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Por Gerardo
Albarrán de Alba*
Número 22
I
El calor de la playa
Coronado, en la costa occidental de Panamá, ayudó a encender la
discusión. Gustavo Gorriti y Andrés Oppenheimer se habían estancado
en la que parecía la mayor diferencia en el periodismo de investigación
que ambos practican. El fondo de la discrepancia era la pertinencia
de realizar la famosa entrevista a la contraparte, al objeto mismo
de nuestra investigación, antes de publicar nuestro reportaje.
Oppenheimer, reportero argentino
que trabaja para The Miami Herald, alegaba: "Yo duermo
tranquilo todas las noches porque nunca dejo de entrevistar a la
contraparte
y así evito cualquier posibilidad de pleito con
sus abogados". Gorriti, periodista peruano que en ese entonces
1998 era director asociado de La Prensa de Panamá,
gesticulaba en desaprobación. "No es cuestión de equilibrio
informativo, es que simplemente eso puede conducir al fracaso de
la investigación al poner en alerta al personaje o al grupo de interés
investigado. Acá no conviene hacer eso".
Frente a ellos, escuchábamos periodistas
de México, Argentina, Chile, Colombia, Nicaragua, Costa Rica y Panamá.
El consenso entre ambos reporteros parecía imposible. Y de hecho,
lo era.
No pude evitar intervenir en ese
debate: "Andrés, ¿en verdad no distingues la diferencia que
te plantea Gustavo? Tú duermes tranquilo al entrevistar a la contraparte
porque no serás demandado. Gustavo suele evitar la entrevista con
la contraparte para no sabotearse a sí mismo. La diferencia está
en que, mientras tú, en Estados Unidos, vives bajo la mira de los
abogados, el resto de nosotros, en Latinoamérica, vive bajo la mira
de un AK-47".
Esto no zanjó del todo la discusión,
pero al menos ayudó a centrarla en las diferencias de fondo, y ya
no en las filigranas de forma, que distinguen al periodismo de investigación
que se practica en Estados Unidos (o en casi todo Europa), con el
que hacemos en cualquier país latinoamericano (o en buena parte
de Asia y Africa).
La paradoja de la discrepancia entre
Gorriti y Oppenheimer es que ambos tienen razón.
II
Práctica en la que los pocos textos
que hay no se ponen de acuerdo en su fecha de nacimiento, pero al
menos sí en el lugar donde se desarrolló, el periodismo de investigación
encuentra antecedentes claros a finales del siglo pasado en el periodismo
militante de Estados Unidos, ligados a movimientos laboristas y
acunado entre escritores e intelectuales de izquierda radicados
en ese país.
Pese a que lo mismo podríamos decir
de ejemplos claros de una suerte de protoperiodismo de investigación
en Europa, e incluso en varios países latinoamericanos (aunque mucho
más recientes), es en Estados Unidos donde el periodismo de investigación
ganó carta de naturalización, popularizado incluso por el cine.
Tratada como disciplina, desde hace
décadas, en buena parte de las universidades estadunidenses donde
se enseña periodismo, esta especialidad si así quisiéramos
llamarle ha ganado presencia en los diarios y revistas latinoamericanos
en los últimos 20 años, aunque ni de lejos es todavía una práctica
constante y generalizada, por más que existan medios que desde hace
lustros mantienen equipos "especiales" de reporteros para
este fin. Ni qué decir de las universidades en nuestros países;
son muy pocas las que han incorporado estas técnicas en la matrícula
de las carreras de Periodismo y aun menos en las de Comunicación.
No extraña entonces que el periodismo
de investigación estadunidense esté sólidamente acreditado y reúna
a cientos de periodistas en asociaciones como Investigative Reporters
and Editors (IRE).
Una primera diferencia es esa: La
expansión del periodismo de investigación estadunidense, en las
últimas tres décadas, surge de las aulas, donde reporteros como
Philip Meyer y Steve Weinberg (por citar a los más conocidos) han
contribuido ha desarrollar metodologías bien acabadas desde su práctica
académica. Libros en castellano que hagan un verdadero aporte (como
el de José Luis Dader o el de Pepe Rodríguez, por seguir con nombres
que nos son comunes), son más bien escasos. Y como son ediciones
de autores españoles, tampoco corresponden a la realidad latinoamericana.
Otros libros, como el del reportero colombiano Gerardo Reyes, aún
no trascienden el mero enunciado de lo que se supone debería de
ser el periodismo de investigación, y se mantienen más cercanos
al anecdotario personal, si bien útil, también limitado y sin ninguna
sistematización metodológica.
