Razón y Palabra Bienvenidos a Razón y Palabra.
Primera Revista Electrónica especializada en Comunicación
Sobre la Revista Contribuciones Directorio Buzón Motor de búsqueda


Mayo - Julio 2001

 

Número del mes
 
Números anteriores
 
Editorial
 
Sitios de Interés
 
Novedades Editoriales
 
Ediciones especiales



Proyecto Internet


Carr. Lago de Guadalupe Km. 3.5,
Atizapán de Zaragoza
Estado de México.

Tels. (52) 58 64 56 13
Fax. (52) 58 64 56 13

Diferencias en el periodismo de investigación en Estados Unidos y Latinoamérica
 

Por Gerardo Albarrán de Alba*
Número 22

I

El calor de la playa Coronado, en la costa occidental de Panamá, ayudó a encender la discusión. Gustavo Gorriti y Andrés Oppenheimer se habían estancado en la que parecía la mayor diferencia en el periodismo de investigación que ambos practican. El fondo de la discrepancia era la pertinencia de realizar la famosa entrevista a la contraparte, al objeto mismo de nuestra investigación, antes de publicar nuestro reportaje.

Oppenheimer, reportero argentino que trabaja para The Miami Herald, alegaba: "Yo duermo tranquilo todas las noches porque nunca dejo de entrevistar a la contraparte… y así evito cualquier posibilidad de pleito con sus abogados". Gorriti, periodista peruano que en ese entonces –1998– era director asociado de La Prensa de Panamá, gesticulaba en desaprobación. "No es cuestión de equilibrio informativo, es que simplemente eso puede conducir al fracaso de la investigación al poner en alerta al personaje o al grupo de interés investigado. Acá no conviene hacer eso".

Frente a ellos, escuchábamos periodistas de México, Argentina, Chile, Colombia, Nicaragua, Costa Rica y Panamá. El consenso entre ambos reporteros parecía imposible. Y de hecho, lo era.

No pude evitar intervenir en ese debate: "Andrés, ¿en verdad no distingues la diferencia que te plantea Gustavo? Tú duermes tranquilo al entrevistar a la contraparte porque no serás demandado. Gustavo suele evitar la entrevista con la contraparte para no sabotearse a sí mismo. La diferencia está en que, mientras tú, en Estados Unidos, vives bajo la mira de los abogados, el resto de nosotros, en Latinoamérica, vive bajo la mira de un AK-47".

Esto no zanjó del todo la discusión, pero al menos ayudó a centrarla en las diferencias de fondo, y ya no en las filigranas de forma, que distinguen al periodismo de investigación que se practica en Estados Unidos (o en casi todo Europa), con el que hacemos en cualquier país latinoamericano (o en buena parte de Asia y Africa).

La paradoja de la discrepancia entre Gorriti y Oppenheimer es que ambos tienen razón.

II

Práctica en la que los pocos textos que hay no se ponen de acuerdo en su fecha de nacimiento, pero al menos sí en el lugar donde se desarrolló, el periodismo de investigación encuentra antecedentes claros a finales del siglo pasado en el periodismo militante de Estados Unidos, ligados a movimientos laboristas y acunado entre escritores e intelectuales de izquierda radicados en ese país.

Pese a que lo mismo podríamos decir de ejemplos claros de una suerte de protoperiodismo de investigación en Europa, e incluso en varios países latinoamericanos (aunque mucho más recientes), es en Estados Unidos donde el periodismo de investigación ganó carta de naturalización, popularizado incluso por el cine.

Tratada como disciplina, desde hace décadas, en buena parte de las universidades estadunidenses donde se enseña periodismo, esta especialidad –si así quisiéramos llamarle– ha ganado presencia en los diarios y revistas latinoamericanos en los últimos 20 años, aunque ni de lejos es todavía una práctica constante y generalizada, por más que existan medios que desde hace lustros mantienen equipos "especiales" de reporteros para este fin. Ni qué decir de las universidades en nuestros países; son muy pocas las que han incorporado estas técnicas en la matrícula de las carreras de Periodismo y aun menos en las de Comunicación.

No extraña entonces que el periodismo de investigación estadunidense esté sólidamente acreditado y reúna a cientos de periodistas en asociaciones como Investigative Reporters and Editors (IRE).

