Razón y Palabra

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Número 16, Año 4, Noviembre 1999- Enero 2000


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CAUTELAS DE LA IMAGEN DOCUMENTAL. NUIT ET BROUILLARD (NOCHE Y NIEBLA) FRENTE A LA IRREPRESENTABILIDAD DE LA SOLUCIÓN FINAL.

Por: Arturo Lozano Aguilar*

(España)

En 1954 Henri Michel y Olga Wormser publican un libro que venía a aumentar la por entonces muy escasa bibliografía sobre la historia de la deportación en Francia. Ambos autores eran en aquel momento directores del Comité d’Histoire de la Deuxième Guerre Mondiale y gran parte de sus energías las emplearon en rasgar el tupido velo que ocultaba un aspecto tan espinoso como la existencia de los campos de concentración en Francia. En su intento divulgativo, al que se sumó el Réseau du Souvenir, se apuntan dos logros especialmente significativos: la celebración anual del día de la deportación (el cuarto domingo de abril) con su correspondiente monumento a los deportados en el mismo centro de París y el encargo de un documental sobre la experiencia concentracionaria que sería Nuit et brouillard. El objetivo fue alcanzado con creces por el documental que rompió con el largo silencio que se había apoderado de las pantallas francesas. El film gozó de una difusión, tanto nacional como internacional, inusitada para un mediometraje documental, fue coronado por el premio Jean Vigo e, incluso hoy en día, sigue siendo considerado como uno de los textos audiovisuales más importantes sobre los campos de concentración.

El encargo de este trabajo recayó en Alain Resnais, un joven realizador y montador de cortometrajes de arte con gran reputación entre la crítica cinematográfica y cuyo nombre no era excesivamente grato a la censura. Podemos considerar que el tema no era del todo ajeno al realizador, pues en un trabajo anterior, Guernica (1950), ya había tratado el tema de la destrucción masiva de seres humanos. Pese a todo, Resnais no se sentía legitimado para hacer un mediometraje sobre una realidad tan trágica que no había padecido. Necesitaba un garante de autenticidad y exigió como condición indispensable la participación en el proyecto de Jean Cayrol. Sin duda la colaboración de Jean Cayrol estaba plenamente justificada tanto por su experiencia en el campo de concentración de Mauthausen, como por su poemario titulado Poèmes de la nuit et du brouillard publicado en 1946. Vemos, pues, cómo todo el trabajo es consciente, desde su inicio, de la magnitud del tema y se rodea de unas precauciones indispensables para no pervertir la verdad de las víctimas.

Tras varios meses de documentación, en mayo de 1955 Resnais propone al productor Anatole Dauman la necesidad de alternar el material de archivo sobre la deportación con largos travellings en color del estado actual de los antiguos campos de concentración, Auschwitz y Maïdanek, situados en Polonia. Tras haber abandonado la primera orientación del trabajo, cuyo concepto central era el tremendo terror provocado por la estupidez o la locura, el proyecto se encamina hacia su versión definitiva. El cambio de óptica no es injustificado. En 1955 aparecen en Francia, como resultado del conflicto argelino, los campos de reagrupamiento que, si bien distaban mucho de los campos de concentración ideados por el régimen nacionalsocialista, empezaron a inquietar a importantes grupos de población. En el otro extremo de Europa, los desmentidos sobre el auténtico sentido de la misteriosa palabra Gulag en los que se afanaban los partidos comunistas de Occidente no conseguían desacreditar los persistentes rumores acerca de los campos de concentración estalinistas. Así pues, Nuit et brouillard se alejaba de una estrecha concepción centrada en un homenaje a las víctimas para aspirar a la generalidad de un dispositivo de alerta. El significado era doble: por una parte anclaba al espectador en su presente y le mantenía alejado de falsas identificaciones con las víctimas; por otra, el espectador no se sentía tan a salvo como para emitir un juicio condenatorio desde una posición privilegiada sobre las atrocidades de una época pasada. Esta era la función de una intertextualidad que ha quedado como uno de los gestos estereotipado del género cinematográfico de los campos de concentración. El texto de Jean Cayrol es explícito en intenciones:

C’est bien vain qu’à notre tour nous essayons d’en découvrir les restes(..). (..) nous qui feignons de croire que tout cela est d’un seul temps et d’un seul pays, nous qui n’entendons pas qu’on crie sans fin.