En tanto, el periodismo de investigación
latinoamericano sigue nutriéndose del trabajo en solitario de reporteros
ejemplares como los argentinos Rodolfo Walsh y Horacio Verbitsky,
o el peruano Gustavo Gorriti, o el mexicano Manuel Buendía, por
citar nuevamente ejemplos por todos conocidos.
Y en estos últimos nombres está la
diferencia de fondo, planteada en aquella discusión escuchada en
Panamá: Walsh fue desaparecido en 1977 por la dictadura militar
argentina y Buendía fue asesinado en 1984 por un policía; Verbitsky
y Gorriti debieron padecer el exilio para salvar la vida. Salvo
el reportero Don Bolles (The Arizona Republic), asesinado
en 1976 cuando investigaba nexos del gobierno local con el crimen
organizado, no tengo noticia de otro reportero estadunidense que
comparta la suerte de cualquiera de los 17 periodistas latinoamericanos
asesinados solamente entre 1999 y mayo de 2001: nueve en Colombia,
tres en México y uno: Argentina, Brasil, Guatemala, Haití y Uruguay.
Ahí, otra diferencia. Al menos el
asesinato de Bolles en Estados Unidos sirvió para activar a IRE,
una organización profesional ya desde entonces sólida, pero con
modesta presencia incluso gremial. Una parte de los miembros de
IRE decidió terminar el trabajo de investigación que realizaba su
colega muerto: periodistas voluntarios de 10 medios publicados en
diversas regiones estadunidenses trabajaron durante cinco meses
en Arizona y publicaron un reportaje en 23 partes. (Probablemente
IRE sería ahora una organización mucho más consolidada si hubiera
hecho lo mismo con los asesinatos de otros 10 periodistas ocurridos
en Estados Unidos de 1976 a la fecha
pero ocurre que todos
estos eran periodistas inmigrantes y la prensa estadunidense, en
general, prestó poca o nula atención a estos casos.)
Al señalar esta diferencia no pretendo
insinuar que la muerte de decenas de periodistas latinoamericanos
haya sido en vano: en muchos casos sirvieron para sacudir conciencias
sociales adormiladas ante regímenes autoritarios o de plano sometidas
por las dictaduras militares. Y eso es mucho, considerando el costo.
Lo que sí se ha desperdiciado es la posibilidad de desarrollar una
conciencia gremial que nos solidarice no sólo en el discurso, sino
que además aliente prácticas periodísticas mucho más profesionales,
mucho más rigurosas, mucho más comprometidas con la sociedad y mucho
menos dependientes de intereses extraperiodísticos.
III
El periodismo de investigación latinoamericano
enfrenta obstáculos que nuestros colegas en democracias desarrolladas
desconocen o superaron hace tiempo.
Sin leyes de acceso a la información
que debería ser pública, el periodismo de investigación latinoamericano
ha echado mano de recursos incluso heterodoxos para develar casos
de corrupción y nexos ilegales o ilegítimos entre diversas esferas
de poder político y económico. En regímenes donde el secreto es
norma, incluso ante asuntos baladíes, el rumor y la filtración nutren
buena parte del periodismo de la región. Esta práctica socava al
buen periodismo, pues por cada rumor que se confirma (siempre en
el futuro) y por cada filtración verificada (siempre por los afectados),
abundan los desmentidos ante la imprecisión e incluso las falsedades
que se difunden a través nuestro.
La víctima aparente es el eventual
calumniado; la víctima inmediata es el periodismo, que sufre descrédito;
la víctima real es la sociedad, que pierde un importante contrapeso
de la democracia.
El periodista latinoamericano ni
siquiera está exento de los mismos riesgos jurídicos que enfrentan
sus colegas estadunidenses o europeos: nuestras legislaciones también
sancionan calumnia y difamación por la vía civil, pero también por
la vía penal. Peor aún, nuestras leyes, códigos, reglamentos y decretos
incluyen figuras represivas como delitos de prensa, como la restricción
profesional (mediante la colegiación obligatoria), la suspención
de licencia, el desacato, el arresto domiciliario y hasta la censura
legal.
Esto sería suficiente motivo de preocupación,
si nuestras cuitas profesionales se constriñeran al ámbito jurídico
(las leyes siempre son perfectibles, que para ello la democracia
política está dotada de mecanismos de autocorrección, sin contar
con que la ética periodística nos previene contra nuestros propios
excesos, mismos que eventualmente no deberían permanecer impunes).
Lo grave es que, además, los periodistas latinoamericanos estamos
sometidos a las presiones de grupos de poder que suelen manifestarse
de forma violenta mediante amenazas, secuestros, atentados y asesinatos.