Una primera diferencia es esa: La expansión del periodismo de investigación estadunidense, en las últimas tres décadas, surge de las aulas, donde reporteros como Philip Meyer y Steve Weinberg (por citar a los más conocidos) han contribuido ha desarrollar metodologías bien acabadas desde su práctica académica. Libros en castellano que hagan un verdadero aporte (como el de José Luis Dader o el de Pepe Rodríguez, por seguir con nombres que nos son comunes), son más bien escasos. Y como son ediciones de autores españoles, tampoco corresponden a la realidad latinoamericana. Otros libros, como el del reportero colombiano Gerardo Reyes, aún no trascienden el mero enunciado de lo que se supone debería de ser el periodismo de investigación, y se mantienen más cercanos al anecdotario personal, si bien útil, también limitado y sin ninguna sistematización metodológica.

En tanto, el periodismo de investigación latinoamericano sigue nutriéndose del trabajo en solitario de reporteros ejemplares como los argentinos Rodolfo Walsh y Horacio Verbitsky, o el peruano Gustavo Gorriti, o el mexicano Manuel Buendía, por citar nuevamente ejemplos por todos conocidos.

Y en estos últimos nombres está la diferencia de fondo, planteada en aquella discusión escuchada en Panamá: Walsh fue desaparecido en 1977 por la dictadura militar argentina y Buendía fue asesinado en 1984 por un policía; Verbitsky y Gorriti debieron padecer el exilio para salvar la vida. Salvo el reportero Don Bolles (The Arizona Republic), asesinado en 1976 cuando investigaba nexos del gobierno local con el crimen organizado, no tengo noticia de otro reportero estadunidense que comparta la suerte de cualquiera de los 17 periodistas latinoamericanos asesinados solamente entre 1999 y mayo de 2001: nueve en Colombia, tres en México y uno: Argentina, Brasil, Guatemala, Haití y Uruguay.

Ahí, otra diferencia. Al menos el asesinato de Bolles en Estados Unidos sirvió para activar a IRE, una organización profesional ya desde entonces sólida, pero con modesta presencia incluso gremial. Una parte de los miembros de IRE decidió terminar el trabajo de investigación que realizaba su colega muerto: periodistas voluntarios de 10 medios publicados en diversas regiones estadunidenses trabajaron durante cinco meses en Arizona y publicaron un reportaje en 23 partes. (Probablemente IRE sería ahora una organización mucho más consolidada si hubiera hecho lo mismo con los asesinatos de otros 10 periodistas ocurridos en Estados Unidos de 1976 a la fecha… pero ocurre que todos estos eran periodistas inmigrantes y la prensa estadunidense, en general, prestó poca o nula atención a estos casos.)

Al señalar esta diferencia no pretendo insinuar que la muerte de decenas de periodistas latinoamericanos haya sido en vano: en muchos casos sirvieron para sacudir conciencias sociales adormiladas ante regímenes autoritarios o de plano sometidas por las dictaduras militares. Y eso es mucho, considerando el costo. Lo que sí se ha desperdiciado es la posibilidad de desarrollar una conciencia gremial que nos solidarice no sólo en el discurso, sino que además aliente prácticas periodísticas mucho más profesionales, mucho más rigurosas, mucho más comprometidas con la sociedad y mucho menos dependientes de intereses extraperiodísticos.

III

El periodismo de investigación latinoamericano enfrenta obstáculos que nuestros colegas en democracias desarrolladas desconocen o superaron hace tiempo.

Sin leyes de acceso a la información que debería ser pública, el periodismo de investigación latinoamericano ha echado mano de recursos incluso heterodoxos para develar casos de corrupción y nexos ilegales o ilegítimos entre diversas esferas de poder político y económico. En regímenes donde el secreto es norma, incluso ante asuntos baladíes, el rumor y la filtración nutren buena parte del periodismo de la región. Esta práctica socava al buen periodismo, pues por cada rumor que se confirma (siempre en el futuro) y por cada filtración verificada (siempre por los afectados), abundan los desmentidos ante la imprecisión e incluso las falsedades que se difunden a través nuestro.

La víctima aparente es el eventual calumniado; la víctima inmediata es el periodismo, que sufre descrédito; la víctima real es la sociedad, que pierde un importante contrapeso de la democracia.

El periodista latinoamericano ni siquiera está exento de los mismos riesgos jurídicos que enfrentan sus colegas estadunidenses o europeos: nuestras legislaciones también sancionan calumnia y difamación por la vía civil, pero también por la vía penal. Peor aún, nuestras leyes, códigos, reglamentos y decretos incluyen figuras represivas como delitos de prensa, como la restricción profesional (mediante la colegiación obligatoria), la suspención de licencia, el desacato, el arresto domiciliario y hasta la censura legal.

Esto sería suficiente motivo de preocupación, si nuestras cuitas profesionales se constriñeran al ámbito jurídico (las leyes siempre son perfectibles, que para ello la democracia política está dotada de mecanismos de autocorrección, sin contar con que la ética periodística nos previene contra nuestros propios excesos, mismos que eventualmente no deberían permanecer impunes). Lo grave es que, además, los periodistas latinoamericanos estamos sometidos a las presiones de grupos de poder que suelen manifestarse de forma violenta mediante amenazas, secuestros, atentados y asesinatos.