Una vez llegados a este punto, convienen que nos detengamos en una consideración sobre los supervivientes de los campos de concentración. En algún instante de su experiencia concentracionaria, todos los antiguos deportados habían jurado, si conseguían salir con vida, dar testimonio al mundo del sufrimiento de los compañeros muertos y de los horrores del campo. El sentimiento común de los liberados fue un segundo fracaso, su experiencia resultaba intransmisible. Sus relatos se encontraban ante dos dificultades insalvables: primero, una falta de medios expresivos para dar cuenta de la realidad del campo y, segundo, que sus relatos siempre tropezaban con una audiencia que los creía exagerados o excesivamente alterados como para darles el suficiente crédito. En palabras de David Rousset: Les hommes normaux ne savent pas que tout est possible. Même si les témoignages forcent leur intelligence à admettre, leurs muscles ne croient pas.

Ateniéndonos a todo lo anterior, ya podemos suponer que todo acercamiento a los campos viene precedido por un irremediable fracaso. Únicamente Shoah, el film de Claude Lanzmann, ha sido capaz de superar la distancia que nos separa del sufrimiento de las víctimas Nuit et brouillard funciona de manera muy distinta a Shoah. Mientras la segunda se esfuerza por abolir el tiempo que media entre las víctimas y nosotros, la primera es consciente de la distancia que nos aleja de una barbarie de la que somos herederos pero de la que lo desconocemos todo y cuyo legado desaríamos rehuir. El film de Resnais utiliza las imágenes de archivo del genocidio con un propósito actualizador, es decir, dichas imágenes contaminan de tal manera el presente que nadie, tras haber visto el film, puede sentirse a salvo de la culpa. Al ser el crimen nazi tan inconmensurable, en lo que respecta a su cantidad y a su propia esencia, su carga nos resulta intolerable. La presentación que hace Nuit et brouillard del genocidio abunda en las consecuencias del hecho concentracionario, si éste supone el corolario de una época guiada por la luz de la racionalidad humana, qué podrá prevenirnos a nosotros de sucumbir otra vez ante la barbarie.

Conscientes Cayrol y Resnais de las profundas repercusiones de la pesadilla nacionalsocialista, el documental de ambos no deja espacio para el respiro. Si comparamos Nuit et brouillard con el documental rescatado, Memory of the Camps, en 1980 del Imperial War Museum de Londres, veremos que hay todo un abismo entre los dos, pese a que ambos comparten las mismas imágenes que fueron rodadas por las tropas aliadas cuando liberaron los campos (especialmente Bergen-Belsen). En la última parte de Nuit et brouillard concretamente a partir de la inscripción 1945, todas las imágenes de archivo que aparecen son tomadas de la filmación realizada por las tropas británicas. En la película inglesa, el montaje se pretende mínimo, la estrategia no responde más que a la proximidad del descubrimiento y el cámara tiene como única misión la de no ocultar nada al ojo de ese macabro espectáculo. La inocencia se revela extrema -no olvidemos tampoco que en estos últimos cuarenta años ha cambiado mucho el umbral de lo visible-, pues a lo truculento de las imágenes se le supone una capacidad pedagógica y se ignora la fascinación visual que éstas pueden provocar. Resnais sólo hace uso de estas imágenes al final del filme donde cronológicamente le corresponde, pero tampoco coinciden con ningún clímax por el tratamiento desdramatizado con el que está montado todo el material. Hasta ese momento, Resnais no ha necesitado de imágenes esencialmente escabrosas para crear una angustia e, incluso, se ha mostrado bastante pudoroso, como luego tendremos ocasión de observar. Todas las imágenes tomadas en préstamo de los archivos militares son montadas de manera totalmente diferente. Según las afirmaciones del propio Resnais, en el montaje se hicieron empalmes de tipo estético y ésa era la intención del film para diferenciarlo de la perspectiva utilizada por los otros (..) No parece el propio autor consciente de la fuerza conseguida por su montaje.

