unos cuantos pesos, inexistente hoy por hoy en la Red.

Es estúpido enterrar a la industria editorial antes de haber aprovechado plenamente sus bondades. Nuestro país ha saltado de la etapa oral -en la transmisión de conocimientos e información- a la etapa electrónica, sin haber ascendido a la inmediata anterior, la etapa letrada. De ahí un inconveniente mayor, pues el devenir natural de la cultura se altera, provocando terribles carencias en el aprendizaje y en el uso de nuevas tecnologías de comunicación.

Sobra decir que diversos países “desarrollados” (de alguna forma hay que llamarlos) han alcanzado sus estadios actuales gracias al paso ininterrumpido de su evolución tecnológica, que -románticamente- anda de la mano de la industria cultural. Incluso ahora, existen naciones cuyos habitantes leen por lo menos un par de libros al año; esto en Europa. Al volver la mirada gris hacia el otro lado del océano, el balance en nuestro México es terrible y sintomático: medio libro anual es la dosis que recibe la sesera de cada habitante de este país.

Terrible: el fomento a la lectura parece no dar resultados visibles; la lectura obligada priva necesariamente sobre la lectura voluntaria; los costos de producción desfavorecen grandes tirajes, y los precios de cientos de libros están por las nubes. Sintomático: en el caso de los diarios, sus tirajes son irrisorios en comparación con periódicos editados en países como Japón, donde hay al menos tirajes de cerca de 3 millones de ejemplares por día. Los medios electrónicos imponen la facilidad y el poco esfuerzo para acceder a la información, y en ciertos casos a la cultura. Buscar en libros se torna tedioso, y deben existir “sabios internautas” que obtengan casi el 100 por ciento de su información de esa enorme hipertienda/escaparate bautizada como red internacional.

Transitar de la etapa oral a la electrónica es, diríase, aberrante, pero hoy significa una triste realidad. Sencillamente leamos los diarios o veamos un noticiero para comprobar que los rumores, inyectados en las venas de los espacios comunicacionales masivos, no hacen más que -salvo contadas excepciones- acalorar el ambiente, sembrar desconfianza e incertidumbre, y malformar contundentemente los criterios de quienes reciben los mensajes.
 

"Monolito"
Xavier Esqueda, 1990

Es inviable destruir la cortísima carrera de los libros y en general de la letra impresa en México, pues el nivel de uso que hemos hecho de ellos no es en absoluto el más correcto. Aun hay mucho por leer, por aprender, por corregir en medios impresos como para zambullirnos en la ola electrónica de la WWW o cualesquier otro tejido disponible a tontas y a locas, plagando con errores las electronic pages.

Ya queremos integrar sin miramientos todo el saber, la publicidad, y hasta la búsqueda de pareja en Internet, y ni siquiera sabemos redactar correctamente un memorando o una carta solicitando aquel fabuloso servicio. Escuchemos a Zaid en Los demasiados libros, y a Juan Domingo Argüelles en su artículo en El Financiero (27/08/96) en torno a este problema.

 Gracias al texto de Argüelles, tenemos una idea sobre las opiniones vertidas por el ensayista y también poeta en torno a la industria del libro y su tenebroso pero ineludible porvenir.

No puede olvidarse el quid de este asunto: la importancia de la lectura, de la letra impresa, periodística o literariamente hablando. Con todos los obstáculos -aparentes o reales- que enfrente el libro, dudo que pueda esfumarse en este México que necesita más que nunca personas que lean, y no exclusivamente diletantes enmarañados en la viscosa tela electrónica, pensada como la panacea globalizante de este final del enfermo siglo en que vivimos.

Nicholas Negroponte y su maravilloso cubículo inteligente en el MIT (Instituto Tecnológico de Massachusetts) puede esperar un nanosegundo. Robemos cada quien un tiempo a nuestra electronic life para leer donde debe leerse: en los libros.

 


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