La práctica de la autocensura entre los periodistas latinoamericanos, con más frecuencia de lo que se cree, es consecuencia directa de riesgos personales. En cambio, el periodista estadunidense, particularmente, practica la autocensura para no poner en riesgo su salario, sometido como está a los intereses extraperiodísticos de los corporativos transnacionales que han tomado el control de los medios para los cuales trabajan muchos de ellos, o para que el dueño no los despida por perder un contrato publicitario a causa de una nota, o simplemente para no poner en riesgo de demanda civil a la empresa que le paga. A veces, la autocensura del periodista estadunidense también obedece a posturas ideológicas en las que son socialmente imbuidos, trampa cultural para reforzar los valores propios mediante la negación del otro.

La industria periodística estadunidense no es todo lo independiente que su propaganda nos quiere hacer creer. Ni de lejos. Simplemente tiene un margen de maniobra mucho más amplio.

La diferencia, en fin, entre el periodismo de investigación latinoamericano y el periodismo de investigación estadunidense son las realidades sociales, políticas y culturales de nuestra región, que distan mucho de los valores hegemónicos que pretende imponer Estados Unidos, embozados en un modelo de democracia occidental.

Del mismo modo en que nuestros países se ensayan variantes de democracia acordes con nuestras raíces culturales (eso que algunos llaman idiosincrasia), así también los periodistas latinoamericanos tendremos que elaborar nuestros propios modelos de periodismo de investigación, plenamente correspondientes con nuestras realidades particulares, de suyo dramáticas, y con nuestros obstáculos frecuentemente comunes.

De nada nos sirve importar metodologías que son exitosas en los países donde fueron diseñadas, pero que fracasan en nuestra región al no encontrar las condiciones jurídicas y políticas elementales sobre las que descansa su viabilidad.

La opción es adaptar lo mucho de eficaz que sí tienen aquellas metodologías, aunque para ello primero debemos transformar nuestra propia actitud frente a la información. Si las fuentes "oficiales" se cierran, hay que abrirlas con nuestro trabajo como reporteros. Siempre será ideal obtener documentos que confirmen nuestra información, pero nuestro objeto de investigación no son los documentos, son las personas que los elaboran, son las personas a las que se refieren. Nuestro objeto de investigación es la realidad… y la realidad no es abstracta; tiene nombres, apellidos, direcciones, biografías… Pero, sobre todo, la realidad es mesurable. No es tarea fácil, por supuesto; requiere de conocimientos y habilidades que no se enseñan en las escuelas de periodismo de nuestros países, pero que se pueden adquirir de forma autodidacta, si se quiere, o, mejor aún, mediante la dirección de colegas que practican un periodismo mucho más riguroso, aplicando metodologías de investigación más cercanas a la sociología que al propio periodismo.

Algo de esto intentan aportar organizaciones profesionales como saladeprensa.org y el Centro de Periodistas de Investigación (México), el Centro Latinoamericano de Periodistas (Panamá) y la Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano (Colombia). Lo mismo hacemos un grupo de reporteros mexicanos que impartimos el Curso de Posgrado en Periodismo de Investigación en la Universidad Iberoamericana, y por el cual ya han pasado más de 150 colegas de una decena de ciudades mexicanas, en los últimos dos años.

Capacitarse en el uso de nuevas herramientas, tecnologías y metodologías requiere disposición y esfuerzo, pero, en cualquier caso, es aún más difícil abrir fuentes a golpe de periodicazos.


*Gerardo Albarrán de Alba
es coordinador de Proyectos Especiales de la revista mexicana Proceso, director de Sala de Prensa y coordinador académico del Curso de Posgrado en Periodismo de Investigación y profesor de Taller de Periodismo del Departamento de Comunicación de la Universidad Iberoamericana. Es miembro del Consejo Editorial de Le Monde Diplomatique (edición mexicana) y del Consejo Asesor de la Fundación Información y Democracia, A.C., y vocal del Consejo Directivo del Centro de Periodistas de Investigación, A.C. (IRE-México). Es doctorando en el Programa 2001-2003 del Doctorado en Derecho de la Información por la Universidad de Occidente, con el apoyo del Programa Iberoamericano de Derecho de la Información de la Universidad Iberoamericana y del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la Universidad Nacional Autónoma de México. Este artículo fue publicado en Sala de Prensa (http://www.saladeprensa.org No. 32, junio de 2001, Año III, Vol. 2).

.