En las últimas imágenes en las que los cadáveres desbordan el plano, encontramos un montaje corto, cercano al collage, en el que a las imágenes no se les pide ninguna función pedagógica. Tampoco parece sustancial la función de dar cuenta del macabro descubrimiento; pensemos que la película rodada por las fuerzas aliadas había sido ampliamente mostrada en los noticiarios de la época. El espectador no podía ignorar que si se trataba de imágenes documentales sobre los campos de concentración acabarían por aparecer las escenas, por todos conocidas, de la liberación de los campos. Además, cuando el documental ha llegado a estas alturas, el espectador ya está lo suficientemente angustiado como para verse sorprendido por las imágenes, la sensación de derrota es muy anterior, y éstas sólo tienen como función resultar un constante remachado de las sensaciones anteriormente provocadas. Así, este montaje cercano que declina la continuidad en favor de un montaje rápido impide detenerse en la morbosidad del detalle sin adquirir misión pedagógica alguna, sino que incorpora las secuencias a una construcción global en la que lo escabroso y, necesario es decirlo, lo escópico se ven sometidos a una estructura de la que no constituyen su elemento central. En realidad, las imágenes responden a una reiteración de elementos que durante todo el documental se ofrecen como una metonimia del inefable crimen, muy contrariamente al montaje inglés en el que la película se ofrece como una totalidad del horror de los campos.

Buen conocedor del oficio de montador, al que le demuestra más cariño y respeto que al de director, Resnais moldea a su gusto la constatación teórica de Jean Mitry. Según el teórico francés, en el cine no existen metáforas como tal sino estructuras metonímicas que actúan como metáforas, pero para que funcionen de este modo debe haber un deslizamiento de sentido percibido por el espectador de un término a otro. Por lo tanto, para que el montaje trasluzca una metáfora expresiva debemos observar una evolución entre dos planos consecutivos, es decir, encontrar un avance de sentido. Aunque no sea nuestro objeto de análisis en este apartado, podemos afirmar que dicha construcción es la que domina en el montaje entre los planos en blanco y negro y los planos en color. Existe entre ellos una diferencia que en un principio resalta el carácter violento de choque para pasar poco a poco a ser un deslizamiento.

En las imágenes de archivo que analizaremos se opera de forma muy distinta. Las secuencias son agrupadas temáticamente pero, en general, no existe un avance entre ellas sino que constituyen una repetición que, en algunos casos, más bien parece un collage minimalista en el que no hay posible desplazamiento de sentido, pues todas las secuencias resultan ser metonimias de un innombrable, a saber, la realidad de un campo de concentración Tengamos presente que la metáfora es una superación del lenguaje cotidiano para dar acertada cuenta de la comprensión de lo sucedido, de manera que podamos integrarlo en una experiencia plena de sentido. Y esto es lo que no resulta posible cuando nos referimos a los campos de concentración. Nos encontramos aquí con que la necesaria metáfora que toda metonimia fílmica debe construir para dar la coherencia y la estructura al relato audiovisual, es apartada por una serie de metonimias incapaces de dotar de sentido la traumática realidad de los campos nazis.

Como ejemplificación de lo dicho proponemos el análisis de una corta secuencia de esas imágenes de archivo. La secuencia va del plano 145 al 158 y temáticamente se compone de imágenes que muestran las ejecuciones, o los aspectos metonímicos de éstas, en los campos de concentración. La elección no es casual, pues aunque la estructura es similar a la de otras secuencias, aquí es reforzada por la representación de lo irrepresentable. Nos referimos a lo que el gran historiador del genocidio Raul Hilberg considera como el invento del nacionalsocialismo en sus declaraciones a Claude Lanzmann en el film Shoah: el exterminio industrial de los judíos.