La práctica de la autocensura entre
los periodistas latinoamericanos, con más frecuencia de lo que se
cree, es consecuencia directa de riesgos personales. En cambio,
el periodista estadunidense, particularmente, practica la autocensura
para no poner en riesgo su salario, sometido como está a los intereses
extraperiodísticos de los corporativos transnacionales que han tomado
el control de los medios para los cuales trabajan muchos de ellos,
o para que el dueño no los despida por perder un contrato publicitario
a causa de una nota, o simplemente para no poner en riesgo de demanda
civil a la empresa que le paga. A veces, la autocensura del periodista
estadunidense también obedece a posturas ideológicas en las que
son socialmente imbuidos, trampa cultural para reforzar los valores
propios mediante la negación del otro.
La industria periodística estadunidense
no es todo lo independiente que su propaganda nos quiere hacer creer.
Ni de lejos. Simplemente tiene un margen de maniobra mucho más amplio.
La diferencia, en fin, entre el periodismo
de investigación latinoamericano y el periodismo de investigación
estadunidense son las realidades sociales, políticas y culturales
de nuestra región, que distan mucho de los valores hegemónicos que
pretende imponer Estados Unidos, embozados en un modelo de democracia
occidental.
Del mismo modo en que nuestros países
se ensayan variantes de democracia acordes con nuestras raíces culturales
(eso que algunos llaman idiosincrasia), así también los periodistas
latinoamericanos tendremos que elaborar nuestros propios modelos
de periodismo de investigación, plenamente correspondientes con
nuestras realidades particulares, de suyo dramáticas, y con nuestros
obstáculos frecuentemente comunes.
De nada nos sirve importar metodologías
que son exitosas en los países donde fueron diseñadas, pero que
fracasan en nuestra región al no encontrar las condiciones jurídicas
y políticas elementales sobre las que descansa su viabilidad.
La opción es adaptar lo mucho de
eficaz que sí tienen aquellas metodologías, aunque para ello primero
debemos transformar nuestra propia actitud frente a la información.
Si las fuentes "oficiales" se cierran, hay que abrirlas
con nuestro trabajo como reporteros. Siempre será ideal obtener
documentos que confirmen nuestra información, pero nuestro objeto
de investigación no son los documentos, son las personas que los
elaboran, son las personas a las que se refieren. Nuestro objeto
de investigación es la realidad
y la realidad no es abstracta;
tiene nombres, apellidos, direcciones, biografías
Pero, sobre
todo, la realidad es mesurable. No es tarea fácil, por supuesto;
requiere de conocimientos y habilidades que no se enseñan en las
escuelas de periodismo de nuestros países, pero que se pueden adquirir
de forma autodidacta, si se quiere, o, mejor aún, mediante la dirección
de colegas que practican un periodismo mucho más riguroso, aplicando
metodologías de investigación más cercanas a la sociología que al
propio periodismo.
Algo de esto intentan aportar organizaciones
profesionales como saladeprensa.org y el Centro de Periodistas de Investigación (México),
el Centro Latinoamericano de Periodistas (Panamá) y la Fundación
para un Nuevo Periodismo Iberoamericano (Colombia). Lo mismo hacemos
un grupo de reporteros mexicanos que impartimos el Curso de Posgrado
en Periodismo de Investigación en la Universidad Iberoamericana,
y por el cual ya han pasado más de 150 colegas de una decena de
ciudades mexicanas, en los últimos dos años.
Capacitarse en el uso de nuevas herramientas,
tecnologías y metodologías requiere disposición y esfuerzo, pero,
en cualquier caso, es aún más difícil abrir fuentes a golpe de periodicazos.
*Gerardo
Albarrán de Alba
es coordinador de Proyectos Especiales de
la revista mexicana Proceso, director
de Sala de Prensa y coordinador
académico del Curso de Posgrado en Periodismo de Investigación y profesor
de Taller de Periodismo del Departamento de Comunicación de la Universidad
Iberoamericana. Es miembro del Consejo Editorial de Le
Monde Diplomatique (edición mexicana) y del Consejo Asesor
de la Fundación Información y Democracia, A.C.,
y vocal del Consejo Directivo del Centro de
Periodistas de Investigación, A.C. (IRE-México). Es doctorando
en el Programa 2001-2003 del Doctorado en Derecho de la Información
por la Universidad de Occidente, con
el apoyo del Programa Iberoamericano de Derecho de la Información
de la Universidad Iberoamericana y del
Instituto de Investigaciones Jurídicas de la Universidad
Nacional Autónoma de México. Este artículo fue publicado en
Sala de Prensa (http://www.saladeprensa.org
No. 32, junio de 2001, Año III, Vol. 2). |