Número 12, Año 3, octubre 1998 - enero 1999


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 PACHO Y EL DERECHO ABSOLUTO DE LAS PERSONAS FEAS

Fernán Torres León

 

Al entrar en el estudio encontré a Pacho agachado dibujando en la hoja de cartulina blanca de 70 x 100. Me acerqué en silencio y, por encima del hombro, de medio lado,  pude leer cinco renglones:
 

Antes de Salir a la Calle

¡Mírese en el espejo!

No aumente la contaminación visual.

¡Respete a los transeúntes!

 
- ¿Qué pretendes ? -pregunté, mientras con el marcador rojo puse tilde sobre la penúltima sílaba.... Abrí el armario, saqué el frasco, llené la cuchara con el líquido amarillo y le dije.

 
- ¡Abre la boca !
 
Pacho tragó la cucharada sopera de tónico cerebral, casi a la fuerza.
 
- ¿Para qué ese aviso? Si tiene éxito, ¿esperas vivir en esta ciudad con calles, avenidas, supermercados e iglesias abandonadas y solitarias? ¡Mucha atención! Entre los derechos humanos esenciales que debe reivindicar nuestra población de manera inmediata, y si es posible con las armas, está el derecho a la fealdad propia, ancestral, inevitable, infernal, horrible, espantosa, de campeonato internacional.
 
Pacho me interrumpió :
 
- ¿Genética ?
 
- ¡Claro, hombre! Pero, tal vez en diez mil años, por la evolución..
 
- Mejor, en un millón de años.
 
- Es posible.. Digamos entonces que dentro de un millón de años, cuando desaparezcan del todo las personas feas, esta decisión de las Naciones Unidas se extinguirá, pero por ahora debemos respetarla y defenderla. Voy a escribir un proyecto de ley para llevárselo a mis amigos del Congreso.
 
Y añadí con entusiasmo :
 
- Creo sinceramente que obtendrá votación unánime en las plenarias.

Gasté dos minutos destruyendo el cartel. No dejaría huella de este terrible, pavoroso, inhumano y censurable atropello. Fallido por supuesto, pero....
 
En ese momento entró la doméstica. Morena caratosa, cascorva, la nariz inclinada a la derecha en 15 o 18 grados, ojos saltones y estrábicos, pelo enredado y de varios colores por lo sucio y grasiento, las manos... Quedamos paralizados de horror. Traía dos tazas de agua aromática bien calientes sobre la bandeja de latón azul. Tosí, pasé el índice por  el ojo derecho y, al fin, después de beber la porción de yerbabuena que estaba fresca y sabrosa, logré tranquilizarme y pude preguntarle a la mucama...
 
- ¿Cómo te llamas ?
 
- Aurora, señor.
 
Contesté en voz baja, suavecito :
 
-  El cura que te puso Aurora jamás vio amanecer.
 
Volví al armario. Y con botella y la cuchara tomé tres veces la dosis que antes le había dado a Pacho.
 
 

 Nueva York, 1996.


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