La secuencia se inicia con una fotografía en la que aparece un deportado, en plano medio, electrocutado en una alambrada, a ésta le sigue otra más alejada en la que vemos dos cuerpos colgados de la alambrada. La foto 147 nos muestra dos prisioneros muertos tendidos junto a la alambrada. En estas tres fotografías observamos como no existe avance alguno, sólo se ofrece distintas imágenes de aquéllos que ganados por la desesperación se lanzaban contra la alambrada para poner fin a su sufrimiento.

Las fotografías siguientes dan cuenta del extremado régimen de vida (abocada a la muerte) que reinaba en un campo de concentración. La primera foto muestra cómo un deportado es golpeado por dos oficiales y el texto se encarga de reiterar que una simple cama mal hecha era la causa de veinte bastonazos. Tras ésta encontramos dos fotografías que nos muestran distintos grupos de prisioneros desnudos esperando a que se pase lista y el comentario explica que podían permanecer así durante varias horas.

Las fotografías 151 y 152 presentan a los señores del campo, los SS, los primeros aparecen pegando a un prisionero mientras los segundos vigilan un fuera de campo. El texto abunda en la potencia de estos dioses de los que había que pasar desapercibidos.

De la 153 a la 155 encontramos unas fotografías cuyo único valor es el metonímico por lo cercanas que resultan al horror cotidiano de las ejecuciones. Se nos muestra un patíbulo preparado en primer plano, un paredón de fusilamiento alejado y, por último, un plano mucho más cercano del paredón en el que podemos observar las señales dejadas por las balas. En este recorrido parecemos acercarnos a ese momento que se nos ha escapado, el asesinato de miles de inocentes, a través de los fragmentos extremadamente pequeños en comparación con el crimen sucedido. En estos últimos planos asistimos a un decrescendo musical con ciertos aires melancólicos que parecen acompañar la progresión de la imagen.

Por último, tenemos dos planos que resultan enigmáticos si no conocemos su referente histórico. Una primera fotografía nos muestra el castillo de Hartheim, situado cerca de Mauthausen, cuyos sótanos estaban dedicados a la torura y ejecución de los resistentes, los detenidos políticos y, en algunos casos, a los prisioneros de guerra. La segunda imagen nos muestra la primera forma que los nazis experimentaron para solucionar las ejecuciones masivas. Se trata de la utilización de camiones de gas del campo de concentración de Chelmno, iniciada el 8 de diciembre de 1941. Este plano encuadra oblicuamente unos camiones que vemos partir hacia el horizonte. El texto hace referencia a ese transporte del que nadie vuelve y del que nadie sabe nada. Sorprendentemente, la banda sonora retoma bríos y, en vez de acompañar al momento trágico al que nos acercamos, parece estar más cercana al ritmo industrial que en ese momento se apodera de las ejecuciones, como si éstas carecieran de la posibilidad de un tratamiento dramático por parte de la música que quedaría atrapada por el maquinismo industrial.

Tras toda esta secuencia encontramos un cierre único en todo el filme. Se trata del único fundido en negro de todo el documental. Sin duda, éste ha sido el momento en el que más cercanos hemos estado de ese instante esquivo que tal vez podría explicárnoslo todo. Hemos seguido una progresión que, aunque no resultaba nada reveladora por su fragmentación, se acercaba temporalmente al momento central del problema y, sin embargo, a toda esta serie de metonimias muy próximas al auténtico horror no les ha quedado otro remedio que claudicar ante lo inimaginable, lo inefable o, en nuestro análisis, lo irrepresentable metafóricamente. Al fin y al cabo, recordemos que la metáfora debemos entenderla no como un profundo informador de la realidad que nos rodea sino como el gran revelador de unos motivos que nos llevan a huir de esa realidad, muchas veces, demasiado cruda.

Este fundido en negro nos recuerda el silencio y la ausencia de retórica que Elie Wiesel demandaba cuando se habla del genocidio. Tal vez sea este vacío lo que verdaderamente debamos retener de la empresa exterminadora nazi. Sin duda, él es el único que nos aproxima al dolor de las víctimas y da cuenta de heridas que no cicatrizan con falsos bálsamos retóricos.

*Arturo Lozano Aguilar: Profesor de la Univ. Internacional de Andalucía, Documentalista, Crítico de cine en España.


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